XVII

Eran poco más de las cuatro cuando Maestre llegó a la sede del CNI. Valdés estaba reunido con el gran jefe así que se quedó esperando en la antesala del despacho, como si fuera un visitante cualquiera. Siempre que estaba en aquella sobria salita le daba la misma impresión de la visita al dentista o peor aún, de la aséptica salita de un tanatorio. La prohibición de fumar era tan visible que nadie en su sano juicio podía decir que no la había visto, pero Maestre sentía que ya no estaba en su sano juicio, así que encendió un cigarrillo para la mirada de censura de la secretaria. Mientras esperaba, reflexionó sobre las consecuencias de la obstinación de Iñaki. En realidad no debía cambiar gran cosa, al fin y al cabo estaba seguro de que en La Casa nadie daba un duro por su vida cuando todo aquello terminara. Iñaki iría a Bagnols en contra de sus consejos para asistir a la reunión. La operación de extracción, como le llamaban, estaba a punto, pero mil cosas podían salir mal. Si las autoridades francesas no lo entregaban inmediatamente todo se iría al traste, suponiendo que saliera vivo del asalto y los suyos no lo mataran.

Valdés le miró con el ceño fruncido cuando le vio de pie, ante la puerta blindada de su despacho y con el cigarrillo en la mano.

—Sí que has llegado rápido. ¿Qué te pasa, eres vidente? —le espetó con evidente malhumor. Seguido por los ojos fijos e inquisidores de la secretaria, los dos entraron y Maestre cerró la puerta tras ellos.

—El gran jefe no quiere dejar el asunto de Germán a los franceses —dijo Valdés nada más sentarse tras su mesa—. Así que te irás a ese pueblo del demonio con los gabachos.

—¿Qué?

—Lo que oyes. Los franceses aceptan a alguien de La Casa, una especie de enlace. Y sólo tú conoces a Germán. Ya está todo en marcha. El martes tendrás un avión en Cuatro Vientos que te llevará a… —consultó los papeles— al aeródromo de Fayence. Tus órdenes son incorporarte al grupo de asalto de los GIGN que llevarán la parte más importante. Te encargarás de detener a Germán, le empapelarás y le traerás aquí directamente.

—¿Así de sencillo?

—Así de sencillo. Si dejas que lo detengan los CRS o la policía judicial la cosa entra en el engranaje oficial con lo cual la jodimos. ¿Me comprendes?

—Comprendo —dijo escéptico Valdés— aunque…

—Aunque qué, ¿dónde está ahora?

—De eso quería hablarte. ¿Y si le detuviéramos antes de ir a la reunión? Corre un gran peligro.

—¿Qué quieres?, ¿que le denunciemos? Tiene varias causas abiertas, si lo hacemos le meterán en la cárcel y tirarán la llave.

—Y si no, le matarán los suyos.

—No lo puedes saber. No hay señales de que le hayan descubierto. Y si no va a la reunión sí sabrán que ha sido él.

—Es curioso. Es lo mismo que él me ha dicho. Pero tengo una intuición, que esa jodida reunión sea una trampa.

—Me ha llegado la información por otros conductos —dijo Valdés—, los picoletos también trabajan. Va a haber reunión. No sabíamos de qué, pero ahora sí. Gracias a ti.

—Sí, que bien. Gracias a mí.

—¿Qué más quieres, joder? Vas a estar ahí. Tú le protegerás.

—Sí. Si llego a tiempo.

—¿Quieres decir que ya le han descubierto? Lo sabríamos.

—Eso espero.

El tren se detuvo en la estación de Saint Raphael con una suave sacudida e Iñaki, el primero ante la puerta, salió inmediatamente dirigiéndose con paso rápido a la salida. El taxista le llevó hasta el gigantesco hipermercado en las afueras, en la carretera de Frejus, y allí, con las llaves en la mano, buscó el Renault Scenic cuya matrícula había memorizado. Las indicaciones sobre el lugar donde debía estar aparcado eran muy vagas y le costó un buen rato localizarlo, pero finalmente lo encontró, bien aparcado, enfilado hacia una de las salidas. El trayecto hasta Frejus y de allí a Bagnols no tuvo ningún percance aunque le causaba una cierta aprensión cruzar por en medio de la base de Infantería de Marina francesa que se extendía a ambos lados de la carretera. A su derecha un pelotón de soldados en traje de faena corría y saltaba obstáculos con evidente agilidad mientras un suboficial les arengaba con gritos y un estridente silbato. A la izquierda se amontonaban los barracones de servicios y una torre de vigilancia con un centinela más aburrido que atento. La carretera trepaba luego hacia las colinas cubiertas de espeso bosque con curvas a veces muy cerradas y empinadas e Iñaki se concentró en el manejo del vehículo. La reunión debía ser en la misma casa de campo, así que no necesitaba que nadie le viniera a recoger. No sabía dónde, pero era obvio que los CRS y la Gendarmería andaban cerca. Si hubiera algún cambio de ubicación te metes en un lavabo o en un rincón y lo envías con un sms, le había dicho su profesor de inglés, luego destruye el móvil y hazlo desaparecer. Si te ven te encuentras mal y estás vomitando. ¿Aprovechamos mi enfermedad?, le había preguntado Iñaki y su profesor le había respondido: no seas susceptible.

