No debí confiar en ella, se dijo Eduardo Navarro. Desde el balcón veía los lejanos edificios iluminados, el cielo de un turquesa agresivo, cada vez más oscuro y sombras que se movían tras los cristales de cien viviendas en las que la gente llevaba una vida normal. Hacía ya tres días de la sucinta nota, «He tenido que salir. Algo muy urgente. Volveré. Te quiero». Lo urgente se ha vuelto también irrenunciable y yo sigo esperando aquí, como si hubiera esperanza. Debería decirte lo que sospecho, que él mató a tu hombre y sin embargo estoy aquí, esperando a que aparezcas para decirte que se muere. Y mi querido amigo asesor del ministerio del Interior me dice que confíe en ti.
En algún lugar, un reloj desgranó sus campanadas, el whisky resbaló por su garganta y crujieron lejanas cañerías, pero también sonó el timbre de la puerta, insistente y cuando abrió allí estaba ella. Llevaba aún la maleta en la mano, el cabello despeinado cayéndole sobre la cara, los ojos hundidos y cansados, la ropa arrugada como de quien ha dormido en cualquier parte o de cualquier manera.
—La puerta de abajo estaba abierta… —dijo ella como justificándose. Navarro la abrazó con la extraña sensación de que volvía a vivir aquella noche en Mondragón hacía tanto tiempo, cuando ella le dijo que lo suyo no era posible, cuando le soltó aquello tan increíble de: podemos seguir siendo amigos.
Navarro no le preguntó nada, sólo le preparó un café caliente, le secó el pelo húmedo de la lluvia pesada e insistente que caía sobre Madrid y luego se sentó junto a ella, tan cerca y tan lejos.
—¿Tú lo sabías? —preguntó Izaskun con la mirada fría y dura.
—Si sabía qué.
—Que él le mató.
—No —respondió Navarro tras un silencio.
—Eso es difícil de creer.
—Siempre lo he sospechado, bueno, no siempre, desde hace algún tiempo, pero nunca lo he sabido.
—¿Y ahora lo sabes?
—Ni siquiera ahora.
—Fue él —dijo Izaskun, cortante como un cuchillo—. Mi querido amigo, mi compañero, el chico al que acogía en mi casa, mi hermano. Él le mató. Él fue hasta Argel, le traicionó y le mató…
—Los celos son muy malos Izaskun. Envenenan a la gente. Se hacen cosas terribles.
—¿Y ahora queréis hacerme culpable? Tenía celos y eso lo justifica todo, ¿no? la traición, el crimen. —Izaskun se echó a llorar y Navarro no supo qué hacer. Lloraba profundamente, con amargura. Tal vez lamentando todos los años vacíos pasados, las noches solitarias, las ausencias y las traiciones—. ¿Por qué me has buscado, Eduardo?. ¿Forma parte de todo esto?
—No.
—Entonces, por qué.
—Era algo que tenía pendiente.
—¿Algo pendiente?, ¿te tenías que acostar conmigo?
Navarro dejó escapar aire y tomó un sorbo de café, lo único que parecía real en aquella tarde lluviosa.
—Todo ha sido un error, ¿verdad? —afirmó más que preguntó.
—Perdona —dijo ella y le hizo una caricia tibia en la mano—, lo siento. He vivido toda la vida así, ¿no me ves? Perdí al hombre de mi vida que sólo me utilizaba; te dejé escapar a ti, el hombre que me quería y alguien va diciendo por ahí que ha matado por mí.
—Se está muriendo, Izaskun. Tiene un cáncer y no durará mucho.
Ella le miró fijamente, tensa, como encajando el golpe, pero Navarro vio otra cosa en sus ojos, algo que no era sorpresa.
—Está ajustando cuentas —siguió él—. Ahora lo veo. Se ha querido vengar de Mikel, de la organización, de sus ideas, de todo lo que ha tenido que hacer.
—¿Y qué hace para ajustar cuentas? —preguntó ella en un susurro.
Navarro no contestó. Se quedó mirando el agua resbalar por los cristales, con el dolor en el pecho, volviendo a donde estaba desde hacía más de veinte años. A la soledad. Entonces fue Domingo, ahora era Iñaki. Siempre alguien interponiéndose entre ellos.
—Quieren salvarle —dijo—. Le quieren sacar del país.
—¿Salvarle?, ¿de qué?
—Ya sabes de qué. ¿Te lo tengo que decir? Siempre ha ido con malas compañías y eso acaba pasando factura. Se supone que le sacarán del país…
—No se irá nunca.
—Lo sé. Sólo había una posibilidad.
—¿Qué posibilidad?
—Tú.
—¿Qué yo me fuera con él?
—Sí. Se supone que tendrías lástima de su situación y accederías a irte.
—Qué poco nos conocen.
—Se lo he dicho, pero tenías que saberlo.
Izaskun se puso en pie y se fue hasta la ventana. Colocó los dedos sobre los cristales fríos. Navarro vio su cara, reflejada, los ojos, claros, perdidos en algún punto, muy lejos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Navarro.
—No lo sé. Volver a mi casa.
—Corres peligro.
—¿Yo? No. Nunca me tocarán. No les sirve de nada. Ya no les sirvo de nada, ni viva ni muerta.
—Créeme, corres peligro.
Permanecieron un momento en silencio. Navarro no dijo nada, esperando. Por fin fue ella la que se volvió para mirarle. Fue ella la que le miró fijamente a los ojos, con aquella mirada suya tan ambigua y tan seductora. Y fue ella la que lo dijo.
—He terminado con vosotros. Me voy a casa.
