—No es cosa mía —dijo Maestre lanzando el humo hacia arriba—. Mi opinión parece que no se tiene en cuenta.
Con disimulo le entregó un sobre blanco sin marcas. Iñaki frunció los labios sin decir nada. Su piel tenía un enfermizo tono amarillento y sentía el cuerpo presa de un leve temblor. Por lo demás no podía decir que estuviera mal, al menos no demasiado mal. El cóctel de medicamentos parecía haber hecho efecto. Estaban en la cafetería del Talgo, en algún lugar entre Pamplona y Zaragoza. El tren se movía, veloz y casi sin ruido y en el estrecho habitáculo sólo había dos personas más, una chica con aspecto de colgada, con el pelo teñido de rojo y el camarero, adusto y ausente que les había servido las bebidas.
—No importa —respondió Iñaki—. Para eso estamos, ¿no?
—Ahí tienes los papeles de tu ingreso en el Clínico de Zaragoza. No corras riesgos. Diles la verdad hasta donde puedas. Que has ido a hacerte la quimio, eso es lo bastante fuerte como para que desactives cualquier sospecha. Llevas también el billete de avión para Pau y el resguardo de un coche alquilado.
—Bien.
—Intenta averiguar qué pasa. Lo único que sé es que son rumores que corren en los batzokis y las herriko. Nadie sabe qué. Algo importante.
—No puede uno descuidarse —dijo con cinismo Iñaki—. Te dejan fuera en cuanto te tomas un par de días.
—Si se enteran que te han detenido y estás libre, te matarán —dijo Maestre y en el fondo sabía que el «si se enteran» era puramente retórico. Se enterarían. De un modo o de otro se enterarían.
—¿Importa si me matan?
—Debería importar, al menos a ti.
—¿Y qué me sugieres? ¿Qué coja la jubilación?
—Puedes negarte. Di que no lo harás y lo transmito a mis jefes. Lo único que puede pasar es que me metan una bronca a mí y me envíen a un despacho por inútil, eso en el peor de los casos. Y tú tienes una vía de escape.
—No, gracias. No se van a enterar de nada.
—¿Y si te dijera que ella puede ir contigo?
—¿Qué? —dijo Iñaki mirándole fijamente. Finas gotas de sudor le perlaban la frente y Maestre supo que el dolor le estaba acosando—. ¿Que Izaskun puede venir conmigo? Tú estás loco, ¿y qué te hace pensar que ella querrá venir conmigo?
—No está en buena situación. Y os lleváis bien, ¿no? Es una buena oferta. Os montamos algo a los dos, como pago a los servicios prestados y no temas. Nos arreglaremos sin ti.
Iñaki se echó a reír sin ganas.
—No la conoces —dijo.
—Estás colado por ella. Eso sí lo sé. Y también sé que aquí no vais a ninguna parte —un largo pitido les hizo callar, y reflexionar, un instante.
—Si estoy colado o no, no tiene nada que ver. Ella no vendrá conmigo nunca. Presiona por otro lado. —Iñaki se volvió hacia las ventanas y se quedó mirando el veloz paisaje que se movía ante ellos. Bosques ralos, algunos quemados en incendios veraniegos, de esos productos de la desidia o la mala fe. Una carretera solitaria desfilando junto a las vías, algún caserío perdido al fondo de un camino de tierra.
—¿Y por qué no va a venir? —preguntó Maestre aunque creía tener todas las respuestas.
—No la conoces —repitió.
—Eso ya me lo has dicho. Si se queda, los tuyos la perseguirán. Se cabrearán si tú desapareces e irán a por ella. No tiene motivos para quedarse.
—¿Y quién te ha dicho que yo voy a desaparecer?, ¿de parte de quién estás tú? Te ordenan que averigüe lo que pasa, muy bien. Pareces disciplinado. Me lo transmites y a renglón seguido me dices que me largue y me das todas las facilidades. ¿Con quién estoy hablando?, ¿con Mary Poppins o con mi ángel de la guarda?
—Jódete —dijo Maestre sin pizca de agresividad.