La inscripción en el hotel y la instalación en la habitación, la misma de la otra vez, transcurrió sin problemas. Bajó al bar a comer un poco de ensalada y queso y lo vomitó inmediatamente. En la soledad de la habitación se sintió más vulnerable que nunca. Pensó en Izaskun. Ya estaba hecho. Escaparse conmigo. Qué poco sabéis de ella y de mí.

A las nueve y cincuenta minutos de la mañana, Iñaki intentaba digerir una taza de té en la cafetería del pequeño hotel. En ese mismo momento dos coches de la Gendarmerie francesa y tres furgonetas de las CRS salían de la base de Infantería de Marina de Frejus en dirección a Bagnols. Le separaban de la entrada del pueblo únicamente diez kilómetros de tortuosa carretera y las órdenes eran tardar exactamente diez minutos en llegar hasta el hotel situado en la entrada. Desde dos días antes, los veinticuatro CRS y los seis gendarmes habían permanecido acantonados en la base con total discreción.

Como todas las mañanas, el coche de la Gendarmería de Bagnols estaba detenido a la puerta del hotel restaurante de la carretera, dispuestos sus dos ocupantes a tomar su desayuno, sólo que esta vez, el coche llevaba dos agentes más de paisano.

Iñaki salió del hotel, se dirigió a su Scenic pasando por delante del vehículo de los gendarmes sin una sola mirada y arrancó en dirección a la carretera de Draguignan.

Casi al mismo tiempo, el comandante de un segundo grupo de agentes, al mando de un pelotón de CRS en tres todo terreno, consultó su reloj en un punto situado al este de pueblo, en un claro del bosque reconocido desde hacía días por los motoristas del servicio de guardabosques. No había sido fácil llegar hasta allí, pero el trabajo de un aserradero cercano había servido aquella mañana para enmascarar la dura ascensión de los vehículos por estrechos caminos emboscados. Desde aquel punto, apenas quinientos metros cuesta abajo y despejado les separaban de la mansión, en cuyo exterior estaban ya aparcados una decena de coches.

Un kilómetro carretera abajo, hacia el este, gendarmes de Saint Paul vigilaban la carretera con órdenes de no dejarse ver, pero comunicando escrupulosamente cada uno de los vehículos que recorrían el tramo de carretera en una u otra dirección.

A un par de kilómetros hacia el norte y a uno y medio de la mansión, en pleno bosque, Miguel Maestre trotaba saltando piedras y gruesas raíces tras un equipo de GIGN, el grupo de Operaciones Especiales de la Gendarmerie, doce hombres al mando de un capitán que se movían velozmente desde el viejo molino en ruinas, en lo más profundo de la arboleda, donde habían permanecido los dos últimos días. El equipo de hombres silenciosos y hoscos le había recibido con una frialdad notable, y la rápida conversación con el capitán había puesto las cosas muy claras desde el primer momento. Maestre llevaría únicamente su pistola reglamentaria con las órdenes muy estrictas de no disparar en absoluto. Se limitaría a encañonar a Germán cuando le viera y le detendría. Uno de los helicópteros del GIGN le estaría esperando en la trasera del edificio para llevarle inmediatamente al aeródromo de Fayence desde donde saldrían para España. A todos los efectos, Maestre era un miembro del equipo, con el mismo uniforme, el pasamontañas cubriéndole la cara y las insignias del cuerpo. No debía pronunciar ni una sola palabra en español ni darse a conocer en ningún momento. Maestre era consciente de que la rapidez era fundamental. Debía encontrar a Iñaki de inmediato y protegerle antes de que sus compañeros reaccionaran.

Aparte de su instrucción en Marín y en Cartagena, Maestre no había tomado parte nunca en una operación de aquella envergadura. De hecho ni siquiera se podía decir que estuviera tomando parte en aquel momento. En realidad era todo como un gran puzzle, un cúmulo de acciones que realizadas cada una en su momento debían dar como resultado la perfecta ejecución de un plan, pero de algún modo Maestre sentía que algo estaba fallando en todo aquello. Sí, era como un ballet; unas bengalas en el cielo, una loca carrera de varios vehículos semiblindados, hombres de negro o de azul corriendo a tomar sus posiciones, unos gritos y pequeñas explosiones para derribar puertas. A todo aquello siguió un griterío y un caos total dentro de la vieja mansión, con granadas de humo, algún disparo aislado y un estruendo como de una cristalería que se viene al suelo. En algún momento de toda aquella barahúnda, Maestre se sintió como una pieza más. Era uno de los comandos entrando a toda velocidad por el túnel de la cava. Era un comando saltando por encima de la puerta de roble derribada, era un elemento más con la pistola en la mano entrando en la gran bodega. Y una a una las piezas iban encajando o parecía que encajaban.

Al desembocar en el gran salón, Maestre se tropezó con los ojos de Iñaki. Estaba allí, sí, pero lo demás era algo que jamás hubiera previsto. Una tromba de policías se había metido por las dos puertas y por uno de los ventanales, sonaban las sirenas de los vehículos y las órdenes por los megáfonos. Había hombres en el salón, mujeres y… niños. Niños asustados corriendo por todas partes.

Una voz potente, por uno de los megáfonos, ladró una orden histérica: ¡ne pas tirez, ne pas tirez!