—Me llamo Blanca —dijo Gloria. En sus manos sujetaba una bandeja con una cafetera, una taza y unos bollos azucarados. Iñaki se incorporó trabajosamente y miró a su alrededor. La habitación era cálida y acogedora pero con un aspecto de aluvión, como si la hubieran montado precipitadamente. Todo reciclado. Unas láminas rústicas enmarcadas y las cortinas, floreadas y chillonas, tal vez la concesión al toque femenino. Apenas si recordaba las últimas horas y el dolor de cabeza era omnipresente aunque soportable.
—¿Qué hora es? —preguntó tratando de situarse.
—Son las diez de la mañana.
Gloria había dejado la bandeja sobre la amplia mesilla y echó el café en la taza con pulso firme. El sol entraba tamizado a través de las cortinas e Iñaki se imaginó una escena semejante, en otro lugar y otro tiempo.
—¿He dormido mucho?
—Más de veinticuatro horas. Por cierto que me tienes que decir qué necesitas. Si necesitas medicamentos… no sé…
—¿Medicamentos?
—Sí. Santiago me ha dicho que necesitabas reposo.
—De momento nada.
—Puedes pedirme lo que quieras. Periódicos o lo que te guste comer. Tengo que cuidarte.
—Sí. Ya. ¿Has dicho Blanca?
—Blanca. Sí.
—¿Tienes un teléfono?
—Santiago me ha dicho que le esperes.
—¿Qué le espere?, ¿va a venir aquí?
—No lo sé. Sólo ha dicho que le esperes.
—Y tú siempre haces lo que él dice.
Gloria no contestó. Entrelazó las manos sin saber qué hacer exactamente. La sensación de que todo aquello era un error, un gigantesco error, se hacía más grande por momentos.
—Nadie debe saber que estás aquí —dijo—. Él se pondrá en contacto contigo.
El mareo había cedido, pero Iñaki se sentía extraordinariamente débil. La mesa de la cocina estaba cubierta por un anticuado hule a cuadros rojos y blancos, los armarios eran de un azul eléctrico, recién pintado, y la vajilla de un blanco níveo, demasiado moderna para el resto de la cocina.
—Gracias —dijo al sentarse a la mesa. Era la primera vez que se levantaba en casi dos días. La habitación que ocupaba daba directamente a la cocina e incluía un pequeño cuarto de baño, así que no había visto nada más de la casa que, intuía, no debía ser demasiado grande.
—¿Trabajas para él? —dijo sin mirarla.
—No creo que esperes que te responda a eso.
—No te caigo bien, ¿verdad?
—No sé quién eres. Santiago me ha pedido que te acoja en mi casa y eso hago.
—Ya.
Comieron en silencio. Iñaki se sintió algo mejor y miró a su alrededor. Desde la pequeña y soleada cocina podía ver parte de un salón comedor con una ikurriña colgada en la pared del fondo. Junto a ella había un póster, algo que parecía un mapa pero que no podía ver con claridad.
—¿Eres de aquí? —preguntó él.
—De aquí, de allí. ¡Qué más da! —respondió ella. Estás bien enseñada, pensó Iñaki. Estoy tratando con profesionales.
Iñaki sorbió un poco de sopa. Cada vez más, sentía miedo de comer. No sabía exactamente por qué, puesto que el médico le había dicho que no había diferencia, que el dolor se podía presentar en cualquier momento, incluso con una digestión suave.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Gloria.
—¿No te lo ha dicho tu amigo?
—Nunca dice nada.
—Es lógico —asintió Iñaki—. La sopa está muy buena, gracias.
—Es fácil de hacer. Pones a hervir cosas en una olla y luego le echas fideos.
—Hacía años que no comía algo así. —Dejó pasar un instante—. Cáncer. Tengo un cáncer de estómago.
Gloria frunció los labios. Trató de asimilar la revelación. Al fin y al cabo estaba hablando con alguien que no conocía, metido en algo turbio que tenía mucho que ver con su trabajo. Tal vez estaba ante un espía, un traidor, o ambas cosas a la vez.
—Cáncer —repitió ella en voz baja.
—Sí. En estadio tres —le aclaró él, como podía haber dicho, sí, con leche por favor.
—Eso no suena nada bien.
—No. No suena nada bien.
—¿Te lo están tratando?
—Quimio.
—¿Y no te pueden operar?
—Es muy arriesgado.
—Voy a salir un rato —dijo ella tras un silencio—. ¿Quieres que te traiga un periódico o un calmante, algo?
—No. De momento, no. Gracias. ¿Tienes televisión?
—Claro —dijo ella—. Ahí, en el salón.
En el salón vio el mapa de Euskal Herría, con Navarra. Y al lado un gran cuadro con un centenar de fotos de tamaño pasaporte. Iñaki sintió un vuelco en el estómago, allí donde anidaba su enemigo. No pudo moverse de la puerta y dejó que sus ojos resbalaran por las fotos. Txabi, Jokin, Eustakio, Jose, Joxe Luis, José Ramón, Nikolas… y Domingo, también estaba Domingo en una foto un poco borrosa, con su pelo rizado. El dolor se presentó de pronto y Iñaki se dobló incapaz de soportarlo.
—¡Eh!, ¿qué te pasa? —preguntó Gloria sujetándole. El salón pareció borrarse de la vista e Iñaki sintió como si fuera el suelo el que se acercaba rápidamente hasta rozarlo con las rodillas. El dolor era como una succión brutal que amenazara con hacerle desaparecer el vientre, tragado por un agujero negro. Le atravesaba de parte a parte, como un balazo, llevándose por delante jirones de carne.
—Nada. No es nada —jadeó—. Vete, me sentaré ahí en el sofá a ver la tele.
—Oye. No sé qué hacer contigo. ¿No tomas nada? ¿De verdad no puedo traerte algo?
—No te preocupes.
