CAPÍTULO II

Los hombres jóvenes acampados en la ribera del riachuelo estaban comiendo la carne ahumada de búfalo que traían consigo y miraban hacia las montañas, al sur.

—¿A cuánta distancia crees que están, Mar? —preguntó uno mientras daba un bocado a un pedazo de carne curada que tenía en la mano y empezaba a masticarla.

—Dos días —contestó el hombre alto de rubios cabellos y, mostrando el mismo número de dedos, contó—: Dos días para llegar a la tribu; dos o tres días para poner la trampa —mostró más dedos—, luego dos puñados de días de camino de vuelta. Una media luna a partir de ahora y estaremos de nuevo en casa.

—¡Con mujeres! —Estas palabras provocaron alrededor de las hogueras un suave murmullo de excitación.

—¿Cuántas crees que conseguiremos? —Esta vez la pregunta procedía del otro lado del segundo fuego.

—Si capturamos la partida de caza, serán unos dos puñados. Son las jóvenes las que van de caza y nosotros queremos muchachas jóvenes —respondió el hombre llamado Mar alzando los hombros.

—Me cuesta creer que las muchachas salgan a cazar —dijo otro—. Los hombres de esta tribu deben de tener poca sangre en las venas para permitir que sus mujeres se enfrenten a los peligros de la caza.

—Los hombres también cazan —respondió Mar—. Tane y yo los vimos cuando estuvimos aquí en verano. Pero no cazan con las jóvenes. Cuando las muchachas cazan, lo hacen solas. —Sus dientes brillaron blanquísimos en la creciente oscuridad—. Ésta es nuestra ventaja. Como antes os dije, si salen a cazar las podremos capturar sin muchos problemas. Y cuando la tribu las eche en falta, ya nos habremos ido.

—Sería bueno que pudiéramos llevarnos más de dos puñados —comentó un muchacho de cabellos castaños.

—Debemos tomar lo que nos sea más fácil, Melior —contestó Mar—. No quiero peleas.

—Los hombres del Caballo somos buenos luchadores —replicó Melior, alzando el mentón—. No tememos la lucha.

—No somos más que tres puñados —continuó Mar—. Los hombres de la Tribu del Ciervo Rojo nos superan en número. —Mar contempló el círculo de rostros que rodeaban el fuego—. Me da el corazón que nada haría más feliz a Altan y a los nirum que ver a los jóvenes de la cueva de iniciadores muertos en esta expedición.

Hubo un silencio de asombro.

—¡Dhu! —exclamó un joven extremadamente rubio—. ¿Lo crees así, Mar?

—¿Por qué crees que el jefe me ha permitido llevarme tan sólo a los iniciados en esta incursión? —replicó Mar alzando sus grandes hombros.

El joven rubio, que se llamaba Dale, miró a sus compañeros.

—No lo creo —confesó.

—Debo reconocer que quizá yo… engañé… un poco a Altan acerca de las dificultades que entrañaba esta incursión —dijo Mar lanzando una risita.

Se oyó un murmullo de aprobación alrededor del fuego.

—No creo que tengamos muchas dificultades para coger a esas muchachas —explicó Mar con calma a sus compañeros—. Tane y yo las estuvimos vigilando durante el paso de la luna. Fue entonces cuando nos enteramos de que eran cazadoras. Sabremos dónde poner la trampa. Pero no podemos ser codiciosos. Cogeremos las que podamos rápidamente y luego nos iremos.

—Sa, sa —replicaron los hombres—. Estamos de acuerdo contigo, Mar.

—Ahora debemos dormir un poco. Mañana nos levantaremos con el alba —añadió Mar, asintiendo.

Cuando la luna nueva de los Fuegos de Invierno se divisó como un pálido y tenue semicírculo suspendido sobre la puesta de sol al oeste, las mujeres de la Tribu del Ciervo Rojo supieron que había llegado el momento de ir a su cueva sagrada a preparar los grandes ritos de fertilidad que se celebraban en la tribu dos veces al año.

A la mañana siguiente, las matriarcas y las jóvenes solteras de la tribu se dirigieron por el sinuoso sendero de la montaña a la cueva sagrada de la Madre. Durante todo el día iban a celebrar los rituales que prescribían los ritos preparatorios.

La procesión la formaban treinta mujeres, las cuales, aquella mañana otoñal, tomaron el angosto sendero colina arriba junto a la ribera del río del Gran Pescado: las mujeres jóvenes y las ancianas de la tribu. Las que tenía hijos o eran madres de niños pequeños lo harían al día siguiente, con los hombres, y entonces empezaría la ceremonia oficial de los Fuegos de Invierno.