Durante un instante el caos fue total, gritos, lloros, pisadas sobre los cristales rotos y las botas de hombres subiendo a todo correr por las escaleras desde los sótanos. Maestre no quiso saber más. Encañonó a Iñaki, sin decir una palabra y de un empujón lo lanzó de cara contra la pared. Sin perder un momento le cacheó, se apoderó de la Glock y luego le colocó las esposa con las manos a la espalda. Cuando salía del salón en dirección a la puerta trasera, el griterío aumentó de volumen. Percibió el disparo de algún flash y discusiones elevadas de tono que se iban perdiendo mientras ellos corrían hacia el helicóptero.

Después todo fue como un gran engaño, una gran mentira. ¿Qué cojones ha pasado Iñaki?, ¿quién era esa gente?, ¿nos has tomado el pelo? Te arrepentirás, le espetó en la cara. Blanco, demudado, con los ojos muy abiertos, Iñaki sintió que aquél era su último viaje.

El viaje en helicóptero hasta Fayence, el vuelo en un avión de hélice hasta Cuatro Vientos, el coche sin insignias y con los cristales tintados que les estaba esperando. El fracaso más absoluto.

De pie en la cocina, con los brazos cruzados sobre el pecho, Izaskun Arriola miraba el televisor mientras, como en un sueño, veía pasar ante ella las imágenes del mayor fiasco de la historia en la lucha antiterrorista. Una nube de periodistas, cámaras y fotógrafos revoloteaba alrededor de médicos, camilleros, niños llorosos y padres indignados. Un ciudadano, de origen español, recitaba ante las cámaras el cúmulo de atrocidades de la policía francesa entrando a saco en una reunión de profesores y niños que estrenaban sus colonias de verano. Niños de entre seis y ocho años se arrebujaban, todavía asustados, en los brazos de sus padres llegados a toda prisa de todos los puntos del sur de Francia. El Prefecto de la región del Var intentaba dar una explicación plausible y en sus palabras se adivinaba ya el conflicto internacional con las autoridades españolas. Nadie hablaba de detenciones, ni de militantes de ETA, sólo una operación policial antiterrorista, dirigida por el juez Matignon que había movilizado agentes especiales, vehículos y miembros de la Suretè para encontrarse con un gigantesco fiasco.

Por suerte, decía la intrépida enviada especial, no había habido disparos, aunque los pequeños habían tenido que recibir atención psicológica por ver las armas a punto de disparar, los pasamontañas, los cascos negros y la actitud agresiva de los agentes. A Izaskun le dio la sensación de que los niños no estaban más asustados que excitados, pero el ambiente general del reportaje era de catástrofe, de agresión sin paliativos y de pisoteo de los más elementales derechos humanos.

A un puñado de kilómetros al oeste, Mikel Gara contemplaba en el televisor las imágenes de Bagnols. Euronews mostraba niños llorosos, refugiados en los brazos de sus padres, reporteros y cámaras amontonados en la puerta de la casa de campo, policías histéricos hablando por radio. El comentarista se quejaba de falta de información y decía algo de una operación fallida contra ETA, de chapuza de la policía francesa. La BBC hablaba de «una operación antiterrorista», con muy escasas imágenes y sin hacer hincapié en el fracaso. En cambio la CNN, en un reportaje mucho más corto y con escasa información, se complació en ofrecer una y otra vez la imagen de un niño llorando, mezclada con otras de los agentes especiales, terroríficos bajo sus pasamontañas y con sus subfusiles Sig amenazadores.

Cerca de allí, en los bares de Euskadi sur, norte, este y oeste, pareció como si la Real hubiera ganado la liga. El vino y el cava corrían a raudales mientras cientos de pares de ojos seguían las imágenes. Mikel se fumó un cigarrillo con parsimonia y se volvió hacia el lado más oscuro de la habitación.

—Tenías razón —dijo.

—Siempre tengo razón —afirmó Ubiña desde la cama—. Hace tiempo que lo teníamos que haber silenciado.

—Nunca es tarde.

La casa del coronel Valdés no podía calificarse de mansión, pero casi, un lugar acogedor, con una amplia piscina, un bosquecillo de abedules y verdor por todas partes. Maestre paró atención en el caseta del perro, vacía, muestra inequívoca de que a su superior no le gustaban los animales. Desde la verja de hierro, un camino empedrado discurría, en meandros, entre el césped bien cortado hasta llegar a la puerta principal de la casa.

A pesar de los años que llevaban trabajando juntos, Maestre no había estado nunca en la casa de su superior y amigo, en parte por el extremo celo de Valdés en mantener su vida privada fuera del trabajo y en parte porque hacía sólo un año, o menos, que se había trasladado con su familia desde su vivienda anterior, en el centro de Madrid. Probablemente, pensaba Maestre, el ascenso a coronel y los cambios en el CNI llevaban aparejados otros cambios. En la puerta abierta, sonriente y elegante, le esperaba Esther Lamo de Llanes, la distinguida y encantadora esposa de Valdés, ex o no tan exmiembro del servicio, que había renunciado a su carrera para apoyar la de su marido. Si de algo estaba seguro Maestre es que Esther no sólo le apreciaba, sino que estaba al tanto de sus idas y venidas y compartía secretos con su esposo, algo que el servicio miraba con benevolencia, no exenta de interés. Era cosa sabida la perspicacia de Esther Lamo, su discreción y su prodigiosa memoria, lo que hacía contradictorio que hubiera decidido dedicar su vida a criar un par de chicos y ayudar a ascender a su marido.

—¡Miguel! —exclamó ella abriéndole los brazos. Le estrechó estampando luego dos besos en sus mejillas y rodeándole con un exclusivo perfume que iba más allá del estatus de su marido para entroncar con su propia y rica familia.

