Casi anochecía cuando Mar condujo a sus hambrientos y fatigados compañeros por el trecho final que los llevaría hasta el lugar donde habitaba la Tribu del Caballo. Vadearon el Agua Serpiente a primera hora de la mañana y se dirigieron nuevamente hacia el norte. Durante la última hora no habían parado de subir y bajar colinas.
—Casi me alegro de llegar a las cuevas de esta tribu —dijo Alin amargamente—. Me pone enferma estar siempre en camino.
—Sa —respondió Jes—. Tenemos los pies doloridos y estamos agotadas.
—Y hambrientas. —Alin hizo una mueca—. ¡Hoy ni siquiera nos ha permitido pararnos a comer algunas bayas!
Jes abrió la boca dispuesta a replicar, cuando de repente oyeron un grito procedente del grupo de los hombres que iban en vanguardia. Alin y Jes levantaron la cabeza y la luz del sol poniente las hizo bizquear.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó Jes.
—Seguramente. —Alin se hizo sombra en los ojos con la mano—. Puedo ver agua. Debe de ser el río del que Mar me habló.
Estaban siguiendo un sendero bien abierto, que discurría entre dos elevados riscos de piedra caliza, y en menos de un minuto Alin y Jes dejaron atrás las gigantescas rocas y llegaron a una playa de cascajos.
El río discurría ante ellos, angosto, serpenteante y teñido con los colores del ocaso. En la orilla opuesta estaba bordeado de colinas de suaves declives, cuyos árboles casi habían perdido su color en esta época del año. En ese lado del río, dominando espectacularmente el débil resplandor del agua, se elevaba un despeñadero saliente. Alin lo contempló con asombro. En la maciza superficie del despeñadero, y por lo menos en cinco niveles diferentes, se abrían más de una docena de cuevas y al menos el mismo número de abrigos en la roca. Por las pieles que colgaban en las aberturas de las cuevas, Alin dedujo que muchas estaban habitadas.
La piel que cubría la entrada de una de aquellas cuevas en el centro del despeñadero se hizo a un lado y apareció un hombre en el saliente que había delante. Bajó la vista hacia la playa, y luego echó a andar, siguiendo la vertiente inclinada. De repente se volvió y empezó a bajar por la superficie del despeñadero. Aquello produjo en Alin una sensación de horror, pero luego comprobó que utilizaba una escalerilla.
Todas las muchachas habían llegado a la playa y miraban hacia arriba. Un instante después Alin vio a Mar a su lado.
—¿Es éste vuestro hogar? —preguntó—. ¿Este… nido de águilas?
—Sa. —Mar sonrió débilmente—. Estás en las montañas, muchacha. Te acostumbrarás. El sol del invierno da en la mayoría de las cuevas y abrigos y están calientes y secos. Los hombres han vivido aquí durante mucho, mucho tiempo. Es un buen sitio para formar un hogar. —Apartó la mirada de ella y fijó la vista en el hombre que descendía el último tramo de la escalerilla—. Es nuestro jefe —indicó con una voz inexpresiva—, Altan.
Se hizo un silencio mientras contemplaban el descenso del hombre que era el jefe; Altan saltó a los cascajos, atravesó la playa y se acercó. Alin sintió que se le hacía un nudo en el estómago mientras se aproximaba aquel extraño. De repente y con desesperación, deseó que Mar fuera el jefe. Conocía a Mar. Y ese hombre era un desconocido.
El jefe era robusto, de hombros anchos, aunque no tan alto como Mar. Tenía el cabello del color de la tierra mojada, muy oscuro aunque no negro, y en la frente llevaba una cinta de cuero adornada con discos ovalados de hueso. Era mayor que Mar, quizá le llevara dos puñados de años. Mientras él atravesaba la playa, Alin observó que inclinaba la cabeza hacia delante, como hacen los búfalos cuando atacan. Esta impresión perduró cuando él se detuvo ante ellos y agachó la cabeza, como un búfalo bajaría sus cuernos en el último instante antes de asestar el golpe de gracia.
—Bueno —le dijo a Mar—, has vuelto. —Pero no parecía muy complacido.
—Ya ves, Altan —contestó Mar con la misma voz inexpresiva que antes había utilizado con Alin—. Y hemos traído mujeres.
El hombre balanceó su cabeza de búfalo mientras calibraba a las muchachas reunidas en la playa.
—Son jóvenes —dijo. Y miró a Alin—. Y bonitas.
—¿Eres el jefe de esta tribu? —preguntó Alin fríamente mirándole a los ojos que casi estaban al mismo nivel de los de ella por la postura gacha de su cabeza.
Él la miró sorprendido. Tenía los ojos castaños, aunque más claros que los de Alin, pequeños y de forma almendrada.
—Sa —repuso—. Yo soy el jefe.
—Estamos cansadas y hambrientas —añadió Alin—. Necesitamos alimento y abrigo. Luego tengo que hablar con vuestro chamán.
Altan levantó la cabeza sorprendido. Ahora tuvo que bajar la vista para mirarla.
—¿Quién es esta muchacha? —le preguntó a Mar.
—Es su jefe —replicó Mar—. Estas jóvenes no son como nuestras mujeres, Altan. Sirven a la Madre Tierra. Creo que sería prudente permitirle hablar con Huth. Debemos tener cuidado de no ofender a la Madre.