Pronto iba a nevar en las cumbres de las montañas, pero abajo, en las laderas por las que subían las mujeres del Ciervo Rojo, el tiempo era frío, soleado y seco. Después de dos horas de camino, la procesión llegó al Volp, un arroyo que discurría rápido sobre un lecho salpicado de cantos rodados. Las jóvenes y las mujeres giraron siguiendo el arroyo, hacia el peñasco que había a un lado de la colina. Entonces, de repente, desapareció el arroyo.

La grieta de la cueva de la que manaban las aguas del arroyo estaba formada por un gran arco de piedra. En años anteriores, la Tribu del Ciervo Rojo había limpiado la entrada y el interior de maleza y sobre aquel suelo limpio las mujeres dispusieron las pieles enrolladas para dormir y se arrodillaron y sacaron de su interior unos recipientes de piedra planos llenos de grasa de animal. Llevando estos recipientes, las mujeres de la tribu se reunieron alrededor de Lana, su Reina, que las esperaba en la próxima entrada de la cueva.

Mientras las mujeres se acercaban a ella de una en una, Lana sostenía el ascua que había cogido para este fin y encendía la mecha de musgo de los recipientes. Los corredores de la cueva sagrada se adentraban hasta las profundidades de la montaña y no había luz natural una vez atravesaban la cámara de entrada.

La profundidad del Volp no era mucha en la entrada de la cueva, aunque aumentaba considerablemente en el tramo subterráneo del río. En esta época del año el Volp discurría con relativa lentitud y, siguiendo el lecho de cascajos que había junto a él, se podía acceder a pie a la primera cámara de la cueva. En primavera, en los ritos de los Fuegos de Primavera, el río estaba en su momento de crecida y el agua cubría los cascajos. Entonces tenían que subirse a un pequeño bote y atravesar el corredor de la entrada para acceder a la primera cámara.

Sosteniendo cuidadosamente las lámparas de piedra, las treinta mujeres siguieron el arroyo hasta las profundidades de la cueva, pisando con cuidado el sendero extremadamente angosto que se abría entre la pared de la cueva y las aguas oscuras y revueltas. Un trecho más allá, las paredes de piedra de la cueva empezaban a ensancharse y el arroyo desembocaba en una gran cámara cuyas paredes estaban decoradas con pinturas de animales: búfalos, renos y caballos. También había chamanes, hombres que llevaban las más caras de las bestias. Y, lo más importante, el signo de la Madre, la P, danzaba ante ellas bajo la luz sombría.

El río atravesaba la cámara y luego desaparecía en una oscura depresión, su cauce se hacía más profundo y más lento en el interior de la montaña.

Esta cámara decorada, sin embargo, no era ni mucho menos su destino y las mujeres no se detuvieron. Torcieron hacia la izquierda, alejándose del cauce del Volp, y descendieron por una pequeña galería que las llevó a otra cámara, vasta y blanca, en cuyo techo y suelo se habían formado estalactitas y estalagmitas de un blanco lechoso. En esta cámara deslumbrante se podía oír el espectral murmullo de las aguas subterráneas procedentes de algún lugar lejano.

Lana, a la cabeza de la larga hilera de la procesión, no perdió ni siquiera un momento en contemplar la belleza de la Cámara Blanca. Con determinación, cruzó el deslumbrante suelo blanco hasta llegar a una abertura en la roca que llevaba a lo que parecía un angosto respiradero. Poniéndose de lado, se deslizó por la abertura. Una a una, las mujeres la fueron siguiendo y luego treparon por la escalerilla de tendones trenzados que la tribu siempre dejaba colgando en el interior del pequeño y profundo agujero.

Alin estaba en lo alto de la escalerilla, en un corredor angosto y oscuro, y contemplaba la aparición una a una de las brillantes lámparas de piedra en la parte superior del respiradero. Allí el aire era frío, porque en el interior de la montaña la temperatura raramente sufría variaciones.

Una vez que se hubieron reunido todas en el corredor, Lana se dirigió a la pared que tenía a su izquierda y sostuvo en alto su lámpara de pedernal. Con el mismo gesto ceremonial de su madre, Alin levantó también su lámpara, para que todas pudieran ver con claridad la pintura que había en la parte superior de la pared.

Dos animales grotescos y fantásticos aparecieron a la luz de las lámparas: los Guardianes del Santuario de la Cueva Sagrada, pintados en la pared por una mano desconocida no se sabe cuántos años antes. En uno de los extremos había una horrible cabeza con un cuerno corto, flanqueada en la parte de atrás por una oreja enorme. Su fino cuello aguantaba la pesada cabeza con un contorno ondulado. El hocico prominente era redondeado y las fauces estaban abiertas. Tenía la cruz hundida y la cabeza y el cuerpo marcados con líneas verticales y oblicuas, y las esbeltas y largas patas acababan en largas uñas. El animal situado debajo se reducía a una cabeza grotesca, como la precedente, coronada por dos pequeñas orejas.

