XIV

En la pantalla del portátil se formó un mensaje, un galimatías de números y letras. Maestre lo copió primero en un documento y luego borró el correo. Lo descifró en un santiamén y se quedó mirando la nota de Valdés con una mezcla de inquietud y de tranquilidad. El texto decía un escueto: «llamada para Rafael, Huesca, GC» y la fecha, dos días antes. ¡Mierda!, exclamó para sí. En el reloj luminoso los dígitos marcaban las dos de la mañana del lunes pero Maestre no dudó un momento y salió rápidamente en busca de su coche.

Así que estás a buen recaudo y yo sin mirar mis mensajes. Dos días. ¡Maldita sea! Esperemos que no haya corrido la voz.

En pocos minutos estaba en la autovía del Cantábrico y al filo de las tres y media de la madrugada cruzaba Vitoria sin detenerse.

Amanecía cuando detuvo el coche en la avenida, justo enfrente de la comandancia de la Guardia Civil de Huesca. Un joven guardia, armado y con chaleco antibalas, se le acercó inmediatamente haciéndole señas de que no podía aparcar allí, pero se cuadró y le saludó cuando Maestre le enseñó su identificación.

—Quiero ver al comandante del puesto.

—Lo siento —le dijo un teniente muy joven sentado tras una mesa—. Pero hay algunos problemas.

—¿Problemas? —masculló Maestre—. Tanto usted como yo tenemos órdenes, teniente. Ese hombre debía quedar a mi disposición.

—Lo lamento, de verdad —respondió apabullado el teniente—. Ese hombre estaba prácticamente inconsciente. Le identificamos y le detuvimos formalmente en aplicación de la Ley Antiterrorista antes de que pudiéramos activar el protocolo, ya sabe.

—¿Dónde está ahora?

—Está ingresado en Pamplona, en la Clínica Universitaria, pero nos llegó enseguida la orden de enviarle a Madrid… y la hemos remitido a la comandancia de Pamplona…

Maestre le dejó con la palabra en la boca y salió como un cohete. Los ciento sesenta y tres kilómetros entre Huesca y Pamplona los hizo en poco más de una hora. Al filo de las doce de la noche entraba en el Hospital Universitario como si fuera a apagar un fuego.

Iñaki estaba en una habitación estrecha e inmaculadamente blanca. Ofrecía un aspecto pálido y ojeroso, tumbado en una cama metálica y vestido con una especie de camisón blanco que había conocido mejores tiempos. La luz de una farola exterior proyectaba sobre él la sombra de las rejas de la ventana dando a todo el conjunto un aire que a Maestre se le antojó un poco expresionista. Maestre enseñó su identificación al policía nacional que, igual que el que montaba guardia fuera, se cuadró con un seco taconazo.

—Vaya. Has tardado mucho —murmuró Iñaki nada más verle entrar.

—Lo mismo digo. Me has llevado de culo —contestó Maestre—. ¿Estás bien?

—De fábula.

—No me gusta que me den esquinazo —dijo.

—Ni a mí que me toquen las pelotas.

—Ya. ¿Qué te ha pasado en la cara?

—¿Tú qué crees?

—Que te has portado mal.

—Los picoletos son como siempre. Aquí no ha cambiado nada. ¿Nos podemos ir ya?

—No. No nos podemos ir ya.

—¿Algo va mal? —preguntó Iñaki.

—Por supuesto que va mal. Pensé que serías más listo. ¿Por qué estás en un hospital?, ¿te han calentado?

Iñaki se quedó un momento en silencio. Valorando.

—¿Qué pasa? —insistió Maestre—. Soy tu hada madrina y no me dices nada. ¿Qué es eso de que estás enfermo? —Iñaki lanzó una mirada al policía y Maestre se volvió hacia él.

—Espere fuera.

Iñaki esperó que el policía abandonara la estancia.

—Dame la americana —señaló Iñaki la taquilla metálica, blanca, atornillada a la pared junto a la cama. Maestre la abrió y le tendió a Iñaki la prenda.

—La cosa no ha funcionado bien —dijo Maestre mientras Iñaki rebuscaba en su propia chaqueta—. Nos llamaron demasiado tarde, cuando ya habían pedido información a los servicios centrales.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Eso quiere decir que te ha reclamado la Comandancia de los picoletos de Madrid y a estas horas habrán remitido el expediente a la Audiencia Nacional.

—Entiendo —Iñaki dudó un instante, luego le tendió a Maestre un papel doblado.

