CAPÍTULO PRIMERO

—Alin, te estaba buscando.

La muchacha ladeó la cabeza, aunque siguió completamente inmóvil, contemplando una roca en la corriente de agua que discurría ante ella mientras el hombre se aproximaba atravesando el claro.

—La Reina quiere verte —dijo cuando llegó junto a ella. Miró también la corriente y sus labios se curvaron en una sonrisita burlona—. Está empezando a enfadarse, así es que he creído oportuno que alguien te encontrara.

Alin desvió la mirada hasta el rostro del hombre que estaba junto a ella y luego la dirigió de nuevo lentamente a la gran roca que se elevaba agresivamente en medio de la corriente de la montaña.

—¿Cómo sabías que me encontrarías aquí? —preguntó.

—Yo solía venir aquí cuando era un muchacho y quería estar solo —contestó él. Una vez más apareció en su rostro aquella sonrisita burlona.

Alin no replicó, pero en sus ojos castaños, del mismo color y forma que los del hombre, había una expresión pensativa.

—Falta muy poco para la temporada de los Fuegos de Invierno —dijo el hombre. Contempló los abedules casi pelados que se alineaban junto a la corriente en un camino serpenteante colina arriba—. Los venados están en celo; las hojas están cayendo. Pronto vendrán las nieves.

—Sa. —La muchacha cruzó los brazos sobre los pechos, como si aquellas palabras trajeran consigo una ráfaga de frío invernal.

—¿Lana no celebrará este año los Sagrados Esponsales en los Fuegos de Invierno? —preguntó el hombre.

Hubo un largo silencio. Mientras él esperaba una respuesta, el perfil de la muchacha permaneció completamente inmóvil, remoto.

—Este año me toca celebrarlos a mí. La Reina desea que nazcan niños, dice. Me corresponde a mí celebrar los Sagrados Esponsales para dar vida a la tribu.

Él levantó una mano delgada y fuerte, la contempló pensativamente y luego la cerró.

—Entonces el rumor es cierto.

—¿Qué rumor? —preguntó girando la cabeza en redondo; su voz tan clara como la de un cascabel de pronto se hizo cortante.

—Hasta en la cueva de los hombres se oyen chismes. Ha sido un rumor, eso es todo —replicó el hombre encogiéndose de hombros y con los ojos todavía fijos en la mano. Entonces la bajó y sus grandes ojos oscuros se clavaron en el rostro de ella—. Al fin y al cabo, ha llegado el momento. La Reina ya no es muy joven.

Los ojos castaños de Alin contemplaron titubeantes al hombre que la había engendrado.

—Tor… —La palabra larga y dilatada sonó como si perteneciera a otra lengua.

—¿Sa?

—He estado pensando a quién debería elegir —confesó, tras un momento de duda.

—Presentía qué era lo que estabas haciendo aquí —dijo él asintiendo y con los ojos fijos en ella. La mano que había mantenido cerrada se movió con lentitud para tocarla y luego se detuvo—. ¿A quién te aconseja Lana que elijas? —preguntó suavemente.

—A Jus.

Tor apartó la mirada de ella y la dirigió hacia la roca en medio de la corriente.

—Na —dijo, y luego volvió a repetir con suavidad—: Jus no.

—¿Por qué no? —preguntó Alin.

—Jus es el hombre de Lana. Siempre será el hombre de Lana, Alin. Toma a un hombre que te sea leal a ti.

—¡No existe rivalidad entre mi madre y yo, Tor! —exclamó ella con dureza, casi con enfado.

—Ya lo sé —respondió él. La miró con expresión grave. Era un hombre alto y ella había heredado de él su estatura y sus ojos—. Toma a uno de los muchachos —dijo—. Uno de los muchachos que conoces y te gustan.

Ella permaneció en silencio.

—Ban es un joven guapo —añadió el padre.

Ella siguió callada.

—La Reina gobierna la tribu, Alin. Se ha hecho demasiado vieja para concebir, pero no es demasiado vieja para gobernar. No te entregará ningún poder a ti. Toma a un joven que te guste. El hombre de Lana será el jefe de los hombres, no importa a quién elijas tú. Déjale a Jus a ella. Toma a uno de los muchachos —dijo él tras un suspiro.