Le acompañó hasta el sofá. Iñaki notó su olor. Olía bien y le recordó a Izaskun. Se dejó caer con cuidado en el sofá y poco a poco fue recuperando el aliento. Desde la pared, Domingo le miraba con su media sonrisa.
—¿Les conoces? —dijo ella mirándole fijamente.
—¿Qué te hace pensar que les conozco?
—No importa. —Dijo—. Iñaki le vio coger el bolso y una chaqueta.
—Volveré en un par de horas. Procura no acercarte a las ventanas, ¿de acuerdo? Y no enciendas las luces. La tele no se ve desde fuera. Agur. Tienes leche en la nevera. Va bien para el estómago.
—No te preocupes. Sé cuidarme.
—Sí. Supongo que no es cosa mía. Está bien. Vuelvo en un par de horas.
Iñaki no podía apartar la mirada de la foto. Allí estaba Jesús María, en las primeras filas de fotografías. No se había vuelto a acordar de él desde aquel día en Arrasate. Hacía tanto tiempo. Él todavía era un mocoso pero corrió hacia la casa de Iñaki y Edurne cuando oyó el tiroteo. Jesús María tenía sólo veinte años y probablemente estaba más asustado que dispuesto a morir. Nadie oyó la voz de alto, ni gritos, sólo el tableteo de los disparos. Tal vez Jesús iba armado, o tal vez no. Nunca lo supieron. No sobrevivió ninguno de los tres. Y también estaba Jon. A Jon le tirotearon por la espalda, en la calle, a la vista de todo el mundo. Él había salido del seminario a ver a su madre. Probablemente fue aquel día cuando decidió que ya no hacía nada en Aránzazu, que todo había terminado. Y Félix, a quien le estalló una bomba en las manos. Estáis todos ahí, se dijo mientras recorría las filas con la mirada, de izquierda a derecha, como si leyera un texto sangriento. Le saltaron las lágrimas pero no pudo dejar de mirar hasta tropezar de nuevo con los ojos burlones de Domingo. Siempre estarás ahí. Necesitas estar ahí y me estás pidiendo que haga algo. Lo sé. Tengo un par de cosas que hacer antes de que nos reunamos, porque probablemente estaremos los dos en el mismo sitio. Tú y yo. Recordando viejos tiempos. Aquel día, cuando te vi en el coche con ella. Ése fue el día en que nació. Mi odio, ya sabes. Ese día. No lo lamento. Sólo lamento el daño que le hice a ella. Sólo lamento haberla convertido en lo que ha sido todos estos años, una pobre mujer solitaria y amargada, sonriendo con esa mueca forzada a la vida. Con los ojos tristes. Lo lamento, pero volvería a hacerlo, amigo.
—La cosa se va a retrasar un poco —dijo Maestre—. Tengo que ir a Madrid.
—Es un peligro. No puedo tenerlo mucho tiempo —se quejó Gloria.
—Lo sé —respondió Maestre. Estaban sentados en la penumbra de un bar de copas, a cubierto de miradas indiscretas. Sendos cócteles frente a ellos, sin tocar, y una vela daban la sensación de intimidad a la pareja.
—Pensé que me dejarían un par de días, pero no.
—¿Y qué hacemos?
—Sobre todo que no salga. Él lo entenderá. Toma —dijo y sacó un fajo de billetes—, cómprale lo que necesite. Probablemente te pedirá algunas medicinas y puede que algo de hierba. Cómpraselo.
—Vale. Supongo que sólo me dices lo necesario, ¿no?
—Eso es. Te protejo.
—Claro. Pues parece un tipo siniestro. Es uno de ellos, ¿verdad?
—Verdad. Otra cosa. Tienes que comprarle algo de ropa y también una loción de ésas para teñir el pelo.
—Sí. Y lentillas para cambiarle el color de los ojos.
—No te lo tomes a broma, joder —sonrió Maestre sin ganas.
—No me lo tomo a broma. Me ha pedido un teléfono.
—Ni hablar de eso. Y al salir cierra la puerta con llave.
—¿Cuándo volverás?
—No sé. Si todo va bien una semana como mucho.
—¿Y si no va bien?
—Toma —le dio un papel con el número de la escuela de idiomas—. Si en una semana no doy señales de vida llama a este número. Pregunta por Kewell. Él te dirá lo qué tienes que hacer. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Maestre salió del bar pensando para sus adentros, enhorabuena Gloria, acabas de entrar en el sector disidente.
—Vas a tener que quedarte aquí unos días —anunció Gloria nada más entrar por la puerta.
—¿Ah, sí? Está bien.
—Me ha dicho que no te muevas de aquí y que me pidas todo lo que necesites.
—Todo lo que necesite, sí —repitió Iñaki como si reflexionara.
La habitación era amplia. Había sólo tres personas, el director y sus viejos conocidos Laurel y Hardy. Una mala señal era la ausencia de Valdés. De todos era conocido el buen rollo entre Maestre y su jefe directo, así que, el hecho de que no estuviera presente era la peor pista posible. Mientras se quedaba firmes frente a los tres inquisidores, Maestre pensó en aquellas historias leídas sobre cristianos echados a los leones en la vieja Roma, pero sabía que aquello era una leyenda, tan irreal como la escena en que se hallaba metido. Si supierais algo ya estaría ante el juez, o en Guzmán el Bueno[6] sin ninguna protección.
—Siéntese, capitán.
El director era un hombre de estatura media, delgado, casi enjuto, con unos ojos un poco hundidos, oscuros, que le recordaban vagamente a Rudolf Hess. Llevaba un traje de excelente corte y su porte era distinguido, nada parecido a anteriores directores militares a los que la ropa de paisano les caía como a un Cristo unas cartucheras.
