CAPÍTULO III

Alin temblaba cuando se levantó de su lecho de pieles al sentir el aire frío de la mañana. Una luna más y haría demasiado frío para pasar otro día como aquél. Una luna más y la Tribu del Ciervo Rojo se agazaparía y se concentraría bajo el principal imperativo del invierno: mantenerse al calor.

Alin se retiró de los ojos un mechón de cabellos que se había escapado de su trenza. Cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó mirando el brillante cielo. Si su gente no era capaz de encontrar sus huellas rápidamente, era improbable que las pudieran encontrar antes del invierno. La nieve no tardaría en cubrir las huellas y los senderos. Mar había elegido la época más oportuna del año para su rapto. Que la Madre lo maldiga, pensó.

—Alin, la ampolla no ha mejorado.

Al oír la suave voz de una de las muchachas más jóvenes, Alin hizo un esfuerzo para apartar aquellos pensamientos y se volvió hacia Dara.

—Déjame verla —dijo, sentándose en cuclillas para mirar el pie que le mostraba la joven. En el talón había aparecido una molesta ampolla causada por el roce del mocasín mojado de Dara; bajo la piel entumecida había un coágulo de sangre. El pequeño pie estaba helado—. Voy a envolverlo con un poco de piel —anunció levantando la vista.

Los ojos grises de Dara la miraban serios. La muchacha había sido iniciada como mujer y ya había empezado a menstruar, pero para Alin seguía siendo una niña. Dara era menuda y morena, de huesos finos y frágiles y una piel de bebé. Era tres años menor que Alin y hasta entonces nunca había acompañado en sus paseos a las jóvenes más mayores. Alin contempló aquellos ojos serios que no traicionaban el dolor que la niña debía sentir.

—Está bien —dijo Dara suavemente—. Puede que esto ayude.

Alin miró la ampolla con expresión de duda y musitó una maldición.

—¿Algo va mal aquí? —preguntó la voz arrogante y varonil que Alin detestaba con mayor intensidad a medida que las horas pasaban.

—Esta muchacha tiene una ampolla en el pie. Necesito algo para vendarla —respondió entre dientes sin apartar la mirada de la ampolla.

Antes de darse cuenta de lo que sucedía, Mar ya estaba a su lado.

—Déjame ver —dijo mientras cogía el pie con su mano grande. Dara se apoyó con una mano en su hombro para no perder el equilibrio y él la miró—. No deberías caminar con esto —añadió.

—No creo que se le haya dado otra elección —le contestó Alin, hablando entre dientes.

Ignorándola, él siguió mirando a Dara. Los grandes ojos grises de la joven lo contemplaban temerosos.

—Deberías habérmelo dicho —musitó en un tono sorprendentemente gentil.

—Se lo he dicho a Alin —replicó Dara.

Él se volvió hacia Alin, que seguía sentada sobre sus talones junto a él.

—Entonces Alin debería habérmelo dicho a mí —exclamó, poniendo énfasis en la segunda sílaba de su nombre, cosa que a ella le sonó extraño y poco familiar.

Furiosa, clavó la mirada en el otro par de ojos iracundos. Él estaba tan cerca que sus codos se rozaron cuando ella se levantó.

—¿Por qué debiera habértelo dicho a ti? —preguntó—. Tú eres la causa del problema.

—Lava bien la ampolla, pececito, y luego vuélvete a poner el mocasín —le dijo Mar a Dara. Se levantó, anulando la breve ventaja de altura de Alin—. Durante unos días la llevaremos en brazos. No quiero que la ampolla empeore. —Aquellos ojos absolutamente azules sostuvieron su mirada implacablemente. El hecho de que le llevara una cabeza sólo servía para exacerbarla aún más—. No me ocultes más una cosa así —dijo, y se marchó.

—Que la Madre maldiga tus genitales, hijo de hiena.

—¡Alin! —exclamó Dara abriendo los ojos desmesuradamente.

—Ya le has oído —dijo Alin lanzándole una mirada—. Vamos a lavar este pie.

Habían estado caminando durante tres largos días y todavía no había una señal de que fueran a rescatarlas. De mala gana, Alin había llegado a la conclusión de que su tribu no había sido capaz de seguir las huellas de las jóvenes raptadas. Mar las había llevado por otros arroyos y habían dado la vuelta en el camino dos veces más; Alin no creía que Liniut fuera capaz de rastrearlas.

Lo que significaba que la única esperanza de ser rescatadas residía en que una de ellas escapara y fuera a pedir la ayuda que de otra manera no encontrarían.

