Tane miró el dibujo que había hecho Jes. Había roto deliberadamente el contorno de la cabeza de un caballo, ejecutando nerviosamente las líneas. La parte interior de la cabeza apenas estaba definida… sólo algunos trazos realizados con movimientos rápidos. El ojo se reducía a un punto. La crin erizada, marcada con unas cuantas líneas rápidas y seguras.
Apenas era un esbozo, pero un esbozo lleno de movimiento; daba la impresión de estar ante un animal vivo.
—Es hermoso —dijo Tane lentamente, fijos los ojos en la piedra lisa y pequeña que sostenía en la palma de la mano.
—Yo no poseo tu destreza —respondió ella ceñuda, aunque llena de placer.
—No has tenido mi aprendizaje —corrigió él, con la mirada fija todavía en las líneas del dibujo—. Pero tienes ojo de artista. Mi padre dice siempre que el ojo es una de las cosas más importantes.
Jes se ruborizó más. No fue capaz de decir nada.
Tane cerró la mano sobre la piedra y miró a Jes. Estaban sentados uno junto al otro sobre una elevación de tierra seca, a cierta distancia de los demás que iban a cenar. La puesta del sol producía resplandores rosa y rojo.
—¿Cómo se celebra la caza mágica en tu tribu? —preguntó Tane.
—¿La caza mágica? —replicó ella mirándolo confusa.
—Sa. La caza mágica. La llamada a los espíritus de las bestias. En mi tribu lo hacemos con pinturas.
—En la mía no celebramos cacerías mágicas.
Tane parecía enormemente sorprendido.
—Nosotros cantamos —añadió Jes, un poco a la defensiva.
—Cantos. —Tane levantó los hombros con desdén—. Todos los cazadores tienen cantos. Pero ¿y las otras ceremonias? ¿No tenéis danzas de caza?
Jes meneó la cabeza.
—¿Ni pinturas?
Ella volvió a menear la cabeza y su larga trenza se balanceó suavemente con el movimiento.
—Las únicas pinturas que tenemos están en la cueva sagrada y nadie les presta mucha atención. Son muy antiguas —dijo—. Las he copiado… —Se detuvo. Sus mejillas se tiñeron de color, se mordió el labio y añadió nerviosa—: Nunca le había dicho esto a nadie.
Tane frunció el ceño y sus cejas negras se unieron casi sobre el arqueado puente de su nariz.
—¿Es que en tu tribu es tabú dibujar?
—No. Desde luego que no lo es. Es que… nadie lo hace. Y… y yo tenía que ir a la cueva cuando no era el momento conveniente…
Desapareció el bello color de su rostro, que quedó pálido y temeroso. Le resultaba increíble que ella pudiera contarle todo esto a él. Nunca le había hablado a nadie, ni siquiera a Alin, de aquellas visitas secretas a la cueva sagrada. Se quedó mirando fijamente la hierba seca y cerró los labios con fuerza.
—Entonces, ¿esto es importante? —preguntó él con voz extraordinariamente suave.
Sus palabras y el tono de su voz la sorprendieron.
—Sa —contestó tras unos instantes de silencio.
Callaron de nuevo. Al fin Jes reunió el valor suficiente para volverse a mirarlo. Cuando se encontró con aquellos ojos verdes de largas pestañas, pensó en un milagro: me comprende.
—Eres muy buena, Jes —dijo con la misma voz extraordinariamente suave mirando otra vez la piedra que tenía en la mano—. Muy buena.
—¿Qué clase de dibujos haces en vuestra cueva sagrada? —preguntó ella, tras emitir un suspiro profundo y trémulo.
—Existen las pinturas para la cacería mágica —replicó él—. Deben captar la vida de la bestia. Si no lo hacen, entonces el espíritu del animal no está allí y la caza mágica no funciona. Por esta razón es tan importante dibujar bien. Para que las pinturas sean reales. El dibujo lleva en sí mismo el espíritu.
