XIII

Izaskun acababa de cumplir los doce y Domingo estaba ya en Francia, al otro lado, como se decía en Mondragón. De Iñaki sólo recordaba sus grandes ojos, la seriedad con que las miraba cuando jugaban a la comba. Todo era gris. Las calles, el cielo, los montes lejanos, las clases de catecismo de los domingos por la mañana. El colegio. Saltaban cogiéndose las faldas para que no se levantaran y todas fingían que se enfadaban porque los chicos las miraban. Algunas veces, por la noche, paseaban en grupos por Erdiko y veían a los mayores en las tabernas, de chiquitos, bebiendo, hablando de política y cantando canciones de Lertxundi y de Lourdes Iriondo. Ez Dok Amairu estaba ya en su apogeo; ella todavía no entendía bien de qué hablaban aunque debía ser algo importante, como decía aquella canción de Telesforo Monzón: Itziarren semeak, ez du laguna salatzen; Domingo sí que era un hombre.

Pero había que crecer deprisa y su cuerpo pequeño, pero bien desarrollado, se lo fue poniendo más fácil. Las chicas mayores la aceptaban aunque no de muy buen grado y los chicos le dedicaban los mismos piropos y las mismas miradas desvergonzadas que a ellas. Por más que trataba de fijar en su memoria a Iñaki, la cabeza se le iba a Domingo, el primer día en que él se dignó mirarla. Habían pasado los años y se atrevía a pasear por el pueblo aunque sabía que los tricornios lo buscaban, pero eso no era suficiente para él. Le preguntó en la taberna, ¿y tú quién eres? Alguien le dijo, es la chica de Begoña, porque ella fue incapaz de decir ni una palabra. Se sintió mujer nada más oír su voz, nada más notar sus ojos un poco burlones fijos en ella. Hablaron hasta que se hizo de día y él le dijo: será mejor que me vaya, soy como los vampiros. Le vio alejarse, sentarse de copiloto en un coche y desde la ventanilla aún le gritó: no me has dicho cómo te llamas. Y ella le dijo su nombre y luego le lanzó un beso con la punta de los dedos.

Y antes de darse cuenta el desagüe de la política los engulló a todos. Primero en la iglesia, luego en el monte o el camarote de alguno de los chicos. Se apuntaron todos a las salidas a peña Amboto, a Leizargárate y más tarde al Pirineo, a los valles navarros donde empezaron a recoger los bailes, las canciones y las tradiciones que les ayudaban a encontrarse a sí mismos. Iñaki era joven, muy joven, y estaba deslumbrado por Domingo y los suyos, como todos. Izaskun le recordaba en las reuniones de los primeros días, cuando ella pensaba que tal vez el camino era otro. Iñaki no, Iñaki ardía como los carbones en una vieja cocina de caserío. Soñaba con guerrillas en el monte, con entrar al frente de una columna, como el Che en Santa Clara. ¿Dónde estás ahora Iñaki?, qué estás haciendo, qué nueva aventura corres. ¿Estás tratando de cambiar otra vez el mundo?

Tras los cristales, las primeras gotas empezaron a golpear, como diminutos puños, para resbalar luego, en rápidos meandros, hasta perderse bajo el marco de madera. Izaskun oyó la campanilla de la puerta pero no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que los dos hombres se sentaron junto a ella, Eduardo y un hombre joven, aunque no demasiado, de pelo negro, atractivo, con ese aire de seguridad en sí mismo que sólo tienen ciertas profesiones.

—Hola —saludó el hombre.

—Quiere hablar contigo —dijo Navarro mirándola a los ojos.

—¿Y quién quiere hablar conmigo? —dijo ella, tensa.

—Nos va a ayudar, Izaskun.

—¿Cómo nos va a ayudar?, ¿encerrándonos?

—No quiero encerrar a nadie —dijo Maestre—, no soy un poli ni nada parecido.

—¿Entonces quién es usted?, ¿por qué nos quiere ayudar?

—Escúchale —rogó Navarro—. Sólo eso. Si no te interesa nos vamos y se acabó.

—Es un buen consejo —dijo Maestre.

—No necesito consejos —dijo ella.

—Necesitamos ayuda, Izaskun, sobre todo él.

Maestre dejó que unos segundos gotearan como la lluvia en los cristales. En el local hacía calor y le molestaba la camisa demasiado gruesa para su gusto.