Mar había procurado enmascarar el hecho de que habían estado viajando en dirección norte casi todo el tiempo, pero Alin poseía un acusado sentido de la orientación. Y lo que es más, se las había arreglado para sonsacarle a uno de los hombres que el viaje duraría casi dos puñados de días. Eso determinaba su destino si ella lograba encontrar una partida de rescate.

Lo que le preocupaba era cuándo debía de efectuarse la necesaria huida. Si quería tener éxito, pensaba, debía hacerse inmediatamente. Podía mantenerse a una distancia de tres días de cualquier perseguidor. También podía vivir alimentándose con bayas y nueces. Lo único que le preocupaba era pensar en los rugidos de los leones.

No tenía armas. Ni existía probabilidad alguna de cogerlas.

Nadie la podía ayudar. Y si se iba a ir, tenía que hacerlo por la noche.

El ritmo de la marcha aflojó un poco mientras los hombres que iban a la cabeza trasladaron a Dara de unos hombros a otros. Habían cargado a la muchacha durante todo el día y de buena gana. Alin la había oído reír por algo que los hombres le decían.

—Deberíamos fingir que nos dislocamos los tobillos —murmuró Jes—. Si tienen que cargar con nosotras, caminarán más despacio.

—No creo que esto cambiara nada —dijo Alin volviéndose para mirar a su mejor amiga—. Mucho me temo que él ha enterrado nuestras pisadas.

Los ojos verdeazulados de Jes llamearon. Ella también había llegado a la misma conclusión, comprendió Alin.

Alin bajó la voz hasta convertirla apenas en un suspiro.

—Voy a intentar escapar esta noche —dijo.

—No puedes —replicó Jes mirándola con fijeza—. Es demasiado peligroso. Estamos a tres días de casa, Alin. Y no tienes armas. Déjame ir en tu lugar.

—Sa —dijo Alin con ironía—. Como es demasiado peligroso para mí, debería enviarte a ti.

—Tú eres la Elegida —explicó Jes—. No podemos correr el riesgo de perderte.

—Precisamente porque yo soy la Elegida debo hacerlo yo —replicó Alin—. Lo sabes.

—Sa, supongo que sí —dijo Jes con resignación tras una breve pausa.

Acamparon durante la noche en la ribera de un riachuelo. Cenaron carne de venado asado, clavado a unos palos sobre el fuego al aire libre. Alin se preguntaba si las mujeres de la tribu que las había capturado cocinaban mejor que aquellos hombres, porque la carne asada noche tras, noche se había convertido en un verdadero fastidio. Comió con hambre, sin embargo. Si tenía éxito su intento de huida, no comería carne en muchos días.

Se preparó el terreno visitando la zona de la depresión varias veces antes de que ellos se echaran a pasar la noche.

—Me duele el estómago —le dijo a Mar cuando él le preguntó qué sucedía—. No puedo aliviarme.

—Ni lo intentes —le recomendó él—. En estos casos lo mejor es sacar fuera lo que te haya producido la enfermedad.

—Es lo que siempre decía mi madre —replicó ella. Apareció una fina línea en su entrecejo—. Creo que será mejor que vaya otra vez —murmuró, y se encaminó de nuevo a la zona de las letrinas, situada junto al río.

Hizo tres visitas más en el transcurso de la noche y la tercera Jes fue con ella. Luego Jes volvió a la zona dormitorio, despidiéndose de Alin en medio de la oscuridad. Ninguna de las otras jóvenes se movió. Los vigilantes prestaban poca atención y no descubrieron hasta la mañana siguiente que Alin se había ido.

Mar estaba furioso. Cuando llamó a Jes, a la muchacha le intimidó la furia que brillaba en sus ojos.

—¿Dónde está? —preguntó.

—¿Y dónde crees tú, Extranjero? —replicó contemplando la piel de búfalo en que consistía su vestimenta e intentando parecer tan fría e insolente como Alin cuando le hablaba a aquel hombre.

—Por ahí fuera hay leones —dijo Mar—. ¡Y ella ni siquiera tiene una lanza!

—¿Y de quién es la culpa? —preguntó Jes levantando los ojos, aunque luego la expresión del rostro de él la obligó a retroceder dos pasos.

Mar se volvió hacia el hombre de cabellos negros llamado Tane, que actuaba como segundo en el mando.

—Iré tras ella —dijo Mar—. Tú sigue con el resto.

—Déjame acompañarte —contestó el otro hombre rápidamente.

—Na. Llevaré a Lugh. —Mar apoyó su mano grande sobre el perro que tenía a su lado—. Y también me llevaré a otro perro —añadió—. Irá hacia el sur tanto como pueda. La capturaré —y con ojos centelleantes miró a Jes—, si ha quedado algo de ella que capturar.