—Quiero verlas —dijo Jes en un tono extremadamente intenso.
—La cueva es sagrada. Como vuestra cueva, no es un lugar al que puedas ir excepto en las épocas señaladas.
—Los artistas —apuntó Jes— deben de ir allí con frecuencia. A pintar.
—Sa.
Ella se quedó mirándolo, silenciosa y atenta.
—Hablaré con mi padre —añadió él suspirando—. En la tribu las mujeres no dibujan. Pero tú… Tú eres muy buena —dijo por tercera vez.
—¿Tu padre es el chamán? —preguntó Jes—. ¿El maestro de dibujo?
—Sa. Es el único que ejecuta la caza mágica.
—¿Entonces tu padre es el jefe? Alin me ha dicho que Mar no es el jefe de la tribu como suponíamos, que es otro.
—Mi padre es el chamán, no el jefe. El chamán dirige los rituales de la tribu. El jefe es la cabeza de todo lo demás —respondió él después de que una torva expresión apareciera en su rostro delgado y oscuro.
—¿Y quién es el jefe de tu tribu?
—Se llama Altan. —Tane pronunció aquel nombre como si le dejara un mal sabor de boca—. El padre de Mar, Tardith, era el jefe antes que Altan, pero cuando Tardith murió Mar era demasiado joven para erigirse en jefe. Así que la tribu eligió a Altan.
—¿No te gusta Altan? —preguntó Jes.
Él había abierto la mano y contemplaba de nuevo el dibujo, pero al escuchar las palabras de ella levantó la mirada. Parecía sorprendido.
—Haces demasiadas preguntas para ser una muchacha —dijo tras un momento de silencio.
Jes levantó la barbilla y le lanzó una mirada altiva.
—No sé a qué tipo de mujeres estás acostumbrado, Extranjero, pero en mi tribu las mujeres siempre preguntan.
—Ya aprenderéis —replicó él lanzando una risita.
Su sentido del humor la dejó perpleja.
—Si vais por ahí raptando mujeres, tendréis que contentaros con lo que cojáis.
Al oír aquellas palabras él soltó una carcajada. Cogió la pequeña piedra redonda en que ella había dibujado la cabeza de caballo y se la guardó en el cinturón.
—Dibuja aquí —dijo cogiendo tres piedras más y entregándoselas—. Luego, cuando volvamos a casa, le enseñaremos tus dibujos a mi padre.
Cuando Jes se inclinó a coger las piedras, sus manos se rozaron. Su mano, observó ella, era delgada y musculosa y de largos dedos. Una mano de artista. Levantó la vista de las piedras y miró aquel rostro oscuro. Era hermoso, pensó. Extremadamente hermoso.
—¿Te llamas Jes? —preguntó él suavemente.
Ella asintió.
—¿Eres la amiga de tu jefe?
—Sa.
Él hizo un gesto de asentimiento y se puso de pie.
—Vamos —dijo—. Es hora de comer.
Al noveno día de viaje llegaron a un río que los hombres denominaron el Agua Serpiente.
—¿Es que allí hay muchas serpientes? —preguntó Fali, abriendo los ojos, cuando oyó el nombre por primera vez.
—Na —llegó la contestación entre risas—. Es que el río se enrosca y se enrosca, como lo hacen las serpientes.
Los ojos de Fali, una vez tranquilizada, volvieron a su tamaño normal. No le gustaban en absoluto las serpientes.
Las jóvenes divisaron por primera vez el río desde la cima de un gran despeñadero rocoso. Alin se quedó ligeramente apartada de las demás contemplando el valle del río que discurría abajo.
—En dos días estaremos en casa —le dijo Mar acercándose a ella.
Alin no le miró, sino que siguió contemplando el río, flanqueado a ambos lados por las tierras llanas del valle.
—¿Vuestra casa está en este río?
