XVI

La llamada del señor Luque, o como quiera que se llamara, encontró a Eduardo Navarro en el peor momento posible. Sentado ante su ordenador, rodeado del ruido de la redacción, se sentía ausente, colgado todavía en su casa y en las breves lágrimas de Izaskun. ¿Qué voy a hacer? Había preguntado ella de un modo retórico, sin esperar respuesta. No tenían respuestas, ni ella por supuesto, pero tampoco él mismo, ni siquiera tenía sentido ya hablar de algo sucedido veinte años atrás.

No había respuestas y pensándolo bien, se sentía ya tan atado a Luque, el asesor ministerial, que no se veía capaz de tomar una decisión sin consultarle y eso le ponía furioso.

—Diga —soltó del modo más seco posible.

—¿Señor Navarro? Soy Luque. Tendríamos que vernos.

—Sí. Tendríamos que vernos. ¿Y por qué tendríamos que vernos según usted?

—Se lo contaré tomando un café —le contestó Maestre sin inmutarse. Y eso era lo que más irritaba a Navarro cada vez que hablaba con él. ¿Y quién es ese amigo tuyo tan guapo?, le había preguntado Izaskun sin pizca de humor. Y Navarro no había tenido que mentirle. No lo sé, dice que es asesor del ministerio del Interior. Lo que te puedo decir es que está ayudando a Iñaki. Es un poli, le había dicho ella.

—La señorita Arregui opina que eres un poli —le dijo nada más verle. Se veían donde la primera vez, en el Palacio de Cristal, pero esta vez Miguel Maestre, alias Ernesto Luque, alias Santiago Merino, no tenía prisa por salir de allí. Tal vez se sentía más seguro o más cansado. Navarro le vio con aspecto decaído, ojeras que traicionaban pocas horas de sueño y arrugas en la frente que indicaban preocupación.

—No soy un poli. ¿Se lo has dicho?

—Sí, pero dice que los huele.

—No importa. Tienes que hacerme un favor.

—¿Iñaki sigue perdido?

—No. Sé dónde está, está haciendo lo que debe y… corre un gran peligro.

—Eso ya lo sé. ¿Qué favor es ése?

—¿La señorita Arregui sigue en tu casa?

—¿Qué pasa con ella?

—Tienes que pasarle una información.

—¿Por qué no se lo dices tú?

—A mí no me creerá.

—¡Ja! ¿y por qué te voy a creer yo?

—Porque es verdad —dijo Maestre. Navarro le miró un momento y pensó que era una de esas afirmaciones que no admiten discusión. Algo no va bien, se dijo, otra cosa más de las muchas que no van bien.

—¿Le vas a decir que él mató a Domingo? —espetó Navarro.

—Eso no lo sabemos.

—¡Vaya! Ahora te has pasado al bando escéptico. ¿Qué pasa ahora?, ¿otra especulación?

—Se está muriendo —dijo Maestre.

Navarro le miró un instante sin comprender, luego se levantó lentamente y poco a poco la cara se le fue congestionando. Maestre apenas tuvo tiempo de lanzar el brazo hacia adelante cuando Navarro intentó golpearle con el puño cerrado. Fue sólo una fracción de segundo, pero suficiente. Navarro sintió un doloroso golpe en el antebrazo y todo el cuerpo se le fue hacia atrás sin conseguir llegar a la cara de Maestre, luego un violento golpe, con la palma de la mano en el pecho casi le dejó sin respiración. Antes de que rodara por el suelo, Maestre le sujetó por las solapas sin poder evitar que las botellas y los vasos de la mesa salieran volando. Aún en tan mala posición, Navarro intentó golpearle de nuevo, pero esta vez Maestre sólo tuvo que soltarle para que Navarro fuera a parar al suelo llevándose por delante una preciosa silla de madera oscura.

—Lo siento —dijo Maestre a los asombrados clientes con su mejor cara de inocencia—, es que mi amigo es epiléptico. Le ocurren estas cosas.

