CAPÍTULO IV

Mar cazó un conejo con su arco y Alin no se quejó del sabor de la carne asada al fuego. Luego emprendieron el camino de vuelta por el sendero de los renos, rehaciendo el que habían hecho el día anterior.

Caminaron más despacio que la jornada precedente. Alin sólo había dormido unas pocas horas y Mar ninguna.

—No tenemos prisa —le dijo él cuando hicieron un alto al mediodía para descansar y pescar algo para comer—. Los alcanzaremos por la mañana. Tane me espera al cruzar el próximo río.

Alin masticaba lentamente un bocado de pescado mientras contemplaba al hombre sentado con las piernas cruzadas frente a la hoguera.

—Estabas muy seguro de capturarme, ¿verdad, Extranjero? —preguntó luego.

—Eres rápida, muchacha, sin duda alguna. Pero yo lo soy más —respondió él dedicándole una sonrisa indolente.

Ante su tono confiado, se abrieron las ventanas de la nariz de Alin. Arrogante hijo de hiena, pensó. Apartó la mirada de él y la dirigió al pequeño campamento que el hombre había preparado para su parada de descanso. Los perros se habían acurrucado al sol, dormidos al parecer, pero Alin sabía que si hacía un ademán de salir corriendo, irían tras ella.

¡Sol y Luna, tenía que haber una forma de escapar de allí!

—Debes resignarte al hecho de que vienes conmigo al norte —dijo la odiosa voz al otro lado de la pequeña hoguera—. Y no será tan malo. Dhu, tú y tus amigas seréis tratadas como diosas, ¡estamos tan deseosos de mujeres en la tribu! Os daremos maridos que os abrigarán, os alimentarán y cuidarán de vosotras. ¿Qué más puede desear una mujer?

—Libertad —respondió Alin entre dientes.

—¿Libertad? ¿Qué sabéis las mujeres de libertad? —fue la injuriosa réplica.

Alin emitió un sonido parecido al de un gato rabioso.

—Oye, Extranjero, en mi tribu a nosotras no nos «dan» maridos. Si un hombre nos agrada, lo tomamos. Cuando deja de gustarnos, lo dejamos a un lado. Las mujeres del Ciervo Rojo no necesitan que un hombre las abrigue o las alimente. Nosotras somos perfectamente capaces de hacer tales cosas por nosotras mismas —le espetó inclinándose hacia él.

Mar recogió las espinas de pescado y las echó al fuego.

—Los hombres de tu tribu deben de ser muy miserables —dijo alzando los hombros con un gesto de ligera indiferencia. Se limpió las manos frotándolas suavemente—. Creo que la vida con nosotros os sorprenderá agradablemente.

—Hijo de hiena —soltó Alin con desprecio—. El roce de tu mano me marchitaría la piel.

Él levantó la cabeza rápidamente, con un gesto que Alin había visto hacer a los sementales cuando algo inesperado los sorprendía, y se quedó mirándola. Era la primera vez que lo veía enfadado. Su corazón empezó a latir aceleradamente, pero se esforzó en no aparentar temor alguno ante aquellos ojos fríos como el hielo.

—No me insultes —dijo él en voz muy baja.

El corazón de Alin latía fuertemente, pero ella se encogió de hombros y se levantó.

—¿Estás listo para partir? —preguntó—. ¿O necesitas descansar más?

Mar no replicó, pero también se puso en pie. Lo miró en silencio mientras él apagaba el fuego. Era muy alto, muy ancho de hombros y de pecho y con una cintura y caderas sorprendentemente esbeltas y largas piernas. Lo encontraba tan hermoso y tan extraño como los leones que habían oído la noche anterior.

—No necesito descansar —dijo cuando hubo apagado el fuego y llamó a los perros—. Ahora, vámonos.

Viajaron velozmente durante toda la tarde, corriendo a paso largo en lugar de caminar y no se detuvieron en ningún momento a descansar. Alin estaba muy cansada y le era muy difícil seguir el paso. Sin embargo apretó los dientes, ignoró sus músculos doloridos y forzó las piernas a seguir el paso. Él se estaba tomando la revancha, estaba convencida de ello, por lo que había dicho durante la parada de descanso, y ella no le permitiría que viera lo duro que le estaba resultando.