—Más allá el río se une a otro. —Señaló directamente hacia el oeste, hacia las ondulantes colinas—. Allá está el río junto al que vivimos. Hay muchas cuevas y abrigos a los lados del río de las Varas. Allá han vivido los hombres desde el comienzo de los tiempos, y no somos la única tribu que ahora mora allí. —Le lanzó una rápida mirada—. Pero somos los más fuertes.
Alin siempre se sentía muy pequeña cuando estaba a su lado, y esa sensación no le gustaba nada.
—¿Cómo se llama tu tribu? —preguntó—. Nunca nos lo has dicho.
—El caballo es nuestro tótem —contestó él.
Llegaba un viento helado procedente del río y Alin escondió sus manos frías bajo la piel de ciervo para calentarlas. Le lanzó una rápida mirada de soslayo.
—No hemos traído la ropa de invierno y allá ya debe de haber nevado.
—Tenemos pieles suficientes para calentaros —replicó Mar. No había visto su mirada; estaba contemplando el río y el viento le hizo tambalear un poco.
Alin contempló su perfil con disgusto. Sus espesos y brillantes cabellos rozaron uno de sus fuertes pómulos, ocultándolo. Apenas parecía consciente de que ella estaba allí.
—Qué agradable será llevar ropas de mujeres muertas —dijo Alin.
Aquellas palabras captaron su atención y la miró.
—Es mejor llevar ropas de mujeres muertas que congelarse —replicó afablemente.
—Ésta es tu opinión, Extranjero.
—Es la única opinión sensata.
A Alin le temblaron las aletas de la nariz. Por un instante, se preguntó cómo trataría su madre a este hombre. Ella lo encontraba absolutamente irritante. Y cuando ella perdía la paciencia, perdía también su ventaja, era evidente. Sencillamente, no sabía qué hacer.
—Escúchame, Alin —le estaba diciendo él ahora, dándole a su nombre aquel extraño énfasis en la segunda sílaba—. Cuando lleguemos a la morada de nuestra tribu, yo hablaré con el chamán, Huth, sobre vuestro tabú. Él entonces querrá hablar contigo para conocer las razones de esta ley. Y te lo digo ahora para que te prepares bien. —Hizo una pausa—. Huth es un gran chamán. No es fácil mentirle.
—No estoy mintiendo —repuso Alin rápidamente.
—Eso dices. Yo ya te lo he advertido.
Continuaron mirándose. Alin pensó: no me cree, pero quiere que convenza a ese Huth.
—¿Por qué deseas esperar hasta los Fuegos de Primavera para tener una esposa?
Los ojos azules centellearon y en su boca apareció una sonrisa indolente.
—En la Tribu del Caballo hay algunas mujeres. No me voy a ver forzado necesariamente a dormir sólo hasta los Fuegos de Invierno —respondió con voz suave.
—¿Estás casado? —preguntó mientras sus grandes ojos castaños reflejaban sorpresa.
—Lo estaba. Mi esposa fue una de las que murieron al beber el agua envenenada. —Desapareció la sonrisa y sus ojos se dirigieron al río.
—Oh. —Alin abrió y cerró la mano debajo de las pieles. Luego añadió suavemente—: Lo siento.
—Sa. —La expresión de Mar era indescriptible.
Pero no despertaba sus simpatías, se dijo Alin con firmeza. Hizo un esfuerzo y pensó en otras cosas. Había un montón de información que deseaba conocer y ahora tenía la oportunidad de preguntar.
—¿Cuántas mujeres quedan en la tribu? —preguntó endureciendo la voz.
—Tres puñados —respondió él sin mirarla.
—¿Y están casadas?
—Todas excepto las jóvenes que todavía no son mujeres. Y otra. —Sin apartar la vista del río, solió un bufido por la nariz—. La desproporción entre hombres y mujeres en la tribu ha provocado una situación insana. En verano hubo un asesinato. Por esta razón decidí ir hacia el sur a buscar mujeres.
