CAPÍTULO V

Mar despertó al amanecer. Siguió echado un rato, escuchando a los pájaros que empezaban a cantar en los árboles, respirando profundamente el aire frío de la mañana. Olía a lluvia, pensó. O quizás a nieve. Ya debía de haber caído en esa época del año. Volverían a casa justo a tiempo con las muchachas.

No podían desperdiciar la mañana, se dijo, y se sentó pasándose los dedos por los cabellos que le caían sobre la frente. Habían perdido casi dos días por culpa del intento de huida de Alin, y no quería perder más tiempo.

Mar se puso de pie en un solo movimiento elástico y se estiró levantándose sobre la punta de los pies. Tenía los músculos rígidos después de tantas horas de sueño. Estaba muy cansado cuando llegaron al campamento el día anterior, pero el sueño y el aire fresco de la mañana le devolvieron las fuerzas. Lugh también se despertó, estiró primero las patas traseras y luego las delanteras, después se acercó a Mar y restregó la cabeza contra sus rodillas. El hombre acarició las orejas del perro y luego llamó a los demás con su voz profunda y clara.

—¡Todo el mundo en pie! ¡Nos vamos en seguida!

Esperó un momento hasta que empezaron a asomar las cabezas en los rollos de dormir y entonces se dirigió al río a acabar de despertarse echándose agua helada en la cara.

Ese día eligió un sendero de caza que llevaba directamente al norte. Les dijo a los demás que no valía la pena despistar porque las jóvenes sabían en qué dirección iban.

Mientras caminaba a la cabeza del grupo de hombres y mujeres entrada la mañana, pensó que lo mejor que podían hacer era cubrir etapas con la mayor celeridad posible. No creía que se dieran más intentos de huida porque habían puesto dos días más de distancia entre ellos y la tribu de la muchacha. Pero había dado la orden de que a ella se la vigilara estrechamente. No quería perderla de nuevo.

¡Dhu! ¡Aquellos leones! Jamás había oído nada igual al barullo que habían organizado esa noche. Y él había admirado su valor. En todo el tiempo que pasaron junto al fuego, ella no había lloriqueado ni una sola vez y no había emitido ni un sonido. Tampoco había vuelto su lanza contra él. Cuando se la dio no estaba muy seguro de que no lo hiciera. Si sólo hubiera aparecido un león, no lo habría hecho.

Alin. Se llamaba Alin. La Elegida de la Madre. Sería la elegida de alguien más que de la Madre Tierra, pensó Mar, cuando llegara el momento de repartir a las mujeres.

El rostro de Altan, el jefe de la Tribu del Caballo, apareció en los pensamientos de Mar. Hizo una mueca de amargura.

Alguien se acercaba a él.

—Un día de descanso le ha hecho bien a la ampolla de la pequeña —dijo una voz que Mar reconoció como la de su hermano adoptivo.

—Eso es bueno —replicó.

—Mar… —dijo Tane—. ¿Qué vas a hacer con Altan?

—He hecho un trato con él —contestó Mar apretando la lanza con la mano—. Ya lo sabes. Dispondrá de la mitad de las jóvenes, de la otra mitad dispondré yo.

—Altan no esperaba que tendrías éxito —dijo Tane—. De haberlo esperado, hubiera enviado una partida de nirum a raptarlas. Le hiciste creer que era peligroso hacerlo. Sabías lo que hacías.

—De todas formas, hizo un pacto conmigo —respondió Mar encogiéndose de hombros.

—Sospecho que Altan es de los que no cumplen los pactos que hacen.

Se hizo un breve silencio.

—Te odia —dijo Tane—. Te odia y te teme.

—No soy un ingenuo respecto a Altan —replicó Mar sombríamente.

—Si intenta poner a estas muchachas fuera del alcance de los jóvenes, se enfadarán mucho —dijo Tane—. Podríamos perderlas en beneficio de otras tribus y tú mismo has dicho que este grupo de cazadoras es demasiado bueno como para perderlo.