—Yo tenía los mismos pensamientos, por esta razón he venido aquí —contestó Alin, con voz inexpresiva, después de una larga y profunda reflexión.

Él asintió como si lo comprendiera perfectamente.

—Tor —dijo Alin, y frunció el entrecejo al oír el tono que expresaba su voz. Alzó la barbilla y preguntó—: ¿Cómo lo sabes? Nos hemos visto tan poco. ¿Cómo sabes lo que yo siento?

—Eres la hija de la Reina, Alin —explicó él apartando la mirada—. Le perteneces a ella. Sin ella no habría niños para la tribu ni cervatillos para el ciervo. —Se encogió de hombros, con un gracioso gesto que también hacía Alin a veces—. Yo sólo soy un hombre. No puedo entrometerme en sus designios. —Se acercó a ella y le cogió la barbilla con la mano—. Pero me preocupo por ti, hija mía —añadió—, y por esta razón te digo: no tomes a Jus.

Alin no intentó apartarse y los cuatro ojos castaños no desviaron la mirada.

—¿Me has buscado sólo para decirme esto? —preguntó Alin al fin.

—Sa —respondió él—, así es.

—Creo que tomaré a Ban —decidió Alin tras un profundo silencio.

—Ban —repitió Tor asintiendo y soltando la barbilla de Alin. Se volvió y miró hacia el sendero por el que había aparecido—. Vamos, antes de que la Reina se enfade.

En silencio, sin tocarse, el padre y la hija emprendieron el regreso a través del bosque.

Las cuevas de la Tribu del Ciervo Rojo estaban situadas en la cadena montañosa que un día se iba a llamar Pirineos. Otras tribus también habitaban en la zona, porque aquellas montañas estaban llenas de cuevas que durante cientos de años habían servido de habitáculos y santuarios religiosos a las tribus de hombres. Eran tribus cazadoras y, como normalmente la caza era abundante, en general vivían en paz unas con las otras.

La Tribu del Ciervo Rojo pertenecía a la del grupo que se autodenominaba Clan. Aquellas tribus habitaban la tierra situada entre las montañas, donde también habitaba la del Ciervo Rojo; con el mar hacia el oeste y los valles del gran río al norte. Las tribus del Clan hablaban el mismo idioma, vivían principalmente en cuevas o abrigos en las rocas que tanto abundaban y se reunían cada primavera y otoño en Asambleas tribales, en las que intercambiaban útiles y esponsales.

La Tribu del Ciervo Rojo se diferenciaba de la mayoría de las otras tribus del Clan por un hecho muy importante: las gentes pertenecientes al Ciervo Rojo seguían el Camino de la Madre, mientras que hacía tiempo que sus tribus vecinas habían decidido seguir al masculino Dios Cielo.

El hogar de la Tribu del Ciervo Rojo estaba emplazado en el valle del río del Gran Pescado y la escena que encontraron Tor y Alin cuando volvieron al campamento era pacífica y agradablemente doméstica. Las dos grandes cuevas que la tribu utilizaba como habitáculo común estaban situadas al nivel del suelo del valle. Encima de ellas se elevaban las oscuras piedras de las montañas y el azul profundo y cristalino del cielo. El río del Gran Pescado discurría por el centro del valle, lentamente en esta época del año y más rápido y lleno en primavera, aunque siempre fuente abundante de pescado y de agua clara.

Una parte del suelo del valle lo cubrían las chozas en las que habitaba la mayor parte de la tribu. Eran unas chozas circulares, cuyo principal soporte lo constituía un tronco en el centro; otros troncos de árboles jóvenes clavados en la tierra y apoyados contra el tronco central formaban la estructura. Entre los troncos de árboles jóvenes entrelazaban ramas más pequeñas y luego lo cubrían todo con pieles de animales.

En aquellas chozas vivían las parejas casadas de la tribu junto con sus hijos pequeños. Las muchachas y las mujeres solteras vivían en la cueva de las mujeres, bajo el gobierno de la Reina, y los hombres y los muchachos solteros en la cueva de los hombres, bajo el gobierno del hombre que la reina hubiera elegido aquel año como pareja.