Entre un camarero y Maestre ayudaron a levantarse a Navarro, algo aturdido por el golpe. Unas disculpas, unos billetes sobre la mesa y luego ambos salieron rápidamente del local.

—Desde luego ya podemos cambiar de bar —dijo Maestre al volante de su coche.

El tráfico de la Castellana era escaso y en pocos minutos habían cruzado la avenida de Pio XII. Navarro se había dejado caer en el asiento, tratando todavía de recuperar el aliento, más avergonzado que dolido.

—Lo sabía —dijo todavía semiaturdido.

—¿Qué sabías?

—Que no podría contigo.

—¿Estás bien?

—Me has aporreado.

—Lo siento.

—Yo sí lo siento.

—Lo que te he dicho es verdad —dijo Maestre tras un minuto.

—Lo sé, pero me apetecía intentarlo. Hace días que te tenía ganas. Lo de Iñaki, en realidad no me sorprende. ¿Qué le pasa?

—Un cáncer de estómago. —Maestre le contó cómo Iñaki se había confiado a él y le añadió sus propias pesquisas sobre la gravedad de la enfermedad.

—Eso es lo que hay —concluyó Maestre.

—¿Y por qué me lo cuentas?

—Quiero que se lo digas a tu amiga. Si ella lo sabe accederá a irse con él y si ella se va, él se irá también. Quiero salvarle la vida.

—Eres un cabrón. ¿No puedes hacer las cosas por nada?

—No.

—Me lo temía. O sea que me estás pidiendo que eche en sus brazos a la mujer que quiero para que se salve tu confidente y que se vayan los dos juntos. Que sean felices y coman perdices.

—¿A la mujer que quieres? Así que yo tenía razón. También tú estás encoñado.

—Eres un encanto.

—Quiero darles una oportunidad. Están listos, los dos. Si no salen de España no puedo garantizarles su seguridad. Iñaki está en la cuerda floja. Le tengo que ver dentro de un par de días, tres a lo sumo. Y me temo que será la última vez. Si no lo sacamos lo matarán y luego irán a por ella. Sea como sea, lo tenéis jodido. Pero les puedes dar una oportunidad.

Maestre detuvo el coche en una avenida rodeada de tilos. La noche los envolvía, como a los amantes escondidos en un parque. Navarro se vio de pronto enfrentado a la realidad, la puta realidad. ¿Qué me creía? ¿Que iba a recuperar la juventud perdida? Son de otro planeta, viven una vida que no tiene nada que ver con la vida normal. Se mueven entre fantasmas y yo creí que podría entrar en ese mundo. No pude tenerla entonces porque era de otro hombre, de un solo hombre y no puedo tenerla ahora porque sigue enganchada a él, o a Iñaki, o a ese cabrón de país, castrante, ese matriarcado ancestral y negro como un bosque primigenio. ¿Cómo no lo he visto antes?

—Aún no sé por qué Iñaki les traiciona —dijo Maestre—. No acabo de verlo claro, pero tiene que ver con alguna lógica que sólo él entiende. Izaskun, Domingo, tú y él. Sois el cuadrilátero perfecto, sólo que no sé con qué estáis ensamblados. Me he apostado el cuello a que Iñaki se va si ella se va con él. Y sé que si ella se entera de lo que le pasa hará cualquier cosa por salvarlo. Y a ti te toca perder, como a Domingo.

—A todos nos ha tocado perder.

—¿Se lo vas a decir?

—Me dejas a mí la decisión, ¿no es eso? O peor aún, si no se lo digo yo se lo dirás tú. Te conozco.

—Se lo vas a decir o no.

—Es él quien tendría que hacerlo.

—¡No me jodas! Él no se lo dirá nunca. Es un puñetero suicida, ¿no lo ves?

—Iñaki llega y me pide que le ponga en contacto con vosotros. Ahora tú me pides que deje a la mujer que quiero, que he querido siempre, para salvarle la vida a él, una vida que de todos modos no va a durar mucho.