—¿Queréis hablar a solas? —preguntó Maestre—. No me importa. Puedo esperar.

—No será necesario —dijo ella tras unos momentos.

—Bien. Escúchame —siguió Maestre, como si todas aquellas dudas no tuvieran nada que ver con él—. Iñaki está en peligro y por lo que parece tú también. Por el momento estamos de acuerdo en que deberías irte a Madrid, con él —señaló a Navarro— y luego puedo arreglar que Iñaki y tú os vayáis lejos, a algún sitio donde estéis a salvo.

—¿Y por qué tanta amabilidad?

—Porque Eduardo me lo ha pedido y somos buenos amigos.

Izaskun les miró y Navarro bajó los ojos.

—Ya. ¿Qué quieres a cambio?

—Quiero hablar con Iñaki.

—Claro. Yo le cito y tú lo detienes.

—Te he dicho que no me interesa detener a nadie. Eduardo me ha pedido ayuda. Tú necesitas ayuda e Iñaki también, para algo tan sencillo como para salvarle la vida, si es que todavía es posible. ¿Me entiendes?

—No sé dónde está —dijo ella negando con la cabeza.

—Pero tendrás una idea de dónde vive o a quién puede recurrir.

—¿Cómo sé que no me engañas?

—No te engaña —dijo Eduardo—. Nadie te está engañando. Yo le he pedido que nos ayude. Desde el primer momento sabes que Iñaki está en peligro. Tú misma me lo dijiste y ahora lo tuyo…

—Pero no sé dónde está. Lo único que sé es que vive en el otro lado, hacía años que no le veía. No va diciendo por ahí donde duerme pero seguro que no es en Mondragón.

—¿Te puedes comunicar con él? —preguntó Maestre. Izaskun le miró en silencio—. Os sacaré a los dos de aquí. Podréis ir donde queráis. Tienes mi palabra.

—¿Tu palabra?

—Iñaki me conoce y sabe que no quiero detenerlo ni nada parecido.

—¿Qué tengo que hacer? —dijo ella tras un silencio.

—Llámale o queda con él, lo que sea que hagas, no me interesa. Te juro que no pasará nada. Sólo convéncele para que vaya a verme. Él ya sabe dónde.

—¿Y eso es todo?

—Eso es todo. Habla con él, le dices que has hablado conmigo, que venga a verme.

—¿Y nadie montará una redada para atraparle?

—Te repito que no quiero atraparle —dijo Maestre—. Ni siquiera quiero que me digas cómo vas a entrar en contacto. Sólo dile que venga a verme.

—Está bien —dijo ella cogiendo el abrigo—. ¿Nos vamos ya?

—¿Por qué no le has dicho nada? —preguntó Navarro mientras se ponía su abrigo. Izaskun había salido ya a la calle y esperaba mirando al cielo encapotado, como si se tomara un respiro.

—Sobre qué.

—Ya sabes qué.

—No, joder. No sé qué. ¿De qué estás hablando ahora?

—¿Por qué no le has dicho lo de Domingo? Le ibas a preguntar por Domingo.

—No necesito preguntarle nada. Era su hombre y está muerto.

—¿Por qué no le has preguntado nada? —insistió Navarro. Izaskun les miró desde fuera, a través del cristal.

—No me jodas —murmuró Maestre—. Eso no tiene importancia. Lo que importa ahora es ver si Iñaki aparece o no.

—¿De verdad crees que le mató él?

—Yo no creo nada. Mi trabajo no es creer, sino recoger información. Me encargaron hacer de enlace con Iñaki de Mondragón y eso es lo que hago. Vuestras historias de cuernos no me interesan.

—No le has dicho nada porque si ella lo sospecha no te ayudará a encontrarle.

—Tú has visto demasiadas películas.

—Si ella llega a sospechar que Iñaki liquidó a Domingo no moverá un dedo para salvarlo. La conozco, no se lo perdonará.

—Tal vez eso es lo que quieres, que no le perdone.

—Eres un maldito cabrón. Un cerdo. Nunca debí mezclarme contigo.

—Fuiste tú quien me buscó. Recuérdalo. No te lamentes ahora.

Cuando iba a salir, Navarro aún se volvió y se metió la mano en el bolsillo.