—Los iniciados no pueden pretender tenerlas a todas —señaló Mar razonablemente—. Los nirum deben tener su cupo.

—Su cupo —repitió Tane—. No todas.

—Creo que va a nevar —añadió Mar frunciendo el ceño y, levantando la cabeza, olió el aire, como un semental.

Tane emitió un gruñido, pero comprendió la indirecta y se abstuvo de continuar con el tema de las jóvenes. Se hizo el silencio mientras los hombres caminaban juntos, uno al lado del otro. Los dos hermanos adoptivos eran muy diferentes: Mar de hermosos cabellos y ojos azules, muy alto y bien formado; Tane moreno y de ojos verdes, tan esbelto que podía parecer hasta frágil. Eran inseparables casi desde la infancia, cuando murió la madre de Mar y su padre, el jefe, se lo entregó a la madre de Tane para que lo criara y cuidara junto a su hijo.

—Has vuelto pronto —dijo Tane cambiando de tema—. ¿No se ha alejado mucho la muchacha?

—Sí lo ha hecho —replicó Mar—. Pero la obligué a correr mucho en el camino de vuelta para llegar pronto.

—Es el jefe —apuntó Tane.

—Sa. Su madre es el jefe de la tribu. Ella es la «elegida», me dijo, la única que puede suceder a la madre. —Mar contempló el cielo gris y luego preguntó con suavidad—: ¿Recuerdas la ceremonia que interrumpimos?

—Sa, la recuerdo.

—Se estaban preparando para sus ritos de fertilidad —explicó Mar entrecerrando los ojos—. Ella era la que tenía que yacer con el dios.

Mar bajó los ojos y fijó la vista al frente. Se quedaron en silencio, pensativos. Mar y Tane habían sido educados por el padre de Tane, el chamán de la tribu. Sentían veneración por los rituales religiosos, aunque no fueran los suyos.

—Espero que esto no nos traiga complicaciones —dijo Tane finalmente.

—No se puede evitar, me temo —comentó Mar encogiéndose de hombros.

—Supongo que no.

—Esas muchachas… —dijo Mar.

Tane lo miró.

—Son muy diferentes de las mujeres de nuestra tribu, Tane.

—¿Cómo son? —preguntó Tane levantando una ceja.

—Eres el único hombre que conozco al que puedo hacer esta observación sin que su respuesta sea lasciva.

—Mi padre no creía en respuestas lascivas —rió Tane.

—Lo sé muy bien —replicó Mar con simpatía y ambos jóvenes se echaron a reír.

—Bien —empezó Mar—, tenemos aquí a unas mujeres que están acostumbradas a mandar, no a ser mandadas. Por lo que la joven Alin me ha dicho, en su tribu son las mujeres, y no los hombres, quienes eligen a su pareja.

—Dhu —exclamó Tane, incrédulo.

—Sa. Y son duras, Tane. Fíjate cómo han aguantado todos estos días, sin ninguna queja. Hasta la pequeña de las ampollas… no nos había dicho nada, sólo a su jefe.

—Todo eso está bien —dijo Tane—. Estas jóvenes traerán sangre fuerte a la tribu.

—Es cierto. Pero no será fácil dominarlas. No nos podremos fiar de ellas. Han cazado juntas. Tienen un tipo diferente de comunidad que las mujeres de nuestra tribu.

—Preferiría haber interrumpido otra clase de ceremonia religiosa —dijo Tane tras unos instantes de silencio.

—Lo sé —replicó Mar—. Yo he estado pensando lo mismo. —Echó un vistazo por encima del hombro, hacia los jóvenes que caminaban a unos pasos tras ellos—. No se lo digas a los demás. No añadamos unos temores que pueden ser injustificados.

—Se lo diremos a mi padre —dijo Tane.