—Tienes una manera demasiado romántica de ver las cosas —precisó Maestre—. Les sacamos del país a los dos, les instalamos en algún sitio de modo provisional. Yo no me meto en si ellos se lían o no y si tú confiaras en esa mujer tampoco te meterías. Cuando haya pasado lo peor podrán volver, al menos ella. Él no lo sé, tal vez no sobreviva, pero pueden ponerle en tratamiento en algún sitio. Ya nos ocuparemos de eso. Si ha de palmarla lo hará con tranquilidad, bien cuidado, con la mujer a la que quiere y con la conciencia más tranquila.

—Ya. ¿Y a mí me llamas romántico? ¿Y Domingo? ¿Y si fue él el que mató a Domingo?

—¿Quién se lo va a decir?, ¿Iñaki? —sonrió escéptico Maestre—. Yo no pienso decírselo y espero que tú tampoco. De todos modos no tenemos pruebas, nunca las tendremos.

—Está bien. Se lo diré —suspiró Navarro. Tal vez, en el fondo, pensó, Izaskun me quiera lo suficiente como para no hacer nada.

—Así me gusta. Cuando se lo hayas dicho me mandas un mensaje. A la dirección de siempre.

—¿Y no sería mejor que te llamara?

—No tienes mi número —dijo Maestre y arrancó luego el coche—. Te llevaré a casa.

Izaskun no estaba en el apartamento. Del armario había desaparecido la pequeña maleta del fin de semana y una sucinta nota, de su puño y letra, llenó de zozobra a Navarro: «He tenido que salir. Algo muy urgente. Volveré. Te quiero». Volverá y me quiere, algo tan contradictorio como todo lo demás, ¿qué es tan urgente?, ¿Iñaki? ¿Lo ves señor Luque?, dices que debería confiar más en ella, pero no.

Izaskun le dijo a Iñaki: No, en mi casa no. ¿Te acuerdas de la noche de fin de año del setenta y siete? Me acuerdo, respondió Iñaki. Pues nos vemos allí.

Iñaki se durmió después recomponiendo en su cabeza aquella Nochevieja, seguramente la última que vivió como una persona normal, la última en la que comió las uvas, bailó y recibió el Año Nuevo con un brindis. Luego todo desapareció como tragado por un gigantesco agujero negro.

En su sueño había cuervos, nubes que rodaban saltando unas sobre otras y un hombre que le daba la espalda. Le despertó el sonido de un disparo, pero sólo existía en su cabeza. La pistola estaba fría e inmóvil, sobre la mesilla y la habitación estaba oscura. Mondragón.

Iñaki se levantó y contempló el valle verde extendido delante de él hasta perderse en la niebla. Debía hacer frío y aquel 31 de diciembre también lo hacía. Los polismilis habían desaparecido y ellos, sólo ellos, los milis, tenían el poder en la organización e Iñaki había optado, con ellos, por la lucha armada pura y dura. Guevarismo puro, la guerra de guerrillas arrastrará a las masas, provocará un levantamiento. Nunca se había entendido con los intelectuales, los que anteponían a la acción directa inacabables reuniones y panfletos y más panfletos. Tenía ya en la cabeza sus próximos objetivos, ya bajo su responsabilidad y era como si se estuviera tomando un respiro antes de coger el fusil y lanzarse al monte.

Lo curioso es que mirando hacia atrás casi no recordaba nada en concreto. Sí, el viejo bar donde se habían reunido por última vez los viejos compañeros. La última vez que vio a Patxi, al Patas y la última vez que su hermana Irune había estado con ellos. ¿Fue entonces cuando rompieron? O no, tal vez al año siguiente, en casa de amá. No podía recordarlo.

Sobre la mesilla de noche estaban también las cápsulas, las ampollas y la jeringuilla. No había tenido más remedio que recurrir a aquello. El alien de su interior estaba ya como dormido, como si de momento hubiera cobrado su tributo o su derecho a existir.