Como la tribu adoraba a la Gran Madre Tierra, era una sacerdotisa, o Reina de la Madre, quien gobernaba, a diferencia de las tribus que adoraban al Dios Cielo, en las que gobernaba el varón elegido como jefe. Dado que la Tribu del Ciervo Rojo era tan diferente de la mayoría de sus vecinos a este respecto, se mantenía apartada, raramente asistía a las Asambleas estacionales y en su lugar celebraba los esponsales dentro de la tribu o eligiendo a los varones de determinadas tribus cercanas con las que mantenía buenas relaciones. El resto de su comercio se limitaba al intercambio de conchas y pieles por las suaves indumentarias de piel de ciervo, producción por excelencia de la Tribu del Ciervo Rojo.

Cuando Alin y Tor llegaron al valle, vieron el humo procedente de los fuegos de los hogares que ascendía formando espirales de los respiraderos en los tejados de las chozas. También había fuego en los orificios de las dos cuevas. Alin y Tor se separaron sin decir una palabra, Tor para dirigirse a la choza que compartía con su mujer y sus hijos más pequeños, y Alin en dirección a la cueva de las mujeres, que estaba más distanciada del río y frente a la cual sólo se había instalado una única choza.

Había tres muchachas de pie junto a la abertura de la cueva, echando troncos en un pequeño fuego que iba a servir para cocinar los alimentos de la noche. Levantaron la mirada al aproximarse Alin.

—Alin —dijo una de las muchachas frunciendo ligeramente el ceño—, ¿dónde te habías metido? La Reina te ha estado buscando.

—No lo sabía —respondió Alin—. He venido tan pronto como me he enterado. —Pero en lugar de marcharse se quedó allí de pie un momento mirando cómo una de las jóvenes cogía una rama cortada y la metía en el gran fuego que ardía frente a la abertura de la cueva para dar calor.

—La Reina te ha estado buscando —dijo de nuevo la joven que había hablado primero.

Alin le dirigió una amistosa mirada. Sonrió irónicamente, una sonrisa que de pronto le hizo parecerse mucho a su padre.

—Muy bien, Jes, ahora voy —respondió.

Un fuego ardía en el círculo de piedras del hogar de la gran choza de la Reina y el humo concentrado le produjo picazón en los ojos cuando cruzó el umbral protegido con pieles. Parpadeó y entonces descubrió a Lana, medio tumbada encima de un montón de pieles de ciervo. El aire en la choza era denso y cálido en contraste con el fresco otoñal del exterior.

—¿Me buscabas, Madre? —dijo Alin.

—Sa. —La mujer recostada en el montón de pieles de ciervo no se movió; no obstante, conseguía dar la impresión de ser el centro de atención—. ¿Dónde estabas? —preguntó a su hija con calma—. Llevo buscándote desde el mediodía.

—Lo siento —dijo Alin—. No lo sabía. —Se arrodilló al borde de las pieles de ciervo y luego se echó hacia atrás apoyándose en los talones para así poder mirar cara a cara a su madre—. ¿En qué puedo servirte, Reina? —preguntó, dirigiéndose a su madre con su título convencional.

Mientras las dos mujeres se miraban fijamente se hizo un largo silencio. Lana llevaba sus cabellos rubio claro peinados en un complicado moño sujeto en la nuca con agujas de hueso. Eran tan claros que casi ocultaban las tenues hebras de color gris. Tenía los ojos grandes, vagamente oblicuos y verdeazulados. No era una mujer alta, pero la sensación de poder que emanaba de su pequeña y casi rolliza persona era lo que más impresionaba en ella. Llevaba una gargantilla de conchas doradas alrededor del cuello todavía firme y brazaletes de marfil adornaban sus muñecas y brazos.

La expresión ligeramente irritada desapareció del rostro de Lana mientras sonreía a su hija y le cogía la mano.

—Quiero ultimar las cosas para los Fuegos de Invierno —anunció—. Ha pasado la cuarta fase de la Luna de la Caída de la Hoja, y ya es el momento de hacerlo.

Alin sintió un atisbo de aprensión. Sabía que a su madre no le gustaría la elección de Ban.

—Como desees, Madre —respondió con el rostro perfectamente sosegado, apoyando su mano en la de su madre.

—Recuerdo muy bien la primera vez que celebré los Sagrados Esponsales —dijo Lana suspirando—. He estado aquí sentada todo el día, recordando y sintiéndome vieja.

Alin estrechó la pequeña mano que descansaba en la de ella en un largo y cálido apretón.

—Tú nunca serás vieja —repuso.