Con un gesto de cabeza saludó a Laurel y Hardy, que en su línea no respondieron al saludo y luego se sentó frente al tribunal. La mesa tras la que estaba sentado el director debía ser de caoba o algo parecido, formando un curioso contraste con el resto del mobiliario, tan moderno que podía herir la sensibilidad de mucha gente. Había equipos de grabación, televisores apagados y otros aparatos electrónicos que a Maestre le costaba reconocer. Por su parte, Laurel, el más veterano de los dos funcionarios, se había colocado estratégicamente a la derecha del director, en línea con Maestre, de modo que éste tendría que volverse hacia su izquierda cada vez que quisiera hablar con él. En cuanto a Hardy, algo más novato aunque no por eso menos peligroso, estaba sentado a la izquierda del director y fingía leer atentamente una carpeta abierta en sus manos.
Hardy llevará la línea del interrogatorio, haciendo que no se pierda el hilo, pensó Maestre. El director romperá el fuego, será el centro del ataque y se apoyará en Laurel que lanzará las andanadas más fuertes hasta el punto de ponerse realmente impertinente. No, pensó, no soy un cristiano echado a los leones. De cristiano nada.
—¿Sabe por qué está usted aquí? —preguntó el director sin más preámbulos. Maestre estuvo tentado de contestar: porque usted me ha llamado, pero eso hubiera sido un comienzo nefasto y ya habría tiempo para ponerse impertinente.
—No, señor.
—Supongo que está al tanto de que ha habido algunas… dificultades relacionadas con su última misión. ¿Qué puede decirme de la operación Germán?
—¿Señor?
—¿Le sorprende que le haga esa pregunta?
—Sí, señor. He presentado mis informes reglamentarios y se me ordenó que la abandonara tras el desgraciado asunto de San Sebastián, la muerte de mi confidente.
—Y usted ha cumplido esa orden.
—Por supuesto, señor —respondió Maestre con su mejor aire ofendido.
—¿Dónde estaba usted la noche del pasado miércoles? —intervino Laurel usando el tono más bajo posible. Empezaba pronto el bombardeo pesado.
—¿El miércoles? Pues… ¿a qué hora exactamente? —preguntó sin girar la cabeza.
—La noche es la noche, capitán —exclamó Laurel sin levantar la voz.
—Si se refiere a después de cenar pues estuve tomando unas copas, por Juan Bravo, ¿lo conoce?
—¿Se hace el gracioso, capitán? —espetó Laurel, cabreado.
—Sobre las dos de la mañana —aclaró Hardy, sin dejarle responder. Su voz era mucho menos agresiva que la de Laurel y de un tono más agudo.
—A las dos aún andaba por ahí de copas. Volví a casa sobre las tres o algo así.
—¿Solo? —preguntó Hardy.
—Solo —respondió.
—¿Cómo calificaría su relación con Germán? —preguntó el director, como si no hubiera oído el rifirrafe entre sus subordinados.
—No le entiendo, señor —contestó Maestre.
—¿Ha sido una relación de colaboración, capitán?
—Señor. Con todo mi respeto, no estoy autorizado a hablar sobre las misiones que me son encomendadas salvo lo establecido en los cauces reglamentarios…
—Está usted hablando con el director —dijo Hardy con su tono más amable.
—Y usted está hablando con un oficial al servicio del CNI. —Espetó Maestre iniciando las hostilidades.
—Respetemos las normas —cortó el director acompañando sus palabras con un gesto que más parecía un golpe de kárate—. Aquí tengo sus informes, firmados por usted, capitán, que me han llegado por conducto reglamentario. Esta charla tiene por objeto aclarar algunos conceptos que, para mí, no están suficientemente claros, en aplicación del reglamento…
Dejó la frase en suspenso y con un gesto de cabeza casi imperceptible dio entrada a Hardy.
—El reglamento —siguió Hardy como si hablara con la misma voz— establece, en su apartado sobre las funciones del director, su capacidad para demandar de todos los miembros del servicio las aclaraciones e informaciones que complementen los informes preceptivos y reglamentarios.
—Mi relación con Germán, señor, es en este momento inexistente —dijo Maestre acompañado por un bufido de Laurel—. Tal y como consta en mi informe, le entregué a la Guardia Civil en el aeródromo de Cuatro Vientos en presencia de mi superior el coronel Valdés.
—No le ha preguntado eso —tronó Laurel con su mejor tono agresivo. Maestre se limitó a quedarse callado. En realidad, Laurel no le había preguntado nada.
—Me interesaría más saber qué clase de relación estableció usted con Germán mientras estuvo bajo su control —dijo el director sin perder la calma.
—Según los protocolos de actuación entre un controlador y su confidente intenté establecer una relación de confianza, señor. En mi informe ya cité que Germán opuso gran resistencia a confiarse y que, incluso en nuestros últimos contactos, me fue difícil obtener informaciones que no fueran las que él, estrictamente, quería transmitir.
—¿Le confió él que está enfermo de cáncer? —inquirió el director.
—Sí, señor.
—¿Y eso no le parece una muestra de confianza? —se mofó Laurel.
—¿Tiene usted idea de lo que es controlar a un confidente? —espetó Maestre volviéndose por vez primera hacia Laurel. Éste intentó decir algo pero un gesto del director lo cortó en seco.
—Capitán —levantó la voz Hardy—. Le recuerdo que esto es una reunión oficial y está hablando con sus superiores.
—Capitán —siguió el director sin dejar entrever su irritación—. No entiendo que actúe usted a la defensiva. Nadie le está acusando de nada.
—Entiendo, señor. Pero me gustaría saber qué estoy haciendo aquí.
—Hemos tenido ciertas dificultades con Germán —respondió el director—. Ahora, si es tan amable, me gustaría oír de su propia voz toda la… llamemos historia. Desde el principio. ¿Tiene usted inconveniente?
