Mirando a Gloria de reojo, Maestre pensó que no debía haberlo hecho. Era necesario volver a Mondragón a recoger la grabación y eliminar las pruebas del desastre, pero no con ella. No había sido una buena idea.
—Estamos mezclando el trabajo con otra cosa —le dijo.
—Se lo debemos —insistió ella.
Si alguien tiene una deuda es este pueblo, pensó Maestre. Tenéis una deuda con todos porque unos y otros colaboráis diariamente en la muerte y la extorsión. Unos actúan, otros apoyan, los de más allá encubren y justifican. Todos estáis mezclados en esto y cuando uno no puede más hace lo que hizo Gorka o lo que está haciendo Iñaki. No podéis más con vuestra conciencia y buscáis la redención a tanta sangre. Soy como un confesor para ti, Iñaki, pero no me dices la verdad, nunca me dirás la verdad. Y ahora tal vez hemos perdido la oportunidad.
—¿Por qué no pasaste el soplo a la Guardia Civil? —preguntó Gloria—. Se tenían que haber encargado ellos.
—¿Y qué habríamos evitado con eso? Le tendieron la trampa. Le contaron a Gorka una mentira, sólo a él. Y un despliegue de los civiles habría tenido el mismo efecto. Hubieran sabido que él dio el chivatazo.
—Ya llegamos —dijo Gloria.
Maestre no dijo nada. Condujo despacio, en dirección a la casa de Izaskun, localizó el coche aparcado y pasó de largo dirigiéndose al coqueto hotelito de la calle Ferrerías.
—¿Estás lista? —preguntó.
—Lista. Soy tu recién casada esposa y ahí llevo el ramo para llevar a la virgen de Aránzazu. ¿Vale?
—Vale. Y también iría bien que dejaras ese aire borde y te comportaras como una recién casada. ¿No te parece?
—¿Qué quieres, unos cuantos arrumacos?
—Gloria, o lo hacemos bien o la vamos a joder bien jodida.
—Está bien. Lo siento. Perdona. No estoy de buen humor.
—Esto no es una cuestión de humor. Limítate a hacer tu trabajo.
Dejaron el Polo oscuro a un par de calles, más cerca del coche espía, del mismo modelo y color, que el del hotel. Entraron cogidos de la cintura. Hicieron las formalidades oportunas, sólo una noche.
Gloria se comportó, hablando por los codos con la casera sobre su boda, Nuestra Señora de Aránzazu, su viaje de novios a Santo Domingo. Subieron a la habitación y se limitaron a esperar, en silencio, a que se hiciera de noche, viendo la televisión.
Bajaron ya oscurecido, interpretando a la perfección su papel y preguntaron al ama dónde podían tener una cena íntima.
—Aquí la gente va a Udala. Yo les indico.
Salieron tan estrechamente cogidos que les costaba trabajo andar y se dirigieron al coche espía. Con un poco de suerte nadie se dará cuenta de que habían dado el cambiazo.
Maestre forzó la cerradura y el volante, empezó a hacer un puente con disimulo, mientras Gloria se echaba sobre él como si no pudiera estar un minuto sin besarle.
—¿No podías traer la llave? —le dijo al oído.
—La tenía Gorka.
El coche arrancó. Salieron despacio siguiendo las instrucciones del ama del hotel. El restaurante, un antiguo caserío, no estaba lejos, pero Maestre esperaba que no necesitaran mucho tiempo para recuperar la grabadora.
—Está en la guantera —dijo Maestre y Gloria la sacó con cuidado.
La guardó en el bolso y luego se reclinó en el asiento.
—Ahora a cenar tranquilamente —siguió Maestre— y luego volvemos a nuestra habitación, como dos recién casados.
—Lo que me preocupa es cómo recuperaremos el micrófono —comentó ella.
—No lo recuperaremos.
—¿No? ¿Entonces?
—Entonces, nada. Toma —le alargó una pequeña batería y un nuevo disco—. ¿Sabes cambiarlo?
—Claro que sé cambiarlo. ¿Me tomas por una becaria?
Mientras apenas probaba la comida y daba cuenta de la botella de vino, Maestre se dio cuenta de que posiblemente hacía meses, o tal vez un año que no tenía algo parecido a una cena íntima. Charlaron de vaguedades, haciendo tiempo. Y entonces sonó el móvil de Maestre.