Lana sonrió débilmente y lanzó otro suspiro.

—Pero ya no puedo concebir hijos. El año pasado, en los Fuegos de Primavera, todavía no estaba segura. Ahora ya lo sé. —Apretó los labios—. ¡Todos esos hijos! Después de tantos años y sólo tengo una hija que ofrecer a la diosa. Ahora, al saber que ya no existe la posibilidad de tener más… —Apretó los labios aún con más fuerza.

Alin permaneció en silencio, sosteniendo la mano de su madre y contemplando su rostro. Todavía era un rostro juvenil, más ancho por la frente y los ojos y estrechándose a medida que se acercaba a la barbilla. Una cara de gato, pensaba a menudo Alin. Una cara de gato, con ojos oblicuos como los gatos. Un rostro impresionante. Un rostro casi hermoso.

Durante siete años, Lana no había dado a luz a un hijo.

Captó los pensamientos de su hija, enderezó la espalda y retiró su mano de la de Alin con crispación.

—Tienes las manos encallecidas —se lamentó—. No comprendo tu insistencia en salir de caza. Los hombres son perfectamente capaces de hacerlo. Eres la única Hija que la Madre ha dado a la tribu. Si te matan, ¿a quién tendremos entonces?

—La Madre sustenta en sus manos todas las cosas, Reina —replicó Alin con voz tranquila y firme—. Lo que ella permita que suceda, sucederá. No hay nada que pueda hacer yo para cambiar sus designios. Si estoy destinada a morir, sucederá de una u otra manera.

—No estás destinada a morir, hija mía. —Lana contemplaba fijamente el fuego—. Estás destinada a ser la Reina de la Tribu después de que yo me haya ido. Lo vi en ti cuando todavía eras una niña. Perteneces a la Madre. —Esbozó una sonrisa tímida y nostálgica—. Lo supe la misma noche en que te concebí.

Hubo una pausa.

—Y sin embargo… —Alin vaciló, y luego hizo la pregunta que durante años la había inquietado y que jamás se había atrevido a formular—. Nunca has vuelto a elegir a Tor como pareja, Madre. Y eso que fue él quien te dio a tu única hija.

Los ojos de Lana se apartaron del rostro de su hija. El humo flotaba entre ellas, velando sus rostros.

—Escucha lo que voy a decirte, Alin —dijo Lana al fin—. No elijas nunca a un hombre al que no puedas controlar. Así es como el Dios Cielo ha llegado a gobernar a tantas tribus del Clan. Las reinas eran débiles y permitieron que el control se les escapara de las manos. La mayoría de los hombres son respetuosos y dignos de confianza, ofrecen su savia y su culto a la Madre quien obtendrá por ellos cuatro vidas más. Pero de vez en cuando aparece un hombre que desafía todas estas cosas…

—¡Tor no desafía a la Madre! —protestó Alin sin detenerse a considerar sus palabras.

Con el ceño fruncido, Lana se inclinó hacia delante para ver mejor a Alin a través del humo.

—Hay hombres que el mero hecho de que existan ya es un desafío a la Madre —dijo con voz dura—. Tor es uno de esos hombres, hija mía. —Los ojos de Lana habían adquirido el mismo color que el humo, pensó Alin mientras bajaba la mirada ante los ojos gatunos de la Reina. Lana se echó un poco hacia atrás y la dureza había abandonado su voz cuando añadió—: Sirvió a su propósito. Le dio a la tribu una Hija. Hubiera sido peligroso permitirle seguir como jefe durante más de un año. Bajo su gobierno los hombres eran… diferentes.

Alin no replicó y la mirada de su madre siguió clavada en ella.

—¿Comprendes lo que te estoy diciendo? —preguntó Lana suavemente.

—Sa —respondió Alin. Miró con fijeza, hipnotizada, los ojos verdeazulados de su madre—. Lo comprendo.

—Procura no olvidarlo. —Lana se recostó de nuevo en el montón de pieles, liberando a Alin de la atracción de sus ojos—. Ya sé que eres mayor para seguir soltera, hija mía. Quince inviernos es una larga espera. Comprendo que te debe de haber sido difícil ver a las otras jóvenes en los Fuegos de Primavera e Invierno, pero era conveniente proteger tu soltería hasta tus primeros Esponsales Sagrados. Así será más fuerte; será un emparejamiento más vigoroso para la tribu.