—Sa. Presiento que es lo que deberíamos hacer. Él sabrá si existe algún tipo de reparación que debamos hacer a la Madre.

—¿Y Altan?

—Hablaremos primero con tu padre. Una vez que Huth haya tomado una decisión, Altan no se atreverá a enfrentarse a él.

—Es cierto —asintió Tane. Y frunció el ceño pensativamente. Mar contempló el cielo otra vez.

—Va a nevar.

Como si fuera una respuesta a su comentario, un copo de nieve flotó en el aire entre los dos jóvenes.

—Creo que será mejor que vayas a coger en brazos a la pequeña —le dijo Mar a Tane—. Voy a acelerar el paso.

Durante varias horas cayó un polvo de nieve y luego, de pronto, se convirtió en lluvia. La lluvia obligó a Mar a buscar cobijo. Primero había caído una nieve ligera, con poco viento, en medio de la cual no era difícil caminar. Pero la lluvia era algo más serio porque no cayeron unas gotas sino que los caló hasta los huesos. Mar encontró un peñasco saliente que podía ser un abrigo decente y detuvo la marcha.

Las muchachas se agruparon junto a la pared rocosa, tan lejos del saliente como pudieron. Los hombres y los perros entraron después, húmedos y ateridos por la lluvia.

No cabía hacer otra cosa que esperar a que amainase y algunos hombres sacaron unas tabas y empezaron a cavar unos agujeros poco profundos en el suelo para jugar a la Caza del Búfalo.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó una voz dulce, y cuando Mar se volvió, descubrió a Dara tras él contemplando cómo tiraban los huesos.

—Es un juego, pececito —le explicó—. ¿No tenéis juegos en vuestra tribu?

—No como éste.

Él se hizo a un lado para que ella pudiera acercarse más y ella así lo hizo, uniéndose sin temor alguno al círculo dibujado en el suelo. Los hombres, conscientes de su atenta mirada, empezaron a jugar más animados. Tras unos minutos de juego, Bror, uno de los jugadores, se ofreció a enseñarle a jugar. Dara corrió a sentarse sobre los talones a su lado y a escuchar sus instrucciones.

—Aquí hay una que no nos teme —le dijo Mar a Tane cuando éste se le acercó.

—Me recuerda a Tosa —comentó Tane.

—Hummm. —Mar miró a la muchacha que estaba frente a él con interés. Tosa era una joven cervatilla que él y Tane había encontrado abandonada cuando era un cachorro y ellos unos niños. Se llevaron a su casa a aquella pobre y asustada criatura y la madre de Tane la había alimentado con gachas de grano, y así logró sobrevivir. Tosa creció y se convirtió en una joven cierva, tan delicada y femenina que era un placer mirarla.

Mar observaba a Dara sonriendo.

—Sa —dijo—. Existe una semejanza.

Pasados unos minutos, Mar abandonó el juego y se dirigió al fondo del abrigo rocoso, donde el resto de las muchachas habían tomado asiento en sus rollos de pieles. Alin estaba en el centro del grupo, apoyada contra la pared rocosa con sus largas piernas estiradas.

Ésta no se parece a un ciervo, pensó Mar, contemplando el rostro absorto de Alin. Las muchachas que la rodeaban hablaban y gesticulaban, pero ella permanecía inmóvil. Ya lo había observado durante el tiempo que habían permanecido juntos: lo inmóvil que podía estar.

Aquella muchacha era una fuerza que había que tomarse en cuenta. Sabía el poder que poseía. Un poder atractivo.

Porque Alin era bella. El color de sus cabellos, castaños y oro, era indescriptiblemente bonito. Su cara era ovalada y limpia, con una nariz recta y unas cejas finamente dibujadas. Pero eran los ojos lo que más destacaban en ella: unos grandes ojos castaños y húmedos; unos ojos extraordinarios, expresivos, con unas pestañas muy, muy largas.

—No me gusta cómo me miras —le había dicho.