Altan apartó la mirada de Alin y la dirigió hacia las otras jóvenes.
—¿Adoran a la Madre?
—Sa. Como te digo, es la costumbre de su tribu.
Altan levantó la mano izquierda para rascarse el hombro y Alin vio que le faltaba el pulgar. Los ojos del jefe examinaban a las muchachas.
—¿Cuántas has traído? —le preguntó a Mar.
—Tres puñados más uno —respondió Mar.
Los ojos del jefe siguieron recorriendo la playa.
—¿Has perdido algún hombre? —inquirió en tono esperanzado ante la sorpresa de Alin.
—Na —fue la réplica breve y cortante de Mar.
—Al parecer la incursión no era tan difícil como imaginabas —dijo el jefe mirándolo y en un tono tan cortante como el de Mar.
—Tuvimos la suerte de encontrar a las muchachas sin sus hombres —replicó Mar—. Estaban celebrando un rito religioso. Por esta razón necesitamos a Huth.
—Llévalas a la cueva del pescado —dijo Altan tras emitir un gruñido.
Alin observó que del cuello le colgaba una bolsita de cuero. ¿La bolsita de medicinas del jefe?, se preguntó.
—Daré la orden de que les preparen alimentos. Mañana podrá hablar con Huth —siguió diciendo Altan.
—Acompáñame —le dijo Mar a Alin—. Te enseñaré el camino.
Alin acabó de comer la carne ahumada de búfalo que les habían dado e inspeccionó la cueva en la que descansaban las jóvenes. La mayoría todavía seguían comiendo, hambrientas. Una hoguera ardía cerca de la entrada de la cueva, despidiendo igual cantidad de calor y de humo. Las pieles de búfalo que colgaban en la entrada habían sido apartadas para que un poco de humo pudiera salir al aire de la noche.
Mientras comían había oscurecido. Alin vio el escarpado precipicio más allá de la abertura de la cueva y se estremeció. En un rapto de humor pensó que iba a transformarse en una joven de las montañas, como Mar había dicho, ¡pero ella no era una cabra montés! Dudaba que pudiera acostumbrarse nunca a vivir al borde de un precipicio.
Un crujido desvió la atención de Alin, volvió la cabeza y vio a Jes levantándose. Alin observó sorprendida que su amiga se dirigía hacia una pared junto a la entrada de la cueva, con un salmón tallado en ella. Ya lo habían visto antes, al entrar. La talla del salmón evidentemente había dado el nombre a la cueva.
Alin se puso de pie y se acercó a Jes.
—¿Te gusta? —preguntó tras un momento de silencio.
—Creo que es muy antigua —respondió Jes asintiendo con expresión absorta—. Mucho más antigua que las pinturas de nuestra cueva sagrada.
—Mar dice que aquí ha vivido gente desde hace años —replicó Alin.
—Mira —dijo Jes nuevamente con aquella expresión absorta y señalando con un dedo—. Aquí hay huellas borrosas de otra pintura.
—Es difícil verlo con esta luz —replicó Alin escudriñando la pared.
—Sa —dijo Jes con pesar deslizando el dedo por la pared—. Tendré que esperar hasta mañana.
Mañana. Aquel pensamiento la hizo temblar. Alin se alejó del pez grabado y observó de nuevo la escena que tenía lugar en el interior de la cueva.
Las jóvenes y sus pertrechos ocupaban casi todo el suelo de la cueva. Mar les había preguntado si querían repartirse en dos cuevas, pero ellas habían manifestado que preferían permanecer juntas. Cuando acabaron de comer, se quedaron en silencio. Alin comprendió perfectamente que tuvieran miedo.
No lo habían tenido mientras estaban de viaje. Por alguna razón, los hombres que acompañaban a Mar no les despertaban ningún temor. De hecho, se había empezado a establecer un cierto tipo de camaradería entre las jóvenes de la tribu del Ciervo Rojo y los jóvenes de la del Caballo. Alin observó con disgusto cómo se iniciaba, pero no las había prevenido en contra.
Lana las habría prevenido, Lana hubiera mantenido unidas a las jóvenes, hubiera alimentado su hostilidad y su furia. Alin sabía que no debía permitir a las muchachas hablar y bromear con los hombres. Pero los días eran tan largos y las jornadas tan agotadoras… Hubiera parecido una crueldad apartarlas de los pequeños alivios que podían encontrar. Y aquellos hombres, después de todo, habían demostrado ser inofensivos.
Pero una vez allí cambiarían las cosas. Todas se habían dado cuenta. Conocían la razón por la cual las habían raptado. Las bromas con los jóvenes desaparecerían. Ahora eran las mujeres del Ciervo Rojo y ellos el enemigo.
Alin se acercó a la hoguera y esperó a que todas le prestaran atención.
—Escuchad, hermanas —dijo—. Mañana voy a hablar con el chamán de esta tribu. Le voy a decir que para nosotras es tabú yacer con un hombre nuevo hasta que dicha unión sea bendecida por la Madre durante los Fuegos de Primavera. Le diré que si estos hombres no respetan nuestras leyes, entonces la Madre no sonreirá en nosotras y no les daremos hijos.