—En absoluto, señor. Está todo en…
—Sí. En los informes, pero quiero oírselo a usted. Tal y como establecen los reglamentos.
En la labor del espía, lo más difícil es, sin duda, montar la historia coherente que oculta la verdad y eso es lo que más temía Maestre. Responder pregunta a pregunta era un juego, una partida de ajedrez en la que la rapidez de la respuesta no estaba reñida con la reflexión. Se sabía todos los trucos para ganar tiempo y preparar la respuesta, las aclaraciones, los ¿cómo?, ¿a qué se refiere? A cada pregunta se podía valorar perfectamente si entraba o no en el esquema general de su «leyenda», de su personalidad ficticia, pero hilvanar un relato desde el principio al final, hablando sólo de aquello que confirmara su historia, eso era otra cosa. Requería un desdoblamiento total de personalidad y eso era lo difícil. En un momento Miguel Maestre dejó de ser él mismo con sus amores, sus odios y sus problemas para convertirse en el fiel funcionario que había hecho exactamente aquello que se le había ordenado, con un punto de iniciativa, pero sin nada que modificara, alterara o sobrepasara las órdenes recibidas. Así que, de su relato, iniciado en el despacho de Valdés hacía tres largos meses, quedó fuera Luisa, su compañera Gloria, los dos misteriosos amigos de Kewell, todo aquello que, estaba seguro, no figuraba en los informes. Ni una palabra del rescate de Iñaki en Pamplona, aunque Valdés estuviera al corriente y desde luego borrado totalmente de su mente un oscuro episodio nocturno en una casa del servicio en la sierra de Guadarrama. La absoluta convicción personal de que la última vez que había visto a Iñaki Sagarzazu, alias Iñaki de Mondragón, alias Germán, había sido sobre la pista del aeródromo, subiendo al coche negro de la Guardia Civil junto al coronel Ángel Valdés.
Cuanto terminó su relato, en las pistas de Cuatro Vientos, el director apenas si había cambiado de postura. Hardy había tomado notas sin un descanso y Laurel le había lanzado una variada batería de gestos y ruiditos encaminada a hacerle perder los nervios. Maestre no llevaba puesto el reloj, algo que, había aprendido, era necesario en aquellas circunstancias, pero tenía una noción bastante cercana de que debía ser de madrugada. Recordaba perfectamente el interrogatorio en la misma casa del Guadarrama, dos años atrás, con un energúmeno gritándole al oído, despierto a base de café y de luces estridentes desde hacía más de veinticuatro horas. Y la palmadita en la espalda de alguien, un funcionario o un guardia civil, ¡cualquiera sabe! diciéndole: enhorabuena, está usted limpio.
—Bien. Capitán —dijo el director poniéndose en pie—. Lamentándolo mucho tengo una reunión y no puedo seguir esta charla, así que le ruego que responda usted las preguntas de… que se le formularán. ¿Tendrá usted inconveniente?
—En absoluto, señor.
Laurel esperó que el director saliera del despacho y de modo imprevisto tuvo la primer palabra amable del día.
—¿Café, capitán?
—Se lo agradecería. ¿Qué hora es?
—No se preocupe, es pronto. ¿No lleva reloj? —dijo y Maestre negó con la cabeza—. Es curioso en un agente de su categoría. Dice su expediente que es usted de Cartagena. ¿Su padre pertenece a la Armada?
—También lo pone en mi expediente —contestó. ¿Qué le pasa ahora?, pensó, ¿quiere hacerse el simpático?
Antes de que Laurel pudiera decir algo más se abrió la puerta y apareció otro hombre, un desconocido. Llevaba uniforme de la Guardia Civil, una estrella de ocho puntas y le faltaba un brazo, el izquierdo. Saludó con un escueto «caballeros» y se sentó en el sillón que había ocupado el director. No hubo presentaciones, sólo una larga mirada hacia Maestre, de arriba abajo y una frase ya oída anteriormente.
—Capitán Maestre. Quiero un relato de todo lo que sabe de la operación Germán, desde el principio.
La orden dictada secamente fue clara: no abandone usted Madrid bajo ningún concepto. Y fue apoyada por la nada discreta vigilancia de un coche oscuro y dos hombres. Lo primero que hizo fue ir a su apartamento, darse una ducha y luego repasarlo a fondo para asegurarse, efectivamente, que lo habían registrado con cuidado, pero no tanto como para que no se diera cuenta. Tumbado en el sofá fue reviviendo toda su declaración. Más o menos idéntica en las dos versiones, aunque con el cuidado de no hacerlas milimétricas, que no diera la sensación de tenerla preparada. Buena memoria, pero no un plan premeditado. Luego habían venido las preguntas, ¿cuál ha sido su relación con Kewell?, ¿cuántas veces dice que ha entrado en el apartamento de Izaskun Arriola?, ¿conoce usted el chalet del Guadarrama?, ¿cómo estableció el protocolo para comunicarse con Germán? Curiosamente ninguna pregunta sobre Bagnols, pero eso, estaba seguro, llegaría al día siguiente, cuando disciplinadamente se presentara de nuevo ante sus inquisidores. Hubiera querido hablar con Valdés, saber al menos en qué situación se encontraba, pero no podía ni acercarse a él. Ni siquiera descolgó el teléfono y el móvil lo dejó tirado sobre una mesa sin intención de volver a usarlo. Ni siquiera le pasó por la cabeza comprar otro; estaba seguro de que en el coche que le vigilaba o en cualquier otro punto cercano había un sistema de escucha.
Lo que sí hizo fue telefonear a Luisa, pero sólo encontró un contestador con su voz cálida y prometedora.