—Esperaremos aquí unas cuantas horas —dijo Tane asintiendo sombríamente—. Y volveremos a esperar al cruzar el próximo río.

—Muy bien —respondió Mar—. Si no he vuelto dentro de dos días, toma el camino habitual.

Tane permaneció callado y luego hizo un gesto de asentimiento. Mar se fue a buscar sus lanzas, las lanzas arrojadizas, el arco y las flechas.

Como no llevaba armas, Alin no había podido ocultar sus huellas con maniobras de evasión. Bajo tales circunstancias, su única oportunidad era llegar allá antes de que Mar pudiera dar con ella.

Faltaban todavía tres horas para el amanecer cuando Alin salió del campamento enemigo por el río. Mientras avanzaba con el paso elástico y largo de los cazadores, su mano jugueteaba con el pequeño marfil que le colgaba de una cinta de cuero alrededor del cuello. Sobre la lisa superficie del rectángulo de marfil se había grabado la figura de una mujer: anchas caderas, grandes pechos y con una falda en forma de campana que le llegaba a las rodillas. La cara carecía de rasgos.

Alin nunca había dudado que tenía que parecerse al rostro de la Madre. Al de Lana.

Llegó el alba y aunque Alin sabía que el alba significaba el descubrimiento de su ausencia en el campamento, le agradó la aparición de la luz. Las criaturas del día eran bestias de pastos; si las evitaba, ellas la evitarían a ella. Era la presencia invisible de los depredadores nocturnos, los carnívoros, lo que había provocado que la piel de su espalda y de su cuello le picara a modo de advertencia durante las últimas horas.

Alin pensó que el sendero de caza que estaba siguiendo era probablemente el sendero utilizado por los rebaños de renos cuando emigraban a su país durante la estación de invierno. La senda discurría casi directamente de norte a sur y atravesaba la llanura situada ante las montañas que eran su casa. Allí había buena hierba para los renos durante el invierno, cuando los altos pastizales de las montañas quedaban cubiertos de nieve.

Mar debía de conocer aquel sendero, se dijo Alin. Conocía demasiado bien los otros caminos de la zona. Supuso que no lo habían tomado porque no quería que sus cautivas supieran que se dirigían directamente hacia el norte.

Pero ahora sí lo tomaría, pensó Alin sombríamente mientras miraba una pradera de hierba ondulante donde unos potrillos de caballo salvaje y búfalo estaban apacentando. No todos los depredadores dormían durante el día; el de dos piernas, el más peligroso de todos ellos, se cruzaría en su camino. De eso estaba segura. Alin sólo se detenía por poco tiempo: a beber agua en un arroyo o a recoger bayas y nueces para comer. Estaba acostumbrada a pasar sin alimento, la había adiestrado a ello su madre, pero sabía que era vital conservar las fuerzas. Si mantenía ese ritmo, no creía que la alcanzara. Siempre había sido mejor corredora que los muchachos y muchachas de la tribu y tenía un fondo de muchas horas.

El sol se elevó hasta el punto más álgido en el cielo y empezó a declinar hacia el oeste. Alin corría e intentaba no pensar en la noche que se avecinaba.

Lugh encontró el sendero de los renos y las huellas de Alin casi inmediatamente. Mar calculó que le llevaba unas cuatro horas de ventaja y sabía que la muchacha era rápida y fuerte. Se había pasado semanas observando a las jóvenes de la Tribu del Ciervo Rojo, semanas planeando cuál sería el mejor momento para capturar el mayor número de ellas. Había visto a Alin en el sendero de caza y sabía que ella podía hacer el recorrido tan bien como muchos hombres.

Pero él contaba con una ventaja decisiva. La joven tendría que dormir. Él, por otro lado, sabía que podía estar dos días sin dormir si era necesario.

No temía no poder capturarla antes de que diera aviso de su localización a su gente. Temía que le sucediera algo a ella antes de alcanzarla.

Aquellos leones. Los había oído, la noche pasada, en el mismo lugar que ella estaba atravesando ahora. Una muchacha sola, sin ningún perro tras sus talones, sería una atractiva presa para una leona de las cavernas con cachorros hambrientos que alimentar.

Mar no quería perder a aquella muchacha. Había fuego en ella, y valor. Daría unos niños excelentes a la Tribu del Caballo. La tribu podía hacer un uso mucho mejor de ella que los leones, pensó Mar sombríamente, y apretó un poco el paso cuando el sendero que tenía ante él dejó atrás el monte de abedules y empezó a discurrir a través de una pradera.