—¿Sabes? —dijo Iñaki—. En otro mundo o en otro tiempo tú y yo podíamos haber sido amigos, pero éste es el tiempo que tenemos y tú eres lo que seas y yo soy lo que soy. Éste es nuestro mundo. Y a mí me toca lo que me toca. Así que en cuanto lleguemos a Zaragoza tú desaparecerás y yo haré una llamada. Y el día acordado, a la hora acordada y en el lugar acordado nos veremos y te contaré lo que averigüe. ¿No es ese el trato?
Maestre apuró de un trago el whisky y se quedó mirando a la chica del pelo rojo. También ella tendría sus prioridades, aunque sólo fueran elegir el color del pelo de la próxima semana o qué se metía en la próxima hora. O tal vez tenía tan malas cartas en la mano como ellos.
—Está bien. Haz lo que quieras.
—Desde que te conozco me estás diciendo que me largue. Me montas huidas, es lo primero que haces, hasta me buscas novia. Pero yo no quiero huir, ¿no lo entiendes? Me estoy muriendo y tengo un trabajo que hacer. ¿A dónde cojones voy a ir? ¿Te crees que la gente como yo se va a un sanatorio o a un hospital a secarse en una silla de ruedas con una mantita en las rodillas?
—Nadie te está diciendo eso. Pero en fin, no es mi problema.
—Eso. Ahora lo has entendido. No es tu problema.
Al llegar a Zaragoza salieron por puertas diferentes. Iñaki se sentía al límite de sus fuerzas. Tomó un taxi y pidió al taxista que le llevara a un hotel cualquiera. Intentaría descansar unas horas, comer algo y luego seguir con su plan. Tengo algo que hacer, eso es lo primero. Después haré lo que queráis, pero antes tengo mis prioridades.
La habitación del hotel era fresca y acogedora. Se dejo caer sobre la cama y antes de que pudiera darse cuenta se encontró sumergido en un pozo negro, rodeado de silencio y de frío.
Se despertó aterido y bañado en sudor. Tenía la sensación acre en la boca de haber estado haciendo algo terrible. Por más que lo intentó no pudo recordar lo que había estado soñando pero la sensación de desasosiego era tan intensa que sintió como si las lágrimas le fueran a saltar de la cara. Sobre la mesilla de noche descansaba la medicación que incluía una pastilla de hierba y en su interior, entre sus tripas, el monstruo se estaba despertando, igual que él, y empezaba a dar señales de vida. Consultó el calendario y se dio cuenta que había pasado una semana desde la última sesión. Deberías llevar una agenda, se dijo y él mismo rió su propio chiste. Puso la televisión mientras desmenuzaba un poco de hierba. Entonces lo recordó. Le vino como un flash, una explosión de luz en su cabeza. Era en el monte. Domingo corría ante él con la pistola en la mano y reía, reía con aquella risa suya franca, abierta, contagiosa. Se lanzaban los dos al suelo, jugando a comandos y luego Domingo se retorcía de risa viendo la torpeza de Iñaki. Y entonces Iñaki se levantaba del suelo y le apuntaba con la vieja Astra, pesada como un ladrillo, y cuando iba a dispararle no podía hacerlo porque estaba enroscado alrededor de Izaskun, como una serpiente.
Sobre la cama, relajado, siguió las grietas del techo hasta la esquina de la ventana pintada de gris. Era el mismo gris que la residencia de Aránzazu, o él quería que fuera así, el mismo gris. La voz monótona del imaginaria les despertaba con un «ave María» mientras golpeaba con una llave el hierro de las incómodas camas. A veces, según quién estuviera de guardia, la llamada era más militarera: «quinto, levanta», como si fueran soldados, soldados de Cristo al fin y al cabo. A las siete y media todos se habían lavado, habían hecho las camas y formaban en el patio para ir al rezo de laudes. No había ducha a esa hora, una cuestión de castidad, decía el padre prior; la desnudez no es bien vista por el Señor. Y eso creaba en él imágenes que eran más fuertes a aquellas horas de la mañana. No recordaba si pensaba ya en Izaskun, tal vez sí y tal vez no. A las ocho el desayuno después de pedir perdón por pecados inexistentes.