Las mujeres contemplaron las pinturas. Durante un buen rato, pareció como si hubieran dejado de respirar. Aquí no se permite el paso de espíritus sin santificar, decían las silenciosas y fantásticas bestias vigilantes en la pared del pasadizo.

Las mujeres siguieron solemnemente a Lana en el descenso de la galería; a través de otros corredores tan bajos que tenían que agacharse; a través de galerías que todavía eran testigo de las bestias de la cueva que en otros tiempos habitaban aquellos pasajes; pasaron un silencioso lago subterráneo, una masa de agua negra, sólida, inmóvil; hasta que por fin, después de más de una hora de viaje subterráneo, llegaron al corazón del sagrado misterio.

Se trataba de una cámara alargada y de techo bajo, en cuyo centro, esculpidas en arcilla dorada y apoyadas en un bloque de roca natural, se hallaban las estatuas de dos ciervos rojos, un macho y una hembra, tan bellamente modeladas que casi podían confundirse con figuras reales.

La cierva, cuyas formas eran más finas, tenía el cuello inclinado hacia delante y el rabo levantado, en la postura de la hembra esperando al macho. Éste, situado exactamente detrás de ella, era de constitución más fuerte y robusta. Estaba en la posición de ir a montar a la hembra, a punto de levantarse sobre sus patas traseras, con el rabo presionado fuertemente entre sus ancas en el esfuerzo.

El grupo de mujeres emitió un suspiro largo y espiritual.

Ésa era por lo tanto la finalidad de la cueva sagrada: la cópula, la perpetuación de la vida del ciervo y de la vida de la tribu que llevaba su nombre.

Desde la primera vez que Alin entró allí, en la ceremonia de iniciación a la madurez, había sentido el poder de la Madre Tierra latiendo en el aire frío del santuario. Mañana, pensó, contemplando las bellas esculturas de los ciervos, mañana el poder iba a entrar en su interior. Ella sería el instrumento. Por fin entraría en posesión de su herencia.

En el suelo arcilloso del santuario eran evidentes las marcas de los talones de todos los que anteriormente habían participado en las danzas de la fertilidad en el lugar sagrado. En las paredes había grabado el signo fálico, el símbolo masculino de la fecundidad y del comienzo de la vida.

Alin sintió sus entrañas tensas y palpitantes. Durante tres años había contemplado aquellos símbolos de fecundidad sabiendo que todavía no había llegado su momento. El estremecimiento que la sacudió repentinamente nada tenía que ver con la fría humedad del santuario.

Es cierto, pensó, lo que la Reina me ha dicho: «Cuando el espíritu de la Madre Tierra llene tus entrañas, sentirás la llamada.»

Es cierto, pensó Alin, maravillada y exultante. Es cierto.

Las mujeres se estaban quitando sus ropas y se disponían a vestirse con las rituales en forma de campana que traían consigo, preparándose para la ceremonia de purificación.

Aquella parte de la cueva pertenecía a las mujeres. Al único hombre al que se le permitía el acceso a las cámaras más profundas de la cueva sagrada era al elegido para celebrar los Sagrados Esponsales. Lo conducían ante el ciervo, veía lo que otros hombres en sus mismas circunstancias habían visto y luego yacía con la Madre en un lecho de suaves pieles y la servía, para asegurar la fertilidad de la tribu y de las bestias que alimentaban a la tribu.

Alin tamboreó con los talones y cantó con sus hermanas cuando empezaron a sonar los tambores de piel. Sintió que la sangre le corría con fuerza e ininterrumpidamente por las venas. Madre, pensó, estoy dispuesta.

Aquella noche durmieron en el exterior de la cueva, bajo las estrellas de otoño. El aire nocturno era helado, aunque muy seco; las estrellas brillaban por encima de sus cabezas y el pálido resplandor de la luna nueva no podía ocultarlas. Las mujeres, una vez que se despojaron de sus hábitos rituales hasta la mañana siguiente, se echaron a descansar vestidas con jubones de manga larga y pantalones de suave piel de ciervo.

Alin no se durmió en seguida. Su cabeza estaba demasiado llena de los acontecimientos que iban a tener lugar al día siguiente, de los misterios de la naturaleza, de la fertilidad y el nacimiento. Se echó de espaldas bajo el calor de las pieles y permaneció con los ojos abiertos, contemplando las estrellas. A su alrededor todo eran tinieblas, pero allá arriba, en el cielo, brillaban las estrellas. Se sintió arrastrada hacia ellas, sintió su luz pura y vívida rodeándola, exaltándola, llenándola con la potencia de su poder.