Se hizo de noche. Las criaturas de los pastos del día, búfalos, bisontes, caballos salvajes y ciervos, empezaron a buscar un lugar donde pasar la noche, un lugar diferente al de la noche anterior y tan resguardado como fuera posible de sus peores enemigos: el león de las cavernas, el tigre de las cavernas, la hiena de las cavernas y los carroñeros que los seguían.

Una hora antes de que la última luz desapareciera del cielo, Alin se detuvo. Estaba agotada, le temblaban las piernas y sentía el pecho oprimido. Si quería hacer el mismo recorrido al día siguiente, sabía que aquella noche tenía que dormir.

Lo primero que hizo fue reunir leña y yesca para encender el fuego. Llevaba en el cinto un pedernal que había cogido de los utensilios que guardaba en el rollo de pieles que le servía para dormir. En cuanto hubo reunido la suficiente cantidad de leña y hubo extendido un montón de hojas secas para utilizar como mecha, puso el artefacto junto a las hojas, colocó el pedernal en el agujero de la pequeña superficie de madera y comenzó a hacerlo rodar rápidamente entre las palmas.

Estaba cansada y le pareció que pasaba una eternidad antes de ver el primer humo. Poco después se encendieron las hojas y luego los leños.

El fuego mantendría alejadas a las bestias, pensó Alin. Y su calor le haría bien. No había tenido frío durante todo el día el ejercicio la había hecho sudar. Pero en cuanto se había parado, empezó a sentir el frío. No se había llevado consigo el rollo de pieles de ciervo que le servían para dormir abrigada, así es que tuvo que acurrucarse vestida con la ropa que llevaba cerca del fuego para no pasar frío.

Aunque estaba extremadamente cansada no se durmió en seguida. Los susurrantes sonidos procedentes de la alta hierba la mantenían ansiosa y en tensión. Entonces un león rugió a lo lejos. Se sentó con el corazón acelerado. Algo había gritado. Una lechuza ululó y le llegó el ruido de un batir de alas cercano. Alin agarró fuertemente el colgante y el sudor se deslizó por su frente y entre los omóplatos.

Nunca en su vida se había sentido tan sola.

Finalmente, el cansancio la sumergió en el sueño.

La despertó un perro olisqueando su cara. Lanzó un grito y se quedó inmóvil.

—Buen chico, Lugh. Ven aquí.

Alin reconoció aquella voz al instante y cerró de nuevo los ojos, con fuerza, para ocultar las lágrimas traicioneras que la avergonzaban.

—Te odio —dijo entre dientes sentándose lentamente.

—Estoy convencido de que así es —fue la imperturbable réplica. Avanzó hasta el pequeño círculo de luz procedente de los restos de la hoguera—. Has hecho más camino del que pensaba que podías hacer —dijo con admiración.

Levantó los ojos para mirarlo mientras él se inclinaba hacia ella a la luz del fuego. En una mano llevaba una pesada lanza y una más ligera en una lanzadera, en la otra. De un hombro le colgaba un arco; del otro un zurrón con flechas. Bajo la vestimenta de piel de búfalo llevaba colgando un cascabel con tres cuchillos con mango de huesos. De la oscuridad de la noche salió otro perro que corrió a reunirse con Lugh y Alin los oyó olfatear alrededor de su pequeño campamento.

Se negó a admitir, hasta a sí misma, el alivio que le había producido la visión de todo aquel armamento y los perros.

—Por lo menos has tenido el buen sentido de hacer un fuego —dijo él—. Por aquí hay leones.

Como respuesta a su comentario, llegó el sonido de un poderoso rugido procedente de la oscuridad. Alin no pudo reprimir un salto.

Estaba mucho más cerca que antes.

Mar hizo un comentario que hizo abrir los ojos a Alin. Luego, sin decir una palabra más, se dispuso a avivar el fuego que había empezado a apagarse durante su sueño. Un momento después, Alin se levantó y fue a ayudarlo. Un segundo rugido atravesó la noche, esta vez procedente de un lugar diferente. Parecía más cercano.

—Hay dos —dijo Mar. Y se apresuró a echar otra rama.

Una vez avivado el fuego, Mar miró a Alin con expresión de duda y se encogió de hombros. Luego la dejó aturdida porque le entregó la lanza arrojadiza y la jabalina.

—Ponte ahí —dijo él cuando ella las hubo cogido—. Detrás mío. Intentaré darle a uno con la lanza grande. Si lo detengo, tú deberás acertarle con la jabalina.

Alin no replicó y se trasladó al lugar que él le había indicado, entre él y las llamas. Los dos perros tomaron sus posiciones a ambos lados de Mar. Sentados junto a él, hubieran parecido unas estatuas de no ser por el temblor que les recorría desde las orejas levantadas hasta los rabos en posición de alerta.