Iñaki miró el reloj, eran las ocho aunque tuvo que hacer un esfuerzo para ver que eran las ocho de la tarde y no de la mañana. A aquella hora estaban rezando las vísperas y asistiendo a la misa. Era la última actividad del día, después venía la cena y el mejor momento, el momento de la soledad y del estudio y de la reflexión o de la reunión en la celda de cualquiera de ellos para reír un rato y echar unos transgresores cigarrillos.
¿Y si hablara con Eduardo?, se preguntó. Puede que él sepa mejor cómo hablar con Izaskun… Desechó el pensamiento inmediatamente. Sólo era miedo. Iñaki sabía que cuando sé tienen las cosas claras darles vueltas en la cabeza es sólo una cuestión de miedo. Todo lo que ha hecho hasta ahora no es más que dar vueltas alrededor de la verdadera acción. Se lo tengo que decir. Tengo que hablar con Izaskun y tengo que hablar con ellos.
De pronto sintió un hambre feroz, como si de golpe su estómago se hubiera vaciado. Se puso en pie, casi febril y por primera vez en muchos días se sintió fuerte. Mientras bajaba hacia la cafetería fue trazando el plan de sus próximos movimientos. Muévete con tranquilidad, le había dicho su profesor de inglés. No pierdas el tiempo, pero vive tu coartada de una manera natural y ágil. Acabas de salir del hospital. Has salido expresamente para ponerte en contacto. Muestra un poco de interés, no demasiado, como si quisieras recuperar esos días que has estado en el limbo. Si lo quieren comprobar encontrarán que en el hospital de Zaragoza todo está en orden.
El sistema para ponerse en contacto con los suyos era una curiosa mezcla de alta tecnología y primitivismo. Desde un ordenador en el hotel, Iñaki envió un correo electrónico a una dirección predeterminada. Esperó casi una hora hasta que recibió una frase clave: ya se han casado. Eso quería decir mismo lugar, misma hora. Volvió a la habitación, comprobó una vez más el horario del billete de avión con destino a Burdeos y se tendió en la cama. Pasaban de las diez de la noche, pero no tenía ni sueño ni intenciones de dormir. Encendió el televisor, sin voz, como acostumbraba siempre. Era una sensación curiosa la de ver gente gesticulando y moviéndose en absoluto silencio. Pasaban una película con un puñado de desconocidos moviéndose y hablando unos con otros. Ni siquiera recordaba cuándo se había metido en un cine por última vez. Posiblemente algún día huyendo de la policía o para concertar alguna cita. Recordaba sin embargo el cine Kursaal o las mañanas de cine parroquial en San Juan, los documentales sobre animales y Los Diez Mandamientos, el gordo y el flaco y aquel otro que se colgaba de un reloj. Pero cuando entró en el seminario se acabó el cine y ya nunca volvió a recuperarlo. ¿Por qué pienso ahora en el cine? Es una de las cosas que he perdido, claro. Como el fútbol. También le gustaba la Real, aún recordaba a Irulegui o Azcárate, pero eso también se perdió, un poco más tarde. En el seminario aún había jugado al fútbol y había seguido la liga por la radio. El carrusel deportivo del domingo. Luego ni siquiera eso. El fútbol es un modo de atontar a la gente, de que se olvide de cuáles son los objetivos. Es como el opio del pueblo. O sea que ni religión ni fútbol. Primero fueron las charlas, sobre el pueblo vasco, su historia, el euskera como arma de libertad, la traición de los viejos nacionalistas, Che Guevara. El revolucionario, el escalón más alto de la especie humana. Y la patria, Euskal Herria. La opresión, los polismilis, los txakurras, todo bullía en su cabeza como en una olla a punto de explotar. Y luego la pistola.