Alin asintió.

—¿Esta espera, hija mía, es muy dura para ti?

Me lo preguntas un poco tarde, Madre, pensó Alin en su interior, dirigiendo la mirada a sus manos que mantenía entrelazadas sobre las rodillas.

—Alin. —Ahora hablaba la voz de la autoridad, la voz que nadie de la tribu desobedecía jamás—. Te estoy preguntando si la espera te ha sido particularmente dura.

—Na —respondió Alin con sinceridad. Levantó la mirada de sus rodillas cubiertas con piel de ciervo—. Es cierto que miraba a los demás jóvenes en los Fuegos y me inquietaba. Pero… todavía no he sentido la llamada, madre. Creo que la Madre Tierra ha estado esperando.

Los ojos oblicuos de Lana escrutaron el grave rostro de Alin.

—Cuando llegue el momento, y el espíritu de la Madre Tierra llene tus entrañas, entonces sentirás la llamada.

—Sa, así será —dijo Alin haciendo un movimiento de sereno asentimiento con la castaña cabeza.

—Te dolerá —la avisó Lana suspirando—. Siempre duele la primera vez. Ha de romperse la barrera. Y el hombre no se muestra gentil cuando su sangre arde con los tambores de los Fuegos.

—No tengo miedo —dijo Alin.

—Serás una digna sucesora mía, hijita. Sí. Entonces enviaré a buscar a Jus.

—Na —se apresuró a decir Alin. Vio la sorpresa en los ojos de Lana y desvió la mirada para no ver la expresión de enfado que siguió—. Jus es tu varón, Madre. Continuará siendo el jefe de los hombres, no importa a quién elija yo. Y lo comprendo. Todo el mundo en la cueva de los hombres lo comprenderá. No necesito elegirle para que siga ocupando su puesto.

—Yo soy la única que no lo comprende, Alin. —En la voz de Lana había desaparecido toda expresión de ternura—. Desde luego debes elegir a Jus —siguió diciendo—. El varón de la Madre es el jefe de los hombres. Es la ley.

—Tú eres la Madre Tierra, Reina —respondió Alin—. El que yo celebre los Sagrados Esponsales no lo va a cambiar.

—Desde luego que no lo va a cambiar —cortó Lana con brusquedad—. Sin embargo, el hombre que celebra los Sagrados Esponsales siempre es el jefe de los hombres. Siempre ha sido así.

Alin sintió los latidos de su corazón en el pecho y lanzó un largo e ininterrumpido suspiro.

—Pero siempre ha sido la Reina quien ha celebrado los Sagrados Esponsales —dijo—. Esta vez será diferente. Yo lo sé, toda la tribu lo sabe, que tú eres la Reina y tu varón seguirá siendo el jefe de los hombres. Mi compañero será simplemente… el dios en los Fuegos de Invierno.

—¿Y quién va a ser tu compañero? —preguntó Lana con la voz endurecida—. ¿Quién te satisface más que Jus?

—Ban —respondió Alin tragando saliva.

—¿Ban? Ban sólo es un muchacho. —La mujer alzó las hermosas cejas apenas encanecidas.

—Yo también lo soy, Madre. Elegiré a Ban.

—¿Te da miedo Jus, Alin? —dijo Lana, echándose hacia atrás y apoyándose en un codo.

No, pensó Alin. No me da miedo. Pero Tor tiene razón. Quiero a un hombre que me sea leal. Aunque esto no se lo diría a su madre.

—Puedes dominarle —estaba diciendo Lana—. Es como el toro: fuerte y de la tierra. No es uno de esos hombres de los que te he prevenido.

—Lo sé —replicó Alin—. No es eso.

—¿Qué es entonces?

¿Qué podía decir? Entonces recordó lo que le había dicho Lana y encontró una salida.

—Pienso que quizá sea demasiado toro para mí, Madre —dijo—. Puede que le tema un poco.

—Cuando hayas sentido el fuego de la Madre Tierra en las entrañas, entonces no temerás a un hombre como Jus. Pero eres una joven soltera. Quizá tengas razón, Alin. Es posible que para la primera vez sea mejor Ban. Es un muchacho, pero ya es lo suficientemente hombre para celebrar contigo los Sagrados Esponsales. Debe de ser lo bastante hombre para hacerte un niño. Muchas veces son los jóvenes los que mejor pueden hacerlo —dijo Lana después de que una sonrisita secreta se insinuara en la comisura de sus labios.