—Toma. Eso es tuyo —dijo y lanzó en una parábola perfecta un pequeño micrófono electrónico.

Desde muy joven, Iñaki había aprendido a fabricar artefactos explosivos. Su formación como mecánico le había sido muy útil, pero más que un experto en fabricación se había convertido en un experto en colocación. Su paso por los boinas verdes de la Armada le había instruido convenientemente sobre dónde y cómo colocar un explosivo. Había que distinguir entre artefactos colocados en objetivos fijos o artefactos en objetos móviles, entre mecanismos temporizadores o de accionamiento a distancia, incluso se había preparado en el viejo sistema de la mecha. La cloratita, el titadine, la nitro o los diversos componentes químicos no tenían secretos para él. Con una simple botella, gasolina y algo de polvo de aluminio podía preparar un explosivo consistente, desde luego, pero en cierto modo era mucho más difícil deslizarse bajo un jeep de la guardia civil y colocar la bomba-lapa en los bajos sin ser descubierto, o hacer la instalación en un coche-bomba que luego tenía que circular sin levantar sospechas. No obstante, hubo un trabajo en el que tuvo que hacer las dos cosas: fabricar la bomba-lapa y colocarla en los bajos del Mercedes 500. La bomba encerraba ciertas dificultades; por ejemplo, el mecanismo explosivo que debía ir conectado al velocímetro del vehículo para explosionar cuando pasara de 120 kilómetros por hora. La explicación era sencilla, en ese momento el vehículo circularía, seguro, por una zona alejada del casco urbano, probablemente en una recta despejada. Era el modo de evitar víctimas colaterales, lo que hubiera propiciado la persecución de las autoridades, algo que no pasaría si las bajas eran sólo las que debían ser. El principal problema, como casi siempre, era colocar el artefacto en el Mercedes y conectar los cables al velocímetro. Requería tiempo, habilidad, tranquilidad y un poco de suerte. La suerte le vino cuando se encontró con que el coche debía pasar la noche en el taller después de que se le hiciera una revisión rutinaria. Había vigilancia, sí, pero tan laxa como solía ser en todo aquel país donde, en aquellos años, nunca pasaba nada. También había que contar con la suerte de que nadie debía entrar en el destartalado hangar durante la noche, cosa poco probable. Y luego estaba el asunto de la luz. Oscuridad total. Ni una mini linterna, nada. Apenas la claridad de la luna, pero durante semanas Iñaki se entrenó con una venda sobre los ojos. Aprendió a manejar los minúsculos destornilladores y tenacillas con una precisión de relojero. Le costó trabajo contener la respiración, aprender a respirar relajado y en silencio, reconocer cada pieza por el tacto de los dedos. No le importó trabajar sin guantes y dejar sus huellas por todas partes. Al fin y al cabo todo quedaría reducido a chatarra humeante, borrando todo rastro.

El mayor inconveniente fue el sudor. Le corrió a chorros por la cara mientras maniobraba en los bajos del coche o acurrucado ante el asiento del acompañante. No podía levantar el capó porque si alguno de los vigilantes miraba por cualquiera de las ventanas podría verlo, así que toda la operación tuvo que hacerse por debajo. De hecho, un guardián entró en el taller en algún momento e Iñaki tuvo que replegarse, enroscado como una serpiente, y controlar la respiración en la oscuridad hasta que el hombre volvió a salir.

Mikel le felicitó cuando todo salió según lo planeado e Iñaki sintió una sensación extraña, mezcla de sentimiento de culpa y de satisfacción.

Iñaki dejó que el móvil sonara mientras veía en la pantalla el número de Izaskun. Ella llamaba desde su teléfono fijo, como él le había dicho. Se acabó de tomar la taza de té caliente y luego salió del bar, calle abajo, hasta encontrar la cabina telefónica. Ella esperaba la llamada en el móvil y lo descolgó al primer sonido.

—Hola erretxina. ¿Me echas de menos?

Iñaki escuchó mientras no dejaba de escudriñar a su alrededor. Así que te utilizan para que yo aparezca.

—¿Qué más te ha dicho mi profesor de inglés?

—Nada. Sólo eso, que vayas a verle.

—¿Y ya está?

—Ya está.

—¿Y por qué han recurrido a ti?

—Han pasado cosas…

—¿Qué cosas?