¡Mírala! Dhu, era la muchacha más bonita que había visto nunca.

No había tenido a una mujer desde… ¿desde cuándo? Demasiado tiempo. Echaba de menos una mujer. Es bueno tener una mujer a mano cuando la necesitas.

De repente Alin levantó la cabeza y se encontró con su mirada. Vio cómo se abrían las delicadas ventanas de su nariz al darse cuenta de que él la había estado mirando. No había expresión de temor en su cara, sin embargo, sólo de irritación. Lanzó una mirada colérica y luego la desvió, haciendo ver que escuchaba lo que estaba diciendo la joven que tenía a su lado.

Mar contempló la orgullosa inclinación de la cabeza de la muchacha cuando la desvió de él.

Qué lástima, pensó, entregar una muchacha como aquélla a Altan.

—Mar. —Melior tuvo que llamarlo tres veces antes de captar la atención de Mar—. ¿Qué tenemos para comer?

—Comida. —Mar se centró en el problema—. Saca la carne ahumada de búfalo —dijo entonces—. Hay bastante para todos. Cazaremos mañana.

—Sa —respondió Melior—. Se lo diré a los demás.

Dos días después aparecieron los renos.

—El primer reno de la estación —dijo Jes mientras observaban al pequeño rebaño beber en un arroyo. Se habían detenido allí a pasar la noche y los alimentos se estaban asando en las hogueras. Jes y Alin se separaron de los demás, se acercaron al agua y estaban hablando en voz baja.

Mientras permanecían allí, en medio de un encantado silencio, contemplando a los renos, Tane se acercó. Alin y Jes, cuando se dieron cuenta, adoptaron una actitud rígida y hostil, aunque el hombre apenas se apercibió de ello, tan atento estaba a los renos. Las saludó con un gesto distraído y entonces, cuando se hubo alejado un poco, se sentó en el suelo, apoyó una piedra lisa y plana contra su muslo y empezó a arañarla cuidadosamente con el canto de un buril.

Se hizo el silencio; los renos bebían tranquilos en el arroyo; el único ruido era el sonido del afilado pedernal rascando la piedra. Alin iba a volver pero Jes se movió primero, dirigiendo sus pasos hacia Tane. Mientras Alin la miraba sorprendida, su amiga se acercó despacio y se detuvo detrás del hombre. Jes miró la piedra apoyada en las rodillas de Tane.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó con una voz extrañamente sosegada.

—Atrayendo a los renos —fue la absorta respuesta.

Jes, muy despacio se acercó más. Se podía oír su respiración.

—Estás… —dijo admirada—. Estás atrayendo a los renos.

Hubo algo en su voz que llamó la atención de Tane. Alzó la vista y la miró. Luego cogió la piedra y la levantó hacia Jes.

—¿Te gustaría verla más de cerca?

Ella la cogió y contempló las líneas que él había marcado.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó con asombro—. Unas cuantas rayas y sin embargo… los renos están ahí.

—Soy un artista —replicó Tane con sencillez—. En nuestra tribu yo soy quien hace las pinturas mágicas de caza.

Jes desvió la mirada de la piedra y la dirigió hacia Tane.

—Un artista —dijo con suavidad—. Es… maravilloso.

—Sa —asintió él gravemente—. Yo también lo creo.

—A veces he intentado dibujar algo —dijo Jes torpemente y volvió a mirar la piedra que tenía en las manos—. Pero no dibujo así.

Alin contemplaba atónita a su amiga. Ignoraba que a Jes le interesara el dibujo.

—En casa —siguió diciendo Jes—, en la cueva sagrada, hay unas pinturas…

—En nuestra cueva sagrada también hay pinturas —la interrumpió Tane con la voz llena de entusiasmo—. Pinturas. Grandes pinturas —añadió—, de caballos y búfalos y bisontes y ciervos e íbices… todos los animales que cazamos.

—¿Y las pintas tú? —preguntó Jes.