El sol comenzó a ponerse por el cielo del oeste y finalmente Mar aflojó el paso. En la pradera que se extendía a la izquierda del sendero, Alin vio a una familia de jabalíes forrajeando. El gran macho debió de husmear su presencia, porque se plantó en guardia entre el sendero y su familia mientras la cerda y su barahúnda de pequeños lechones marrón rosado iban fisgando y husmeando por el valle arbolado.

—Hay un riachuelo en el bosque justo allá delante. Nos detendremos allí a pasar la noche —dijo Mar a Alin deteniéndose a mirarlos.

Alin hizo un gesto de asentimiento. No le quedaban fuerzas suficientes para contestarle en voz alta.

Cuando Mar y Alin se adentraron en el bosque de pinos por el que discurría el sendero, se encontraron rodeados de oscuridad. Cuando finalmente alcanzaron el riachuelo desaparecieron los árboles y el cielo apareció claro, de un color rosado a la luz del sol del atardecer. El brillo rosado de la tarde iluminaba un pequeño grupo de ciervos rojos que estaban bebiendo en las aguas cristalinas del riachuelo: un macho con unas astas muy grandes y cuatro hembras. En cuestión de segundos, las hembras se adentraron en el bosque. El macho, que había levantado la cabeza para mirar a su alrededor en cuanto olió a los humanos, se quedó allí plantado unos instantes. La lanza de Mar atravesó, formando un arco, la luz rosada, le alcanzó el corazón y el ciervo cayó. Mar sonrió con satisfacción.

—La cena —le dijo a Alin mientras se acercaban al ciervo caído.

Le alargó uno de los cuchillos de pedernal que llevaba en el cinturón y luego dio las gracias rituales al Dios Ciervo por haberles entregado a una de sus criaturas y ella le ayudó a despellejar al animal. Dieron de comer primero a los perros, los intestinos y algunos pedazos de carne de las ancas, y luego Mar se puso a hacer la hoguera para que pudieran asar su cena.

Cuando acabaron de comer ya se había hecho de noche. Mar había arrastrado el esqueleto del venado hasta más allá del riachuelo por si aparecían las hienas, para que no se acercaran demasiado al campamento. Luego volvió con una enorme cantidad de hierba que dejó caer formando un montón junto al fuego.

—Una cama para ti —dijo—. Me he dado cuenta de que no llevas el rollo de pieles.

Sentada con las piernas cruzadas junto al fuego, Alin levantó la mirada y se encontró que él la estaba contemplando con una expresión en los ojos que ya conocía, aunque ningún hombre la había mirado antes de aquella manera. Una corriente de sensaciones le atravesó las venas, y sintió miedo.

A Alin no le había atemorizado pensar que iba a yacer con Ban en los Fuegos de Invierno. Aquél era un rito sagrado, lleno de misterio y de poder. Esto… tembló al pensarlo… esto sería una profanación. No podía dejar que este hombre la tocara. Ella era la Elegida de la Madre. Era sagrada. Habría sido mejor que los leones la hubieran atacado la otra noche.

Sol y Luna, pensó desesperada, Mar era tan fuerte. Y ella no tenía armas.

Cautelosamente y sin perderlo de vista, se levantó del suelo y se plantó ante el fuego balanceándose sobre sus pies. Le echó una rápida mirada para cobrar valor. Si tenía que salir corriendo lo haría. Mejor que la alcanzaran los perros a entregarse a aquel hombre sin resistirse.

—No voy a hacerte daño, muchacha.

Qué extraño, pensó Alin, parece turbado.

—No me gusta cómo me miras —dijo, todavía alerta.

Mientras se miraban el uno al otro por encima del montón de hierba, se hizo un breve silencio.

—Es agradable mirarte —dijo él al fin—. Deben de haberte mirado así muchos hombres antes de ahora.

—Na. —Sacudió la cabeza con tanta violencia que su larga trenza se balanceó de un lado a otro—. Yo soy la Elegida de la Madre —añadió—. Ningún hombre puede mirarme así.

—¿Estás destinada a la virginidad? —preguntó incrédulo frunciendo las cejas doradas.

Alin abrió los ojos porque la sugerencia la sorprendió en gran manera.

—Desde luego que no. Yo soy la vida de la tribu. Quien yo elija debe ser… —Frunció el ceño, intentando encontrar las palabras—. Debe hacerse correctamente, según los ritos de la Madre —dijo por último—. De lo contrario las manadas no se multiplicarán y la tribu morirá.