—Señora de Valdés —dijo él un poco teatral.

—¡Qué tonto eres! —exclamó ella tomándole del brazo y llevándole hacia adentro—. No te perdonaré nunca que no hayas venido por aquí hasta ahora. Llevamos aquí un año, tienes una habitación preparada y la bodega te aseguro que está pensada para ti. ¿Te acuerdas de aquellos Jumilla que te gustaban? Pues los tengo todos y a Ángel ya sabes, le ha dado por la ley seca.

—Se hace viejo —sonrió Maestre—. Deberías dejarle y buscarte un amante.

—¿Quién debe dejar a quién? —dijo la voz de Valdés. Bajaba por la escalera principal, como una estrella de Hollywood, vestido con un ligero pantalón de estar por casa y un jersey azul, todo muy elegante con la mano indudable de su mujer en todo su atuendo. Valdés era también de buena familia, militares de casta, pero de una rancia y anticuada familia venida a menos, seguramente poco dada al diseño y a las relaciones públicas a no ser que fueran en la misa de los domingos y en las procesiones de Semana Santa.

Valdés y su esposa se besaron con evidente recato y luego ella, con un guiño dirigido a Maestre, desapareció en dirección al área íntima de la casa.

—¿Me vas a dar una explicación? —disparó Valdés.

—Era una trampa —soltó Maestre—. La trampa más antigua y pueril del oficio. Le filtran sólo a una persona lo de la reunión. Al sospechoso. Y si todo sale mal está claro quién es el traidor. Y yo voy y caigo de cuatro patas.

—¿Una trampa? —Valdés hizo una seña y los dos se encaminaron hacia la biblioteca. El coronel sirvió dos grandes copas de coñac y depositó una en la mesita baja, junto a uno de los dos sillones orejeros. El ventanal, directo al jardín, daba una buena luz matinal y Maestre pensó que aquél era un buen lugar para vivir, si el mundo no se le caía a uno sobre la cabeza.

—Dime una cosa —dijo Maestre tras un sorbo—. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué no estamos en tu despacho?

—La verdad es que ha sido idea de Esther. Dice que hay cosas que es mejor discutir en la intimidad.

—¿Qué vas a hacer con él? —preguntó Maestre.

—¿Con Germán? De momento va camino de la sierra. Tenemos que acabar de exprimirle.

—No ha sido él. Estaba allí. Siguió el plan. Le detuve, me lo llevé y ahora lo facturamos… a algún sitio.

—Una facturación que ya tienes preparada —aseguró más que preguntó Valdés.

—Eso es. ¿No me vas a decir qué pasa?

—¿Y no crees que ha sido él el que nos ha engañado?

—Es posible —admitió Maestre—, aunque no lo creo. Y tú tampoco.

—Pero nos tendríamos que asegurar, ¿o no?

—Supongo que tus chicos se lo sacarían si fuera esa tu intención, pero dices que le van a exprimir y eso quiere decir sacarle información, no hacerle confesar. —Apuntó, tenso, Maestre.

—Claro. Y luego lo entregamos al juez…

—Eso no es lo pactado.

—No. Lo pactado era que Germán nos entregaba a la dirección de ETA reunida con diputados, alcaldes, funcionarios y ertzainas de los que tiene en nómina —escupió Valdés súbitamente tenso—. Que les íbamos a pillar a todos en ese pueblo del demonio. Eso era lo pactado. Lo que ha pasado supone un cambio, ¿no crees?

—¿Cambio?, ¿qué cambio? —se envaró Maestre.

—Oye —se acomodó Valdés en el sillón—. Somos servidores del Estado, ¿no es cierto?

—No me vengas con monsergas, coronel.

—No he sacado las estrellas en ningún momento —respondió Valdés cada vez más rígido— ni las voy a sacar. Ni siquiera el hecho de que soy tu jefe y dirijo las operaciones de La Casa. Estoy hablando con mi amigo Miguel Maestre, aunque él es un rebelde y un mal educado. —Dejó la copa sobre la mesita y se acodó sobre las rodillas—. Servimos al Estado, tú, yo y cumplimos órdenes. Nos dicen haz esto y lo hacemos. Si no nos gusta presentamos la dimisión y nos volvemos a algún agujero o nos vamos a casa, ¿no es cierto? Y la boca cerrada.

—¿Qué me quieres decir, que me vaya si no me gusta?

—Toda esta operación ha sido un fiasco. No te puedes imaginar lo cabreados que están los franceses. Me parece lógico que tengamos nuevas directivas.

—¿Qué directivas?

—Germán se va a la Audiencia Nacional.

—¿Qué?

—Que nuestro trabajo terminará en cuanto le demos un repaso. Le exprimiremos todo lo que podamos, le sacaremos hasta la última gota partiendo de la base de que es hostil. Nos ha engañado, nos ha tenido en jaque durante meses y cuando le pedimos algo realmente importante nos traiciona.

—¿Te estás oyendo? —dijo Maestre entre dientes. Los nudillos le blanqueaban sobre los brazos del sillón y echó el cuerpo hacia delante, como si fuera a saltar sobre su superior—. En la vida había oído mayor sarta de estupideces.

—Te estás pasando capitán.

—Sabes perfectamente que él no nos ha engañado.