En la cueva reinaba un silencio absoluto. Alin contempló sus rostros de uno en uno.
—Estoy intentando ganar algún tiempo —añadió—. Cuando llegue la primavera, la Reina volverá a buscarnos. —Hizo una pausa y miró a su alrededor—. ¿Lo habéis comprendido?
—Sa —replicaron débilmente—. Lo entendemos, Alin.
—No te preocupes, Alin —dijo Sana—. Si alguien nos lo pregunta, lo recordaremos. Es tabú yacer con un hombre nuevo hasta los Fuegos de Primavera.
Elen rió y sacudió su bonita cabeza pelirroja.
—Qué historia más bonita, Alin. Estos hombres aprenderán a temer a la Madre. Les hará bien.
—Ignoro si tendré éxito —siguió diciendo Alin sin sonreír—. Primero debo convencer al chamán. Sería bueno para todas vosotras que pidierais a la Madre por mi éxito.
Ante aquellas palabras, se desvanecieron las tenues sonrisas que habían aparecido en el rostro de las muchachas.
—Cantemos el Canto de Alabanza —dijo Dara y echando hacia atrás la cabeza, elevó su voz pura y juvenil en el himno a la Madre más antiguo de todos los himnos. Tras un breve instante, se unieron a ella el resto de las jóvenes y la cueva se llenó con los sonidos del canto sagrado.
Un grupo mucho más reducido se había reunido aquella noche en la cueva del jefe en la tercera terraza. La cueva de los nirum no estaba lo suficientemente aislada para esa reunión particular, porque la habitaba un gran número de hombres solteros de la tribu, de los cuales no todos eran seguidores de Altan.
En la Tribu del Caballo los muchachos se iniciaban a la edad de trece años. Luego, durante cinco años, vivían con los restantes jóvenes de su edad en la cueva de los iniciados y perfeccionaban sus habilidades para la caza. Al finalizar los cinco años, si habían superado todas las pruebas, se convertían en cazadores con pleno derecho de la tribu: en nirum. Si no se habían casado todavía, los jóvenes nirum se trasladaban a la cueva de los nirum, donde vivían hasta que tomaban esposa.
Sólo podía ser jefe de la tribu un nirum y por esta razón Mar no había sido nombrado tras la muerte de Tardith, poco después de la iniciación de Mar.
Altan, el hombre que había sido nombrado sucesor de Tardith, se sentaba aquella noche alrededor de su hoguera con cuatro de sus compañeros más allegados, para discutir la nueva situación. Estaban solos; Altan había dejado a su preñada y joven esposa en un hogar vecino para que pasara allí la noche.
—Mar mintió. —Sauk, el hombre que siempre se sentaba a la derecha del jefe, habló en la penumbra llena de humo—. Él sabía que resultaría fácil capturar a las jóvenes. Mintió para que los nirum no participaran en ello.
Los demás emitieron un gruñido de asentimiento.
—Ahora él es el héroe —dijo Tod, el hombre que se sentaba al otro lado de Altan—. Hasta los nirum más jóvenes lo consideran maravilloso. Las tres mujeres que trajimos de la Asamblea de Otoño han sido olvidadas en cuanto han aparecido como llovidas del cielo las que ha traído Mar.
—Los nirum más jóvenes no quieren saber nada de las tres mujeres —señaló otro hombre—. En cambio tienen grandes esperanzas en las que ha capturado Mar.
Altan dio una brusca palmada con la mano en su muslo.
—Los iniciados también han puesto grandes esperanzas en esas jóvenes —dijo, y descubrió su fuerte y torcida dentadura en una mueca que no era una sonrisa.
—No ha perdido ningún hombre en la emboscada —recordó Sauk con amargura dirigiéndose a Altan—. Nos ha tomado por tontos.
—Nos ha traído tres puñados de mujeres más uno. No debemos olvidarlo —dijo el cuarto hombre que respondía al nombre de Heno.
—Es cierto —asintió Eoto, el hombre que se sentaba frente a Sauk, lanzando una risita—. Los muchachos han hecho el trabajo. ¿Por qué quejarse?
—Los muchachos querrán una recompensa por su trabajo —replicó Tod con calma—. Ésta es la queja.
—Un joven iniciado no puede pretender que se le de una mujer antes que a un nirum —añadió Sauk. Era uno de los cazadores más famosos de la tribu, de la edad de Altan, de nariz larga, gruesas mandíbulas y ásperos cabellos negros—. ¿No es así, Altan?
—Le prometí a Mar la mitad de las jóvenes —dijo el jefe agriamente—. Antes de iniciar la captura, hicimos un pacto. La mitad para él y los iniciados y la otra mitad para mí.
—¡No me lo habías dicho! —exclamó Sauk.
Altan se encogió de hombros con impaciencia.
—No creí que la incursión tuviera éxito. ¿Un grupo de muchachos, que todavía no son cazadores con pleno derecho de la tribu, enfrentarse con toda una tribu? —Altan lanzó un tronco al fuego—. Ninguno de nosotros pensaba que tendrían éxito.
—Él mintió —repitió Sauk.
—Sa. Lo hizo. —Tod contempló pensativo el perfil de Altan—. ¿Le hiciste esa promesa a Mar delante de testigos?