La primera vez que tuvo en la mano una vieja Astra lo primero que pensó es que era muy pesada. Tenía dieciocho años y acababa de dejar el seminario. No matarás. Pero tenemos que defendernos. Se acabó eso de poner la otra mejilla. A partir de ahora les golpearemos nosotros también. Desde lo de Manzanas todo cambió. Podemos hacerlo. Tenemos que defendernos. Era una sensación extraña, nada que ver con las pistolas de plástico con las que había jugado de niño o las rústicas de madera que él mismo se había fabricado. Era como un ser vivo, negro, frío y sin embargo vivo. La primera vez que disparó el ruido le pareció demasiado agudo. No sabía por qué pero esperaba un sonido más áspero, más grave. El blanco era una lata de cerveza, de las de antes, de hierro, colocada a veinte metros. Naturalmente no le dio. La pistola se elevó sola en el aire, como tratando de escapar y Domingo, porque fue Domingo quien se la dio, se rió un poco pero le ayudó a hacerlo mejor. Para entonces la presencia de Izaskun no era demasiado intensa. La había olvidado, o eso pensaba. De ser su sueño, el motivo de sus clandestinas masturbaciones de adolescente había pasado a ser la amiga, la antigua compañera que todo seminarista trata de idealizar y de sublimar. No era una mujer, era una vestal, la vestal; pura como él mismo quería ser y ya estaba fuera de su alcance. Pero la salida del seminario lo cambió todo. De pronto Izaskun era una mujer y Domingo era un guerrillero. El santuario de Aránzazu no era ya el seminario, sino un símbolo de la lucha.
Había cosas que Iñaki jamás olvidaría. De hecho ¡eran tantas las cosas que no podía olvidar! Una noche, un coche aparcado en la carretera de Arechavaleta. Ya entonces su situación era difícil. La policía le acosaba aunque todavía no estaba liberado. Un par de detenciones sin llegar nunca ante el juez. Había mejorado mucho con la pistola; ya no era una vieja Astra, sino una moderna Sig Sauer, como la de los txakurras. Dirigía uno de los taldes de apoyo, formaba parte del sindicato en su pequeña empresa de cerrajería. Y soñaba con ser liberado y pasar al otro lado, en cruzar la muga de noche, por caminos de contrabandistas y asaltar un cuartelillo, como Al Fatah en Palestina o la guerrilla de Bolivia. El Che había muerto sí, pero seguía notando su querida presencia. La lucha era una historia cuajada de romanticismo en el que el diario del Che en Bolivia era el libro de cabecera e Izaskun era la Dulcinea. Sí, había un coche, y temblaba como si dentro se hubiera desencadenado una batalla; había alguien. Lo reconoció. Era el coche de Izaskun, con las luces apagadas, ligeramente inclinado a la izquierda, en el arcén. Le daba la tenue luz de una lejana farola, muy poco, sólo lo suficiente porque él no necesitaba más. La hubiera reconocido incluso sin luces, aunque nunca como hasta entonces había visto sus pechos desnudos, ni le había conocido una expresión en la cara como aquella. El primer pensamiento, absurdo, había sido ¿qué te pasa? Porque era como una expresión de dolor. Él, seminarista, conocía mejor el dolor que el placer. Esa expresión le traspasó más que su piel desnuda, más que la certeza de que nunca sería de él. Ella no le vio, pero Domingo sí, aunque cerró los ojos enseguida, como si no quisiera seguir viendo o como si no le importara.
Pudo haberse quedado paralizado, pero los reflejos respondieron e Iñaki salió corriendo carretera adelante, dejando atrás el germen de su odio. Más que aquella escena, que casi había conseguido borrar de su mente, Iñaki recordaba el llanto incontrolable, el deseo brutal de venganza, como una explosión. La cara hundida en la almohada mientras amá golpeaba suavemente la puerta de su cuarto preguntando, ¿qué te pasa txiki? Y ésa, lo sabía, fue la razón. Estaba dispuesto a morir por Euskal Herría, pero hasta entonces no había estado dispuesto a matar. Y Domingo lo supo. La dictadura ha hecho de nosotros lo que somos, le dijo. Y le ayudó a volcar su odio con la Sig Sauer en la mano, por la espalda, en un callejón de Usurbil. Fue la primera vez y la mano le temblaba tanto que temió fallar el disparo. Pero no lo falló y la mitad de la cabeza del hombre voló hacia la derecha, como si un brutal aspirador le hubiera succionado.