—Yo no sé nada, Miguel. Es tu chico. Y resulta que había una importantísima reunión que se ha transformado en un encuentro de boy scouts, ¡hemos hecho el ridículo más espantoso! El jefe nos ha amenazado con cosas que ni te puedes imaginar. ¿Crees que bromeo? Le tendremos en la sierra el tiempo necesario y luego lo entregamos. Le buscan por lo de Barcelona y tiene montones de causas pendientes. No es cosa nuestra.

—Pero, ¡joder! Le prometimos una salida.

—Tienes que cancelar esa salida.

—En cuanto entre en la cárcel lo matarán.

—Es una orden. Y no mía desde luego. Nuestro trabajo era contactar con Germán, sacar toda la información que pudiéramos y una vez consigamos eso, se acabó.

—Es nuestro agente…

—No es un agente.

—Es un agente —insistió Maestre sujetando la furia— controlado y comprobado. Trabaja para nosotros, gratis. Se lo debemos. Sacarlo con vida y darle una vía de escape, ése era el trato y ésas son las normas.

—¿Las normas? ¿Tú me hablas de normas?, ¿cuántas te has saltado? Te repito que no es un agente. No para nosotros. Es un disidente, un traidor a los suyos que hemos reclutado y que ha hecho su trabajo y probablemente nos ha engañado jugando a dos barajas. Que vuelva a donde sea que tenga que volver.

—Roma no paga a los traidores —recitó Maestre.

—Lees demasiada historia.

—Hagamos un trato —intentó Maestre de ser condescendiente—. Déjame ir a la sierra, colaboraré en el interrogatorio, sé más cosas de él que nadie y luego yo me encargo de que se vaya.

—Tú me harás un informe completo de todo lo que sepas, por escrito y mañana a más tardar. Te mantendrás al margen y te olvidarás de él. ¿De acuerdo?

—Quieres verle muerto, ¿por qué?

—No quiero verle muerto. No es cosa mía —respondió Valdés.

—Claro. Tú sólo cumples órdenes. Ese hombre ha confiado en nosotros.

—Es un asesino. Y no me jodas más, Miguel.

—También lo era cuando me mandaste a hablar con él.

—Y lo has hecho bien. De hecho, no debería, pero te voy a recomendar para una estrella de ocho.

—Estará bien, le pegaré un tiro con el grado de comandante.

—¡No me jodas Miguel! ¿En tu puta vida no puedes obedecer una orden sin rechistar? ¿No puedes?

—Hay algo más, ¿verdad?

—En este oficio siempre hay mucho más, capitán —espetó Valdés, furioso—. Hasta estoy seguro de que tú sabes mucho más. Hazme ese puñetero informe y olvídate de Germán. Y ahora bébete el coñac y calla de una vez, ¡por Dios!

En la puerta, Maestre se despidió de Esther con un beso en la mejilla.

—No te quedas a cenar, ¿verdad?

—No. Otro día. Hoy no sería una buena compañía.

—Entiendo —dijo ella y añadió en algo voz baja—: No pierdas la esperanza.

Esther cerró la puerta con cuidado y se volvió de cara a su marido.

—Es una faena —dijo—. Será muy buen amigo si te lo perdona.

—No es mi culpa. Todo tiene un precio. Sobre todo la paz.

En las últimas semanas, Maestre casi no había aparecido por su casa y la sensación que le dio al entrar era la de estar en una especie de muestrario de mobiliario sueco. La mujer que limpiaba una vez por semana, ante nada mejor que hacer, debía sacar brillo una y otra vez a espejos, dorados, suelo y pulcros cacharros de cocina que relucían como en un anuncio de televisión. Sobre la cama, abierta y preparada para recibirle a él, solo o acompañado, había también un pijama doblado, prueba del desconocimiento que la madura salmantina tenía sobre las costumbres de su protegido. Encendió el televisor, según su costumbre, sin voz y se sirvió un whisky solo. Se acomodó luego en el ultramoderno silloncito frente al ordenador y abrió el programa de correo. El mensaje de Navarro estaba allí, puntual.

—Navarro ha salido a comer —le dijo una voz a través del teléfono—. ¿Quiere que le deje algún recado?

—No, gracias. Le volveré a llamar.

En la televisión se movieron por unos segundos imágenes de Bagnols seguidas por la presencia del portavoz de Batasuna rodeado de un jardín de micrófonos pero cuando fue a subir la voz del televisor ya había pasado, fugazmente, y una joven rubia y guapa estaba contando las interioridades de un club de fútbol.

A la segunda llamada Navarro se puso al teléfono.

—Tengo algo muy importante —dijo Navarro.

—¿Ya has hablado con tu amiga?

—Izaskun se ha ido —respondió Navarro—, cuando llegué a casa ya no estaba, pero no es eso. ¿No has visto los telediarios?

—¿A qué te refieres?

—La movida esa de Francia. ¿Lo has visto o no? —insistió Navarro.

—Bueno… algo, pero ¿qué tiene que ver con nosotros?

—Me han llegado informaciones —bajó la voz Navarro—. ¿Puedes hablar?

—Puedo escuchar —dijo Maestre.

—¿Qué sabes de una tregua de ETA?

—¿Qué?

—¿Sabes de qué estoy hablando?

—No sé de qué me hablas —dijo Maestre realmente sorprendido.

—Está bien. No sabes nada. Pero el corral anda revolucionado. Se habla de una inminente tregua. Un alto el fuego indefinido y la apertura de negociaciones políticas.

—No tengo ni idea —afirmó Maestre cada vez más tenso.