Mañana por la noche, pensó, iba a yacer en el corazón de la cueva sagrada. Ban yacería con ella, pero sería el poder de las estrellas quien entraría en la fértil profundidad de sus entrañas. No sería un solo hombre, sino toda la naturaleza quien la abrazaría cuando mañana yaciera con Ban.

Alin permaneció despierta durante mucho tiempo contemplando el resplandor de los cielos. Luego se sumergió en un sueño profundo sin sueños, y cuando despertó las estrellas habían desaparecido y la oscuridad de la noche estaba empezando a desvanecerse con la luz de la mañana. Soplaba una brisa procedente del río y con ella llegaba la pálida luz del amanecer. Alin siguió echada, contemplando el cielo, mientras la luz aumentaba paulatinamente y la blanca claridad se transformaba en un glorioso fulgor rosado.

El sol se estaba elevando. La luz cambió, el fulgor rosado empezó a brillar tenuemente y a transformarse en amarillo, y la joven y llameante bola del sol salió de la tierra para iniciar su camino diario a través del cielo.

El espíritu de Alin vibró extasiado.

Fue entonces cuando llegaron. En un momento todo lo que era brillante y perfecto se desvaneció ante los gritos agresivos de hombres y perros. Alin se incorporó al instante. Buscó su jabalina y la lanza pero no estaban. Levantó la cabeza y allí, a pocos centímetros de distancia, vio la lanza que le apuntaba al corazón. Permaneció inmóvil. Luego, muy despacio, alzó la vista. Había un hombre plantado ante ella, sosteniendo una gran lanza y mirándola. En medio de aquel miedo y confusión, Alin observó el color azul de sus ojos.

A su alrededor, las mujeres de la Tribu del Ciervo Rojo formaban un grupo desordenado y lanzaban gritos de protesta. Alin se levantó lentamente y, apartando los ojos de aquella mirada azul, miró a su alrededor.

La emboscada había sido perfecta, pensó con amargura. Las cautivas, de pie, se hallaban rodeadas por una barrera de hombres, lanzas y perros. Sus armas estaban fuera de su alcance, amontonadas durante la noche en un lugar cerca del fuego.

De repente una de las mujeres más ancianas se dio la vuelta rápidamente y echó a correr hacia los árboles que estaban justo detrás de ellas. Una voz profunda emitió una sola palabra y a continuación un perro le cortó el paso. El perro abrió la boca y gruñó bajito pero amenazador. La mujer se detuvo.

Flotaba un intenso silencio.

—¡Cojámoslas! —se oyó decir a otra voz masculina.

Entonces el grupo de mujeres se abrió un poco y Lana se adelantó.

—¿Quiénes sois y qué buscáis aquí? —Su voz era fría y afilada como un carámbano; cada centímetro de su pequeño cuerpo emanaba mando. Se la veía furiosa, en absoluto temerosa. Alin se sintió orgullosa de su madre.

El hombre de ojos azules fue el único en responder. Hablaba el idioma del Clan, aunque con acento extranjero.

—Hemos venido a llevarnos a vuestras muchachas —dijo—. Necesitamos mujeres en nuestra tribu. —Sus palabras provocaron un asombrado silencio. Luego añadió—: Sólo queremos a las jóvenes; las madres ancianas pueden quedarse.

Se elevó al cielo un clamor de voces femeninas.

—¡Silencio! —Lana ya no parecía pequeña y rolliza; era como si hubiera crecido unos centímetros desde que el hombre había empezado a hablar. La Reina miró fríamente al gigante de ojos azules que se había dirigido a ella—. ¿Sabes con quién te estás metiendo? Estamos aquí por un asunto de la Madre y tú has violado su santuario. Es posible que si os marcháis inmediatamente no sufráis demasiado por vuestro sacrilegio. Pero si intentas coger a nuestras jóvenes, la maldición de la Madre caerá sobre vosotros —dijo con voz clara y nítida, como para asegurarse de que comprendiera todas las sílabas.

Alin sintió un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo. ¡Lana parecía tan amenazadora! Miró al hombre que había amenazado a su madre, esperando que éste emprendiera la retirada. En toda su vida Alin no había visto nunca a un hombre permanecer de pie ante la Reina cuando ésta hablaba con ese tono de voz.

Aquel hombre rió. Ninguna palabra hubiera podido resultar más petrificante.

—Aparta a las muchachas, Tane. Date prisa, no sabemos cuándo vendrán sus hombres —dijo mirando al hombre delgado de cabellos negros que estaba junto a él.