—Sa, yo las pinto. He pintado un puñado de ellas. Mi padre nos enseña. Es el chamán.

—Un maestro de pintura. —Jes emitió un suspiro largo y sonoro.

—¿Pero no tenéis un maestro en vuestra tribu? —preguntó Tane frunciendo el ceño con perplejidad ante el tono de ella.

—No se dibuja desde hace mucho tiempo en nuestra tribu —respondió Jes meneando la cabeza—. Las pinturas de la cueva se hicieron hace muchos años. Hemos perdido la habilidad de hacerlo.

—Toma, dibuja el reno —dijo Tane tras un momento de silencio, entregándole su buril.

—No puedo —contestó Jes. Pero se sentó a su lado y cuando él le ofreció la piedra plana ella la cogió.

Alin se marchó de allí silenciosamente.

En aquella época del año en seguida se hacía de noche y cuando la cena hubo acabado y se extendieron los rollos de dormir, la luna ya estaba alta. Alin se disponía a meterse en sus pieles cuando vio una conocida figura alta que se separaba del grupo de hombres junto al fuego y caminaba hacia el riachuelo. Tras un instante de duda, se puso en pie y la siguió.

Mar estaba medio sentado, medio apoyado contra una roca, contemplando los reflejos de la luna en el riachuelo cuando Alin se aproximó. La blanca luz de la media luna hacía que sus cabellos parecieran más claros de lo normal y, por alguna razón, su postura relajada e indolente no hacía más que acentuar su fuerza. Parece un león, pensó Alin, cuando holgazanea encima de una roca pensando en sus presas.

—Quiero hablar contigo —dijo cruzando los brazos sobre el pecho.

—Muy bien —respondió él mirándola con indiferencia—. Habla.

—¿Qué va a pasar cuando lleguemos a vuestro poblado? —preguntó.

—¿Qué va a pasar? Comeremos, descansaremos… —replicó él levantando aquellas expresivas cejas.

—No es eso a lo que me refiero —dijo Alin ligeramente sofocada—. Yo me refería a qué nos va a pasar a nosotras.

—Ah. —Mar sonrió, con una sonrisa dulce e indolente, como ella nunca había visto en su cara. Y no contestó.

Alin sintió los latidos de su corazón. La luz de la luna, el extraño lugar, el hombre… De pronto todo aquello le pareció irreal. Esto no puede estar sucediendo, pensó.

—Será una violación —dijo, haciendo un esfuerzo.

—Esto es lo que tú dices —replicó él alzando las fuertes espaldas bajo la piel de búfalo—. No tiene por qué ser así. —Sus ojos azules brillaban débilmente a la luz de la luna—. Queremos novias. Niños. Os atenderemos, cazaremos para vosotras, os protegeremos, os defenderemos. No es una vida tan mala para una mujer.

—No es vida para nosotras —dijo ella.

—Pues deberá serlo. —Volvió a encogerse de hombros.

Alin tragó saliva. La conversación no iba por donde ella quería.

—Quiero saber cómo lo haréis. ¿Cómo… cómo nos repartiréis? —preguntó hablando con dificultad.

—Esto dependerá del jefe —contestó Mar bajo la atenta mirada de ella. Se había producido un cambio en él, pensó Alin.

—Creía que tú eras el jefe —dijo con dureza, sorprendida.

—Na —replicó él con voz cortante—. Yo soy el jefe de esta… expedición. Pero no soy el jefe de la tribu.

Alin ignoraba por qué razón sus palabras la desanimaron, pero lo hicieron.

—Bueno, pero debes de haber hecho algún trato —dijo con una voz ligeramente chillona.

—Los hicimos. —La luna se reflejó en la blanca dentadura de Mar quien esbozó una sonrisa de evidente desagrado—. Altan y yo nos repartiremos a las mujeres, la mitad para sus compañeros y la otra mitad para los míos.