—Alguien entró en mi casa. Me han estado vigilando y… bueno. He accedido porque me han dicho que estabas en peligro, que la única manera de protegerte es que fueras a ver a ese hombre.

—Ya. ¿Quién ha entrado en tu casa?

Iñaki escuchó los miedos de Izaskun, sus prevenciones, sus dudas. Haces bien en tener miedo de todos, todos son una fuente de peligro, para ti y para mí.

—No deberías mezclarte en esto, erretxina.

—Estoy mezclada, Iñaki. ¿No lo ves? ¿No me ves?

Iñaki colgó después de oír la recomendación insistente: cuídate, por favor, cuídate.

No dejaré que te hagan daño, se dijo Iñaki. Eso no.

—Tengo el fin de semana libre —susurró la voz de Luisa al otro lado del teléfono—. El domingo por la noche vuelvo a Cartagena.

—¿Por qué no te quedas?

—Aún no lo tengo claro. Había pensado que… podíamos pasarlo juntos.

—Es una buena idea —asintió Maestre.

—Ya. ¿Pero eso quiere decir que sí?

—Conozco un albergue en la sierra.

—Está bien. Recógeme a las siete en el Cuzco, ¿de acuerdo?

Cuando colgó, Maestre suspiró profundamente y conectó el ordenador. No era una buena idea, pero ¿qué podía hacer? ¿volver otra vez a la rutina de siempre?, ¿dejar que se marchara y dar por terminado algo que podía tener un futuro? No había nada de Valdés. Ni una noticia, ni una clave, nada. ¿Me has traicionado Izaskun? ¿Qué ha sido de ti, Iñaki? ¿Me estáis dando el fin de semana libre? Ya en la calle se compró un par de periódicos y repasó las noticias locales detenidamente, en especial buscando sucesos, detenciones, algo que remotamente se pareciera a una pista de Iñaki. Nada.

Unos minutos después de las siete, Luisa cruzó la puerta acristalada y se dirigió hacia el aparcamiento. Maestre la vio llegar con aquella forma suya de caminar, recta, desenvuelta, como si todo el mundo tuviera que rendirle pleitesía, aquella forma de andar que acomplejaba a su esposo, su engañado esposo. Llevaba un abrigo negro, corto, que enmarcaba su cuerpo a la perfección y Maestre sintió la premura de desnudarla, de explorar aquel cuerpo recuperado, aquella sensación de poder que significaba tener en los brazos a la mujer más hermosa del mundo.

—¿Has esperado mucho?

—No. Acabo de llegar —dijo él.

Arrancó y se sumergió deprisa en el tráfico de salida de un viernes por la tarde. Era como si todo el mundo se hubiera quedado en suspenso. Iñaki, Valdés, Mondragón, todo a la espera. Esto no va a salir bien, pensó. En cualquier momento puede explotar, pero es mi última oportunidad. Luego se irá a Cartagena y tendré un respiro, pero si la dejo ahora no volverá. La conozco.

—¿Sabes qué? —dijo en un arranque— voy a apagar el móvil.

Luisa le miró de reojo mientras él sacaba el pequeño teléfono y lo desconectaba. Ya está, se dijo. No pasará nada. No puede pasar nada, la gente con la que trato no debería meterse en líos los fines de semana.

La habitación era acogedora, la madera de las paredes cálida, la cama era blanda y parecía cerrarse sobre sus cuerpos desnudos. Maestre clavaba sus ojos en los de ella, turbios por la excitación, mientras la penetraba, besaba su boca entreabierta, sorbiendo su aliento. Durante largo rato no dijeron ni una palabra mientras se exploraban, se reconocían, se acariciaban. Luego, reclinada sobre la almohada, con un cigarrillo sostenido en el aire, con clase, con mucha clase, ella le preguntó.

—¿Ya no navegas?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque he vendido el Eugenia. No podía… me traía demasiados recuerdos.

—Comprendo. No. Hace mucho que no navego y lo echo de menos, pero… es como si…

—Como si qué.

—Como si viviera otra vida. Me he vuelto un madrileño total. Añoro el mar pero me queda muy lejos.

—Te he echado tanto de menos —dijo ella. Apagó el cigarrillo con movimientos lentos y se volvió hacia él. Y fue mucho mejor. Sin urgencias, lentamente, casi de un modo científico, buscando con las manos los lugares más sensibles, obteniendo placer a cambio, y murmullos y quejidos suaves.

