PRÓLOGO

Alin estaba sentada en la terraza de la cueva de las muchachas, dedicada a la contemplación de la puesta del sol. Había estado lloviendo durante el día, una lluvia fría y torrencial, y Alin temió no ver la luna aquella noche. Pero la lluvia había amainado repentinamente y el sol había descendido sobre el río con un resplandor naranja y rojo.

La mayoría de los miembros de la tribu todavía estaban cenando, comiendo y hablando tras las abatidas pieles que protegían sus cuevas del viento que soplaba desde el valle. Sólo Alin estaba en el exterior, protegida del frío con su túnica de pieles y capucha, sentada sobre sus talones con la espalda apoyada contra la roca de piedra caliza de la superficie del despeñadero. Dispuestos pulcramente junto a ella había en el suelo el hueso de una pata de reno, un buril y un mazo de piedra redondo. Tane a principios de aquella semana le había dado los utensilios que necesitaba.

Alin se sopló los dedos y luego volvió a esconderlos en las mangas de la túnica. El aliento formó un vaho blanco en el aire helado. Al fin, justo cuando sacó las manos para calentárselas otra vez con el aliento, apareció la señal que había estado esperando: una pequeña media luna que flotaba en el cielo del oeste sobre la puesta del sol. Alin la estudió bien hasta que se convenció de que no se trataba sólo del jirón de una nube.

Era la luna nueva.

—Bienvenida, Primera Luna —dijo Alin en voz alta con el tono cadencioso que su gente utilizaba siempre para el ritual—. Que tu rostro en el cielo lleve buena suerte a la tribu.

Mientras pronunciaba las palabras prescritas, Alin sintió un atisbo de temor reverencial. Nunca antes había sido la designada para llevar el calendario de la luna sagrada de la tribu. Aquello siempre había sido función de la Reina. Pero Lana había instruido a su sucesora elegida en el ritual, y ahora que la tarea recaía en Alin, estaba profundamente agradecida por el saber que su madre le había transmitido. Cogió el hueso y lo encajó entre sus pies para mantenerlo sujeto. A continuación cogió el buril y el mazo de piedra y con un golpe experto y rápido, marcó la muesca correcta en la superficie del hueso. Luego alzó la mirada hasta la pálida media luna y entonó las palabras restantes del ritual.

Cuando hubo acabado hizo una pausa. Volvió a mirar la marca que había hecho en el hueso. Durante los días siguientes iría marcando las muescas hasta que esta luna desapareciera en el cielo al filo de la mañana. Luego, cuando la luna nueva apareciera en la puesta del sol del atardecer, empezaría a contar de nuevo, marcando las muescas con una forma diferente.

Contempló la única muesca que había en el hueso liso y pulido.

—Ésta es la primera luna de nuestra cautividad en esta tribu —dijo, y su voz ya no poseía la cadencia ceremonial. Sonaba más como si hiciera una promesa—. Ésta es la primera luna del invierno, la Luna del Reno. Cuando lleguen las lunas de primavera, las mujeres del Ciervo Rojo volveremos a ser libres.