¿Quiénes eran aquellos hombres?, se preguntó Alin incrédula mientras varios de los invasores, acompañados de los perros, empezaron a avanzar hacia las mujeres atrapadas en el interior del círculo de sus lanzas.

—Llevaros con vosotros las pieles enrolladas para dormir —ordenó el hombre de ojos azules que sin duda era el jefe del grupo—. Nos espera una larga jornada y pasaréis frío y estaréis incómodas si dormís directamente en el suelo. —Sus palabras eran familiares, era su acento lo que le hacía extraño. Alargaba algunos sonidos y otros los abreviaba.

¿De dónde procedían aquellos hombres?, pensó Alin con una mezcla de temor y perplejidad.

—Tú —le dijo el joven de cabellos oscuros acercándose a ella—, coge tus pieles y ven.

—¡No! —sonó imperiosa la voz de Lana, aunque también llena de angustia—. ¡No puedes llevártela! ¡Es la Elegida, la Hija de la Madre! Serás maldito para siempre si te llevas a la Elegida del lado de su Madre.

El joven se detuvo y miró a su jefe. Alin contuvo el aliento.

—No te preocupes —respondió el hombre de ojos azules a Lana. Parecía divertido—. Tu Elegida seguirá sirviendo a la Madre. Nos ocuparemos de que así sea.

Los hombres rieron y el hombre que permanecía junto a Alin le puso una mano en el brazo.

—Ven —dijo—. Vamos.

Ella tensó los músculos, con la intención de resistirse. El hombre no era mucho más alto que ella, y ella era fuerte, con músculos ejercitados en la disciplina de la caza.

—Si intentas huir puedes salir herida. Entiéndelo, muchacha, y ven conmigo —dijo el hombre en voz baja, como si le adivinara el pensamiento.

Alin se volvió y miró fijamente a aquel par de ojos verdes con pestañas negras.

—No te vamos a hacer daño —añadió él.

Alin miró por encima del hombro a Lana, que seguía de pie.

—No tenemos elección, Madre —se lamentó.

El rostro de la Reina era una máscara.

—Eres la vida de la tribu, hija mía —dijo—. Recuérdalo y procura mantenerte a salvo. —Se hizo un silencio palpitante. Lana contempló con iracunda mirada a aquel hombre alto que era el jefe de los raptores, y luego añadió dirigiéndose a su hija—: Te encontraré. Puedes estar segura.

Los ojos de la madre y los de la hija se encontraron, y Alin asintió con la cabeza. Fue a buscar sus pieles y se dirigió hacia los hombres que tenían a las muchachas que habían separado del grupo más grande.

Dieciséis jóvenes entre los doce y los quince años se alejaron a punta de lanza de la cueva sagrada en aquella preciosa mañana de otoño. Las mujeres más viejas, las matriarcas de la tribu, habían quedado atrás, atadas de pies y manos con tiras de cuero, a la espera de que las rescataran los hombres de la tribu que llegarían a la cueva al mediodía.

La mitad de los raptores iban a la cabeza de las jóvenes y la otra mitad detrás, mientras los perros corrían libremente arriba y abajo. Alin caminaba en medio de las muchachas, con su mejor amiga al lado. Iban hacia el este, observó, siguiendo un sendero que ella conocía de sus expediciones de caza. Junto a ella, Jes exteriorizó en voz alta lo que estaba en la cabeza de todas ellas:

—¿Quiénes son estos hombres? ¿De dónde han venido?

Las jóvenes que iban delante y las que iban detrás miraron a Alin esperando una respuesta.

—Hablan el idioma del Clan, así que no pueden ser cazadores de renos del norte, o cazadores de mamuts de las estepas del este —dijo.

—Sa, sa. Es cierto —asintieron las muchachas.

—Si son del Clan, entonces no estarán fuera del alcance de la reina —observó Elen.

Precisamente en ese momento un perro pasó corriendo junto a ellas por el borde del camino.

—La Tribu del Ciervo Rojo también tiene perros —dijo en voz muy baja al verlo pasar.

Las jóvenes que la rodeaban revelaron unas deslumbrantes sonrisas.

—¿Los has contado? —preguntó Elen.

—Sa. No son más de cuatro puñados —respondió Alin.

—La Reina convocará a toda la tribu —dijo Jes—. A todos los hombres y a todos los muchachos. Los perros nos encontrarán y entonces ésos —extendió la mano y señaló a los hombres que avanzaban junto a ellas—, ésos caerán como los ciervos bajo las flechas.

—Liniut puede seguir las huellas de cualquier cosa —afirmó Elen.