—¿Me quieres? —dijo ella mirándole, con profundas ojeras y los labios rojos y entreabiertos.

—No hablemos de amor, por favor, hagámoslo, ¿quieres? Tenemos dos días para nosotros.

Iñaki no sentía nada, sólo un insignificante tirón en la ingle, donde el catéter entraba en su cuerpo. En la sala sólo se oía un suave rumor y la temperatura era tan agradable que se hubiera quedado allí, tendido, sin pensar en nada. No sabía cuanto tiempo llevaba allí, tal vez toda la mañana. Ahora soy vulnerable, muy vulnerable; sin la Glock, con un tranquilizante en las venas, tendido en una camilla acolchada en una habitación aséptica, con personas a las que no veo moviéndose a mí alrededor. El recuerdo de Barcelona, del aparcamiento en la zona alta, se hizo más vivo que nunca. Estaba oyendo música, no sabía qué música. Una persona que disfrutaba con una sinfonía mientras conducía por la ciudad. Un buen hombre. He cometido un error, el error que nunca se debe cometer, pensar en el objetivo como un ser humano. Ya nada será igual. Era un ser humano con esta misma paz espiritual, un enemigo del pueblo vasco. Son enemigos del pueblo vasco. Y el pueblo vasco somos nosotros, Mikel, Ubiña, el Chopo, Santi, yo mismo. Somos nosotros el pueblo vasco, unos cientos de personas. Y los chicos, los cachorros de la calle. Y ahí se acaba el pueblo vasco. A partir de ahí sólo hay tibios, traidores, neutrales y enemigos, como decía el general Suárez Masón. Todos son enemigos. No sois pueblo vasco. ¿Y ahora qué soy yo?

—¿Se encuentra bien?

—Sí. Gracias.

—Ya terminamos. ¿Ha venido solo?

—Sí.

—Tendría que quedarse ingresado hasta mañana. No está en condiciones de andar por ahí, los efectos…

—No, lo siento. No puedo quedarme.

—Entonces será mejor que descanse un rato. Le pondré una camilla…

—No será necesario.

—Me temo que sí. Hasta que no le pase el efecto de los tranquilizantes no podrá conducir. Además, hay una caída general de sus energías, la quimioterapia tiene estas cosas.

—Tomaré un taxi, gracias.

—Como quiera.

Hacía un día espléndido. Indicó al taxista que le dejara en el aeropuerto y una vez allí tomó otro de regreso hasta la estación de autobuses asegurándose antes de que nadie estaba interesado en lo que hacía. Compró un billete para Huesca y se reclinó luego en uno de los duros asientos de plástico de la estación, luchando por no dormirse.

Estaba en un bosque, llovía, y la capucha y el pasamontañas le molestaban no dejándole ver más allá de un pequeño rectángulo. Intentaba disparar al blanco pero en su mano no había nada, sólo el dedo índice, como cuando era niño y jugaba a indios y a vaqueros. La angustia era terrible porque alguien, un hombre sin cara, le gritaba y le exigía que se definiera. Luego, sin dejar de apuntar con el dedo el escenario cambiaba y era él el que estaba frente a otros hombres, o sombras que se hacían grandes y pequeñas y sí llevaban armas de verdad. Sabía que lo iban a matar.

Una sacudida suave le despertó y vio a un hombre con una boina negra inclinado sobre él.

Ça va? —le dijo.

—Oui, oui. Merci. Ça va bien. Merci.

En un impulso comprobó la bolsa de viaje para asegurarse que la Glock seguía allí, oculta en un bolsillo interior. El reloj de la pared marcaba las once de la noche. En el hangar sólo había un par de vagabundos y el hombre de la boina que se alejaba con una maleta en la mano y cojeando ligeramente.

Iñaki se levantó todavía con la sensación de estar flotando en algún lugar entre la camilla del hospital y el cielo. Maldijo mil veces al mundo entero. En el bolsillo llevaba el inservible billete de autobús para las nueve de la noche y tenía la boca seca y el estómago ardiente. El bar de la estación ya estaba cerrado y poco a poco su cerebro empezó a procesar la información y a buscar una salida. He perdido el autobús. Lo mejor será que pase la noche aquí, se dijo. O tal vez si encontrara un taxi podría ir ahora mismo a Huesca o al menos a Canfranc.