—¿Un asesinato? —preguntó Alin con los ojos muy abiertos.
—Sa. —Había una expresión severa en la boca de Mar. Al fin la miró—. Cuando los hombres necesitan una mujer, pueden ser peligrosos.
Alin no estaba habituada a pensar en los hombres como en un peligro y frunció el ceño.
—Pero ¿qué sucedió?
—Dos hombres deseaban a la misma mujer. Uno de ellos le atravesó el corazón al otro con su lanza —explicó Mar.
Alin abrió la boca atónita.
—Mi madre nunca permitiría que sucediera algo así. ¿Qué pasa con vuestro jefe que no previno tal estupidez? —dijo.
Mar apretó las mandíbulas.
—Fue la mujer quien los empujó a ello —replicó—. Cada uno pensaba que era él a quien ella deseaba.
—Bueno, si los deseaba a ambos debería haber tomado a los dos —dijo Alin con impaciencia—. Y si deseaba a uno, debió tomar sólo a uno. Vuestro jefe debió dejar la elección a ella, y no hubiera sucedido nada de esto.
—¡Una mujer no puede tener dos hombres! —exclamó mirándola desde su altura.
—¿Y por qué no, Extranjero? —preguntó Alin sardónica y torciendo el labio.
Durante unos breves instantes hubiera podido jurar que él estaba impactado. Luego Mar bajó los párpados, ocultando la expresión de sus ojos.
—Creía que era tabú para las muchachas de tu tribu tomar a un hombre hasta los Fuegos de Primavera, oh Elegida de la Madre —dijo Mar con frialdad.
—La primera vez —aclaró Alin tras una tensa pausa.
—Oh, ya veo. —Levantó los párpados y una clara expresión de escepticismo apareció en su rostro—. La primera vez. —La estudió durante un instante de silencio, con una mirada que provocó de nuevo su ira. Luego preguntó—: ¿Y cuántos esposos has tenido tú, Alin?
Alin sintió que sus mejillas se teñían de rosa y se enfureció consigo misma por dejar ver la turbación que esas palabras le habían causado. En su tribu todos conocían la razón por la cual ella todavía era virgen, pero este arrogante extranjero…
—Te lo dije antes —contestó con voz helada—. Iba a celebrar los Sagrados Esponsales por primera vez cuando aparecisteis y nos llevasteis con vosotros.
Al oír aquellas palabras a Mar empezó a cambiarle la expresión de los ojos.
—¿Nunca te has acostado con un hombre? —preguntó.
El odioso rubor se incrementó en las mejillas de Alin, que no respondió.
—Díselo a Huth —dijo él entonces, repentinamente alerta—. Dile a Huth que celebrarás los Sagrados Esponsales de vuestros Fuegos de Primavera para llevar la fertilidad a la Tribu del Caballo. Si lo haces, creo que te concederá el tiempo que deseas.
Alin lo miró fijamente con el cerebro en ebullición. Piensa, Alin. ¿Es una trampa?
—No me has dicho por qué estás tan dispuesto a concedernos tiempo hasta los Fuegos de Primavera —dijo ella lentamente.
Mar sonrió con una sonrisa absolutamente seductora, una de aquellas sonrisas que le hacían parecer más joven.
—Por lo que me has dicho antes, si os concedemos tiempo, entonces querréis vivir con nosotros voluntariamente. Además, me dan pena las más jóvenes, como Fali y Dara. Necesitan algún tiempo para aprender a conocernos.
Alin no creyó ninguna de sus palabras. Le lanzó una mirada desdeñosa, se dio media vuelta y se alejó.
Mientras Alin estaba en el peñasco sobre el Agua Serpiente hablando con Mar, la retaguardia de los cazadores de la Tribu del Ciervo Rojo volvía a contar su fracaso a Lana.
Tor había dirigido el grupo que permaneció fuera más tiempo.