Alin sujetó con firmeza la lanza arrojadiza y miró la ancha espalda que tenía ante ella. Era como un blanco invitador. Un tiro de jabalina y sería libre de continuar su retorno a casa.

La tensión hizo que se le pusieran los nudillos blancos.

¿Por qué le había entregado la jabalina? ¿Cómo podía quedarse allí, ante ella, tan confiado, sabiendo lo que ella tenía en la mano? ¿Es que la juzgaba tan superficialmente que no la creía capaz de utilizar su arma contra él?

Recordó que había vacilado un momento, antes de entregarle el arma.

No estaba seguro de lo que ella haría, pensó. Pero de todas formas le había entregado la lanza.

Alin frunció el ceño. No podía clavar un arma en la espalda de un hombre que la había ayudado. Además, esa noche se necesitaban el uno al otro. En cuanto hubiera desaparecido la amenaza de los leones, entonces… entonces ella vería qué uso debía darle a la lanza.

Avanzaba la noche. El rugido de los leones se aproximaba más y más. Los poderosos rugidos iban y venían, hablaba un león y el otro respondía, hasta que finalmente Alin supo que sólo estaban a unos pocos metros de la hoguera. El punzante olor de león impregnaba el aire. Estaban en la hierba alta entre un puñado de árboles al oeste del sendero y Alin supo también que estarían allí antes de que ella y Mar se dieran cuenta de que los estaban atacando.

Alin sujetó con fuerza la lanza arrojadiza, sosteniéndola para poderla utilizar rápidamente, y trató de pensar.

Si los dos leones atacaban y Mar alcanzaba al primero con la lanza grande, quizás ella tendría la oportunidad de lanzar la jabalina si el segundo león atacaba después. En ese caso, su tiro tendría que ser mortal. Un león de las cavernas herido era una de las criaturas más peligrosas de la naturaleza.

El rugido iba y venía, un león hablaba y el otro respondía. Estaban tan cerca que el ruido era atronador. Sonaba, pensó Alin en un instante de silencio, casi como una risa histérica, exactamente como si un matrimonio estuviera discutiendo.

Pasó una hora. Los rugidos continuaban, pero ya no se acercaban. De hecho parecía como si se alejaran un poco.

Pasó otra media hora. Ahora era ya seguro que los leones se estaban alejando. Los pájaros empezaron a parlotear en los árboles. El hombre alto que había permanecido entre ella y los leones durante la mayor parte de las últimas tres horas, bajó la lanza. Luego se volvió, miró su rostro, se pasó la mano por los brillantes cabellos que le habían caído sobre la frente y dijo:

—Sospecho que han tenido una disputa.

Incluso a la primera luz del alba, tenía los ojos azules. Alin suspiró.

—Yo pensaba lo mismo.

—No me gustaría pasar otra noche así —dijo él, pasándose otra vez la mano por los cabellos y moviendo la cabeza—. ¡Dhu, qué ruidosos eran!

Ella soltó una risa trémula, agradeciéndole que confesara sus temores.

—Debes de estar hambrienta —dijo él—. Seguro que no has comido desde ayer. Veré lo que puedo traerte para comer. —Y alargó la mano para que le entregara la jabalina.

Alin contempló aquella poderosa mano. Mientras estuvo en peligro ante el inminente ataque de los leones, había olvidado por un momento la ventaja crucial que tenía con la jabalina en la mano. Y ahora era demasiado tarde. Apretó los labios e, involuntariamente, sujetó con más fuerza el arma.

A él no se le escapó el gesto. Sus ojos centellearon y alzó una de las rubias cejas con un expresivo gesto.

—Yo también tengo una lanza —dijo—. Y tengo a los perros.

Lentamente y con dignidad, Alin puso la jabalina y la lanza arrojadiza en aquella mano abierta. Él miró al perro plateado que lo seguía a todas partes y dijo:

—Lugh, quédate.

El perro gimió y bajó las orejas, claramente deseoso de acompañar a su amo.

—Llévatelo —dijo Alin.

—Na. Se quedará contigo. —Señaló el suelo junto a los pies de ella.

—Si me has dejado la jabalina —protestó ella.

—No tenía elección. Si los leones me hubieran atacado, no podía dejar que te enfrentaras a ellos desarmada. Pero ahora Lugh se quedará contigo.

Alin frunció el ceño y murmuró algo.

—Te sentirás mejor cuando hayas comido algo —dijo él con una sonrisa deslumbrante y burlona.

Y llamando al otro perro, se encaminó hacia la hierba alta a cazar algo para desayunar.