Alin inclinó la cabeza y no replicó.

—Muy bien —añadió Lana tomando una repentina decisión—. Entonces enviaré a buscar a Ban.

—¡Fuegos de Invierno! ¡Fuegos de Invierno! —Las palabras resonaban por toda la tribu—. ¡La Reina ha convocado Fuegos de Invierno!

Una y otra vez, mientras la noticia circulaba de las cuevas de los hombres y de las mujeres a las chozas de los casados, todos hacían la misma pregunta:

—¿Quién va a celebrar los Sagrados Esponsales este año?

Y la respuesta, que siempre se daba con una cadencia de excitación en la voz, era:

—Alin. Alin va a ser la diosa este año. ¡Y ha elegido a Ban para que sea el dios!

Durante veinte años había sido Lana. Durante todos aquellos años la tribu había cantado y bailado cuando Lana y su varón elegido celebraban los Sagrados Esponsales para asegurar la fertilidad de la tribu y de los rebaños. Los últimos tres años, como Alin ya había alcanzado la condición de mujer adulta, la tribu había esperado la noticia de que Lana renunciaba a su gobierno en favor de la mujer más joven. Pero durante esos tres años habían quedado desilusionados.

—Es el momento —decían, alrededor de los fuegos de sus hogares mientras caía la noche y sentían el frío del invierno próximo deslizarse tímidamente en el interior de las chozas y adherirse a los suelos de piedra de las cuevas—. Con la juventud y el fuego parirán las bestias. Lana seguirá siendo la Reina, pero ha llegado el momento de que Alin celebre los Sagrados Esponsales.

En la cueva de los hombres los cazadores felicitaban al muchacho de cabellos oscuros que había sido elegido por la Madre Tierra para verter su savia en el apareamiento ritual que aseguraría la fertilidad de los animales de los que todos ellos vivían.

Ban reía con los ojos brillantes de alegría, y le hervía la sangre al pensar en lo que iba a suceder pronto. Alin y él eran de la misma edad y juntos habían aprendido el arte de la caza bajo la tutela del anciano Lar. Por necesidad, siempre se habían mantenido a distancia el uno del otro. Después de todo, él sólo era un muchacho y ella era la Elegida de la Madre. Pero eran amigos sin necesidad de palabras. Por esta razón lo había elegido a él, pensó, cuando finalmente se echó en su camastro de pieles en la cueva de los hombres e intentó tranquilizarse y descansar.

Normalmente se quedaba dormido en cuanto su cabeza tocaba las cálidas pieles, pero aquella noche permaneció despierto durante mucho rato mientras la respiración profunda de los otros le daba a entender que se habían dormido. Permaneció despierto y echado en un estado casi de trance, contemplando fijamente las llamas del fuego, veía a Alin, su figura esbelta y flexible, las suaves curvas de sus pechos y caderas, el cálido tono castaño de sus cabellos con vetas doradas, las larguísimas pestañas castañas de sus ojos. Sintió la dureza y erección de su falo ante aquellos pensamientos. El corazón le latía con fuerza.

La Madre lo aprobaría, pensó mientras sentía la vida en la dureza y tensión de su hombría. La Madre le diría a Alin que había elegido bien.

Alin era tan bella… siempre lo había creído así. Y pronto… pronto se oirían los tambores y las flautas y la danza de las bestias en celo. Pronto sería el único que seguiría a la Madre Tierra hasta lo más profundo de su cueva sagrada. Estos pensamientos le erizaban el vello de la espalda y del cuello tanto como el falo.

Iría a lo más profundo, a lo más profundo, a las entrañas de la tierra con ella, y una vez allí celebrarían juntos los Sagrados Esponsales, su savia despertaría sus entrañas con vida para la tribu, vida para los rebaños, vida para el mundo de los hombres.

Se estremeció y quedó inmóvil. Todo aquello le había superado, su misterio, las sensaciones.

El hombre encargado de guardar el fuego durante toda la noche lo avivó y fue a buscar otro leño. El movimiento que se produjo en las llamas interrumpió el trance de Ban. Parpadeó, se dio la vuelta y se dispuso a dormir.