—No hay ningún rastro —le dijo a la Reina cuando se presentó ante ella en la cueva de las mujeres—. Quien se las ha llevado sabe muy bien cómo cubrir su pista. Los perros no han podido rastrear nada, no hemos podido descubrir el camino que han tomado.
Lana lo miró desde el montón de pieles de ciervo que daban calor y suavidad a su asiento. Su rostro expresaba aflicción y firmeza.
—Tor —dijo, y su voz expresó mando y no aflicción—, debemos recuperarla.
—Lo sé.
—Tenían acento extranjero, pero hablaban el idioma del Clan. Deben de vivir en algún lugar a nuestro alcance —observó Lana.
—No pueden haber venido de demasiado lejos —explicó Tor—. Si procedieran de algún lugar a gran distancia, hubieran hecho su hazaña a principios del año. Hubieran querido tener a las muchachas a salvo en su casa antes de que se abatiera el invierno. —Apretó las mandíbulas—. Nadie se aventura a raptar a un grupo de muchachas a menos que pueda aprovecharse de ellas antes de que mueran por congelación.
—La finalidad es obvia —exclamó Lana—. No deben tener suficientes mujeres para aumentar la tribu. ¿Por qué recurrir si no a un medio tan despreciable como el rapto?
—A mí tampoco se me ocurre otra razón —aseveró Tor.
Lana frunció el ceño y miró al hombre que tenía ante sí.
—¿Qué posibilidades tenemos de encontrarlas antes de la primavera?
—Ninguna, Reina —contestó Tor negando con la cabeza—. Hemos enviado rastreadores en todas direcciones dentro de las inmediatas proximidades y ninguna de las tribus cercanas sabe nada. Para encontrarlas tendremos que alejarnos más. Hay muchas tribus que habitan al oeste, en las montañas del Gran Mar. Creo que en esta dirección debemos encaminarnos primero. —Sus ojos castaños miraban a Lana serios, con una expresión que le resultaba dolorosamente familiar—. Pero tendremos que esperar a la primavera.
—No podemos esperar. La tribu necesita a Alin. —Los ojos de Lana habían adquirido una tonalidad gris humo en la blanca máscara de su rostro—. ¿Quién celebrará ahora los Sagrados Esponsales?
Cuando Tor inclinó la cabeza un poco hacia delante, sus ojos eran muy oscuros.
—Tú, Reina —dijo con firmeza—. Tú has celebrado para nosotros los Sagrados Esponsales dos veces dos puñados de años y siempre nuestras mujeres han concebido hijos y las bestias se han multiplicado. Ahora debes celebrarlos de nuevo.
—No puedo —replicó Lana con amargura—. ¿No lo comprendes, Tor? Yo ya no puedo concebir un hijo.
—Eso no importa. —Los ojos oscuros de Tor eran extrañamente convincentes. Él era muy convincente—. Tú eres la más cercana a la Madre Tierra, Lana —dijo—. Su fuerza corre por tu sangre. Todo aquel que se acerca a ti puede sentirlo. Esa fuerza no ha desaparecido. Todavía está, Lana, discurre en tu interior. —Su voz era profunda, inexorable—. Invócala, Reina. Toma un varón y celebra los Sagrados Esponsales para la tribu. No se puede hacer otra cosa ahora que Alin no está.
Lana miró aquellos ojos oscuros y lo que vio en ellos le hizo hervir la sangre. Tiene razón, pensó. Sintió la fuerza quemarle las entrañas, la sintió correr como una llama por sus senos y su vientre. Miró a aquel hombre. Lo tomaría a él, se dijo. Hacía tiempo que los dos habían concebido una hija para la tribu. Había llegado el momento de unirse de nuevo. Celebrarían los Sagrados Esponsales y la fuerza que no podía hacer que concibiera otra criatura serviría en su lugar para mantener la fuerza de la vida en los vivos.
Y luego, en primavera, saldrían a buscar a Alin y la traerían a casa.