Finalmente optó por esto último. La parada de taxis frente a la estación estaba vacía, pero no le costó demasiado encontrar uno circulando y llegar a un acuerdo.

Cruzaron Somport al filo de las doce de la noche. El taxista era un prodigio de sobriedad y de silencio y se limitó a anunciarle que ya estaban en España. Cruzaron las antiguas casetas de aduanas y de vigilancia sin ver ni un alma. En menos de una hora estarían en Canfranc e Iñaki deseaba como nada en el mundo una ducha caliente, una cama cómoda y unas horas por delante para dormir y para pensar. Se encontraba ya despejado pero extraordinariamente cansado, al borde de la extenuación. Se acordó entonces que no había comido nada desde hacía al menos doce horas.

Y entonces les vio. Lo sabía, murmuró para sí. Lo sabía. Ante él una luz blanca se movía arriba y abajo. El taxista soltó un sonoro «erde[5] y aflojó la marcha. Casi al momento se encendieron los faros de un todo terreno y tratando de que no le deslumbraran, Iñaki distinguió las figuras de los GAR con sus armas preparadas y listas para disparar. Dos o tres, podría… sintió que la adrenalina le subía desde lo más profundo hasta casi estallarle en la garganta.

—Los tricornios —dijo el conductor en español.

—Sí. Pensaba que se habían ido con Franco. —Continuó tratando de sonreír.

El taxi se detuvo en el arcén, junto al todo terreno. Eran tres guardias, muy jóvenes, altos y tocados con boina. Uno de ellos, con galones de cabo, se acercó hasta la ventanilla del conductor y le pidió la documentación mientras los otros dos se colocaban uno a cada lado del vehículo. Cálmate Iñaki, tu documentación es buena. No buscan a nadie. No tienes que hacer nada. Nadie quiere que hagas nada. Los míos siempre dicen que no hay que resistirse y mi profesor de inglés me lo hizo memorizar. No va a pasar nada.

—¿Habla usted español? —le preguntó a Iñaki el cabo.

—Sí. Sí.

—Documentación por favor. —Iñaki le alargó su pasaporte francés. El guardia lo observó atentamente, le miró a él varias veces y finalmente le devolvió el documento.

—¿Le importaría enseñarme su equipaje?

—No llevo, voy sólo a pasar el día, mañana por la noche vuelvo a casa.

—¿Y esa bolsa? —dijo el cabo señalando junto a él.

—Bueno, sí, un bolso de mano. —Iñaki sintió que el sudor le resbalaba por la frente. De buena gana hubiera cogido la Glock y hubiera disparado contra el maldito lagarto.

—Salgan del coche por favor. —El taxista lo hizo al momento, muy deprisa. Iñaki sintió que la sangre le subía a la cara y un dolor fuerte y agudo empezó a crecer dentro de él.

—He dicho que salga del coche —remarcó el cabo retrocediendo un paso. Uno de los guardias, el que estaba en su mismo lado, había apartado al taxista y se lo llevaba un poco más lejos. Iñaki trató de calmarse y recordar los consejos de su profesor de inglés. Tal vez no pase nada.

Salió del taxi por la misma puerta en que estaba el cabo apuntándole con el arma. La bolsa se quedó en el asiento de atrás, como una amenaza.

—Perdone —dijo— ya la abro —y trató de acercarse a ella, pero la voz del guardia, seca y tensa le detuvo.

—No será necesario. Yo lo haré. Apártese.

El otro guardia, apostado un poco más atrás se acercó hasta él y le indicó con la cabeza el lugar hacia el que debía colocarse. Iñaki trató de pensar pero el dolor del estómago le iba creciendo como un alien dentro del vientre. Trato de respirar hondo para calmarlo pero el corazón le latía a mil por hora y la vista se le empezó a nublar. Se oyó a sí mismo decir incoherencias mientras el cabo, con precaución atraía la bolsa hacia sí. No es ningún idiota, se dará cuenta del peso. El guardia había dejado colgar su Z-84 y abrió la bolsa con cuidado. Le vio tantear dentro. Los faros del todo terreno daban luz suficiente. El taxista miraba la escena con los ojos muy abiertos, sin atreverse a abrir la boca mientras el GAR le apuntaba sin quitarle la vista de encima. Son buenos, pensó Iñaki a punto de rendirse. Son muy buenos; no hay escapatoria. El dolor era cada vez más fuerte y de pronto notó cómo le flaqueaban las piernas y el cuerpo se le venía abajo. Entonces todo pasó muy deprisa. El cabo se volvió hacia él con violencia y le gritó: ¡al suelo! poniéndole el arma ante la cara. El segundo guardia, el que estaba tras él, le encajó el Z en las costillas cuando casi estaba a punto de caer y el tercero, el que vigilaba al taxista gritó también la orden: ¡al suelo, las manos a la cabeza! empujando al pobre hombre al tiempo que le trababa los pies.

