—¿Qué cojones está pasando? —le espetó Valdés con un brillo peligroso en los ojos.
—No sé qué quieres decir —respondió Maestre elevando las cejas en actitud de ignorancia.
—Quiero decir que son casi las seis de la mañana, que el puto barco ese va a zarpar dentro de un rato y que tu amigo sigue sin aparecer.
—No creo que al capitán del puto barco —remarcó la frase Maestre— le importe. Y no es mi amigo.
—No me toques los cojones, Miguel. ¿Dónde está?
—¡Y yo qué sé dónde está! —exclamó Maestre en un ataque de sinceridad—. ¿Has hecho seguir a la mujer? Ella era la encargada de pasarle la información, joder.
—Si me la has jugado, te juro por mis hijos que te empapelaré. Vas a ir a parar a Cartagena, pero no al Centro de Instrucción sino al penal de Galeras.
—¿Yo?, ¿te la he jugado yo? ¿te crees que me he tragado eso de que le ayudábamos a fugarse y dices que te la he jugado yo?
—Mira, capitán, tengamos la fiesta en paz. ¿Dónde está? Tú le tenías en Pamplona. Gloria está a estas horas cantando la Traviata y reza para que no me entere yo de quién le sacó del Guadarrama.
—No tengo ni idea de qué hablas. Fui a ver a Izaskun Arriola, le di el recado para Iñaki y me vine para aquí. Lo sabes desde el primer momento. Te dije que la siguieras y por lo visto no lo has hecho. No sé nada de Pamplona ni del Guadarrama.
Valdés le apuntó con el dedo pero por un momento prestó atención al auricular pegado a su oreja y murmuró un «¿cómo dices? Repite eso» ácido y agresivo.
La mirada de Valdés a su subordinado podía haber atravesado un blindaje: aún no ha salido, dijo mordiendo las palabras.
—¿Qué?
—Que tu amiga aún no ha salido de su casa —miró el reloj—. Si estamos haciendo el idiota…
—Les ha dado esquinazo, es muy hábil —dijo Maestre.
—Reza para que aparezcan.
—No te la he jugado, Ángel. No más que tú a mí.
—Fúndete —ladró Valdés—. Cuando acabe esto procura desaparecer de mi vista y que no te vea en los próximos seis meses. Eso si no has tenido nada que ver.
—A tu mujer… —la frase se quedó en el aire cuando Valdés le hizo un gesto autoritario con la mano. Luego, el coronel se la llevó al oído en un gesto de atención al auricular.
Sin decir nada salió del coche y cerró la puerta con tal violencia que todo el vehículo se estremeció como si hubiera caído en un tornado. Maestre se quedó quieto, sin mover un músculo, mientras le veía hablar por el auricular, al borde de la histeria. De espaldas al coche, Valdés se metió las manos en los bolsillos y Maestre percibió en el aire el esfuerzo de su jefe para dominarse. Era como si una especie de cable eléctrico volteara alrededor de la figura de Ángel Valdés trazando surcos de fuego. Lentamente, Valdés se dio la vuelta y Maestre creyó ver en su cara algo parecido a la tranquilidad cuando se acercó hasta la ventanilla del conductor y le murmuró algo al oído. El coche oficial se ponía en marcha cuando Valdés entró en él y cerró la puerta, esta vez con exquisito cuidado y se recostó en el asiento. Se tomó su tiempo para contestar a la pregunta de Maestre: ¿qué pasa? Y lo hizo con una expresión que, casi, rozaba la satisfacción:
—Que le han encontrado.
Sobre la mesa de la cocina, la vieja mesa cubierta de un mantel a cuadros rojos y blancos, Izaskun Arriola contemplaba los pasajes para el MV Pont Aven. Un camarote doble exterior en la cubierta C.
A mano, en letra azul puntiaguda y profesional estaba su propio nombre y el de Ignacio Sagarzazu, el nombre auténtico de Iñaki que debía partir con ella hacia un incierto destino en el Reino Unido. Dieciocho horas de travesía desde Santander hasta Plymouth, le había explicado el guapo amigo de Eduardo. Luego el tren, cosa de ellos, y otros dos pasajes en la línea Irish Sea. «Ves con tiempo suficiente, pero no con demasiada antelación», le había dicho. Tenía que embarcar una hora antes de la salida, media como mínimo. Y debía encontrarse con Iñaki en la cafetería, mezclados con un buen puñado de viajeros. «No hay control de pasaportes para los ciudadanos de la Unión, así que no tendréis ningún problema». Sobre la cartulina azul, con la foto de un precioso barco blanco había una pequeña mancha húmeda, redonda y estrellada, pero Izaskun no se dio cuenta de lo que era hasta que otra apareció de pronto, como una gota de lluvia. Estoy llorando, se dijo. El reloj del comedor dio la hora, las cinco de la mañana. Aún podría llegar si saliera corriendo, pero, ¿para qué?, se preguntaba.