La gran cabeza de Altan se inclinó hacia Tod.
—Na —dijo—. No lo hice.
—Mar no es el único que puede mentir —señaló Tod y sonrió. Hubo un instante de silencio.
—Es su palabra contra la tuya —dijo Heno.
—Es cierto —asintió Eoto—. Te mintió. Merece un escarmiento.
—Niega que le prometiste las mujeres —dijo Sauk con firmeza—. No podrá hacer nada.
—Sa —asintió Tod—. Y Mar perderá el favor de los iniciados si no puede darles las mujeres que han traído hasta aquí con tanta cautela.
—Yo debería dar a los muchachos alguna de las mujeres —dijo Altan lentamente—. No quiero deshacer el vínculo que une a los iniciados con Mar. Sería… peligroso.
—¡Pero no les des demasiadas mujeres! —exclamó Sauk.
—Tú no puedes tener otra mujer, Sauk —replicó Tod, inclinándose ligeramente hacia delante para mirar al otro lado de la figura musculosa del jefe—. Ya hubo un gran revuelo en la tribu cuando Altan te dio una de las tres muchachas que trajimos de la Asamblea de Otoño. Ahora tienes dos esposas, y la mayoría de los hombres no tienen ninguna.
—¡Mi esposa era vieja! —exclamó Sauk airadamente—. Soy el jefe de los cazadores de la tribu. Estaba en el derecho de tener una nueva esposa joven.
—Sa, pero ya no tendrás más —dijo Altan. Levantó su mano mutilada y manoseó la bolsita de cuero que llevaba colgada al cuello—. Tod tiene razón. Todos tenemos nuevas esposas jóvenes, y debemos estar satisfechos. No puedo dar a ningún hombre una segunda esposa hasta que todos tengan al menos una.
Los tres hombres hicieron gestos de asentimiento mientras Sauk contemplaba el fuego, malhumorado.
—Mañana hablaré con Mar —añadió Altan—. Le recordaré que organizó la batida en beneficio de toda la tribu. Y no recordaré ningún pacto que hubiéramos hecho ambos. —Abrió los labios y quedó al descubierto su dentadura torcida mientras los demás sonreían a través del humo.
Qué extraña sensación, pensó Alin, producía atravesar el umbral de una cueva y encontrarse al borde de un despeñadero. Justo debajo de ella se extendía la playa y el curso del río, que brillaba bajo el sol de las primeras horas de la mañana. La cueva del pez estaba tan sólo en mitad del despeñadero, ¡y había cuevas y abrigos todavía más arriba! Alin miró lentamente a su alrededor, observando con detenimiento lo que el día anterior había contemplado a la luz del atardecer.
En la mayoría de los niveles del despeñadero había terrazas o pasillos, que parecían formar parte de la configuración natural de la roca. Casi todas las cuevas y abrigos se abrían sobre dichas terrazas. Lo que la mano del hombre había añadido a la superficie del despeñadero eran las escalerillas, confeccionadas con tendones de animales que comunicaban entre sí los diferentes niveles, y las pieles y las ramas que protegían la entrada y los lados de los abrigos y la abertura de las cuevas. La terraza en la que se encontraba Alin era extremadamente angosta y ella se habría sentido infinitamente mucho más cómoda si hubiera existido algún tipo de barrera entre ella y el precipicio que se abría hasta la playa de cascajos.
Mientras se encontraba allí, bajo el sol de primeras horas de la mañana, observando su entorno, se abrieron las pieles que cubrían la entrada de una cueva y apareció una mujer. Era joven, con un rostro en forma de corazón y grandes ojos verdosos. Alin miró con discreta curiosidad a aquella mujer de la Tribu del Caballo. El cabello de la joven era de color rubio claro y lo llevaba peinado en varias trenzas alrededor de la cabeza. Vestía una camisa de manga larga y una falda larga de cuero, y alrededor del cuello le colgaba un elaborado collar doble de conchas y dientes de caballo. Se detuvo al descubrir a Alin y se quedó mirándola con abierta curiosidad.
—Saludos —dijo Alin en tono afable, observando la anchura de la terraza de su vecina.
—¡Hablas nuestro idioma! —exclamó la joven abriendo los ojos sorprendida. Su voz poseía el mismo acento que los hombres y era extrañamente bronca.
—Sa. Somos del Clan.
—Mar nos ha dicho que sois como hombres. —Los ojos de la joven recorrieron a Alin de arriba abajo—. Pero eres bonita. —No parecía complacida.
—¿Eres una mujer de la Tribu del Caballo? —preguntó Alin, en un tono no tan afable.
—Sa. —La joven dio unos pasos hacia la terraza de Alin—. Os vimos llegar ayer con Mar. ¿Es cierto que te ha raptado?
—Sa.
—¡Qué emocionante! —exclamó la joven. Parecía llena de envidia.
Alin la miró sorprendida. ¿Estaría aquella joven poseída por un espíritu diabólico? ¿Emocionante?
—Yo no diría eso —replicó Alin con frialdad.
—A mí me gustaría que Mar me raptara —dijo la otra lanzando un suspiro.