Mientras veía amanecer intentó recomponer los pasos a seguir. Había mucho por hacer todavía y no podía permitirse el lujo de perder el tiempo. Pensó en su profesor de inglés. No tienes derecho a meterte en mis motivaciones, ni en mis problemas. Tenemos un trato, yo hablo y tú anotas, preguntas y respondo, delato y actúas. ¿Qué te importa si lo que me corroe es el cáncer o el sentimiento de culpa? Ni lo uno ni lo otro te concierne. Mi cáncer me concierne sólo a mí y el sentimiento de culpa le concierne sólo a ella.

Un dolor intenso, penetrante como una aguja hipodérmica le nació en el centro del vientre y empezó a enroscarse, como un brutal berbiquí. Apretó los dientes y se cogió a las cortinas con garras convulsas. Sintió que se ahogaba, que el aire se negaba a entrar en él, a mezclarse con la enfermedad y el sudor brotó en su frente, como un manantial. Dolor. Trató de concentrarse en él, dolor crónico, agudo o incidental. Le ponéis nombre ¡Dios!, le ponéis nombre para que no piense en él. Fisiológico, psicosomático, visceral, neuropático…

Se dejó caer sobre la cama agarrando el estómago con las dos manos, apretando los dientes hasta sentir que la cabeza le iba a estallar. No puedo pincharme ahora, tengo que hablar con ella. Hoy tengo que hablar con ella.

Intentó relajarse, dejar que el dolor se apoderara de él, repartiéndose por todo el cuerpo. El techo estaba inmaculadamente limpio, blanco y sin una imperfección y los primeros rayos del sol entraban ya por la ventana. Haciendo un supremo esfuerzo sacó de la maleta la pequeña bolsita y con las manos temblorosas lió un cigarrillo de marihuana.

Encogido sobre la cama, temblando, el dolor cedió poco apoco, se convirtió en soportable. Ya has crecido, se dijo, ya te has colocado mejor o te has hecho mayor. Quedó sólo un pinchazo continuo, amenazador y palpitante que cedía al tiempo que se relajaban sus músculos y el pensamiento volaba. Cerró los ojos y dejó que los fantasmas salieran del pequeño armario, del cuarto de baño cerrado y que se colaran a través de las rendijas de la ventana. Ahí estaban los niños de Vic, el policía de Leza, los guardias de Guipúzcoa, el portero de discoteca, el juez y el buen hombre que le daba la espalda en un aparcamiento de Barcelona. Le soplaban sus nombres en los oídos, le acariciaban la cara con sus dedos fríos, movían las cortinas pasando entre ellas. Está bien, podéis vengaros todo lo que queráis; vengaros todos menos tú. De matarte a ti no me arrepiento.

Izaskun estaba sentada en una de las mesas laterales y le vio llegar con andar vacilante y la mirada un poco perdida. Iñaki llevaba las manos en los bolsillos del tabardo y el cuello levantado a pesar de que no hacía ni pizca de viento y la tarde era apacible. Costaba moverse entre la abigarrada parroquia. En un viejo aparato de música Benito Lertxundi cantaba a Bizkaya. Se sentó a su lado forzando una media sonrisa y ella le cogió las manos, húmedas y heladas.

—¿Qué te pasa? —le preguntó, maternal, levantando la voz para sobreponerse al ruido.

—Tenía que verte.

—¿Oyes?

—Sí —le cantó él al oído—. Bizkaia maite, atzo goizean ikusi zindudan, soineko xuriz jantzia.

—Tienes mal aspecto.

—Nunca he sido muy guapo.

—¡Qué dices!, siempre has sido un chico guapo.

—No me hagas reír. ¿Por qué no estamos en tu casa?, ¿por qué aquí?

—¿No te acuerdas? —le dijo ella—. Aquí vimos llegar el año. El setenta y ocho.

—Sí. El setenta y ocho. Casi ni me acordaba.

—Estábamos todos y bailamos hasta el amanecer. ¡Hasta tú! ¿te acuerdas?

—Muy poco.

—Claro, como que ibas cocido del todo.