No obstante estaba tranquilo. Ahora estaba seguro de que ya no corría peligro y que en el servicio tenían claro que él no había tenido nada que ver con la huida de Germán. De otro modo estaría ya en lo más profundo de los sótanos de la Dirección General de la Guardia Civil a la espera de un consejo de guerra sumarísimo. En realidad sentía que le estaban aplicando el procedimiento habitual e incluso llegó a pensar que probablemente Valdés estaba pasando por lo mismo. Todo aquel que tuviera algo que ver debía pasar por los inquisidores. ¿Y Gloria? ¿Estaría a salvo Gloria? Por un momento le asaltó el temor de que también la reclamaran, pero inmediatamente lo desechó. No la podían relacionar con él, no más que con cualquier otro miembro del servicio y menos con Valdés, desde luego.
Por la mañana, en el despacho, estaban solos Laurel y Hardy. El recibimiento no fue nada cordial, como era de esperar y nada más sentarse la primera pregunta restalló en el aire como un latigazo.
—¿A quién le habló usted sobre Gorka Gaztambide?
—¿Cómo? —dijo realmente sorprendido.
—No se haga el idiota conmigo. Ya ha oído la pregunta.
—A nadie.
—¿Quiere decir que no lo comunicó a sus superiores?
—A nadie quiere decir a nadie fuera de los conductos reglamentarios.
—¡Me importa una mierda lo que quiere decir! —gritó Laurel—. ¡Quiero que me detalle uno a uno a todas las personas a las que habló de Gorka! ¡Escríbalo!
El último grito lo acompañó de un bloc de hojas blancas y un lápiz de los que se dan a los niños, con goma en una punta. Maestre estaba cansado, apenas había dormido tres horas y los dos tipos que le interrogaban parecían recién salidos de la lavandería, pulcros y planchados como un frac antes de una boda. Se dio cuenta de que no había tomado ni un café y la mano le temblaba ligeramente cuando escribió en la nota: coronel Valdés. La entregó a Laurel que se la arrancó de la mano y sin mirarla la pasó a Hardy que la colocó en la carpeta.
—Así que no habló con nadie. Entonces, cómo cree que se enteraron sus amigos de que trabajaba para nosotros.
—No son mis amigos —respondió.
—¡Me importa una mierda quiénes son sus amigos! —volvió a gritar Laurel—. ¿Sabe qué capitán? Le hemos abierto un expediente por negligencia. Si todo va bien para usted le expulsaremos del servicio, le degradaremos y probablemente acabará de sargento chusquero en su querida Infantería de Marina, eso si todo va bien, pero créame, no va a ir tan bien.
La última frase, desde «si todo va bien» la había dicho en voz baja, con los labios gordezuelos y pastosos pegados a su mejilla, sintiendo sus gotitas de saliva y el aliento mezcla de cadáver y de pasta dentífrica.
—¿Cómo cree que se enteraron de que Gorka trabajaba para nosotros? —preguntó Hardy en voz baja, retomando el hilo del interrogatorio.
—No lo sé. Supongo que lo sospechaban hacía tiempo y nos tendieron una trampa. Le hicieron llegar la información a él solo y debían estar vigilando la casa. Está todo en mi informe.
—¿Y entonces qué ocurrió en Bagnols, lo mismo? —espetó Laurel.
—Es un procedimiento habitual. Avisé a mis superiores que el asunto de Bagnols podía estar viciado…
El ruido de la puerta le hizo callar. El director acababa de entrar y sin decir palabra tomó asiento en algún lugar por detrás de Maestre.
—Siga —gruñó Laurel.
—Avisé que podía ser una trampa, advertí que se suspendiera la redada y aún así se ordenó continuar, que había otras fuentes de información que lo corroboraban.
—Sí. Aquí, en su informe consta que usted dijo eso: creo que es una trampa. Son sus palabras escritas. ¿Por qué dijo que era una trampa?, ¿lo sabía?
—No. No lo sabía. Lo intuía.
—¡Ah! Lo intuía. Lo suyo es la intuición. Intuía usted que todo era falso y lo comunicó a sus superiores, pero cuando la decisión era sólo suya no intuyó nada y Gorka Gaztambide resultó muerto, ¿es así?
—Nada hacía sospechar que lo de Gorka era una trampa. —Dijo Maestre con los dientes apretados.
—Claro. Pero lo de Bagnols sí. Eso era evidente, ¿por qué?, ¿se lo dijo Germán?, ¿le dijo su contacto que se estaba preparando un señuelo?, ¿que todo era una maniobra para desprestigiar a la policía francesa y de paso crear dificultades a la española? ¿le dijo Germán que la idea era romper la colaboración entre los servicios secretos de Francia y España?
—Eso es una estupidez. Germán no tenía ni idea, se ha jugado la vida y probablemente le matarán en cuanto llegue a la cárcel.
—¿En cuanto llegue a la cárcel? —preguntó Laurel elevando las cejas. Detrás de él, Maestre oyó removerse al director en su silla.
—¿Cree usted que no deberíamos entregarle a la justicia, capitán?
—No sé qué quiere decir. Yo ya no formo parte de la operación Germán.
—No le he preguntado eso. Le pregunto si cree que estamos traicionando a Germán. De hecho todavía no le hemos entregado, ¿no es así?
—Sí. Creo que le estamos traicionando —dijo Maestre—. Y estamos cerrando la puerta a otros colaboradores.
—¿Qué órdenes tenía usted con respecto a Germán? —dijo la voz del director a su espalda.
—¿En qué momento?, señor.
—No se haga el tonto —escupió Laurel.
—Naturalmente me refiero al momento en que se le dieron instrucciones de contactar con él —aclaró el director.
—Se me ordenó que le asegurara que le protegeríamos y que en ningún caso estábamos interesados en detenerle.
—¿Y esa protección incluía un plan de fuga? —insistió el director.