Tras esas palabras, Alin quedó convencida de que a aquella joven le sucedía algo. Esbozó una sonrisa benévola. En la Tribu del Ciervo Rojo había un muchacho parecido. En él no había nada malo, sólo que no comprendía lo que hacían los demás.
—¿Sabe tu madre que has salido de la cueva? —preguntó Alin suavemente.
La joven contempló a Alin como si fuera ella la que estuviera poseída por el diablo.
—¿Y por qué debería saberlo mi madre? —preguntó. Luego añadió sin expresión—: Mi madre ha muerto. Bebió el agua envenenada y murió con el resto. Seguramente ya estás enterada de la historia. Por esta razón te han raptado.
Alin se quedó consternada de su propia torpeza.
—Lo siento —logró decir un momento después—. Sa, conozco la historia. Es… terrible.
—Fue muy triste —dijo la joven—. Yo fui una de las pocas que sanaron.
Alin pensó que quizás aquélla fuera la razón. El veneno había dañado la mente de la pobre muchacha.
La mirada de la joven se dirigió a un punto a espaldas de Alin y su bonito rostro en forma de corazón se iluminó con una sonrisa.
—Saludos, Mar —dijo, en un tono ligeramente más bronco que cuando le hablaba a Alin—. Te hemos echado de menos.
—Saludos, Lian —llegó la voz a espaldas de Alin—. Veo que ya os conocéis.
Alin se volvió ligeramente y apoyó la espalda contra la pared rocosa de manera que los otros dos quedaron a ambos lados de ella. La joven, cuyo nombre al parecer era Lian, había bajado de la terraza hasta situarse al lado de Alin; todavía le sonreía a Mar. Él le hizo un gesto breve con la cabeza.
—Tengo que llevarte con Huth —dijo dirigiéndose a Alin.
—¿Ahora? —preguntó ella abriendo la boca.
—Ahora. ¿Has comido algo?
—Sa. Bror y Melior nos han traído caldo de salvia, nueces y manzanas.
—Huth ha dicho que te verá. Sería bueno no hacerle esperar.
—De acuerdo —respondió Alin separándose de la roca—. ¿Dónde está?
—Sígueme —dijo Mar y se volvió por el camino por donde había llegado.
—¡Pero Mar! —sonó la voz de Lian a sus espaldas—. Todavía no he podido hablar contigo.
—Después, Lian —dijo Mar por encima del hombro. Luego, dirigiéndose a Alin, añadió—: ¿Vienes?
—Sa. —Y sin más palabras lo siguió hacia la escalerilla. A sus espaldas oyó a Lian lanzar una exclamación de enfado, que Mar ignoró. Alin pensó que era una crueldad de su parte mostrarse tan cortante con una muchacha idiota.
Bajaron al nivel inferior. Al pie de la escalerilla se abría un amplio porche, en el que se podían acomodar perfectamente una docena de personas. Mar se detuvo en el porche y se volvió hacia Alin.
—Convendría que le demostraras respeto al chamán —dijo—. Es un hombre muy importante en la tribu.
—Sé cómo comportarme ante el chamán —le espetó Alin que se había sentido insultada.
Él inclinó la cabeza y la miró. Alin le devolvió una mirada furiosa. Mar se había cambiado de ropa y había algo en él que a ella le pareció diferente. Entonces Alin comprobó que Lugh no estaba a su lado. Aquélla era la diferencia.
—¿Dónde está Lugh? —preguntó—. Es extraño verte sin él.
—Lo he dejado en mi abrigo —dijo Mar—. No puede llegar hasta este nivel del despeñadero.
—Ah —repuso Alin, mientras él seguía observándola y ella pensaba, inconexamente: sus ojos son más azules que el cielo de la mañana.
—No pretendía hacerte enfadar —dijo él al fin—. No quiero que estés enfadada cuando hables con Huth. Cuando estás enfadada eres insolente.
Alin abrió la boca atónita. ¡Insolente! Verdaderamente aquel hombre estaba poseído. Y aquello la hizo recordar:
—¿Esa joven, Lian, tiene la mente perturbada? —preguntó.
—¿La mente perturbada? —Esta vez le tocó a Mar quedarse atónito—. ¿Qué es lo que te lo hace pensar?
—Bueno. —Alin se mordió el labio, sintiéndose ridícula. Mar parecía realmente sorprendido—. Me ha dicho tantas tonterías…
—¿Qué te ha dicho?
La larga trenza de Alin se había deslizado hacia delante durante el descenso y ella se la echó hacia atrás, a la espalda.
—Me ha dicho que le parece emocionante ser raptada. —Sus ojos castaños reflejaron su incomprensión—. ¡Tiene que estar perturbada para decir una cosa así!
Mar parecía irritado y divertido a la vez.
—Lian puede tener la mente perturbada, pero no de la manera que tú te crees. Es… —Vaciló, buscando las palabras que reflejaran lo que pensaba—. Ella es la joven que provocó el asesinato el verano pasado.
Alin abrió la boca mientras asimilaba lo que acababa de escuchar.
—¿Aquella de la que me hablaste?
—Sa.
Así que aquélla era la joven por la que dos hombres se habían peleado.
—¿Y qué le sucedió al hombre que le clavó la lanza en el corazón al otro? ¿Es el marido de Lian? —preguntó Alin frunciendo el ceño.