—¿Nos podemos ver?

—De acuerdo —concedió Maestre.

No estaba seguro, pero era muy posible que su teléfono estuviera intervenido, o el de Navarro. O que hubiera escuchas capaces de interferir con su móvil, así que le pareció mucho más segura una cita a media tarde en un café lleno de gente, donde Navarro le esperaba en la barra, junto a un teléfono verde, cubierto de polvo, reliquia de cuando la gente no tenía aparatos móviles.

—¿Café? —dijo Navarro al verle. Maestre asintió y el periodista pidió dos al barman. Cuando los hubo servido le habló en voz muy baja, con el oficio de conspirador ya aprendido.

—Cuando tú yo nos conocimos, me había puesto en contacto contigo a través de un compañero. Ya sabes. Uno de esos que tiene amigos importantes. Los sigue teniendo y me lo ha dicho.

—¿Qué te ha dicho?

—Que se está moviendo algo en el mundillo del akelarre. Que se negocia una tregua indefinida. De hecho nos hemos puesto a trabajar en ese supuesto. Pensé que te interesaría, o que sabrías algo; esto debe afectar a las relaciones con… Iñaki, ¿no?

—¿Y qué tiene que ver lo de Francia? —preguntó Maestre, lívido.

—No sé. Ha salido el portavoz de Batasuna y ha dicho algo significativo. Ha dicho en la rueda de prensa las palabras mágicas, tregua y paz. Y a micrófono cerrado ha dicho algo más, que hay condiciones previas y que algunas ya se están cumpliendo.

—¿Eso ha dicho?

—Eso ha dicho —corroboró Navarro—. ¿Afecta eso en algo a Iñaki?, ¿dónde está?

—Está a salvo. No te preocupes. ¿Por qué me preguntas si le afectará en algo?

—¡Joder! —exclamó Navarro—. No eres tan tonto. Si les está traicionando ahora tendrán las manos libres, ya no les será útil a los tuyos. ¿Quién le va a proteger y para qué? Lo sabes perfectamente.

—Está a salvo —volvió a repetir Maestre, tratando de convencerse a sí mismo. En el fondo de su cabeza iba tomando forma la sospecha. Le vais a encerrar para que le maten. Ésas son las órdenes, mi querido amigo Valdés. Ésas son las órdenes. Volvemos a las andadas, cumplir órdenes para que alguien muera.

Aquella noche, la lluvia ponía un toque de nostalgia sobre Madrid, diluyendo en la distancia los bloques de viviendas y la agresiva antena de la televisión estatal. Miguel Maestre contemplaba la lluvia empapando las calles cercanas y resbalando por los cristales. Momentos como aquellos había vivido otras veces, momentos en que debía tomar decisiones drásticas, que podían significar la vida y la muerte para alguien y que modificaban su propia existencia hasta el punto de que, a partir de ahí, se sentiría otra persona, una persona que podía ir a parar a un despacho, con un ascenso, corroído por la frustración y el sentimiento de culpa. O bien a una celda en algún penal en Cartagena, especialmente pensado para traidores y espías. ¿Qué le debo yo a Iñaki de Mondragón?, se preguntó, ¿la palabra dada?, ¿es eso tan importante?

Unas de las muchas cosas que Robert Kewell tenía claras era su concepto de la independencia personal. Otras eran la fidelidad a la Corona, la relatividad de las verdades absolutas o la seguridad de que el mundo seguiría funcionando tanto si él estaba como si no. A propósito de su independencia personal, la conservaba siempre como un tesoro, por eso había elegido la profesión que había elegido, o mejor dicho las profesiones que había elegido. De la primera, la de capitán de barco, era obvio que lo que mejor había llevado siempre era el hecho, no de mandar una tripulación, sino de que nadie le mandara a él. De la otra, lo más interesante era que el trabajo en solitario, con órdenes siempre flexibles y disimuladas, tan etéreas, hacía que la gama de posibilidades fuera enorme.

En su retiro, o semiretiro en Santander, no recibía ya órdenes de nadie, ni explícitas ni implícitas, así que cuando vino a verle el alto funcionario de la embajada del Reino Unido en Madrid se lo tomó como una visita de cortesía. Naturalmente no hubo más que un educado intercambio de fórmulas hasta que un «by the way» abrió la charla hacia una sutil información, un «acercamiento», como se decía en la jerga habitual, sobre cierto favor que se le había pedido a Kewell y que, desde altas instancias españolas, querían cancelar. Hay un acuerdo, le dijo su interlocutor, o un principio de acuerdo. Y una parte de ese acuerdo no incluye a cierto personaje, ¿me entiende?

Naturalmente Kewell lo entendió, pero él sabía y su interlocutor sabía que la decisión última estaba en sus manos y que Kewell no era persona que dejara en la estacada a un amigo. El alto funcionario de la Embajada le hizo notar que las relaciones entre los servicios de información del Reino Unido y los del Reino de España eran muy buenas y que, probablemente, lo seguirían siendo pasara lo que pasara. Así que, lo expuesto no era más que un comentario.

De esa conversación, Kewell sacó la conclusión de que las cosas serían más difíciles, que el paquete que debía expedir estaba abandonado y que ya no contaría con la neutralidad del aparato policial español, pero desde luego, la cuestión era si traicionaba o no su concepto de independencia y de lealtad. Así que, cuando la recepcionista le dijo que su contratado profesor de inglés comercial le esperaba en el despacho, frunció los labios y deseó que fuera él mismo, su profesor contratado, quien rescindiera el contrato.