Miguel Maestre tomó la carta con el membrete hospitalario. En el pasillo sonaban risas y ruido de cerrojos. En toda una larga vida de servicio en la Armada y en la Casa, Maestre había visto muchas cosas, pero nunca un informe médico como aquel. Recordaba algunos semejantes con heridas, con traumas a veces horripilantes, incluso había estudiado expedientes antiguos de torturas en Argentina, en Chile y en España, pero nunca algo como aquello.

—¿Es mortal? —preguntó. Iñaki asintió, agradecido en cierto modo por la ausencia de tacto en su interlocutor. Somos adultos, se dijo, profesionales. Si en algún momento dice que lo siente me lo creeré, sabré que es verdad, porque ni él ni yo creemos en la comedia. Tal vez por eso se lo cuento.

—Deberías buscar otra opinión —siguió Maestre—. Supongo que lo que tienes lo tienes, pero esto de estadio tres me suena a muy avanzado y a lo mejor otro médico lo ve de otro modo.

—Sí, pero eso no cambiará gran cosa, ¿no crees?

—Tienes razón. No sé qué decir. Así que era esto.

—¿Qué quieres decir?

—Que quieres morir en paz. —Hubo un tenso silencio—. ¿Dónde te trincaron?

Iñaki le contó a grandes rasgos su aventura a través de la frontera y su encontronazo con los GAR.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó tratando de incorporarse en la cama.

—Ésa es una pregunta difícil de responder.

—Tenemos que continuar —respondió Iñaki—. Aquí no ha pasado nada. Tú me sacas, yo me pongo en contacto con ellos, les digo que me he fugado y seguimos.

—Estás loco.

—No estoy loco. Lo que estoy es jodidamente muerto. No sería la primera vez que salgo de un brete de estos y nunca doy explicaciones a los míos.

—Habrá que hacer algunos trámites —dijo Maestre.

—Hice lo que me dijiste, no es mi culpa si he estado aquí tirado dos días.

—Ya. No es tu culpa, pero puede que sí sea la mía.

—¡Ah!, vaya. Así que no somos tan eficaces como parece.

—¡Jódete! —exclamó Maestre sin pizca de agresividad—. Veremos cómo me lo monto. —Se puso en pie y se quedó un momento junto a la puerta antes de salir—. Ah, y… lo siento.

Lo que menos esperaba Miguel Maestre aquella noche es que alguien le estuviera esperando en la habitación de su hotel. Se quedó frente a la puerta entornada, en el pasillo silencioso y a media luz. Desde luego quienquiera que fuera tenía interés en que él supiera que le esperaba dentro, así pues la pistola no le iba a ser necesaria. Empujó la puerta con la yema de los dedos y dejó que su sombra penetrara en la habitación a oscuras.

—Pasa. No tengas miedo —dijo la voz de Valdés.

—Tenías que ser tú —dijo Maestre cerrando la puerta tras él. Una lámpara de pie se encendió accionada por su coronel jefe y la estancia se iluminó con una luz más pertinente para un revolcón en la cama que para una bronca de un superior.

—Veo que sigues con tus buenas costumbres —dijo Valdés mostrando el vaso cargado de whisky con hielo—. Jack Daniels. Hacía tiempo que no lo probaba.

—Sírvete —dijo Maestre acercándose el mueble bar—. Se sirvió él un trago y se sentó en la cama, frente a su jefe cómodamente instalado en el silloncito tapizado de verde.

—¿Le has visto? —preguntó Valdés.

—Le he visto.

—Comprenderás que estamos en un buen lío. ¿Por qué no le sacaste enseguida?

—Un fallo.

—No nos podemos permitir fallos, Miguel. Has puesto en peligro toda la operación. ¡Mírame! —levantó la voz airado—. Tengo que salir de mi despacho para poder hablar contigo. Y sabes que no me gusta salir del despacho. Llevo muy mal el aire libre.

—Lo siento.

—¡Oh! Lo sientes. Tenemos un protocolo con los picoletos y con la policía. Una clave, les llamamos y nos ceden el pez. Funciona. Siempre funciona, pero claro, cuando nuestro agente está por ahí metiéndola en algún sitio y no espabila, puede pasar que las cosas sigan su curso, hay papeles por en medio y nos ponen en un brete. ¿Qué hacemos ahora? ¿cancelamos la operación?, ¿lo llevan a la Audiencia Nacional y salimos en todos los periódicos? El director dimite, a mi me destinan a Liberia o a algún sitio peor y a ti te echan otra vez a instruir reclutas. Y tú lo sientes.

—Se está muriendo.

—¿Qué dices?

—Tiene un cáncer galopante. Le han dicho que ya no es operable, y o no entiendo nada de esto o no tiene remedio.

—Estupendo. ¿Te lo ha dicho él?

—Me ha enseñado los informes médicos.

—O sea que quiere lavar su alma antes de ir al juicio final.