—Lian no tiene marido —replicó él cortante—. Debe pasar un año antes de que se haya purificado lo suficiente para casarse.
—Pero ella no fue la asesina —señaló Alin razonablemente.
—Ella fue la instigadora.
—No conozco toda la historia, no puedo hablar. Pero no me has dicho qué le sucedió al hombre que clavó su lanza en el corazón del otro —dijo Alin tras una pausa, encogiéndose de hombros.
—Está muerto —contestó Mar, irritado, deseando que no hiciera más preguntas.
Alin recordó las palabras de Lian: «Me gustaría que Mar me raptara.» Miró con interés al león rubio que caminaba a su lado. Por alguna razón no consideraba a Mar como un hombre que pudiera llegar al asesinato a causa de una mujer.
—Alin —dijo él en tono imperioso—, recuerda lo que tienes que decirle a Huth. Si deseas persuadirlo, dile que celebrarás los Sagrados Esponsales para la Tribu del Caballo si nosotros respetamos vuestro tabú y esperamos hasta los Fuegos de Primavera para tomar a las muchachas como esposas.
Alin fijó la vista en aquel rostro masculino demasiado arrogante.
—¿Por qué voy a persuadir a Huth con esta promesa? —preguntó despacio—. Los Sagrados Esponsales no son un rito del Dios Cielo. ¿Por qué un chamán del Dios Cielo va a reverenciar un rito de la Madre?
—Es cierto que no es uno de nuestros rituales, pero es un poderoso rito de fertilidad, ¿no es verdad?
—Sa.
—Bien. —Las anchas espaldas de Mar se alzaron en un leve movimiento—. Fertilidad es lo que necesitamos en la tribu. Y Huth es un hombre que reverencia a todos los dioses. Es un gran chamán, Alin; un hombre que habla con los dioses.
—Mi madre también es así —dijo Alin—. Sé cómo hablarle a este hombre.
Mar no parecía muy convencido, pero se mordió la lengua.
—¿Y el jefe? ¿También tendré que persuadirle a él? —preguntó Alin de repente cuando Mar volvió a caminar.
—Huth es quien dice la última palabra en estos asuntos. Si dice que debemos esperar, Altan no podrá hacer nada. —En apariencia, el tono de su voz fue meramente informativo, pero Alin captó una nota de satisfacción subyacente.
Sí, pensó. Tenía algo que ver con Altan.
—¿Qué le sucedió al pulgar de Altan? —preguntó con curiosidad—. Tiene una cicatriz repugnante.
—Lo perdió con un oso de las cavernas. —Mar se volvió. No parecía dispuesto a continuar, pero ella arqueó las cejas y tras una pausa él siguió con la historia—. Altan lo había herido con la lanza y cuando el oso se volvió hacia él, tuvo que acabar de matarlo con la jabalina que sujetaba con la mano. El pulgar fue el precio de la lucha y lo lleva colgando del cuello para que nadie olvide nunca al gran cazador que tienen como jefe.
—¿Quieres decir que lleva el pulgar en la bolsa que le cuelga del cuello?
—Sa.
Alin observó la avinagrada expresión de Mar y luego se encogió de hombros.
Después de todo, pensó, ¿qué le importaba a ella si Mar estaba intentando socavar la autoridad de Altan retrasando las bodas hasta los Fuegos de Primavera? Lo que a ella le importaba era ganar tiempo para sus propios fines.
—Muy bien —dijo—. Le diré a Huth, que celebraré los Sagrados Esponsales para vuestra tribu si nos concede tiempo hasta los Fuegos de Primavera.
Mar le dedicó la más seductora de sus sonrisas.
—Buena chica —dijo. Y a Alin le disgustó admitir que su elogio le había agradado.
La cueva del chamán era una de las que se abrían en la parte más baja del despeñadero. Una pequeña hoguera ardía junto a la entrada de la cueva, con un recipiente de hueso lleno de alguna clase de líquido que se mantenía caliente sobre un fogón de piedra. Cuando Mar y Alin entraron, salió el muchacho de lustrosos cabellos que estaba atendiendo el fuego. Alin no vio nada durante unos instantes hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad que reinaba en el interior.
—Huth, padre mío —oyó decir a Mar junto a ella—. Te he traído al jefe de las mujeres que han venido a vivir con nosotros. Se llama Alin y desea hablar contigo.
Un hombre emergió de las sombras en uno de los lados de la cueva. Antes de dirigirse hacia él, Alin miró a Mar de reojo. ¿Las mujeres que han venido a vivir con nosotros?, pensó sarcásticamente. Las mujeres que habéis raptado, querrás decir.
—Me complace que hayas vuelto sano y salvo, hijo mío —dijo el hombre con voz suave aunque indudablemente autoritaria.
Alin dio por sentado que el tratamiento de padre e hijo era meramente una cortesía. Era imposible, pensó, que ese hombre de cabellos oscuros que estaba ante ella pudiera ser el padre de Mar. Huth no era más alto que ella y era tan esbelto que hasta podía considerársele frágil. No llevaba las ropas de los chamanes, sino una simple camisa y unos calzones como Mar.
—Ven, niña, siéntate junto al fuego conmigo —le dijo.