—¿Y con quién bailaba? —preguntó Iñaki sintiéndose renacer.

—Pues conmigo y con tu hermana Irune y con Helene. Poco más porque eras muy tímido. ¿Cuál era la canción?, aquella que te gustaba…

—El sonido del silencio —recordó él.

—Eso es. Te gustaba oír esa canción y bailabas. Ya lo creo que bailabas.

—Sí. Y tú bailabas con el catalán.

—Claro —rió ella—. Y se ponía tonto y decía que me amaba de verdad.

—Hay más de uno que te amó de verdad —dijo Iñaki con un hilo de voz, pegada la boca a su oreja.

—¡Qué dices!

—Pero ahora ya no importa. Nada importa.

—¡Qué dices, Iñaki!

—Que ya no importa todo eso. Que hemos llegado al final. Al menos yo.

—¿Qué te pasa?, ¿qué me estás diciendo?, ¿por qué me has llamado?

—No importa, erretxina. Lo importante es el pasado. Eso nos hace ser como somos. Ahí está la explicación de todo.

—Aquí no se puede hablar —dijo ella nerviosa—. Vámonos fuera.

Salieron y ella prácticamente le arrastró calle abajo. Se metieron en San Juan, en un día en que la gente optaba por distracciones más mundanas y menos espirituales. No había nadie en la gran nave, sólo paz, velas encendidas y silencio.

—¿Qué me quieres decir?, ¡por dios! —le insistió ella—. ¿Qué te pasa? Estás pálido —le cogió las manos y le tocó la cara—, tienes fiebre, ¿te buscan?

—Verás. Hay algo que tengo que decirte. Sí. Éste es un buen sitio, como un confesionario… desde hace mucho tiempo. Es una cuenta que tengo que arreglar…

—No lo quiero saber —dijo ella palideciendo. Desde fuera le llegaba el ruido de la multitud moviéndose por las calles. El día de la Maritxu Kajoi.

—Tengo que hacerlo —aseguró él—. Tengo que ajustar cuentas con el mundo, ¿no lo entiendes? Pagar las deudas, quedarme en paz conmigo mismo. Tienes que saberlo.

—No lo quiero saber, Iñaki, ¡por Dios! No lo quiero saber. —Izaskun intentó marcharse pero Iñaki la tomó del brazo, con fuerza y la llevó al centro del templo, entre las dos filas de bancos, delante del cristo barroco. Por las mejillas, de un color grisáceo, le resbalaban a Iñaki gruesas gotas de sudor o tal vez de lágrimas.

—Nunca lo has querido saber, ¿verdad? Nunca has querido saber que te quería y nunca has querido saber que yo lo hice, Izaskun.

—¿Qué hiciste?

—Yo le maté —susurró Iñaki en voz muy baja.

—No me hagas esto, Iñaki.

—Fui yo —repitió él.

—No. No es verdad. Murió en un accidente. Todo el mundo lo sabe.

—Yo puse la bomba en el coche. Yo lo hice.

—No es verdad —dijo Izaskun entre un torrente de lágrimas—. No es verdad…

Pero Iñaki siguió con voz firme sin hacer casos a sus «no» llorosos: Yo le seguí hasta Argel. Me instalé allí y esperé el momento. Me dijeron que era necesario y yo le odiaba. Le odiaba porque era tu hombre, porque te utilizaba como a una puta, porque nunca te respetó, porque mancillaba lo que yo más quería. Le maté por eso y lo volvería a hacer. Ellos me empujaron entonces y me siguieron empujando porque una vez muerto él los demás muertos ya no tenían importancia.

Izaskun se sintió como si fuera el centro del templo, una iglesia helada y negra a su alrededor en la que no había nada más, ni imágenes, ni cirios encendidos, ni fieles, sólo negro y frío. Las lágrimas se habían congelado en su cara y apenas si podía sujetar el abrigo. Negro. No oía nada, era como si el silencio se hubiera hecho sólido y alguien, delante de ella, moviera los labios imperceptiblemente, un hombre con las cejas blancas de escarcha, el cabello blanco de nieve, los ojos transparentes de hielo.