Todas pensaron en el gran perro lobo que pertenecía a Tor y cruzaron miradas de satisfacción.

—Los hombres llevarán a Ban a la cueva sagrada al mediodía —dijo Alin—. Luego tendrán que volver a casa a buscar a los perros.

—Esta noche no celebraremos los Fuegos de Invierno —comentó Elen apesadumbrada.

—Na —dijo Sana—. Pero quizá los celebremos mañana por la noche.

—Caminemos más despacio —sugirió Alin—. Hagamos todo lo que pueda retrasarnos.

A Alin le sorprendió la facilidad con que aquellos extranjeros zigzagueaban a través de las colinas. ¿Desde cuándo habían estado planeando el rapto?, se preguntó.

El ánimo de las jóvenes siguió alto durante las dos primeras horas de la marcha. Entonces llegaron a un riachuelo que cruzaba el sendero y el hombre de ojos azules les ordenó que continuaran, lo vadearan y siguieran el curso de las aguas.

Las jóvenes se miraron entre sí.

—¿Por qué? —preguntó Alin—. Conozco un sendero de caza que podríamos seguir fácilmente si ésta es la dirección que quieres tomar. Nos mojaremos los mocasines y los pantalones si cruzamos el riachuelo, lo que hará que el camino sea frío e incómodo. No es necesario atravesar el agua.

—No te lo he preguntado, muchacha —le llegó la respuesta engañosamente amable—. Lo repito. Todo el mundo al agua. Seguiremos el curso del río un rato.

Alin levantó la mirada hacia el hombre que se había colocado a su lado. Era mucho más alto que ella, con unas grandes espaldas bajo la piel de búfalo que vestía, y tenía el cabello del color del sol. Sostenía una larga lanza en una mano y un perro grande y bien musculado seguía sus pasos.

—No me gusta mojarme —replicó Alin—. Caminaré por el borde del riachuelo.

Los ojos del hombre, del azul más intenso que había visto nunca, se clavaron en ella.

—Supongo que podría cargar contigo —dijo—, pero no pienso hacerlo. —Le entregó la lanza al hombre del cabello negro que normalmente caminaba junto a él, la levantó por los codos, fue hacia el riachuelo y la dejó caer en el agua—. Ahora camina —ordenó, y volvió a recuperar su lanza.

El agua estaba helada. Los hombres instaban a las muchachas a que se introdujeran en el riachuelo. Un perro mordió los talones de alguien y una muchacha aulló.

Que se le rompa la lanza cuando más la necesite, pensó Alin malignamente cuando el agua helada cubrió sus tobillos y sintió las duras piedras del fondo bajo las suelas de los mocasines mojados. Así se borraban sus huellas.

No importa, pensó, mientras avanzaba tristemente junto a las otras muchachas por el agua helada. Los hombres del Ciervo Rojo comprenderían lo que había sucedido cuando observaran que sus huellas desaparecían en el riachuelo. Los perros seguirían la corriente de agua y descubrirían sus huellas dondequiera que salieran. Después de todo, aquel hijo de hiena de ojos azules no podía tenerlas siempre avanzando por el riachuelo.

Sin embargo caminaron durante demasiado rato por aquel desapacible lugar. Las jóvenes andaban fatigosamente, cabizbajas, con los dientes apretados para evitar que castañearan a causa del frío. Al rato, Alin tenía los pies entumecidos y tropezaba con las piedras. Conocía aquel camino por lo que continuó sin levantar la vista hasta que los hombres que iban a la cabeza salieron del agua.

Entonces Alin miró a Jes, que caminaba a su lado. Ninguna de las dos habló, sino que siguieron apresuradamente a los hombres hasta el margen de piedras.

Anduvieron un trecho por un sendero de jabalíes; las jóvenes caminaban con la cabeza alta, mirando a su alrededor, procurando frotarse aquí y allá contra los árboles para dejar sus huellas. Entonces, de pronto, los hombres que iban a la cabeza se detuvieron.

—Ahora demos la vuelta —dijo aquella voz profunda y autoritaria que Alin estaba empezando a detestar.

Alin y Jes se miraron de nuevo.

—¿Dar la vuelta? —Alin elevó la voz desafiante. ¿Qué quiere decir dar la vuelta?

El jefe se dirigió hacia ella.

—Eres cazadora, muchacha —contestó mientras se acercaba—. Te he visto a ti y a tu grupo rastrear a los ciervos. Creo que entiendes perfectamente lo que estoy haciendo. —Se detuvo ante ella—. Si alguien os ha seguido hasta el riachuelo, los perros rastrearán vuestras huellas hasta el lugar donde hemos salido y seguirán las huellas que habéis ido dejando con tanto cuidado. Las seguirán hasta aquí, y luego desaparecerán. Porque volvemos sobre nuestros pasos, muchacha, y luego volveremos al agua.