Alin vio un brillo de comprensión en los ojos de Mar.

—Ah —exclamó él—. Ya he oído tales cosas.

La tensión de Alin se disipó un poco y su respiración se hizo más lenta.

—¿Quién era tu madre? —preguntó él con abierta curiosidad—. ¿La mujer que no quería que os lleváramos con nosotros?

—Sí.

—¿Y quién es tu madre?

—Es la Reina, el jefe de nuestra tribu.

Él se la quedó mirando durante un buen rato, intentando comprenderla.

—Si es así, ¿por qué no es ella la Elegida? —preguntó.

—Lo fue. Durante muchos años la Reina celebró los Sagrados Esponsales para la vida de la tribu. Pero este año… —Alin desvió la mirada de él y se quedó contemplando las llamas del fuego. Después habló en voz baja—: La Reina ha ido perdiendo con los años la capacidad de procreación. Este año yo iba a celebrar los Sagrados Esponsales, yo iba a dar vida a la tribu. —Dirigió nuevamente la mirada hacia él y ahora sus ojos brillaban con una mezcla de cólera y aflicción—. Tú te me has llevado antes de que pudiera hacerlo —añadió—. Has dejado a mi pueblo sin vida, se la has robado, Extranjero.

—¿Era la ceremonia que estabais preparando cuando llegamos? —preguntó él despacio, con la mirada fija en un punto a la espalda de ella, como si estuviera contemplando un cuadro invisible—. ¿Los Sagrados Esponsales? ¿Estabais celebrando la ceremonia ritual de la fertilidad de la tribu?

—Sa.

Mar no contestó. Alin no podía saber lo que estaba pensando. Luego cruzó los brazos sobre el pecho y la miró, con el rostro todavía impasible y los párpados entrecerrados ocultándole a medias los ojos.

—Si lo que me has dicho es cierto, entonces he hecho bien capturándote, Elegida de la Madre. Porque mi tribu necesita a alguien como tú. La vida desapareció de mi tribu junto con las mujeres. Tú nos la devolverás, tú y las otras muchachas.

—¡Quieres matar a mi pueblo para salvar al tuyo! —gritó Alin con pasión.

—No es cierto. —El rostro de Mar se endureció a la luz de las llamas—. No nos llevamos a las madres jóvenes de tu tribu. Ni tampoco nos llevamos a las niñas. Hay muchas mujeres en tu tribu, Elegida. Créeme cuando te digo que nosotros te necesitamos más de lo que te necesita tu gente.

Alin miró con fijeza aquel rostro repentinamente endurecido e imperturbable.

—Muchas mujeres —dijo—, pero sólo una Elegida.

Aunque no pudiera verlo, su rostro había adquirido una expresión tan implacable como la de él.

—Vuestras costumbres no son las nuestras —añadió—. Lo que para nosotros es santo no lo es para vosotros. No es la vida lo que llevaréis a vuestro pueblo, sino la muerte.

—No lo creo —replicó él.

Alin procuró pensar en alguna otra cosa que pudiera convencerle. Pero sabía que no había nada. Si la tribu estaba tan desesperada como él decía, entonces él la tomaría a pesar de lo que ella pudiera decir. No, no tenía otra elección.

—A dormir —dijo él con brusquedad—. Estás agotada. Yo vigilaré el fuego.

De algún modo, pensó Alin agotada, ella había ganado. Mar no parecía inclinado a querer compartir su lecho.

Estaba verdaderamente exhausta y tan pronto como él se alejó al otro extremo de la hoguera, Alin se acostó en su lecho de hierba. Se puso una mano bajo la mejilla, se acurrucó y miró soñolienta las llamas.

—No hay leones esta noche —murmuró.

—No los he oído. Creo que hemos dejado a un lado su territorio de caza —le llegó la respuesta suavemente, a través de la noche.

Se hizo un largo silencio. Los ojos de Alin empezaban a cerrarse cuando le oyó decirles algo a los perros.

—¿Por qué has elegido a mi tribu? —se oyó preguntar a sí misma—. Estáis mucho más al norte. ¿Qué sabes de nosotros?

Una hiena aulló desde algún lugar próximo.