A la hora convenida, junto al skatepark de Saint Leon de Bayona, había un viejo sentado en uno de los incómodos bancos metálicos. Vestía de negro y se tocaba con una boina inclinada hacia la derecha. No parecía importarle el griterío de los muchachos sobre sus monopatines, ni los golpes casi rítmicos del metal de las ruedas contra el cemento. La tarde era gris, con el eterno viento del oeste agitando las copas de los árboles y las páginas del France Soir que sujetaba con fuerza. Sobre la punta de su nariz parecían hacer equilibrios las gafas de fina montura metálica y no se dignó mirar al pálido y ojeroso hombre que se sentó junto a él, con una discreta separación entre ellos, como si ambos estuvieran esperando a alguien más, una tercera persona que completara el cuadro. El viejo se sujetó las gafas una vez más, con un movimiento mecánico y luego plegó el diario dejándolo a su lado, sobre el banco, mientras frotaba con la manga de la chaqueta la insignia de excombatiente prendida en su solapa. Luego, sin dejar de mirar al frente se levantó no sin esfuerzo y enfiló el camino hacia las agujas de la catedral rodeando el duro foso donde los chicos practicaban.
Entre las páginas, cuidadosamente doblado, Iñaki encontró un papel blanco, pequeño, con una anotación echa a mano: «el bar a las ocho».
La Glass estaba como siempre, lleno de parroquianos con sus vasos de pastís y sus cafés negros. Iñaki cruzó la mirada con el camarero parapetado tras la barra y éste le hizo una señal imperceptible con los ojos. El patio trasero del bar estaba lleno de cajas apiladas y de bolsas de basura cociéndose al sol. Iñaki abrió la puerta metálica y luego siguió callejón abajo, en dirección al río, subió a la barcaza por la pasarela de madera y bajó luego los dos escalones hasta entrar en un amplio camarote, más parecido al salón de una vieja mansión, con sus lámparas art decó y sus cortinas echadas.
—Agur, Mikel —saludó.
—Agur, Iñaki.
Se estrecharon las manos sin calor. Iñaki echó un vistazo a su alrededor, sorprendido. No había nadie más, ni el Chopo, siempre de guardaespaldas, ni siquiera Ubiña. Estaba seguro que en algún lugar, probablemente fuera, alguien vigilaba, pero o él se estaba volviendo descuidado o era alguien muy bien entrenado porque nada le había llamado la atención.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Mikel sin dejar de mirarle a los ojos. No había pistola sobre la mesa y Mikel parecía relajado y sin preocupación alguna, sentado en el banco de madera cubierto por una colchoneta roja. La estancia se completaba con una mesa baja, larga y estrecha, de proa a popa, un par de sillas plegables y un viejo arcón, tan antiguo como la misma barcaza que debía datar de los tiempos de Napoleón.
—Estoy enfermo. —Dijo Iñaki tras sentarse en una de las sillas—. Muy enfermo.
No vale la pena que les engañes, le había aconsejado su profesor de inglés. La verdad, siempre que sea posible la verdad.
—Vaya. Lo siento. ¿Qué te pasa?
—Cáncer.
La palabra se quedó en el aire. Tal vez Mikel se había impresionado o tal vez no. Iñaki sentía la pistola oprimiendo contra su columna y en su interior las cosas empezaban a ponerse feas. Llevaba una semana de retraso en su quimioterapia y los calmantes y la hierba se estaban terminando. Estoy descontrolado, se dijo, debería estar en algún sitio donde alguien cuidara de mí.
—Cómo no me lo dijiste antes —preguntó Mikel, como si le importara.
—No son cosas de ir diciendo por ahí —respondió Iñaki. Mikel se levantó. Se fue hacia un rincón y volvió con una botella y dos vasos. Se paró en seco.
—Joder, Soy idiota. ¿Puedes beber un pacharán o no?
—No me matará.
—¿Dónde has estado? —dijo Mikel tras sentarse y llenar los dos vasos.
—Ingresado, en Zaragoza. No me vas a decir que no lo sabías.
—Nos podías haber avisado antes. Hemos estado preocupados por ti.
—Sí. Ya, lo imagino.