—Perdona —dijo y vio en la pantalla el número de Luisa. Lo dejó sonar sin acabar de decidirse y finalmente se hizo el silencio.
—¿Qué pasa? —preguntó Gloria.
—Nada.
—¿Nada? ¿Quién era?
Hubo un silencio y Gloria distrajo un momento la vista hacia otros rincones y otras parejas.
—¿Estás casado?
—No.
—¿Sabes que tienes muy mala fama entre las chicas del servicio?
—No hagas caso de todo lo que te digan. Y el problema que tenemos ahora es evitar que Valdés se entere de todo esto. No deberías estar aquí conmigo. Te dije que no lo hicieras.
—¿Quién es ella? —preguntó Gloria.
—Quién es quién.
—No te hagas el listo conmigo. Te ha llamado una mujer. Nosotras nos damos cuenta enseguida cuando nos engañan.
—Te tomas muy en serio el papel de esposa.
—¿Quién es?
—¿Siempre eres así de insistente?
—No me lo digas si no quieres.
—No quiero.
—¿La conozco?
—¡Joder!, ¿has oído hablar de la discreción?
—Eso quiere decir que la conozco —dijo ella.
—No. No la conoces.
—¿Es del servicio?
—No.
—¿Pero tenéis un rollo o no?
—Teníamos —dijo Maestre tras un instante—. Ahora estamos en dique seco, por decirlo de alguna manera y no pienso decirte nada más. ¿Satisfecha?
—¿Sabes cómo conocí a Gorka?
—No.
—De lo más normal. En una discoteca. Lo vi hablando con algunos de los cachorros de Haika. Parecían tener buen rollo y yo no había podido colocar a nadie todavía entre ellos. Me llevaba bien con la peña pero no se fían de nadie y menos de una profesora. Había que encontrar a alguien que estuviera ya dentro.
—¿Y por qué fuiste a por él?
—Llámale intuición. Le vi posibilidades.
—No envidio tu trabajo —dijo él.
—Es el mismo que el tuyo, compañero —refunfuñó súbitamente seria.
—No te ofendas. Quiero decir que reclutar es el lado más oscuro. Ya sé que engañamos. Es lo nuestro, pero en tu caso es más evidente. ¿Qué hiciste?, ¿decirle que te caía bien? O aquello de ¿vienes mucho por aquí?
—Ahora eres tú el que se pone borde.
—Lo siento. Perdona. Está muerto. Le utilizamos y ya está.
—Sí. Le utilizamos y ya está. —Gloria sorbió un poco de vino de su copa—. Tenía una especie de pánico a las chicas —dijo ella con voz diferente—. Se ponía colorado cuando le hablaba una. No tenía… ninguna experiencia. ¿Entiendes?
—Claro —dijo Maestre con un toque de comprensión, sin llegar a la ternura.
—¿Cómo la conociste tú?
—¿A quién?
—¡Oh, vamos! —gruñó Gloria—. A la que ha llamado.
—En Cartagena. Cuanto llegué allí destinado al Ceim.
—¡Ah! Eres infante de Marina. ¿Y cómo se llama?
—Luisa. De buena familia. Si te dijera el apellido te caerías de culo.
—No hace falta, se ve que tienes clase. ¿Te quiere?
—¡Y eso qué importa! —Maestre bebió un sorbo de vino—. Dice que sí, pero no soporta verme.
—Se llama amor odio Miguel. Y es lo más jodido del mundo.
—Sí, es jodido —cortó Maestre—. Creo que hemos disfrutado lo suficiente de nuestra cena íntima. Vámonos a la habitación. Tal vez el disco nos diga algo.
Volvieron en silencio. Maestre se colocó los auriculares y puso en marcha la grabadora. Era un modelo digital, en minidisc, con una altísima calidad de sonido y eso que lo había programado en monoaural para que ocupara menos espacio.
Una llamada: ¿Diga? Hola. Soy yo. He pensado que sí. Que acepto tu invitación. —Una risa—. Vaya, me alegro (era una voz familiar, ¿Navarro?) ¿y eso? Nada, que me apetece. Está bien. Hay vuelos diarios desde Sondica, dime cuándo vienes y te esperaré en Barajas. De acuerdo. ¿Te pasa algo? No nada, que tengo ganas de verte. Un beso. Agur.