—Han encontrado el esqueleto del ciervo —murmuró Mar. Luego respondió a su pregunta—: Este año vine a la Asamblea de Primavera, la que se celebra en la bifurcación del Gran Río. Oí hablar de vosotras. Una tribu gobernada por mujeres, decían. Una tribu que sigue todavía las Antiguas Costumbres, el Camino de la Madre. Entonces comprobé que no podíamos comprar las novias suficientes para la tribu. Tenía que hacer algo. Así que vine hacia el sur a averiguar si aquellas historias eran ciertas. Y os encontré.

—¿En primavera?

—En verano, durante la época de la Luna del Antílope. Estuve en vuestros territorios de caza a medio camino de la luna, vigilándoos, aprendiendo cosas sobre vosotras. Luego volví a casa y reuní a los hombres y perros que necesitaba.

—Pero ¿por qué nosotras? —preguntó ella—. ¿No había otras tribus con mujeres que hubierais podido raptar?

—Esas tribus tienen hombres que hubieran podido vengarse —contestó simplemente—. Los hombres de tu tribu son criaturas serviles, no pueden considerarse hombres de verdad. No intentarán seguiros, luchar por vosotras. —Parecía confundido—. ¿Cómo puede suceder una cosa así? ¿Cómo podían ser así los hombres, me pregunto, antes de que el Dios Cielo viniera a dar las reglas a las tribus del Clan?

—¡Nuestros hombres no son niños! —exclamó Alin, encendida. Se incorporó y se quedó mirando la silueta de él en la sombra, al otro lado de la hoguera.

—No son hombres —llegó la implacable réplica—. Los hombres no se dejan dominar por las mujeres.

—Los hombres han nacido para ser dominados por las mujeres —replicó Alin con énfasis. Se apoyó en una mano y lo miró fijamente a través de las llamas—. ¿Qué es un hombre, después de todo? —añadió—. Su papel en el misterio acaba pronto. Sirve a la mujer, vierte en ella su fluido y ya está. Es la mujer quien nutre al niño dentro de su seno, es ella quien da la vida, quien guarda el misterio de la Madre Tierra en su ser. ¿Qué es el hombre comparado con esto?

Se hizo un largo silencio. No sabía si sus palabras lo habían enfurecido o no. Él se estaba contemplando sus rodillas y lo único que ella podía ver era el extremo de su cabeza.

—Creo que la vida será muy interesante para vosotras en los próximos días —dijo Mar por último.

Y ella observó que el tono de su voz no era colérico, sino divertido.

Arrogante hijo de hiena, pensó furiosa. Aunque esta vez no lo dijo en voz alta.

—A dormir, Elegida —dijo Mar cuando uno de los perros empezó a roncar—. Mañana nos queda otra jornada de camino.

Alin respondió y se recostó en su lecho de hierba. A los cinco minutos ya estaba dormida.

Durante la noche le despertó el bramido de un búfalo. Abrió los ojos adormilada y vio a Mar echando más leña al fuego.

—¿No duermes todavía? —preguntó con voz soñolienta.

—Lo haré más tarde —respondió él—. Cuando hayamos alcanzado a los demás al otro lado del río.

El fuego se avivó. La noche era fría y húmeda y se agradecía el calor. Alin cambió de posición para estar más cerca de las llamas y de nuevo se durmió.

Se levantaron al amanecer, comieron un poco de carne de ciervo y emprendieron el camino al paso ligero de los cazadores por el sendero del bosque. En medio de la frondosidad de los árboles Alin escuchó los ruidos de los venados en celo, gritos de desafío a sus rivales. Luego vendría el batir de las astas cuando empezara la batalla.

Recordó cómo la había mirado Mar la noche anterior y sintió un nudo en el estómago.

A media mañana llegaron al campamento de Tane junto al río. Mar fue recibido por sus compañeros con evidentes signos de aprobación; las compañeras de Alin la acogieron con desilusión y muestras de simpatía.

—Debe de ser un chamán —dijo luego Alin a Jes cuando se sentaron juntas en una roca calentada por el sol—. ¡No necesita dormir!

—Ahora está durmiendo —contestó Jes—. Por eso no vamos a viajar hoy… para que él pueda dormir. Dara se lo oyó decir a los hombres. Nos quedaremos en este campamento hasta mañana por la mañana.

Alin comenzó a deshacerse la trenza lentamente.