Se hizo un breve silencio de asombro mientras Alin contemplaba a aquel hombre grande de cabello dorado cuyas espaldas bloqueaban la visión del sendero. Como seguía en silencio y Alin no se movía, él arqueó las cejas.

—Dad la vuelta —dijo suavemente—. Volvemos.

Las manos de Alin se cerraron en un puño a ambos lados del cuerpo. El perro que seguía al hombre emitió un gruñido. Alin giró en redondo y volvió sobre sus pasos, tan furiosa que apenas se dio cuenta de los rostros sorprendidos de las jóvenes que se apartaron apresuradamente para dejarla pasar.

Avanzaron por las heladas aguas durante otra hora hasta que finalmente tomaron un sendero de ciervos y se encaminaron hacia el norte. Siguieron este sendero hasta que el cielo empezó a oscurecerse; las muchachas estaban cada vez más heladas, hambrientas y deprimidas hasta que finalmente, a lo lejos, vieron la luz de lo que parecían ser muchos fuegos. Unos perros ladraron en el campamento.

¡Cazadores!, pensó Alin, y su corazón latió esperanzado. Quizás allí encontrarían ayuda.

—¡Es Mar! —oyó gritar a una voz masculina en el campamento—. ¡Y ha traído a las muchachas!

Las esperanzas de Alin se desvanecieron. Más gente de ésta, pensó con desaliento.

Los perros que había oído antes salieron corriendo del bosque, y recibieron ladrando a los otros que acompañaban al grupo que llegaba. El hombre de ojos azules, cuyo nombre al parecer era Mar, le dijo al de cabellos castaños que había aparecido tras ellos en el sendero:

—Todo ha salido bien, Bror. Están agotadas y hambrientas, como nosotros. Espero que tengáis lista la cena.

—Estábamos cenando, Mar —fue la alegre réplica—. La carne está recién hecha.

Mar lanzó un gruñido y miró por encima del hombro, clavando la vista en Alin.

—Allá hay comida —le dijo—. Y hogueras. Cuidaremos de que os calentéis y os sequéis y comáis en seguida.

Alin estuvo a punto de decirle que rechazaría cualquier alimento que él le ofreciera, pero el suculento aroma de jabalí asado le llegó flotando hasta su nariz. Se le hizo la boca agua. Ninguna de ellas había comido desde la tarde anterior y decidió que sería más fácil resistirse al enemigo con el estómago lleno que con el estómago vacío.

—Muy bien —respondió, y avanzó segura haciendo un gesto a las demás para que la siguieran.

El campamento tenía un aspecto invitador, y olía todavía mejor. Los recién llegados se agruparon alrededor de las hogueras para secarse la humedad, frotándose los pies y las piernas junto al calor de las llamas. Los hombres que habían sido designados a cazar y cocinar su cena les alargaron gruesos pedazos de carne asada y se hizo el silencio mientras todos se dedicaban a comer.

—Bien —dijo Mar poco después, cuando estaban acabando de comer. Lanzó al fuego el hueso que había estado royendo, se limpió la boca con el dorso de la mano y se puso ágilmente de pie. Su voz sonó lo bastante fuerte como para que llegara al otro extremo de la última hoguera—. Ahora intentaré explicaros por qué hemos hecho todo esto.

Se hizo un silencio tenso. Alin desvió la mirada de la punta de sus mocasines ya secos hacia el hombre que llamaban Mar. Estaba de pie junto a la hoguera más grande, con la cabeza echada hacia atrás y las manos vacías a ambos lados del cuerpo. Las llamas danzaban ante él, dando a sus cabellos del color del sol un brillo cobrizo. Llevaba el cabello mucho más corto que los hombres del Ciervo Rojo. Ninguno de aquellos hombres tenía el suficiente cabello para sujetárselo por detrás, pensó Alin, mirando a su alrededor mientras esperaba que Mar empezase a hablar. Ninguno de ellos llevaba barba. Todos parecían muy jóvenes; a muchos probablemente todavía no les había salido la barba. Pero ese Mar no era un muchacho. Contempló apreciativamente la alta figura que estaba frente a la hoguera. Seguramente tenía barba de hombre. Era evidente que era costumbre de la tribu no dejársela.

Alin se dispuso a prestar atención cuando Mar empezó a hablar, mirándole a la cara mientras él explicaba su historia.