—¿Qué? —preguntó Gloria.
—Ha llamado a un amigo. —Más silencio.
—¿A quién?
—Espera, espera…
Otra llamada. La voz de Izaskun, una voz fuerte y clara.
—¿Reme? Hola. ¿Estabas dormida? No chica, nada de eso, en mi casa no se duerme tan pronto. Oye que mañana me voy un par de días. Mira que bien, ¡qué envidia me das! ¿Me cuidarás las plantas? Claro, no te preocupes…
—¿Qué dice? —volvió a preguntar Gloria.
—Nada interesante, espera…
«… no, no pasa nada, pero me apetece irme unos días. Di que sí. Tú que puedes, yo con la peluquería nada de nada hija…»
¿Por qué le dieron a Gorka esa dirección?, pensó Maestre, de todas las casas posibles, de todo el pueblo le dieron esa dirección.
—¿Quién es esa mujer?
—Alguien más que una chica guapa.
Maestre volvió a colocarse los auriculares. No había hecho ninguna llamada más. Eso era todo. El mundo a través del teléfono. Maestre no pudo oír los ruidos de una mañana de soledad, con el pitido del despertador, la radio, el agua de la ducha, los cajones que se abren y se cierran. Ni el silencio y la ausencia de las palabras del nuevo día, nadie diciendo: buenos días, ¿cómo has dormido?, ¿me quieres?
Y tampoco pudo oír Maestre el timbre de una puerta ni ver, por supuesto, la cara de asombro de Izaskun, ni la sonrisa forzada de Santi, ni las voces de una tensa conversación: ¿Santi?, Ese soy yo; ¿qué haces aquí?, ¿no me vas a dejar pasar? Un micrófono en otro lugar le habría informado del ruido de pies sobre el parquet, de la puerta que se cerraba, de la pregunta indolente: Ya sabes lo que le ha pasado al chico de Gaztambide, ¿no?, y la respuesta agresiva de la mujer de un solo hombre: Lo sé. ¿Y tú, lo sabes? ¿Era amigo tuyo? Conocido. Y luego la tesis oficial: Está claro. Ha sido un asesinato de los txakurras. Todos tenemos la obligación de estar aquí para el funeral. Y luego la orden apenas disimulada: No te cabrees. Tengo el coche ahí. Vamos a dar un paseo y te presentaré a alguien.
—¿Tú eres imbécil?, yo no voy contigo a ninguna parte. Dile a los tuyos que se metan en sus asuntos.
—Esto no es una petición —la voz del hombre, tensa.
—¡Vete a la mierda! No me das miedo.
Y luego, Maestre no pudo oír el ruido de la puerta al abrirse. Los pasos, la frase amenazadora: «te he avisado», el portazo y un sollozo largo y contenido.
Gloria se había metido en la cama. Tenía los ojos cerrados y los labios apretados, cabreada consigo misma y con el mundo. Era como un compañero y a Maestre se le antojaba así, como una hermana o un camarada de lucha. Estar con ella en la misma habitación era como estar solo, igual que Izaskun.
—Vengo a ver al padre Jesús —dijo Iñaki a una mujer grande y adusta con ropas evidentemente de monja.
—¿Al padre Jesús? —un silencio—. El padre Jesús no recibe visitas, ¿quién le busca?
—Soy un antiguo alumno, de Aránzazu.
—¡Ah! No sé yo… pero bueno. Pase.
El recibidor era como una salita con un par de sillones, luz suave y un taquillón anticuado con flores secas. No había espejos pero sí un cuadro de la virgen con un cristal que reflejaba la imagen de Iñaki, con su chaquetón un poco anticuado, el pelo ralo y bien peinado, el aspecto jovial que había querido dar a su encuentro.
—Es que verá —dijo Iñaki— he venido a Bilbao por negocios y me he enterado de que el padre Jesús estaba aquí. Era mi guía y mi confesor en el seminario y hace muchos años que no le veo. He estado en el extranjero…
—Bien, bien —dijo la mujer con desconfianza—. Es que está muy mayor. No le convienen las visitas. Lo ha dicho el médico, nada de emociones. Su corazón ya es débil, aunque muy grande, se lo aseguro. Bueno, usted le conocerá… espere, siéntese un momento. Es la hora de sus rezos y estará levantado, así que… siéntese, siéntese.