—Jes, creo que no vamos a poder escapar de ellos —dijo con amargura—. El invierno está al caer. Ya sabes cómo están los caminos en invierno; nadie puede moverse en medio de la nieve. Quizás en primavera la tribu pueda seguir nuestras huellas, pero para entonces…

—Sa. Para entonces…

Las dos jóvenes permanecieron en medio de un sombrío silencio mientras Alin acababa de destrenzarse el cabello.

—Yo te lo arreglaré —se ofreció Jes y, sacando un pequeño peine tallado en hueso de su cinturón, empezó a desenredar la larga melena de Alin—. Tienes un pelo tan bonito —murmuró mientras la peinaba suavemente—. Tan liso y brillante y con finas mechas de oro.

—Me lo lavé para los Fuegos de Invierno —replicó Alin. Luego suspiró—. Parece que ha transcurrido tanto tiempo…

—Lo sé.

Alin cerró los ojos, agradeciendo el suave tacto de la mano de la otra joven en sus cabellos. Con sabia práctica Jes empezó a trenzar la melena castaña en una trenza tan gruesa como su muñeca.

—Tendremos que llegar a algún pacto con ellos. No hay que perder el tiempo pensando en que podemos escapar —dijo Alin cuando la otra hubo acabado y le sujetó el extremo con una cinta de cuero.

Jes dejó caer la trenza en la espalda de Alin; la trenza le llegaba hasta la cintura.

—¿Qué tipo de pacto?

Alin dobló las piernas y apoyó la barbilla en las rodillas. Sus cejas formaron una fina línea.

—He estado pensando en ello durante toda la mañana mientras volvíamos —dijo—. Mar es su jefe… es arrogante y odioso, pero no es estúpido. Comprenderá el valor de tener mujeres predispuestas y de buena gana en lugar de mujeres a las que él nunca podrá dominar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jes. Sus cabellos, de un tono mucho más claro que los de Alin, brillaron a la luz del sol cuando ladeó la cabeza para mirar a su amiga.

—Quizá pueda convencerle para que nos conceda un poco de tiempo para aprender las costumbres de su tribu. Ya saben que servimos a la Madre, que nuestras costumbres no son las suyas. Quizás así podamos ganar un poco de tiempo. Si podemos mantenerlos así hasta que llegue la primavera… entonces, quizá, la Reina nos encuentre.

—Pero ¿cómo nos rastrearán, Alin? —preguntó Jes tras morderse el labio—. En primavera todas nuestras huellas habrán desaparecido.

—Estoy pensando en la historia que Mar nos contó, de cómo se envenenó el agua y de cómo murieron todas esas mujeres de la tribu. Es una historia terrible, Jes.

—No comprendo cómo no se dieron cuenta. ¿Es que no sabía mal? —Jes se estremeció.

—He oído hablar de estas cosas… a veces no sabe mal.

—Espero que ahora vayan a buscar el agua a otra parte —contestó Jes, con ligera ironía.

—Esta historia —dijo Alin— debería llegar a la Asamblea del Clan. Si llegase a oídos de la Tribu del Ciervo Rojo, entonces nuestro pueblo establecería la relación entre la pérdida de mujeres y nuestro rapto.

—Sa —respondió Jes abriendo la boca y emitiendo un largo suspiro—. Ya veo.

—La Reina enviará representantes a la Asamblea de Primavera —dijo Alin.

—Y esto significa que tenemos que esperar hasta la llegada de la primavera —añadió Jes.

—Estoy pensando en lo que podemos hacer.

—Es mucho tiempo para retrasar… las cosas.

—Ya lo sé, Jes. Ya lo sé.

Se hizo un largo silencio.

—No me regocija la idea de dar a luz a un niño de un hombre y una tribu que me han tomado a la fuerza —dijo luego Jes con amargura. Sus ojos verdeazulados miraron a Alin—. Y será peor para las más jóvenes tener que yacer con un hombre.

—Tiene que haber algo que yo pueda hacer —dijo Alin con reprimida violencia en la voz. Apretó los puños y sus grandes ojos castaños brillaron—. ¡No puedo permitir que ese Mar nos divida, como pedazos de carne para alimentar a un montón de podencos!

—¿Qué hizo cuando te capturó? —preguntó Jes a Alin con curiosidad, mirándola.

—¿Qué significa qué hizo?

—¿Intentó acostarse contigo?

—Na.

—Es un hombre guapo —dijo Jes—. No comprendo que no pueda encontrar una mujer sin tener que raptarla.