Debió gritar al salir porque la gente se apartó para dejarla pasar o tal vez sólo lo hicieron porque una mujer madura, llorosa, salía corriendo de la vieja parroquia.

La plaza mayor de Mondragón hervía. La luna llena iluminaba una marea de jóvenes apretados como un solo hombre, ocupando toda la plaza. En la fachada del ayuntamiento dos fotos de gran tamaño sobre una inmensa ikurriña recordaban las caras de Domingo y Gorka Gaztambide.

Grupos de chistus y tamboriles lanzaban a los cuatro vientos la música de la multindantza, el Eusko Gudariak y mil canciones recordando a la Maritxu Kajoi, la María del Cajón que protegía día tras día a las cuadrillas de chiquiteros y multibebedores. Las boinas negras y las cofias blancas formaban un abigarrado conjunto. De los cercanos bares salían a puñados los jóvenes elegantemente vestidos, con las corbatas rescatadas de los cajones, las pajaritas y las camisas blancas compradas en Donostia e incluso algún que otro frac alquilado.

Eran poco más de las siete de la tarde, ya oscuro, y la marea humana rodeaba la pequeña imagen de la virgen, aguardando pacientemente la llegada del milagro entre risas y cantos. Ante la ennegrecida talla, un joven, de blanco y con faja roja, bailaba un aurresku y las botas y los botellones pasaban de mano en mano. A lo largo de Erdiko se habían ido colocando los toneles, supuestamente llenos de agua, sobre bancos de madera. Un fornido mozo de caserío se encargaba de sacar agua con un cazo de uno de ellos, anunciando a los presentes que, a las ocho, la Maritxu Kajoi convertiría el agua en vino, el esperado milagro.

Desde un portal semioscuro, Santi observaba detenidamente. El zumbido de su teléfono móvil en el bolsillo le hizo apartarse del bullicio colándose en un oscuro y recogido portal.

Bai. Ez. Ez dut ikusi.

Colgó después de un gruñido y volvió a salir a la calle. El milagro estaba en su apogeo y los jóvenes asaltaban literalmente las barricas para probar que, efectivamente, había vino en ellas. El milagro de Maritxu.

En la calle Guerra no había ni un alma y las ventanas de Izaskun Arriola permanecían cerradas. Santi escudriñó por la puerta del bloque. En uno de los buzones rebosaba la correspondencia pero no podía saber si era el de ella. Volvió a marcar su número por enésima vez y el resultado fue el mismo contestador: Agur. Izaskun naiz

En la plaza y en sus alrededores el gentío era impresionante. Los altavoces lanzaban al aire canciones de Fermín Muguruza y las cuadrillas de chiquiteros elegantemente vestidos atestaban los bares, las calles y las esquinas de la parte vieja.

—¡Eh Santi! —tronó una voz—. ¡Gora miraizko Maritxua!

—¡Gora! —respondió Santi elevando al aire el puño como si llevara en él una copa. Se deslizó de nuevo hacia una de las calles adyacentes buscando la manera de rodear la plaza y aparecer por el otro lado. Aunque Izaskun Arregui estuviera allí era materialmente imposible verla y entonces le vio a él. Era Iñaki, no cabía duda. Se alejaba cabizbajo, pálido, como un fantasma envuelto en sombras. Llevaba boina, echada hacia delante, a la guipuzcoana y andaba con una cierta dificultad. Le vio pararse en una esquina, apoyarse contra la pared respirando con dificultad y dirigirse luego, calle abajo, hacia un coche aparcado. De un salto, Santi se plantó al otro lado de la calle desde donde podía ver el vehículo. Iñaki sacó la llave del bolsillo del pantalón. Se sentó al volante mientras, oculto en un portal, Santi esperaba. Por un momento pensó que Iñaki había salido del coche, pero al fijarse más le vio inclinado sobre el volante, derrumbado, como si algo demasiado pesado le impidiera moverse. ¡Qué jodido estás, compañero! pensó Santi. Se quedó allí, un buen rato, hasta que Iñaki levantó la cabeza, se limpió el sudor de la cara y metió la llave de contacto. Santi vio alejarse el coche, en dirección a la carretera. Lo que fuera que había venido a hacer ya estaba hecho y probablemente había sido hablar con ella. Volvió rápidamente hacia la casa de Izaskun, pero allí todo seguía igual. Una nueva llamada, la misma respuesta. Desde unos portales más allá marcó otro número en su móvil.