La mujer desapareció hacia el interior de la casa. Olía a jabón y a limpieza. En algún lugar sonaba un poco de música suave que no supo identificar, pero tal vez provenía del vecindario. Dio unos pasos hacia el interior hasta asomar la cabeza a un saloncito pequeño y muy acogedor. El televisor encendido le hablaba al vacío. No había nadie pero en una mesilla baja humeaba una taza de té o de café, así que supuso que había cogido a la monja en un momento de descanso. Había libros en los estantes, demasiado lejos para ver los títulos, periódicos sobre la mesilla y suficientes sillones para un pequeño grupo. En otra mesa alta y más apartada había un repertorio de medicinas, aparatos para medir la tensión, una botella de agua, un fonendoscopio.
—El padre Jesús le recibirá —dijo la monja apareciendo de pronto—. Se ha puesto muy contento y eso que no le he dicho su nombre. Sólo de oír Aránzazu.
—Me llamo Agustín —dijo tendiendo la mano a la monja—. Me alegra mucho y espero que a él también le alegre.
—Venga por aquí. Ya le han dado su medicación y ha dormido mucho esta tarde, así que yo creo que es el mejor momento. Pero procure que no se excite demasiado, ¿de acuerdo?
—No se preocupe. Seré muy cuidadoso.
—Ahí le tiene —dijo abriendo la puerta de una sobria y pequeña habitación. Iñaki entró y oyó cerrarse la puerta a su espalda. El padre Jesús estaba sentado en un sillón de cara a la puerta, como esperando, tocado con su boina recta, a la guipuzcoana, con una vieja sotana que brillaba en muchos puntos y lucía sus remiendos como condecoraciones de una guerra ancestral. En las órbitas hundidas brillaban aún sus ojos azules, inquisitivos y un poco burlones y sus manos huesudas y aún fuertes se agarraban a los brazos de madera del sillón a punto de levantarse.
—No, padre. No se levante —dijo Iñaki y se arrodilló ante él poniendo sus manos sobre las del anciano.
—Así que has venido —dijo el padre Jesús con una voz débil aunque clara y segura.
—¿Me esperaba, padre?
—Uno siempre espera a sus hijos. Sobre todo al hijo pródigo.
—Tenía que verle, padre.
—Lo sé.
—¿Qué sabe? —se le escapó a Iñaki, receloso.
El padre Jesús meneó la cabeza y se levantó con un esfuerzo.
—¿Me vas a interrogar, hijo?
—Perdóneme, padre —sacudió la cabeza Iñaki—. Hace tanto tiempo…
—Siéntate, anda —le señaló la cama cercana cubierta por una colcha de flores. El anciano sacerdote se dirigió a la mesa arramblada contra la pared y se sirvió un vaso de agua con mano temblorosa.
—No tengo nada para ofrecerte. Los médicos me han prohibido el vino y el café. La única alegría que un pobre cura de pueblo se puede permitir.
—He venido a verle —dijo Iñaki—. A ver cómo estaba. Me ha dicho mi hermana que estaba viviendo aquí y… bueno. Tengo muy buenos recuerdos.
—¡Ah! Irune. ¿Cómo le va a Irune?
—Bien. Está muy bien.
Charlaron de los viejos tiempos, de la niñez de Iñaki, de las esperanzas del padre Jesús de que Iñaki siguiera la carrera eclesiástica, esperanzas que se perdieron cuando, a los dieciocho años, desapareció del seminario. En el aire quedaba la certeza de lo que había hecho después. Recordaron viejos amigos, salidas al campo, las tardes de estudio, las reuniones clandestinas cuando todavía eran todos unos críos, preparándose para cosas más grandes.
—No te voy a reprochar nada, hijo. Pero debes saber que nunca es tarde para ponerse en paz con dios, ya que con los hombres es tan difícil.
—Gracias padre.