Maestre esperaba sentado en el sillón, frente a la gran mesa de despacho y Kewell entró con la pipa apagada en los labios. El inglés hizo un gesto con la cabeza y cerró la puerta tras él antes de dirigirse a la estantería.

—¿Una copa? Es la hora de mi whisky.

Maestre aceptó esta vez y Kewell fue directo al grano tras servirse un trago:

—Tenemos problemas, ¿no es cierto?

—Cierto.

—He estado viendo la televisión —dijo Kewell.

—Entonces se hace usted una idea.

—Algo más que eso. Me preguntaba si tendría usted nuevas órdenes.

—Es posible, pero ya sabe lo que pasa con las órdenes. A veces se traspapelan.

—Comprendo. ¿Y el paquete?

—El paquete está donde no debería estar y necesito sacarlo.

—Se está usted complicando mucho la vida, señor Merino.

—Lo sé. Pero tengo unos compromisos.

—Su paquete quema —aseguró Kewell muy serio.

—¿Quiere eso decir que ya no cuento con su ayuda?

—No. No quiere decir eso, sólo quiero asegurarme que sabemos en qué terreno nos movemos.

—No quiero causarle dificultades —aseguró Maestre.

—A estas alturas de mi vida poca gente me puede crear dificultades, algún marido despechado como mucho.

Maestre sonrió.

—¿Qué necesita? —preguntó Kewell.

—Un par de colaboradores discretos y dispuestos. Limpios. Muy eficaces. Que puedan entrar y salir sin dejar rastro.

—Pide usted mucho, pero con dinero casi todo se arregla. ¿Tenemos dinero?

—Eso sí.

—Eso sí. ¿Qué es lo que no tenemos?

—Neutralidad.

—Me lo temía —Kewell frunció el ceño—. ¿Tiempo?

—De momento lo tenemos, pero sería conveniente no demorarlo demasiado.

—Entiendo.

De un cajón, Kewell sacó algo que parecía un folleto sobre barcos. Lo ojeó un instante y luego consultó el calendario de mesa.

—De acuerdo. Estamos de suerte. Le avisaré cuando esté todo listo. Pero, dígame algo, ¿está usted seguro de que hace lo mejor?

—No sabría decirle. ¿Es usted jugador?

—Las carreras de caballos y poco más.

—Pues ya sabe lo que se siente. Uno arriesga.

—Que tenga suerte.

—Gracias Kewell —dijo Maestre y el inglés hizo un gesto como si todo aquello no tuviera importancia.

—No te entiendo, Miguel —dijo Gloria—. ¿En qué estás metido?

—Nada importante. Lo único que te pido es un piso franco. Dijiste que me ayudarías, ¿no?

—Oye. Me estoy volviendo loca —Gloria se cogió la cabeza con las manos—. ¿Un piso franco? Tenemos pisos francos. El mío no es un lugar seguro. Puedes usar… ¡señor! —exclamó de pronto—. Es cosa tuya. ¡Otra vez!

Estaban en un coche anodino, aparcados en una estrecha calle de Pamplona, en un rincón sin luces. En el viaje desde Madrid, Maestre había urdido el plan que, de salir mal, acabaría con su carrera, desde luego y con él en la cárcel. No es la primera vez, se dijo, y si he salido bien librado, ¿por qué no ahora?

—Vamos, Gloria. Todo irá bien —dijo Maestre—. En un par de días todo estará solucionado.

—Pero no es oficial, ¿verdad?

—Ya sabes cómo va esto. Si hay que hacer algo, se hace. No hay nada escrito. Es el procedimiento.

—¡No me jodas! —sonrió ella—. ¿Quién es?

—No tienes que saberlo.

—¿Me vas a venir con esa chorrada de protegerme?

—Es un confidente.

—¡Por dios! Hay procedimientos para eso. Dejaste el micrófono en Mondragón contraviniendo las órdenes y ahora quieres secuestrar a un tío y meterlo en mi casa.

—Lo del micrófono está arreglado. Tranquila. Y no es un secuestro. Él está de acuerdo.

—¡Oh! Él está de acuerdo —dijo Gloria exagerando la exclamación—. Entonces no es un secuestro, es un montaje y un fraude. Me habías asustado.

—Vamos, Gloria. No pasará nada. Dentro de unos días lo saco, sólo necesito un lugar seguro durante dos días, tres a lo sumo. Confía en mí.

—¡Dios santo!, que confíe en ti. —Volvió a llevarse las manos a la cabeza—. Hace seis años, ¿o siete?, que te conozco. No sé nada de ti. Vas, vienes, pides, y quieres que confíe en ti.

—Se lo debo, Gloria. ¿Me vas a ayudar?

—¡No me lo puedo creer!

—Me vas a ayudar o no.

Gloria le miró largamente, como si estuviera viendo a un extraterrestre. Encendió un cigarrillo y soltó un suspiro que hizo retemblar todo el coche.

—Cuándo —preguntó por fin.

El piso de Gloria en el barrio viejo de Pamplona era pequeño, encaramado en lo más alto de la calle y con balcones a dos calles. La chica había preparado para su invitado una habitación que, según dijo, le servía de cuarto de plancha.

—No me digas que planchas —dijo Maestre echando un vistazo a la cama plegable, el armario estrecho y alto y la silla de madera rústica.