—Procedemos de una tribu que no conocéis —dijo—. Nuestra casa está a una larga jornada de aquí. —Hizo una pausa cuando un ligero murmullo de desaliento recorrió el grupo de muchachas que se sentaban alrededor de las hogueras. Alin frunció el ceño. Sentía el mismo desaliento que las demás, pero no debían mostrar debilidad ante aquellos hombres. Lanzó miradas de reprobación a derecha e izquierda antes de volver a prestar atención a Mar.

»El año pasado —siguió diciendo—, durante la Luna de la Caída de la Hoja, los hombres de mi tribu asistimos a una Asamblea en una tribu próxima para comerciar y organizar bodas. Dejamos atrás a todas nuestras mujeres, salvo aquellas que tenían que participar en las bodas con hombres de otras tribus, con los niños y un puñado de hombres para protegerlos. Estaban bien aprovisionados y protegidos, pues íbamos a estar fuera durante medio ciclo de la luna. No imaginamos nada.

Mar hizo una pausa. Sus manos, en los costados, antes tan relajadas, empezaron a abrirse y cerrarse lentamente. Miraba con fijeza ante sí, como si estuviera contemplando una imagen en su mente. La hoguera mantenía su rostro en la sombra y Alin no pudo leer su expresión. Pero las manos le decían que la imagen que estaba viendo no era agradable.

—Ignoro cómo sucedió —dijo—. Ninguno de nosotros lo sabe. Pero mientras estábamos fuera, uno de los lugares a los que íbamos a buscar agua se envenenó. Nuestra gente no se dio cuenta de ello y la bebió.

Alin lo miraba fijamente, horrorizada. Había oído que esas cosas sucedían, pero siempre había pensado que tales historias eran más fábula que verdad.

—Dos veces dos puñados de nuestras mujeres murieron —se oyó aquella voz profunda, de extraño acento a través de la noche—. Y casi el mismo número de nuestros niños. El futuro de nuestra tribu murió con ellos. —Parpadeó y sus ojos azules parecieron cobrar vida y enfocar de nuevo la escena que tenía delante—. Los hombres no pueden tener hijos —dijo a las muchachas que se sentaban alrededor de las hogueras—. Vosotras que adoráis a la Madre sabéis muy bien que para ello se necesitan mujeres.

Rugió un animal a lo lejos y las siluetas humanas alrededor de las hogueras se pusieron en tensión. ¿Un león de las cavernas? Otro rugido como respuesta y luego el silencio. Había sido un león. Luego habló una muchacha. Alin reconoció la voz de Jes.

—¿Estás diciendo que nosotras vamos a remplazar a las mujeres que habéis perdido?

—Sa —respondió el hombre llamado Mar—. Esto es lo que estoy diciendo.

Alin notó el ruido que le hacía la garganta al tragar saliva. Se adelantó un poco.

—¿Y las mujeres que fueron a la Asamblea a casarse? —preguntó—. ¿Es que sois tan tacaños que no podéis compraros una novia? ¿Tenéis que arrancarlas del regazo de la Diosa?

Le vio volver la cabeza para mirarla. Sus ojos la descubrieron fácilmente entre las otras que la rodeaban apretadamente.

—No se trata simplemente de comprar mujeres —dijo—. Los hombres de otras tribus buscan novias para intercambiarlas con las jóvenes de sangre demasiado cercana para casarse con los de su tribu. —Se encogió de hombros—. Lo siento, pero no había otro camino. Es un asunto de vida o muerte para mi pueblo. —Desvió la mirada de los ojos llameantes de Alin para escudriñar los rostros de las otras jóvenes—. Os trataremos bien. No queremos haceros daño. Esperamos que aprendáis a sentiros como en vuestra casa entre nosotros. Viviréis con nosotros y engendraremos a nuestros hijos, y éste no es un asunto en el que vosotras tengáis elección.

—No sabes con quién te has metido. Estás en lo cierto cuando dices que servimos a la Madre Tierra. Somos sus servidoras y no servimos a los hombres salvo a los que elegimos nosotras mismas. No tendréis hijos nuestros, Extranjero. Todo lo que obtendréis es la maldición de la Madre.

Tomó asiento a la luz fulgurante de una hoguera y miró fijamente al hombre que permanecía de pie al fulgor de la luz de otra. Se volvieron a oír los rugidos del león. Esta vez parecían proceder de más lejos. Le sorprendió hasta qué punto su voz había sonado como la de su madre.

Mar se quedó contemplándola con semblante sombrío.

—Hemos tenido que aprovechar esta ocasión porque la alternativa de mi tribu es la extinción —dijo él suavemente pero con claridad. Apartó otra vez la mirada de Alin para dirigirla al rostro de las otras muchachas, que lo mantenían alzado bajo la fluctuante luz de las hogueras—. A dormir. Mañana nos levantaremos al amanecer.