—Santi —dijo—. Igartzen da… Iñaki.

Escuchó un momento y tras un simple, bai, colgó.

En algún lugar, lejos de allí, Pilar Rueda, alias Ubiña, cerró el pequeño teléfono móvil y apoyó la cabeza en la mano, pensativa.

Miguel Maestre tenía un pésimo sabor de boca. Podía ser por la resaca, podía por ser la última conversación con Luisa o la sorpresiva desaparición de Izaskun Arriola. O tal vez por las tres cosas, pero no estaba seguro de cuál de las tres le dejaba el peor hálito. Se miró en el espejo del lavabo, se enseñó a sí mismo los dientes, blancos y bien colocados y luego dejó escapar el aire con un sonido como el de una rueda que se deshincha. Luisa había dicho: me voy, lo siento, tengo que volver a Cartagena. Ya te llamaré. Y había colgado, sin más. Y Maestre tenía la suficiente experiencia como para saber que aquello equivalía a un: lo siento, no puedo continuar. En otras circunstancias tal vez la habría seguido. O no. No recordaba haber seguido nunca a una mujer, así que… las cosas estaban como debían estar. Y de ahí se fue a Iñaki. Faltaban sólo unas horas, pero nunca como entonces había dudado tanto de que estuviera allí, a las siete, en la escuela de idiomas.

* * *

La última comunicación con Valdés había sido taxativa. Sigue con el plan. Nada más. Pero Maestre intuía que algo se estaba cociendo en La Casa. Tras la muerte de Gorka parecía como si todo se tuviera que paralizar y de pronto el contacto con Iñaki se convertía en prioritario. Y luego estaba el whisky. Tercera de las causas de su mala conciencia. La botella de Jack Daniels lucía ya un peligroso semivacío, sin paliativos y su sueño había sido intermitente, oscuro y poco reparador. Se dio una ducha rápida, se vistió del modo más cómodo posible y se encaminó a la cafetería. El reloj marcaba las seis de la tarde y la televisión sólo ofrecía cutres tertulias con personajes anodinos. Los periódicos no llevaban nada que le interesara, ni siquiera las noticias del País Vasco, aunque los rumores de treguas, de diálogos y de amenazas, todo bien mezclado, daban para llenar muchas páginas.

Kewell estaba en su despacho. Maestre golpeó ligeramente con los nudillos la puerta entreabierta.

—Sólo quería saludarle —dijo.

—¡Oh, perfecto! —exclamó el inglés—. Su amigo ya le espera arriba. Supongo que todo va bien.

—Muy bien.

—¿Le apetece un whisky?

—No, gracias, lo estoy dejando —bromeó Maestre.

—Su encargo, ya sabe. Está todo listo. Sólo necesito que me diga la fecha. Las dos cajas.

—Excelente. Si le parece acabaremos de concretar luego los detalles.

—¿Seguro que va todo bien? —preguntó Kewell inclinando la cabeza, como haciendo una aproximación.

—Podría ir mejor, pero espero salir de ésta.

Iñaki estaba pálido, muy pálido. Llevaba la cazadora negra que Maestre le había comprado sobre una anticuada camisa blanca con corbata. Las gafas, de concha marrón, le daban un aire más desolado que de costumbre.

—Deberías estar en un hospital —dijo Maestre.

—O en un cementerio más bien —respondió Iñaki.

—No seamos tan alegres, ¿quieres? ¿Te ocurre algo?

—¿Algo más quieres decir?