El dolor del estómago se hizo insoportable. Iñaki gritó con todas su fuerzas y un violento culatazo en la cara le lanzó de espaldas al suelo. ¡Quiero hablar con Rafael!, murmuró. ¡Quiero hablar con Rafael!

—Vas a hablar con tu puta madre —gritó alguien y una patada en la cabeza lo sumió en la más absoluta oscuridad.

Una habitación blanca, desde el suelo hasta el techo, sin una sola concesión al color, salvo por el uniforme del policía nacional apostado junto a la puerta. La ventana, amplia e iluminada por el sol, estaba velada por una fuerte reja de hierro y una cortina igualmente blanca, como el resto de la habitación. En la cama, Iñaki permanecía inconsciente, con la cabeza vendada y el gotero a su lado, como otro centinela añadido. Todo sumido en un silencio sólo roto por el bip bip del monitor y cierto chasquido intermitente que el policía hacía con la boca, tal vez para matar el aburrimiento.

Cuando se abrió la puerta entró por ella un adusto facultativo, con la bata blanca y el fonendoscopio colgando, seguido de dos hombres de paisano; bajo y entrado en años uno, delgado y joven el otro. El médico intercambió unas palabras con el uniformado y luego se acercó hasta el enfermo. Le miró las pupilas, le tomó el pulso y consultó una gráfica puesta a los pies de la cama.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó con una voz que a Iñaki se le antojó muy lejana. Trató de hablar, pero de su boca sólo salió un murmullo.

—Le están tratando un carcinoma, quimioterapia —dijo el médico dirigiéndose al hombre bajo y entrado en años.

—¿Se puede hablar con él?

—Imposible. Está muy sedado.

—¿Ha dicho alguna cosa? —preguntó con sequedad el policía de uniforme.

—Nada, inspector. Murmuró algo en sueños como Rafael o algo así, pero eso fue todo.

—Lucien Auchamp —murmuró el policía de paisano mirando el pasaporte francés de Iñaki—. ¡Que gracioso! ¿Será el dueño de los supermercados? Felipe —dijo dirigiéndose a su compañero más joven—. Que le tomen las huellas y hazle una foto. Vamos a ver quién es este pájaro.

—Entra en una clínica de Pau —dijo Mikel mirando la foto de la pantalla— ¿y qué?

—¿Qué pasa?, ¿a quién fue a ver? —inquirió Ubiña achicando los ojos.

—No hay nadie conocido internado allí, ¿no? —afirmó más que preguntó Mikel dirigiéndose a Santi. Los tres estaban en un pequeño saloncito calentado por una chimenea de mentira. Un televisor emitía imágenes en silencio y en la baja mesilla humeaban las tazas de café. Unos amigos pasando la tarde juntos, repasando fotos en la pantalla de un ordenador portátil.

—No. Es una clínica especializada en el tratamiento del cáncer —dijo Santi.

—¿De cuándo es la foto? —preguntó Mikel sin dejar de mirar la pantalla.

—La tomó Karlos ayer.

—¿Quién ordenó seguirle? —preguntó Mikel con expresión sombría.

—Yo —dijo Ubiña.

—¿Nuestro amigo tiene un cáncer? —preguntó Mikel al aire estirándose y colocando las manos tras la cabeza.

—O una buena tapadera —dijo Ubiña.

—Vamos, Pilar —sonrió Mikel— no seamos agoreros. Hay que ser más optimista; a lo mejor tiene un cáncer de verdad. ¿Consultaste la lista de pacientes? —preguntó dirigiéndose a Santi.

—No, yo…

—¿Lo ves? —dijo Mikel—. Hay que mirar esa lista.