Alin inclinó la cabeza y se dirigió hacia las llamas que oscilaban brillantes en la entrada de la cueva. Huth le señaló una manta de piel de búfalo que había en el suelo de piedra y ella se agachó graciosamente para sentarse, con las piernas cruzadas, encima de la piel. Una fragancia muy agradable emanaba del recipiente de hueso sobre el fogón de piedra. Alin olfateó y reconoció la bebida caliente de salvia que les habían dado para el desayuno.
—Hablaré con Alin a solas, Mar. Puedes volver más tarde —dijo Huth antes de que Mar tomara asiento.
—Muy bien, Huth. —Mar dio unos pasos hacia la entrada de la cueva—. ¿Has hablado con Tane?
—Lo hice ayer noche. —No hubo nada en el tono de voz del chamán que revelara sus pensamientos y a Alin le complació ver una sombra de preocupación en el rostro de Mar. Él le dirigió una mirada rápida e inquieta. Y ella se quedó mirándolo sin verlo. Mar apretó los labios pero no dijo una palabra más. Miró de nuevo a Huth y abandonó el lugar. Las pieles de búfalo a la entrada de la cueva volvieron a su sitio en cuanto él atravesó el umbral.
Huth se sentó junto al fuego al lado de Alin. A la luz de las llamas apenas podía ver con claridad su rostro.
Era un hombre poco más o menos de mediana edad. Sus cabellos lisos y negros, más largos que los de los jóvenes, tenían mechones grises y había unas finas arrugas junto a los ojos y la boca. Los ojos eran lo que más destacaba en él, de una sorprendente luminosidad gris bajo las cejas y las pestañas oscuras. La miraban con gran firmeza y calma, y Alin lanzó un débil e irregular suspiro antes de empezar a hablar.
—Mar, con sus palabras, ha hecho una bonita descripción, chamán. «Las mujeres que han venido a vivir con nosotros», nos ha llamado. En realidad hemos sido raptadas.
—Sa —dijo Huth sin que sus ojos llenos de calma parpadearan—, lo sé.
—¿Sabes qué clase de mujeres somos nosotras? —preguntó Alin. Se esforzaba por mantener la voz equilibrada y tranquila. Había algo en aquel chamán que inducía a pensar que era un hombre que conocía a los dioses. Debía tratarle con reverencia. En aquella tribu él era la contrafigura de la Reina.
—Dime, hija mía —respondió Huth.
Y ella habló, como lo había hecho tantas veces con Mar:
—Nosotras adoramos a la Madre. Nuestra tribu sigue las antiguas reglas, Chamán. Vosotros seguís las nuevas, las leyes del Dios Cielo, pero nosotros las otras. —Su trenza se había deslizando hacia delante, sobre el pecho izquierdo al sentarse y ahora la echó inconscientemente hacia atrás y quedó entre los omóplatos—. Estábamos preparándonos para uno de nuestros ritos sagrados cuando vuestros hombres irrumpieron y se nos llevaron.
—¿Os cogieron durante un rito sagrado? —preguntó Huth frunciendo el ceño.
—Sa.
—Esto no está bien.
Alin refrenó una réplica que Mar hubiera considerado insolente.
—Era un rito de fertilidad —dijo en su lugar.
El chamán levantó la cabeza. Se la quedó mirando, pero no dijo nada.
—En nuestra tribu, en los ritos de los Fuegos de Primavera y de Invierno, la Madre yace con el dios —explicó Alin—. Esto hace que nazcan niños en la tribu y cervatillos.
Hizo una pausa. La luminosa mirada del chamán le recordó de pronto la de Lana. Madre, pensó Alin, aunque en sus pensamientos no supiera con certeza a qué madre se dirigía, envíame tu poder.
Alin cerró los ojos, apartando aquella luminosa mirada gris, emitió un suspiro largo y profundo y sintió cómo el poder fluía en su sangre, sintió la fuerza, la claridad y su autoridad. Podía someter a aquel hombre a su voluntad. Lo sabía. Sentada con la espalda bien derecha ante el fuego abrió los ojos y dejó que el poder hablara.
—Fue un sacrilegio interrumpir nuestro rito. Fue un sacrilegio llevarse a las adoradoras de la Madre en contra de su voluntad. La Madre está furiosa, Huth. Puedo sentirlo, aquí. —Se puso una mano en el pecho—. Yo soy la Elegida de la Madre. Soy su voz. Y ahora ella está furiosa.
El chamán no hizo movimiento alguno ni desvió la mirada.
—No puedo enviaros a casa, Alin —dijo—. Y eso no quiere decir que acepte que Mar os capturara como lo ha hecho. Es joven y ha actuado según las reglas del Dios Cielo. Sabe poco de las leyes de la Madre. Pero ya debes de conocer la razón por la que os han raptado. Por esta razón no puedo enviaros a casa.
—No obtendréis nada bueno de este rapto —replicó Alin con frialdad—. La Madre se vengará. No nacerán niños en la Tribu del Caballo, Huth. Te lo juro.
Durante el silencio que siguió, a Alin no le causó turbación sostener la mirada del chamán. Su madre estaba con ella. Sentía su poder fluir con fuerza por su sangre.
—¿Qué podemos hacer para enmendarlo? —preguntó al fin Huth.