—Deberías confiar más en nosotros. Podemos ayudarte. Necesitas que te atiendan, somos tu familia.
—Sí. Lo sé —dijo, y de buena gana le hubiera enviado a la mierda, o mejor, hubiera sacado la pistola y le hubiera volado la cabeza, pero no era ése el plan. El plan era recoger los retazos de su confianza y saber qué estaba pasando en la organización.
—Podemos hacer que te atiendan en algún sitio. Ya sabes, tenemos contactos, hay excelentes clínicas en los sitios más insospechados. No te creas que todo es Houston o Pamplona.
—Sí, gracias. Supongo que lo necesito.
—¿Dónde te han tratado hasta ahora?
Iñaki le contó sus visitas a la clínica de Pau y su imaginario ingreso en la Hospital de Zaragoza. Pero todo lo sabes ya, cabrón. Lo sabes todo y me estás probando, pero te vas a joder, esta vez sí.
—El caso es que te necesitamos —dijo Mikel.
—No estoy en condiciones de ninguna acción.
—No. No se trata de eso. Las cosas están cambiando. Tenemos en mente un cambio de estrategia. Hay que discutir algunas cosas.
—¿Ejecutiva?
—No, no, eso después —dijo Mikel como si echara pelotas fuera—. Hemos montado una reunión de cuadros. Legales. La gente del interior que está en las instituciones. —Así que es eso, pensó Iñaki y sintió una punzada de excitación. Eso es lo que mi profesor de inglés quería saber—. Hemos convocado una conferencia con la gente de batasuna, de elkarri, con los pnv, ertzainas, hasta los que tenemos en el aparato represivo. Hay que recoger información y dar instrucciones.
—No me gusta —dijo Iñaki. Y no le gustaba. No le gustaba nada.
—Es necesario —insistió Mikel—. No funcionan bien los canales y hay importantes cuestiones que discutir.
—¿Cómo qué?
—Ya te lo he dicho, un cambio de estrategia.
—¿Y no tendríamos que hacer una ejecutiva antes y discutir el cambio de estrategia? ¿Me estás tomando el pelo?
—Enfermo, pero duro, ¿eh? —sonrió Mikel—. Aún no hay nada decidido. Son ideas que ya hemos discutido otras veces como lo que nos puede ofrecer el nuevo gobierno, propuestas de paz, autodeterminación, una tregua. En fin, eso que hemos discutido.
—Mira Mikel. Me da que ya habéis decidido esas cosas y que me habéis dejado fuera. ¿O me equivoco?
—Has faltado a la última reunión de la ejecutiva.
—¿Me vas a sancionar por pillar un cáncer?
—No seas susceptible. No hemos decidido nada, joder. Acordamos hacer esa asamblea y pulsar la opinión de los más metidos en el sistema. Nos hace falta para tomar decisiones.
—¿Y las actas de esa ejecutiva?
—Las recibirás por el conducto ordinario. Fue hace dos días.
—No me gusta que esa gente salga de sus agujeros y se dé a conocer —protestó Iñaki.
—Joder, Iñaki. La convocatoria se ha hecho bien. A través de un anuncio en Gara. Cada uno de ellos sabe lo que tiene que hacer cuando lo vea. He movilizado a toda la organización…
—¿Qué?, ¿qué has movilizado a toda la organización? Eso es un coladero. —Iñaki se puso en pie—. ¡No me lo puedo creer!
—No te preocupes. El Chopo se ha encargado de la seguridad. No habrá filtraciones. Lo hemos hecho otras veces.
—El Chopo. —Iñaki se acercó y se inclinó sobre Mikel—. El Chopo es un inútil.
—No le gustaría oír eso. Y me duele que digas eso. Es mi responsabilidad. Sé lo que hago y la reunión está bien montada. Será en el mismo sitio del último Comité Central, ¿de acuerdo?
—¿Y cuándo?
—Ya sabes. Te lo comunicaremos del modo habitual.
—¡Vaya una mierda! Acabaremos en algún calabozo franchute —escupió Iñaki.
—No seas agorero. Todo está controlado. Y ahora hablemos de tu enfermedad.