—No es gilipollas —dijo Ubiña—, estará en esa lista aunque esté más sano que tú y que yo.

—Podríamos mirar los expedientes médicos. —Aventuró Santi.

—Es una buena idea —afirmó Ubiña.

—Comprueba si está en la lista de pacientes y comprueba también si ha entrado algún médico nuevo en los últimos meses —dijo Mikel y les miró con expresión burlona—. ¿No lo entendéis? Si se está viendo allí con alguien lo tendrán todo más que cubierto, expediente clínico y todo eso. Pero un médico nuevo será fácil de rastrear y ver si es de verdad o no. ¿Y dónde está ahora nuestro amigo?

—Ni idea —dijo Santi—. Ha desaparecido.

—Eso es normal, ¿no? —dijo Mikel—. No vamos dejando un rastro por ahí. ¿Has husmeado en su zulo?

—Hace días que no va por allí.

—¿Tú no tenías que reunirte con él? —preguntó Mikel a Ubiña.

—No se presentó.

—Pero eso tampoco es determinante. No somos el orfeón donostiarra. La gente puede faltar a los ensayos, ¿no?

—Nunca me he fiado de él —dijo Ubiña tensa.

—Tú no te fías de nadie, maitasun. ¿Y qué hay de la vestal?

—Tampoco está en su casa —respondió Santi.

—¡No me digas que se han ido juntos! Esto empieza a ser divertido. No deja de ser paradójico, ¿no crees? A rey muerto, rey puesto —soltó una carcajada—. Bien Santi —dijo repentinamente serio y bajando la voz—. Volando a la clínica esa. Hazlo como quieras pero quiero saber si hay un médico nuevo en los últimos tres meses y asegúrate que Iñaki o algo que te suene está en la lista de pacientes. ¿Vale?

—Vale —Mikel le miró fijamente un segundo y Santi se puso en pie entendiendo—. De acuerdo. Voy volando.

—Ya sabes cómo localizarme cuando tengas algo. Agur.

—Agur.

Solos en la salita, Mikel volvió a mirar la foto en la pantalla mientras fruncía los labios en un gesto de reflexión.

—¿Sabes? Es muy posible que realmente esté enfermo. Empiezo a creerlo.

—¿Sigues pensando que no nos puede traicionar?

—Cualquiera nos puede traicionar, hasta tú.

—Eres muy gracioso —espetó Ubiña.

—Te lo digo en serio. Cualquiera suficientemente motivado. Así que a lo mejor nuestro amigo está enfermo, muy enfermo y eso es un motivo suficiente.

—Nos vende, saca pasta y se fuga con su amiga de Arrasate.

—Es posible, pero si está enfermo de verdad… como decirte… no tiene futuro. O sea que el motivo tiene que ser más retorcido.

—No te entiendo.

—Claro, querida, no me entiendes porque no tienes toda la información.

—¿Qué pasa?, ¿qué información?

—Eso es confidencial.

—¡No me jodas! He atado cabos. Lo del carcelero en Mondragón, lo de la acción de Madrid, lo de Alicante… siempre está él presente. En todos esos desastres ha tenido algo que ver. Nos traiciona y tú sabes algo.

—Lo que yo sé no tiene nada que ver con lo de ahora, además me convenciste de que la filtración era ese chico, ¿cómo se llamaba?, el de Gaztambide.

—Tal vez nos equivocamos —dijo Ubiña.

—No, no nos equivocamos. Era un chivato. Estaba claro, al servicio de los txakurras, Pilar. Ahora no me vengas con monsergas, pero lo que sí era es un pardillo. El solo no podía hacer nada, un chivato, nada más. Alguien le tuvo que ayudar, alguien muy bien preparado, alguien para el que estaba trabajando.

—Iñaki.

—Sí. Tal vez Iñaki.

—Entonces estamos bien jodidos. Hay que encontrarle y solucionar el problema. Cuanto antes, mejor.

—No es tan fácil, Pilar. Te recuerdo que es un miembro de la dirección.

—¿Y qué? Otros también lo eran —dijo ella.

—Sí, pero hay que hacer las cosas bien. Hay que hacerlas bien. Lo importante ahora es averiguar dónde está antes de que sea tarde. Ésa es tu parte. Convencer a la troika es cosa mía.