—No estoy seguro. Sigo sin entender bien lo que quiere. Tal vez tiene que ver con Domingo.

—¿Crees que le mató él?

—Puede ser.

—Eso no cambia las cosas; lo tenemos en el peor sitio y apenas tenemos tiempo. —Hubo un silencio—. ¿No dices nada?

—¿Para qué has venido? No es sólo para verme, está claro.

—Sí. Está claro. Pero no había manera de localizarte.

—Ya me has localizado.

—Sí —suspiró Valdés— pero no estoy seguro de que me sirva de algo.

—Y si te explicaras.

—No me provoques, capitán. No estoy de humor. Es imprescindible que lo pongas a trabajar. Necesitamos que esté en la calle.

—¿Qué pasa?

—Pasa algo en el movimiento. Tenemos otras fuentes y está pasando algo gordo. Necesitamos saber qué es.

—¿Qué quieres que haga?

—Quiero que lo recuperes —mordió Valdés las palabras—. Es nuestro chico y quiero que lo recuperes.

A las ocho de la mañana Maestre estaba sentado de nuevo frente a otro teniente de la Guardia Civil, ésta vez era un veterano con el cabello blanco, el rostro anguloso y la tranquilidad que dan las estrellas y el respaldo de algo más que un sillón de cuero.

—Mire teniente —dijo Maestre con su mejor tono amenazador—. Estamos metidos en un serio problema. ¿Me quiere decir qué cojones significa eso de que Iñaki Sagarzazu debe ir a Madrid?

—Lo siento mi capitán, pero… verá. En cuanto le identificaron lo comunicaron a la Comandancia, a Madrid. Las órdenes superiores eran trasladarle inmediatamente, eso iban a hacer en Huesca, pero al parecer entonces la revisión médica… todo esto se lo digo de un modo extraoficial, como puede suponer yo sólo soy… digamos, su ángel custodio.

—¿Y?

—El detenido estaba reclamado por varios juzgados. Fue entonces cuando recibimos aquí la orden del Protocolo con el CNI… de modo que se juntaron las órdenes de la Comandancia de enviarle a Madrid y la del Protocolo. No tengo datos sobre su enfermedad, pero los médicos recomendaron que se le ingresara y así lo hemos hecho. Y tengo órdenes por escrito de trasladarlo a Madrid en cuanto le den el alta, pero a una unidad hospitalaria penitenciaria. La orden está firmada por la Comandancia para el momento en que los médicos lo consideren posible…

—Teniente. ¿Se llama usted…?

—Suárez.

—Bien teniente Suárez. Escúcheme bien. Nadie va a trasladar a ese hombre a ninguna parte. Tenemos prioridad absoluta.

—Pero mis órdenes…

—Ahora tiene nuevas órdenes. La orden de Madrid ha llegado demasiado tarde. Se le van a traspapelar esas órdenes y esta tarde ese hombre se viene conmigo. Yo respondo por todo. Si no colabora y algo sale mal mi cabeza caerá, pero me aseguraré de que la suya y la de todos sus amigos y parientes vayan detrás de la mía, ¿está claro?

Iñaki intuyó que era la hora. No había relojes en la habitación, pero sabía que a las seis se acaban las visitas. Siempre había sido bueno calibrando el tiempo. Muchas horas de espera, mucho entrenamiento antes de moverse, de entrar en una casa, de salir de un zulo o de deslizarse por una calle oscura. Se podía equivocar en diez o veinte minutos. No más. Sentía que le ardía todo el cuerpo, en especial los ojos y los brazos.

Oyó ruido fuera, en el pasillo, voces, un arrastrar de pies y la puerta se abrió. Una mano encendió la luz y entonces, como a través de un velo, vio a los dos hombres; uno el uniformado, probablemente el que hacía guardia fuera, el otro un individuo trajeado, de estatura media; su profesor de inglés con una bolsa de papel con asas en una mano. Lanzó la bolsa a la cama, sobre Iñaki y el policía se quedó a la puerta, como esperando órdenes.

—Venga, joder. Vístete —le ordenó el profesor de inglés con voz desagradable—. Te he comprado ropa nueva a ver si nos modernizamos un poco.

Cuando salieron los dos al pasillo, Iñaki vio como Maestre se acercaba hasta la enfermera de guardia y recogía una bolsa de plástico. Iñaki se sentía tan indefenso como cuando estaba tendido en la camilla. En el aparcamiento había un coche.

—¿Y eso que es?

—Un tentempié para ti —dijo Maestre.

—¿A dónde vamos? —preguntó sin demasiado interés.

—Te he sacado de una buena, ¿eh? No te acostumbres. Nos vamos a Zaragoza.

* * *