—Eso es. Algo más.

—Nada que tenga que ver con nuestros negocios… ¡oh! Sí, ya lo sé. Todo tiene que ver, pero esta vez te aseguro que no.

—Todo está listo para que salgáis de España. En el momento en que lo consideremos oportuno.

—¿Salgamos?

—Sí. Tú y esa mujer. Ya sabes.

—Quedamos en que ella no quería venir.

—Estoy seguro que querrá.

—¿Ah sí? —elevó las cejas Iñaki, escéptico.

—Sí. En el momento oportuno nos juntamos todos, se lo pides y ella te dirá que sí. Es lo mejor para los dos.

—Estás muy seguro. Demasiado seguro. ¿Qué me ocultas?

—No te oculto nada. Y por cierto hay muchas cosas que me tienes que decir. Así que vamos a lo nuestro, ¿no te parece?

Iñaki le contó con detalle su charla con Mikel sin dejar de pensar en qué hacía estar tan seguro a su profesor de inglés.

—¿Una reunión con todos los contactos del interior?

—Eso es.

—Pero eso es poner al descubierto a todos sus infiltrados.

—¿Al descubierto? Es sólo el Comité Ejecutivo y los infiltrados, como tú dices.

—Es una trampa —aseguró Maestre.

—No es una trampa. Tú me has dicho que había rumores. Te han llegado informaciones desde otras fuentes, ¿no? Pues lo único que hago es confirmártelo.

—¿Y el día y la hora?

—Lo acabo de recibir por Email. Miércoles dieciocho a las diez de la mañana.

—Eso lo arregla todo. Mañana mismo os sacamos de aquí.

—Ni hablar de eso. Quiero ir a esa reunión.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

—Porque quiero ver la cara de Mikel cuando lo atrapéis, quiero que vea que he sido yo y quiero asegurarme que le ponéis las esposas y os lo lleváis, a él y a esa bruja de Ubiña.

—Sabes que les detendremos y que no se van a poder escapar.

—Puede —asintió Iñaki—, pero si algo falla y yo no estoy allí soy hombre muerto.

—Por eso quiero sacarte del país. Ya.

—Quiero estar en la reunión. ¿Me lo vas a impedir?

—Puedo hacer que te detengan.

—El trato era que no eras un poli y no me querías detener.

—Te digo que haré que te detengan, no que te detendré yo.

—¿Y qué harás?, ¿me amenazarás con una pistola hasta que lleguen los txakurras? Saldremos en todos los telediarios y se cancelará la reunión. No tienes más remedio que dejarme en paz.

—Quieres que te maten, ¿no?

—No. No quiero que me maten. Ya me moriré solo, pero quiero contarle a Mikel un cuento cuando lo pillen. ¿No lo entiendes? Quiero ver el desastre. Me lo debe.

—Tú mataste a Domingo, ¿verdad?

—Tienes la virtud de hacerme cabrear.

—Tú le mataste y me sospecho que Mikel te presionó para que lo hicieras. Ésa es la deuda que tienes pendiente, pero… Hay algo que no entiendo. Para ti era un competidor, un rival con tu chica y los celos son muy jodidos ¿entonces? ¿Tienes remordimientos?, ¿es eso?

Iñaki se puso en pie, lívido y sudoroso.

—Eso es —siguió Maestre— vuelve a largarte. Métete en la boca del lobo. Le sueltas en su cara que tú le has entregado y él te pega un tiro. O te lo pega antes de que entremos.

—Pero, amigo. ¿A ti qué te importa? —gruñó Iñaki y salió del pequeño despacho. Desde el pasillo aún dijo: no te olvides del día y la hora.

Desde el mismo despacho, Maestre redactó su informe, lo codificó y lo envió a La Casa. Apenas quince minutos después le llegó una escueta nota: Mamá quiere verte.

* * *

—¿Problemas? —preguntó Kewell elevando las cejas cuando le vio entrar en su despacho.

—Muchos. Si le parece vamos a concretar y que cada palo aguante su vela.