Las cosas no eran siempre como una espera, al menos eso era lo que ella había aprendido de la vida. Así que no se hubiera extrañado de ver a los geos en la Estación Marítima o a la Guardia Civil pedir aleatoriamente pasaportes y pasajes a los presentes. Tomó un sorbo de café amargo mientras veía las espigas doradas que adornaban las cortinas y el halo de luz de la farola en la calle. Mientras, en el puerto de Santander, en el aparcamiento extrañamente vacío de vehículos, cerca ya del muelle, un grupo de hombres, algunos acuclillados en el suelo y otros de pie observaban un bulto en el suelo. Aunque estaba demasiado lejos, la gente arremolinada en los ventanales de la cafetería, podía apreciar una cinta amarilla colgando, de las que usa la policía para acotar un espacio.
Izaskun se puso en pie, olvidando la taza de café y se acercó al televisor encajado entre la nevera y la pared. Al pasar por la ventana vio el coche abajo, en la calle, en el mismo sitio y con los mismos hombres en su interior. Un coche en nada parecido al vehículo oficial, negro y estilizado que llegaba al puerto de Santander en aquel instante y del que descendían dos hombres. Tras los cristales del bar, con el sol apuntando, Izaskun, de haber acudido a la cita, hubiera reconocido a uno de los hombres, su porte elegante, su traje gris bien cortado, su pelo un poco informal.
Todo era algo irreal en sí mismo, la luz del sol todavía bajo, la soledad y el vacío del aparcamiento, el cuerpo tendido en el suelo, cubierto con una manta, bajo el que refulgía una gran mancha de sangre, y el guapo amigo de Eduardo que se inclinaba y levantaba la punta de la manta mientras hombres trajeados o uniformados les miraban, expectantes. Izaskun se acercó al televisor, pero antes de acertar a encenderlo, un sollozo la rompió y se dejó caer al suelo mientras ocultaba la cara en las manos, sintiendo que el mundo se hundía bajo sus pies.
Cuando Maestre entró en la casa, horas después, forzando la puerta, la encontró todavía tendida en el suelo de la cocina, apoyada contra la pared y con los ojos abiertos, como muertos. Después para ella todo fueron imágenes inconexas, un coche, una carretera, un bar en alguna parte, un rostro regular y duro explicándole que nada de aquello había pasado. Que ella no sabía nada, que no existían los pasajes de barco y que no había llamado a nadie para avisar de la huida de Iñaki. ¿Una venganza? No hay ninguna venganza porque no ha muerto nadie. Yo no he visto ningún cadáver. No hay ningún cadáver, porque, ¿sabes? Hay un anuncio de tregua. ETA ha dejado de matar. Se acabaron los cadáveres, se acabó. Sí, claro, tiene un precio. Todo tiene un precio, pero ya está pagado. Tú no sabes nada y por tanto no tienes nada que ver en esto. Iñaki Sagarzazu, alias Iñaki de Mondragón, salió hace mucho tiempo de su pueblo y nunca ha vuelto. Nadie sabe nada de él. Olvídalo, tú, la mujer de un solo hombre. Vuelve a casa. Todo ha terminado.
Esther Pagán de Valdés abrió la puerta antes de que Miguel Maestre pudiera siquiera tocar el timbre. Le abrazó con fuerza, la cara iluminada con una sonrisa y le estampó dos besos en las mejillas dejándole un rastro de sutil perfume.
—Por fin —dijo ella—. Estás guapísimo. Te sienta muy bien la pajarita.
Entraron cogidos del brazo mientras Esther le reprochaba, una vez más, que hubieran pasado más de dos meses desde la última vez que apareció por su casa. Junto a la piscina, cóctel en mano, dos docenas de personas charlaban indolentemente con una sutil música de fondo, ellas con vestido largo, ellos con traje y pajarita. Nada de uniformes, aunque Maestre sabía perfectamente que había más estrellas allí que en el firmamento. Se dejó llevar por Esther de Valdés hasta el centro del grupo y tomó la copa que le ofreció un camarero mientras ella llamaba la atención de los presentes: señoras, señores, para quienes no le conozcan les presento al comandante Miguel Maestre Marín. Hubo copas alzadas, inclinaciones de cabeza y algunos besos en las mejillas de las señoras. Entre los que sí le conocían, Maestre reconoció a Hardy y a un par de altos cargos más, aunque su mirada se posó en su amigo y jefe Ángel Valdés que, copa en mano y ante dos erguidos invitados, le miraba con una expresión que podía haber sido la del oficial del pelotón de fusilamiento.
—A tu salud —le dijo Maestre antes de beber un sorbo.
—A la tuya, comandante.
—Enhorabuena —dijo uno de los acompañantes. Los dos elevaron sus copas y luego se alejaron discretamente.