—Sí, señor.
—Háblenos del plan de fuga —dijo Hardy.
—Lo he contado ya dos veces.
—Que sean tres.
Con un suspiro en parte resignado y en parte de cansancio Maestre recitó una vez más sus planes con Kewell. El contrato de trabajo como mecánico en un carguero con rumbo a Estambul. El contacto en la ciudad turca con el dueño de una pequeña compañía de autobuses que le daría trabajo y alojamiento con un pasaporte panameño falso durante seis meses.
—¿Por qué seis meses? —preguntó de nuevo el director.
—Ya se lo he dicho. No creo que dure más. Tiene un cáncer terminal.
—¿Siente usted lástima de él, capitán? —preguntó el director y nunca estuvo más cerca de la verdad.
—Es un asesino, señor.
—No le ha preguntado eso —dijo Laurel.
—No tengo interés en su salud.
—No es malo sentir lástima, capitán —le aseguró el director con voz demasiado amable—. Todos la sentimos, incluso de los asesinos más despiadados cuando están en una situación como esa.
Se hizo un silencio y Maestre trató de captar sonidos como respiraciones, crujidos y motores de coche en la lejanía, pero el silencio era opresivo y la falta de sueño y el esfuerzo empezaban a hacer mella en él. Sentía que corría peligro, pero por alguna razón sus interrogadores no entraban en heridas más profundas. Tal vez estaban más lejos de la verdad de lo que él mismo pensaba, o tal vez no.
—¿Qué pensaría usted si le dijera que hemos cambiado de opinión y que vamos a seguir con el plan? —dijo el director.
—¿Con el plan, señor?
—Sí, la huida de Germán a Turquía.
—Sólo se esbozó, señor. Como dije en mi informe sólo están claras las líneas generales. No se ha dado ningún paso más. De ponerlo en marcha debería retomarse donde se quedó.
Maestre vio claramente la burda trampa a pesar de no estar en su mejor momento. ¿Esperaba el director que confesara que ya estaban acordados los detalles?
—No ha respondido a la pregunta —recordó Hardy.
—¿Qué pregunta?
—¿Qué pensaría usted si le dijera que hemos cambiado de opinión y vamos a seguir con el plan? —repitió Hardy lentamente.
—Pues pensaría, señor, que eso sería hacer honor a nuestra palabra. Por lo que a mí respecta sólo tengo que cumplir órdenes.
—Bien —dijo el director poniéndose en pie a la vista—. Podemos dar por terminada esta charla, capitán. Vuelve usted a estar en la operación Germán. Mañana se pondrá a los órdenes del coronel Valdés. ¿De acuerdo?
—A sus órdenes, señor.
—Hemos terminado.
Sin decir una palabra más, el director salió de la sala y Laurel y Hardy se pusieron en pie sin perderle de vista.
—¿Sin rencores, capitán? —dijo Laurel tendiéndole la mano.
—Sin rencores —dijo Maestre estrechándosela con una helada expresión. Hardy se limitó a salir sin decir nada. Maestre, tenso, se dirigía hacia la puerta cuando Laurel hizo una última observación.
—Por cierto, capitán. Usted ya ha estado en el chalet del Guadarrama, ¿no es cierto?
—Sí.
—Excelente, porque supongo que estaría bien que fuera usted a darle la buena noticia a Germán, ¿no le parece?
—No sabría decirle. Eso es competencia del coronel Valdés.
—Ya. Lo supongo. Ha sido un placer, capitán.
—Lo hemos perdido —dijo Valdés sombrío.
—¿Qué significa lo hemos perdido? —preguntó Maestre con su mejor cara de sorprendido.
—Significa lo que te he dicho. Que lo hemos perdido. Se ha fugado.
Maestre calló un instante. ¿Qué le esperaba ahora? ¿Hacerse el ignorante indefinidamente o le iba a tocar buscarle?
—¿Se fugó del chalet del Guadarrama?
—Tal cual.
—¿Quién le vigilaba, la orquesta Mondragón? —se mofó Maestre.
—No me jodas, Miguel. Seguramente pardillos, becarios o gilipollas en prácticas. ¡Yo qué sé! El caso es que se fue. Todo el mundo dice que fueron los suyos, una operación como la de la cárcel de Segovia. Bien planeada y bien ejecutada, pero ¿sabes qué?
—Qué.
—Que no me lo creo.
—Yo tampoco me creo que el servicio haya cambiado de opinión.
—Estamos en paz —dijo Valdés.
—¿Entonces? —inquirió Maestre, templado y frío.
—No sé. Supongo que nos limitaremos a cumplir órdenes.
—¿Por qué no crees que le hayan sacado ellos?
—Demasiado bien planeado y demasiado bien ejecutado. Exquisito. Ni un rasguño a los vigilantes, ni una huella. Por no haber no hay ni huellas de pisadas. Calzado de escalador, ¿sabes? De esos llamados pies de gato y un tipo oyó algo en inglés. Nada de euskera.
—¿Quién entonces?
—Alguien que no estaba conforme con el carpetazo al asunto Germán. Alguien que dio órdenes fuera de la cadena de mando y montó una operación. Alguien con medios y contactos.
—¿Quién te ha dicho lo del inglés? A lo mejor lo confundieron con euskera.
—El inglés no se confunde con el euskera, joder Miguel. Y los becarios aprenden inglés antes que a beber en vaso.
—Entonces, ¿por eso me habéis jodido durante tres días?, ¿alguien no se fiaba de mí?
—No seas gilipollas. Se te ha aplicado el reglamento. En esta casa todos somos sospechosos, ya lo sabes. Si alguien pensara eso estarías empapelado y yo contigo. Bien. Dejémonos de tonterías y vamos al grano. Mueve todos tus contactos, localízalo. Busca un rastro, mueve el culo; el cielo con la tierra. Recurre a los picoletos; tienes carta blanca, órdenes del director y a él se las han dado de más arriba.