—¿No nos enviarás a nuestra casa?
—No puedo hacerlo —dijo Huth y Alin comprendió que le hubiera gustado hacerlo.
—Entonces, si nos quedamos aquí, debéis respetar nuestras reglas.
—¿Y qué reglas son éstas, hija mía?
—Las mujeres del Ciervo Rojo no son como vuestras mujeres —dijo Alin con orgullo—. Nosotras somos instrumentos de la Madre. Nosotras elegimos a nuestros varones, Huth, a nosotras no nos elige nadie. Y no yacemos con ningún hombre hasta que la Madre yace con el dios en la ceremonia de los Fuegos.
Huth desvió la mirada por primera vez; luego se frotó la nariz.
—¿Estás diciendo que queréis elegir a vuestros hombres? —preguntó suavemente.
—Nosotras siempre elegimos a nuestros hombres —replicó Alin con voz altanera.
Huth hizo un gesto con su mano esbelta y graciosa.
—Nosotros adoramos al Dios Cielo, hija mía. Nuestros hombres son cazadores. Nuestras reglas son diferentes.
—Ya lo sé. Sé que vuestras leyes no son las nuestras. Pero nos habéis traído aquí, Chamán. Y habéis enfurecido a la Madre. Hasta el Dios Cielo se cuida de no enfurecer a la Madre, según tengo entendido. —Hizo una pausa, para que él la comprendiera bien—. La manera de resarcir a la Madre es honrando las leyes de sus adorados. No me importa cómo tratéis a las mujeres de vuestra tribu. —Indicó con un gesto el profundo desdén que sentía hacia aquellas desgraciadas criaturas—. Nosotras somos diferentes.
Huth no contestó. Se quedó mirando el fuego y Alin observó que todavía no estaba convencido del todo. Pensó en lo que Mar le había dicho.
—Yo soy la hija de la Reina de mi tribu, Huth. Soy la Elegida. Me estaba preparando para celebrar los Sagrados Esponsales para mi pueblo cuando vuestros hombres interrumpieron la ceremonia —dijo entonces mirándolo fijamente, con la esperanza de que la creyera—. El ritual tiene mucho poder, Huth. A través mío, la Madre yace con el dios y da vida a la tribu. Y yo creo que la Tribu del Caballo necesita un rito así.
—Vida a la tribu —repitió Huth lentamente alzando la mirada del fuego—. Por esta razón os han raptado, Alin.
Ella movió la cabeza asintiendo.
—Si en la ceremonia tú eras la diosa —preguntó él—, ¿quién era el dios?
—El jefe de los hombres —replicó ella con sinceridad.
Los dos se quedaron pensativos.
—El Dios Cielo es el marido de la Madre —dijo luego Huth—. Son los dos juntos quienes dan la vida al mundo. Y fue el Dios Caballo y la Madre quienes engendraron a los primeros hombres de la Tribu del Caballo.
—Permite que el Dios Caballo y la Diosa Madre yazcan juntos en los Fuegos de Primavera, Huth —pidió Alin—. Permite así que den vida a la tribu. Y también a las manadas, Huth. Los Sagrados Esponsales sirven para todo esto.
Huth la miró pensativamente.
—¿Y tú harás esto por nosotros, Elegida de la Madre? ¿Celebrarás los Sagrados Esponsales para traer la vida a nuestro pueblo?
—Lo haré —replicó Alin—, si vosotros respetáis nuestras leyes. Si debemos vivir entre vosotros, permite que lo hagamos de manera honorable para nosotras.
Él apartó la mirada de sus brillantes y grandes ojos y la clavó en el fuego.
—Creo que ya lo entiendo. ¿Quieres esperar hasta la ceremonia de los Fuegos para los esponsales y elegir vosotras a vuestros varones?
—Sa.
—¿Y cuándo se celebrará la ceremonia de los Fuegos?
—Ya es demasiado tarde para los Fuegos de Invierno —dijo Alin con firmeza—. No podrá ser hasta que llegue la primavera.
—¿Y cuándo en primavera?
—Durante la primera luna de primavera. Durante la llamada Luna del íbice en mi tribu. Durante esta luna los íbices bajan de las montañas, el salmón remonta los ríos y el ciervo empieza a parir cervatillos.
Huth hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Coincide con la Luna del Salmón en nuestra tribu. La luna siguiente a la celebración de la Ceremonia del Gran Caballo. Una buena época —dijo levantando la mirada del fuego—. Yo no soy joven como Mar. Sé lo poderosa que es la Madre y respeto sus reglas. Pero debo escuchar a los dioses antes de decidirme, Alin. Debo escuchar y debo pensar.
—¿Y cuándo lo harás? —preguntó ella nerviosa.
—En seguida —respondió levantándose. Se dirigió a la entrada de la cueva y, apartando a un lado la piel, llamó—: Arn.
El joven de cabello plateado que antes estaba sentado junto al fuego entró.
—Busca a Tane y dile que venga a recoger a Alin —dijo Huth—. Luego tú y yo tenemos trabajo que hacer.
El muchacho se marchó tras hacer un rápido gesto de asentimiento. Volvió al poco rato con Tane que se llevó a Alin para que el chamán y su ayudante iniciaran la ceremonia de consulta a sus dioses.