Aquellas palabras retumbaron en el cerebro de Alin. Repartir a las mujeres. La mitad para ti, la otra mitad para mí. Pensó en las muchachas que dormían en el campamento: en Fali, de doce años, en Dara… Se le hizo un nudo en la garganta. No lloraré delante de este hombre, se dijo desesperada, ¡no gritaré!

Y en lugar de llorar dijo lo que había ido a decir.

—Las mujeres de mi tribu sirven a la Madre. No podemos tomar varón hasta que es el momento apropiado y con la ceremonia apropiada. Para nosotras es tabú yacer con un hombre cuya elección no hayamos hecho de la manera apropiada. Si nos forzáis a no respetar nuestros votos sagrados, la Madre se vengará. No concebiremos. Y todo lo habréis hecho por nada.

La luna se elevó en lo alto del cielo nocturno. Las estrellas también habían salido. Mar inclinó hacia ella su hermosa cabeza y una sonrisita enigmática apareció en la comisura de sus labios. Los párpados semicerrados ocultaban sus ojos.

—¿Y cuándo es el momento adecuado? —preguntó.

—Debería haber sido al principio de la Luna de la Lucha del Venado, pero ya ha pasado. No podemos tomar a un hombre como marido hasta los Fuegos de Primavera, al principio de la Luna del Íbice.

Mar se desplazó un poco en la roca. Sus ojos semiocultos siguieron mirándola.

—Interesante —dijo.

Alin jamás había deseado golpear a nadie tanto como deseó golpear a Mar en ese momento. Habían desaparecido todos sus temores, lavados con un flujo de pura furia.

—¿Qué significa interesante? —le espetó, irritada por el escepticismo que despertaba en él su historia, olvidando que acababa de inventárselo todo.

—Significa lo que he dicho. Es interesante. —De nuevo aquella sonrisa en la comisura de los labios—. Y ventajoso.

—Vuestras costumbres no son las nuestras… —dijo Alin tras de una pausa tensa.

—Sa —la interrumpió Mar—. Ya me los has dicho muchas veces. Y ahora dime, Elegida de la Madre. Si os concedemos el tiempo que deseas, hasta los Fuegos de Primavera, ¿se casarán las muchachas con nosotros y estarán dispuestas a formar parte de nuestra tribu?

—Sa —contestó Alin con vehemencia, mientras el corazón le brincaba con una esperanza salvaje—. Estaremos dispuestas.

—Preferiríamos tener vuestro consentimiento —dijo él asintiendo—. Sería… más agradable… para todos.

Hijo de hiena, pensó Alin. Me mataría antes de acostarme voluntariamente contigo.

—Sa —dijo sonriendo—. Yo soy de la misma opinión.

—No puedo prometer nada —añadió Mar—. Tendré que consultar con el jefe.

—Estoy segura, Mar —dijo Alin dulcemente, llamándole por su nombre por primera vez—, de que tu palabra tendrá peso ante el jefe.

Una expresión, que a ella le resultó indescifrable, apareció y desapareció en el rostro de Mar. No respondió pero se separó de la roca y cruzó la pequeña distancia que los separaba. Sin poderse dominar, Alin dio un paso atrás.

Mar se adelantó, puso una mano en la gruesa trenza que colgaba en la espalda de Alin y le echó la cabeza hacia atrás para que pudiera mirarlo a la cara. Ella se quedó mirándolo, con los ojos muy abiertos y llenos de furia.

—Es una bonita historia, muchacha —dijo—. Se la contaré a Altan.

Ambos se miraron durante un momento lleno de intensidad. Luego él dejó su trenza y ella dio un salto hacia atrás, a pesar de su orgullo.

Mar sonrió. No lo hizo burlonamente, como ella hubiera esperado, sino con aquella extraordinaria dulzura que tanto le había sorprendido antes.

—Eres un buen jefe, Elegida —añadió—. Ahora volvamos al campamento.