—Dijiste que no me querías ver en los próximos seis meses y sólo hace dos —dijo Maestre.
—Soy voluble —respondió Valdés.
—Lo que pasa es que no te has atrevido a enfrentarte a tu mujer.
—Ni tú a Luisa.
—La he llamado, pero no ha querido venir.
—No se lo has pedido con el suficiente énfasis.
—Uno, que es así —rezongó Maestre.
—Esther quería conocerla. La has decepcionado.
—Pues no lo parece. Me ha recibido con mucho cariño.
—Ya sabes cómo son las mujeres. Y a propósito de mujeres. ¿Qué sabes de nuestra amiga de Mondragón?
—¿No está en Madrid?
—No, que yo sepa. Los beneméritos al menos no me lo han dicho. Ya sabes, un poco de vigilancia, un poco de protección y un poco de secreto.
—Los aizkolaris no le harán nada. Sólo le querían a él. Además, ya no tiran de pistola, ¿no? Se cargaron al último mohicano.
—No seamos desagradables, comandante. Como decía el poeta, bien está lo que bien termina.
—Sí. Me conmueve tu ternura —dijo Maestre.
—Ya. Ven, verás. Lo he estado pensando y creo que… debo presentarte a alguien. —Valdés salió de la biblioteca y se dirigió hacia el interior de la casa. Maestre le siguió hasta el despacho al fondo del pasillo. Había algo extraño en el ambiente. Unas voces con sordina, una música lejana y suave. El rumor del viento entre las hojas de los árboles y un casi imperceptible olor, peculiar, en que se mezclaba el perfume de Esther, el polvo de una vieja casona y el barniz recién renovado.
En uno de los sillones orejeros había un hombre. Relativamente joven. Poco más de cuarenta años tal vez, aunque podrían ser cincuenta. Tenía el aspecto de un oficinista cualquiera, o de un empleado de banca. Elegantemente vestido y con una copa en la mano. Se levantó al ver entrar a Maestre, dejó la copa sobre la mesilla auxiliar y se acercó a ellos con paso lento, como con cierta prevención.
—Te presento a Javier Elorza —dijo Valdés con su voz cavernosa, lenta y fría.
La estancia estaba iluminada apenas por una lámpara de pie, pero Maestre no necesitaba luz para comprender.
—¿No dices nada? —preguntó Valdés.
—¿En verdad puedo decir algo? —preguntó Maestre retóricamente.
—Tal vez quieras una explicación —aventuró el coronel Valdés.
—¿Una explicación? En este negocio no se piden explicaciones. Es lo primero que aprendí.
—Era necesario. Estaban a punto de descubrirle. Así que ideamos una estratagema.
—Claro —dijo Maestre sin quitar los ojos de Elorza—. El superviviente. El hombre que ha mantenido su número tres sin importar quién fuera el uno o el dos.
—¿Era necesario decírselo? —dijo Elorza, mirando a Valdés.
—La estratagema era que Iñaki fingiera la traición y toda la organización se pusiera a perseguirle —aclaró Valdés, como si Maestre no lo hubiera adivinado.
—¿Fingiera? ¿Y cómo sabéis que estaba fingiendo?
—Porque yo se lo ordené —espetó Elorza.
—Era un asesino —dijo Valdés—. Un hijo de puta y ahora la organización está tranquila porque cree que ha liquidado al topo. Ha salido a la perfección. Nos hemos librado de un cabrón y hemos limpiado a nuestro hombre.
—¿Y mi papel en todo esto?
—Ya lo sabes —rezongó Valdés—. Eres un profesional. Has cumplido órdenes y las has cumplido bien. Y has tenido tu recompensa.
—¿Alguien más sabía esto?
—Nadie —afirmó Valdés rotundo—. Nosotros tres.
—Eres un cabrón coronel, ¿lo sabes?
—Sí. Un cabrón que no va a preguntar cómo escapó Sagarzazu del chalet ni porqué no estaba en el puerto de Bilbao, donde debía estar. El cabrón que no quiere saber en casa de quién se escondió Sagarzazu.
—Claro. Un juego de traiciones —afirmó Maestre— y acaba muerto un tipo que de todos modos iba a morir.
—Bueno —dijo Elorza—. Le hemos curado el cáncer, ¿no?
Maestre apretó los dientes y valoró seriamente la posibilidad de sacar la Glock de su funda y pegarle un tiro al auténtico traidor.
Aquella tarde, sentado en su despacho, reflexionó largamente sobre el sentido de la vida y otras chorradas. Esperanza evolucionó un rato a su alrededor, fingiendo que ordenaba papeles pero, convencida de que su jefe, ya comandante, esperaba el momento de decir algo. Sobre la mesa, negra y familiar, estaba la Glock 23, todavía sin usar.
—¿Sabes Esperanza? No siempre hacemos lo que tenemos que hacer.
FIN
Barcelona. Otoño de 2008.