—Él es el jefe —replicó Alin cortante—. Debe supeditar sus necesidades a las necesidades de la tribu. Dijo que habían perdido a la mayoría de las mujeres. Dos veces dos puñados. Una esposa para él solo no colmaría las necesidades de la tribu.

Se quedó mirando con expresión malhumorada la punta de los mocasines sin preguntarse cómo había llegado a comprender tan bien lo que pensaba su enemigo.

Jes también miró los mocasines de Alin.

—Ninguno de ellos ha intentado acostarse con ninguna de nosotras. Considerando las circunstancias, y la razón por la que nos han capturado, es algo realmente extraordinario.

Alin apoyó la frente en las rodillas y cerró los ojos.

—No lo sé —dijo—. No conozco las costumbres de su tribu. No sé cómo viven estos hombres con mujeres.

—Creo que lo descubriremos bastante pronto —respondió Jes amargamente, tras un minuto de silencio.

—Sa —asintió Alin—, supongo que lo descubriremos.

A última hora de la tarde, cuando las hogueras para cocinar los alimentos ya estaban encendidas, Alin se dirigió por casualidad, en apariencia, hasta el lugar donde Mar dormía. El gran perro gris plateado que lo seguía a todas partes estaba a su lado, como era habitual, guardando su sueño. Sin embargo, el perro meneó la cola alegremente cuando Alin apareció.

—Saludos, Lugh —dijo ella suavemente, llamándole por su nombre. Meneó la cola con más fuerza, pero no se movió de su sitio.

Alin deslizó la mirada del perro al hombre que yacía sobre la piel de búfalo. Mar estaba profundamente dormido, echado sobre su estómago como un niño, con su mejilla descansando sobre un rollo de cuero y su gran mano cerrada en un relajado puño junto a la enmarañada cabeza rubia. Los hilillos dorados bajo su piel demostraban que tenía barba pero aun así a Alin le sorprendió lo joven que parecía cuando estaba dormido. Porque, pensó sorprendida, debe de tener sólo algunos años más que yo.

No se agitó en absoluto mientras ella lo estuvo observando. Sus largas pestañas de un rubio cobrizo no se movieron de la línea dura de sus pómulos. La limpia silueta de su perfil se recortaba claramente en la piel de búfalo marrón oscuro en la que reposaba su rostro y la línea firme y recta de su boca parecía más dulce, si no más suave, durante el sueño.

Su mirada se deslizó lentamente de su rostro por todo su cuerpo bajo la piel de búfalo. La cinta que sostenía la parte delantera de su vestimenta de piel de ciervo se había soltado y el jubón se había abierto a la altura del cuello. Alin contempló aquel cuello fuerte rodeado por una gargantilla de dientes de ciervo, contempló la línea de músculos que discurrían suavemente desde el cuello hasta el hombro.

Es probable que hubiera alcanzado al león con la lanza, pensó.

Es un hombre guapo, le había dicho Jes.

Mar no se movió durante toda su inspección. Evidentemente podía mantener alejado el sueño cuando quería y dormir también cuando deseaba hacerlo.

Lugh bostezó y apoyó el hocico en un extremo del rollo de dormir. Alin hizo una mueca irónica. Estaba claro que hasta el perro había comprendido que ella no representaba allí ninguna amenaza.

¿Qué clase de hombre era ese Mar?, pensó clavando los ojos en aquel rostro sorprendentemente juvenil. ¿A qué dioses adoraba? ¿Qué costumbres veneraba? ¿Cómo podía ella convencerlo para que ni a ella ni a las demás jóvenes las tocara nadie hasta la primavera?

Podía no persuadirle a que las dejara volver. Ella aceptaba este hecho. Pero tenía que ser capaz de persuadirle a que les diera tiempo.

Ellos no reverenciaban a la Madre como hubiera sido lo correcto, pero debían venerarla de algún modo. Todos los hombres veneran de alguna manera a la Madre Tierra. Si ellos no lo hacían, entonces ni las bestias ni la tribu se multiplicarían.

La idea se le ocurrió como el fulgor repentino de un relámpago.

Así podría conseguirlo, se dijo. En ese punto era donde la tribu era más vulnerable. Y Mar le había dicho que conocía la existencia de los Sagrados Esponsales.

Valía la pena intentarlo, pensó. Tras un instante de reflexión, sonrió a Lugh, se dio media vuelta y se marchó.