—Pues qué te crees, ¿que voy con la ropa arrugada?

—¿Hay alguna salida?

—La ventana del cuarto de baño es grande, da a un tejadillo del bloque de al lado. Se puede saltar sin problemas.

—¿Nunca has tenido miedo de que te entre alguien?

—Esto es Pamplona Miguel, los madrileños siempre estáis pensando en cacos.

—Ya.

Gloria se acercó a un aparador en la estancia principal, abrió un pequeño armario y sacó una botella y dos vasos.

—¿Un trago?

—¿Qué es?

—Pacharán, ¿qué si no?

—Está bien. ¿Siempre has vivido aquí?

—Al poco de destinarme. Primero estuve en una pensión, luego en un piso compartido, dos meses y después encontré esto.

—¿Le traías aquí?

—No tienes por qué preguntar eso —dijo Gloria mirándole de un modo extraño.

—Perdona. ¿Cómo es el vecindario?

—Se meten en sus asuntos.

—Perdona, joder. ¿Y no crees que a lo mejor alguno hace de soplón?

—Nadie sospecha nada de mí. Por aquí vienen los cachorros de Haika y batasunos. Me he ganado su confianza. Eres tú quien me preocupa. Si te ha visto alguien me tendré que inventar algo. Un amante o algo así.

Maestre no dijo nada. Bebió un trago y luego se acomodó en el pequeño sofá tapizado de azul.

—¿En qué estas metido? —preguntó ella.

—Ya te lo he dicho.

—No. No me has dicho nada. Tienes un confidente entre manos y necesitas esconderlo un par de días, pero no recurres a los conductos oficiales. Eso es todo lo que sé.

—Le tengo que sacar de donde está, pasado mañana —dijo—. Por la noche. Lo traeremos aquí. Un par o tres de días hasta que pase lo peor. Luego me lo llevaré.

—¿De dónde lo tienes que sacar?

—Eso ya no te interesa.

—¡Ya! O sea que me juego el culo trayéndolo a mi casa y no puedo saber de dónde lo sacas.

—Eso es.

—Ni cómo se llama.

—Veo que lo has captado —respondió Maestre con sorna.

—¿Es peligroso? —inquirió ella tras un trago. Maestre asintió con la cabeza.

—Me la juego —dijo él—. Lo de menos son los dos días que va a parar aquí. Por eso no te preocupes, nadie se va a enterar, pero hay un antes y un después.

—Y lo tienes que hacer.

—Lo tengo que hacer.

—Está bien —aceptó Gloria—. ¿Cómo lo tengo que tratar?

—¿Qué?

—Quiero decir si es un colaborador o un cabrón al que tengo que vigilar.

—Las dos cosas —dijo Maestre y Gloria dejó vagar la vista a través de la ventana. Bebieron.

—Le solía ver aquí —dijo Gloria.

—¿A Gorka?

—A Gorka.

—No tienes que contarme nada si no quieres, de verdad. No tengo derecho a andar con curiosidades.

—Te lo quiero contar. Nunca se lo he dicho a nadie. No es… bueno, no era un enamoramiento, ya sabes, una pareja y todo eso. Era, si quieres… un poco maternal… era un chico débil, con una gran necesidad de cariño. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo —dijo Maestre algo molesto. No era dado a las confidencias, no entraba en su formación ni en su carácter, pero sentía que tenía que hacer algo para evitar que Gloria se deslizara cuesta abajo por la nostalgia o el sentimiento de culpa.

—Intenté que se desenganchara de mí, pero no era nada sencillo y para mí era algo… agradable. Era como una especie de… adoración. No sé, supongo que la cagué.

—No seas dura contigo. Siempre establecemos relaciones intensas con la gente a la que controlamos o que reclutamos.

—Sí, supongo. Es de manual, ¿no? Pero a lo mejor hay algo recíproco. Supongo que yo también tenía necesidad de algo…

—¿No tienes novio?

—No. Lo tuve.

—¿Y qué pasó?

—No funcionó. Igual que lo tuyo.

—¿Igual?

—Bueno, no sé. No me has dicho mucho.

—No hay mucho que contar. ¿No te han dicho nunca que no se mezcla el trabajo y el placer?

—Es gracioso que me digas eso. ¿Lo hiciste?

—¿Mezclarlo? Se mezcló solo. Fue un desgraciado asunto.

—¿Qué pasó?

Maestre pensó un momento. Tal vez podría hacer alguna confidencia, algo que no comprometiera a nada y que le sirviera a ella de bálsamo. Como decirle, ¿ves? En todas las familias hay miserias.

—Hice un trabajo y acabé metiendo en la cárcel a su padre. Un pez gordo. Al año murió en el penal.

—¿Militar?

—Marino.

—Vaya. Eso sí es una putada —exclamó Gloria.

—Y su marido era mi mejor amigo.

—Joder, Miguel. No eres ningún angelito. No me extraña que te ame-odie —los dos sonrieron.

—¿Qué hizo? El padre de la chica.

—Quieres saber demasiado. Esas cosas no se cuentan. Un asunto enrevesado. Te aburriría.

—Ya.

—Y ahora vale ya de ponerse tiernos —dijo Maestre—. Me voy, mañana será un día duro.

—Puedes quedarte aquí si quieres —dijo ella con expresión neutra—. Es muy tarde.

—Mejor que no. Sólo nos faltaba hacer más mezclas. Además, tengo que madrugar mucho.