—Soy viejo, pero no un viejo tonto. ¿A qué viene que alguien que no veo hace treinta años se presente un día en mi casa? Leo los periódicos ¿sabes?, veo la televisión, ahí abajo con los otros curas. Hablamos. Hay quien todavía se siente un abertzale a pesar de la edad, porque te pondría los pelos de punta saber la media de edad de este… colegio. Los tiempos cambian. Sabemos lo que se cuece por ahí. Lo que me cuesta saber es qué lugar ocupas tú en todo esto. Pero que te pasa algo, eso lo sé. Lo veo. Pero no sé lo que quieres exactamente porque si lo que buscas es una bendición y la paz espiritual yo no te la puedo dar. Hay algo que los seglares no entienden, pero tú sí deberías; nosotros no otorgamos el perdón, nosotros no somos actores del arrepentimiento. Sólo somos como los notarios, somos los que damos fe de aquello que cada uno decide. Y te diré algo más, algunos curas tampoco lo entienden y se creen que son ellos quienes otorgan el perdón o quienes casan o dan la comunión, cuando es ése —señaló con el dedo hacia el techo— es un asunto entre tú y él. Y yo simplemente estoy jubilado. Este notario ya se ha jubilado y no tiene despacho.
Se hizo un silencio.
—¿Tan malo es intentar recuperar un poco de… la infancia perdida?
—Mira Iñaki. Recuerdo cuando tu padre se fue, las lágrimas de tu madre, cómo se culpaba ella de todo. Lo recuerdo muy bien.
—Nunca he sabido por qué se fue.
—Eso queda entre ellos y dios, hijo. ¿Qué ha sido de tu madre, cómo está?
—Murió, padre. Hace años.
—Sí, claro. Me equivoqué enormemente contigo, lo tengo que reconocer.
—Eso ya no importa, padre.
—¿Quieres unas galletas? Las tengo de chocolate, las traen unas monjas de Burgos.
—No, padre. Gracias. Es otra cosa lo que quiero.
—¿En qué puede servirte este viejo cura?
—Quiero su perdón, padre —se hizo un silencio.
—¿Perdón? ¿Quieres confesarte?
—No exactamente, padre.
—Mira hijo. ¿No me has escuchado? El perdón, como la confesión, es cosa entre tú y Dios. No tiene nada que ver conmigo ni con otro.
—¿Qué me quiere decir? —preguntó Iñaki—. ¿Qué no me lo merezco?
—No hijo. Claro que no. Quiere decir que tú sabrás si te arrepientes de lo que has hecho.
—Lo hecho, hecho está.
—No busques perdón cuando ni tú mismo te perdonas. Yo no puedo hacer milagros, hijo. Nadie puede hacer milagros. Confesarse es abrir el corazón, arrepentirse de los errores y pagar por el mal hecho. ¿Estás dispuesto a eso?
—Ya estoy pagando, padre.
—¿Pero te arrepientes?, ¿reconoces que has llevado una vida equivocada?, ¿estás dispuesto a reparar todos tus errores pasados y a ser otra persona?
—Pide usted demasiado, padre —dijo Iñaki poniéndose de pie.
—Lo siento, hijo. Eres tú quien pide demasiado.
—Supongo que me he equivocado.
—Tal vez. Mira, soy un viejo cura. Sólo eso. El tiempo se me acaba. Pero —se puso en pie trabajosamente—. Desde el fondo de mi corazón yo te perdono, Iñaki. En el nombre de Dios yo te perdono.
—Gracias, padre.
—Sí, pero ¿y tú?, ¿te perdonas tú? Sin eso no es posible la paz.
—Sí, padre, lo sé —Iñaki tocó con la mano el frágil hombro del cura—. Pero para mí es suficiente. ¿Necesita alguna cosa? Puedo traerle algo si quiere. No sé, una botella de pacharán o algún dulce.
—No hijo. No hace falta, pero te lo agradezco. En todo caso antes de irte enciéndeme la estufa. No sé quién la ha apagado, puede que yo mismo y tengo los huesos helados. Y da recuerdos a tu hermana.
—Está muy lúcido para la edad que tiene —dijo la monja al acompañarle a la puerta— pero tiene el corazón débil y casi no sale de su habitación. Sólo un rato por la tarde para ver el telediario y reñir con los otros curas. Algún día les va a dar algo, ¡Jesús! Estos hombres. Bueno, espero que le haya ido bien con él. Es un buen hombre.
—Sí, gracias —asintió Iñaki—. Es un buen hombre.