—Como tú digas —respondió Maestre—, pero esto parece una prueba. Si lo encuentro es que no tengo nada que ver. Si no aparece seguiré siendo sospechoso.
—La vida es muy dura —rezongó Valdés.
Maestre salió del despacho, así que se perdió la llamada de éste, por el teléfono seguro, al despacho del director. Y la conversación del coronel con el jefe del CNI: no creo que aparezca, señor, por mucho que el capitán Maestre se ponga a ello. Es un hijo de puta y no se fiará. Eso si no está muerto que es lo más probable.
Nada más llegar a su hotel en Santander, Maestre hizo dos llamadas. La primera, a Eduardo Navarro, no obtuvo respuesta, la segunda, a Gloria en Pamplona, le obsequió con un jarro de agua fría.
—El canario que me regalaste se me ha fugado. Oyes, aprovechó un alambre doblado de la jaula y voló.
—Bueno. No te preocupes —respondió él con su tono más desenfadado— te compraré otro.
Luego le dijo: pasaré a verte un día de estos, ahora tengo mucho trabajo, y colgó. Se tomó un whisky de un trago, frente a la ventana, con la cabeza al ciento veinte por ciento, tratando de encajar en sus planes la huida de Iñaki. Preparó otra vez el maletín con algo de ropa y el portátil y reservó un pasaje para Santander, a primera hora de la mañana. Al menos, ahora todos estaban de acuerdo en que Iñaki de Mondragón, alias Germán, se había fugado.
La academia de inglés estaba cerrada, pero en una de las ventanas del segundo piso había luz, así que Maestre llamó insistentemente al timbre hasta que la voz de Kewell, ligeramente tomada, contestó con un seco: ¿quién diablos es?
En el cenicero del inglés había una colilla con carmín y en el ambiente un ligero perfume vagamente familiar, pero Maestre se limitó a archivar la información, deformación profesional, y luego se sentó frente a Kewell mientras éste iniciaba el rito de encendido de la pipa.
—Su alumno —dijo Kewell—. Vino a clase.
—¿El miércoles?
—Eso es. A las siete, como siempre. Se mostró un poco decepcionado, pero no dejó ningún mensaje, ni se quejó.
Maestre asintió en silencio mientras Kewell le observaba como esperando una explicación. No era costumbre de Maestre compartir sus cuitas con nadie, pero parecía lógico llegar a la conclusión, nada difícil, que la ayuda de Kewell le era más necesaria que nunca. Alguien en quien confiar, tal vez un consejero, alguien con la suficiente experiencia. Le contó por encima su situación, sin dar detalles innecesarios y pudo ver en la expresión de Kewell la gravedad del asunto. Todo había sucedido demasiado deprisa, probablemente sin el tiempo necesario para reflexionar sobre sus pasos y ahora allí, sentado frente al veterano espía, Maestre se sentía un poco novato en aquellas lides a pesar de sus cinco años de servicio.
—Le contaré algo, señor Merino —dijo Kewell echando la cabeza hacia atrás como haciendo un esfuerzo para recordar—. Fue hace años, muchos años, en Aden, ¿ha oído hablar de Aden? —no esperó respuesta y siguió—. Teníamos que sacar del país a un individuo. Mejor no recordar el nombre ni los motivos porque yo de buena gana le hubiera pegado un tiro en lugar de ayudarle. El caso es que estábamos tan carcomidos de agentes dobles, espías y chivatos que no había manera de hacerlo de una manera limpia. Así que me las arreglé solo. Es decir preparé con mi equipo los dos planes habituales, ya sabe, el principal y el de emergencia. Pero al mismo tiempo, en persona, sin recurrir a nada oficial y de la forma más simple, monté un plan alternativo, una tercera vía digamos, ¿comprende?
—¿Y cómo lo sacó?
—Pues a eso iba. Le saqué un pasaje con su nombre auténtico en el ferry de Bombay. Le hice acompañar de una persona de confianza como taxista, alguien a quien no relacionaban conmigo. Las autoridades, las guerrillas y hasta algún celoso comisario británico le buscaba utilizando todos sus alias y sus nombres falsos. Nadie anotó su nombre auténtico, aunque claro, eso era un riesgo, lo reconozco —sonrió—, yo era muy joven. Pero funcionó. Se largó a Bombay y allí le perdí la pista.
—Interesante.
—Sí. También tengo que decirle que los suyos, o ¡vaya a saber quién!, le encontraron años después en Bangkok y murió en un feo accidente, pero eso es algo que sólo la providencia puede prever. Tampoco somos dioses.
—No. No lo somos.
—Lamento no poder ofrecerle más ayuda, pero ya debe saber que todo esto se nos escapa de las manos. Espero haberle sido útil.
—Claro que lo ha sido —dijo Maestre tendiéndole la mano. El inglés se la estrechó con fuerza.
—Se está usted jugando mucho, señor Merino. No sé si vale la pena.
—¿Valió la pena lo del Yemen, señor Kewell?
—Ja —sonrió de nuevo el inglés—, no sabría decirle. Por lo menos a uno le queda el sabor del deber cumplido. Juzgue usted si eso vale la pena.
Maestre se puso en pie y se dirigió a la puerta.
—Por curiosidad, ¿qué clase de accidente?
—Un elefante.
—¿Un elefante?
—Sí. En una gira turística. Ya sabe, para millonarios americanos y esa gente. Los elefantes son sagrados en Tailandia y dicho sea de paso, son bichos con muy malas pulgas si se les molesta.
—Ya. Espero no tropezarme con uno —dijo Maestre antes de salir del despacho.