El pitido del móvil despertó a Maestre. Amanecía y las primeras luces se filtraban por la ventana velada por las cortinas. Añoró otro despertar hacía mucho tiempo.
Una mañana soleada en La Manga. A Luisa removiéndose a su lado mientras él admiraba la perfección de su brazo y de su hombro, de un dorado que destacaba sobre el blanco de la sábana.
El número que le llamaba, oculto, no podía ser otro que el de La Casa.
—¿Dónde estás? —dijo la voz seca de Valdés.
—En Madrid.
—Te espero.
Se vistió rápidamente mientras intentaba recordar qué estaba soñando aunque lo único que le vino a la memoria fue una pregunta de ella, hacía una eternidad: ¿Cuál es tu sueño? Todo el mundo tiene sueños.
Mientras conducía rápidamente se fijó en las nubes negras agolpándose en el horizonte, hacia la sierra. Era curioso cómo su estado de ánimo se parecía al clima, amenazador. Pasó por delante de un cartel carcomido por el sol y la lluvia en el que se anunciaba una nueva urbanización. Una vez le había dicho a Luisa: tengo algunas propiedades. Cuatro chorradas; el piso de Madrid, el de Cartagena y alguna pijotada como acciones de no sé qué, planes de pensiones y esas cosas del servicio… Pues lo vendo todo, a los cincuenta o cincuenta y cinco, cuando todavía la próstata no de el coñazo y no tenga que mear veinte veces durante la noche. Me pido un retiro anticipado, un sueldecillo y me compro un chalet en algún sitio en el quinto pino, frente al mar. O mejor un barco, algo discreto; buen motor, buena línea, cómodo, ágil. Y me voy. Desaparezco.
Pero lo que Luisa no sabía es que ése era sólo el plan B, como se decía en las clases tácticas. El Plan A era ella.
Una hora después y con un negro presentimiento, Maestre entraba en el aparcamiento de la carretera de La Coruña.
En la antesala del despacho de Valdés estaba Gloria, alias Blanca, la chica del servicio en Pamplona, la siempre risueña, la que todo el mundo en La Casa miraba de reojo admirando algo diferente a su inteligencia y su eficacia. Lucía unas enormes ojeras y Maestre intuyó que no eran sólo por falta de sueño. Llevaba todavía subido el cuello del abrigo, como si aún tuviera frío dentro del enorme y caliente edificio.
—¿Qué pasa? —preguntó Maestre.
—Gorka. Le han matado —dijo ella con un hilo de voz.
—¿Qué?
La puerta del despacho se abrió en aquel momento y un hombre alto y delgado, el director, salió sin dirigirles siquiera una mirada. Por el hueco de la puerta asomó la cabeza de Valdés y un ¡capitán! sonó como un trallazo.
Maestre no tuvo posibilidad de sentarse en el despacho, ni siquiera obedeciendo una orden. Había otros dos agentes, vagamente conocidos, sentados en dos de las tres sillas. Valdés se encajó tras su mesa, con los codos apoyados sobre ella y una mirada que Maestre hubiera preferido no ver.
—¿Qué me puede decir de Gorka Gaztambide? —disparó el coronel con la única formalidad del tratamiento de usted—. Formaba parte de su equipo, ¿no?
—Sí. Informador entre las juventudes batasunas.
—¿Qué estaba haciendo?
—Un trabajo de apoyo.
—¿Se lo ordenó usted?
—Sí.
—¿Ese trabajo era autorizado? —dijo la voz de uno de los dos hombres.
—Era un trabajo que no requería autorización especial.
—¿Relacionado con Germán? —insistió el hombre.
—Sí —asintió Maestre—. ¿Qué ha pasado?
—¿Tenía usted órdenes de usar a su equipo? —preguntó su interlocutor.
—¿Qué ha pasado?
—Han encontrado su cuerpo en Ondarreta —respondió Valdés— hace un par de horas. Tres tiros.
—Responda a la pregunta, capitán —insistió el otro.
—¿Pregunta?, ¿qué pregunta?
—Sí tenía usted orden expresa de utilizar a su equipo —recitó lentamente el tipo.
—No. No tenía orden expresa. Nunca tengo…
—¿Lo hizo usted bajo su total responsabilidad? —remachó el otro.
—Sí, claro. Es mi trabajo.
—¿Lo reclutó usted? —volvió a preguntar Valdés.
—No. Me lo traspasaron.
—Bien —dijo Valdés tras lanzar una mirada a los dos hombres—. ¿Había alguna relación entre Gorka y Germán?
—Ninguna que yo sepa —respondió Maestre—. Aunque los dos son de Mondragón.
—¿No cree capitán que es muy extraño que ese chico, nuestro agente, acabe muerto precisamente ahora? —preguntó el tercer hombre en un tono que a Maestre se le antojó agresivo.
—¿Qué insinúa? —respondió secamente.
—No insinúo nada, capitán, sólo que cabe la posibilidad de que la presunta traición de Germán a los suyos fuera una trampa para descubrir a nuestro hombre en Jarrai.
—Eso es una estupidez —tronó Maestre.
—¡Capitán! —dijo Valdés elevando la voz.
—No nos pongamos nerviosos —intervino el primero de los dos hombres—. ¿No es posible, capitán, que de algún modo Germán le estuviera utilizando para descubrir a ese chico, Gorka?
—No. No es posible. No soy un pardillo. No he intercambiado información con Germán.
—Pero utilizó al chico de forma irregular y ahora está muerto —siguió el hombre.
—Formaba parte de mi equipo. Le he utilizado para infinidad de misiones.
—Como informador, capitán. Estamos al tanto, no como técnico de campo. Dígame. Exactamente, ¿qué estaba haciendo para usted ese chico?
Maestre les explicó detalladamente el allanamiento en casa de Izaskun y la relación de ella con Iñaki, pero se guardó el detalle del micrófono y la información obtenida de las fotos y las cartas. No era el momento.
—Desobedeció usted una orden directa de su superior —dijo Laurel.
—Nunca lo entendí como una orden directa, señor. En el servicio no funcionan así las cosas. Era mi responsabilidad.
—Y le han matado —dijo el hombre.
—¿No pensó que ese supuesto soplo era una trampa? —preguntó Valdés y Maestre sintió que se le helaba la sangre.
—No lo pensé. De haberlo pensado no hubiera dado ese paso. Podía ser un piso franco, algo importante.
—¿El protocolo no requiere que esa información sea traspasada a la Guardia Civil? —preguntó el primer hombre.
—Sí. Sí, señor. No le di la adecuada importancia. El domicilio señalado estaba directamente relacionado con mi misión, así que creí más eficaz inspeccionarlo por mí mismo.
—Y al muchacho le han descubierto y le han matado. —Remachó el primer hombre. Maestre guardó silencio.
—Está bien, capitán —intervino Valdés—. El director quiere un informe completo y detallado y después se olvidará usted del asunto. Por el momento suspenderá usted los contactos con Germán hasta que se tome una decisión. ¿Está claro?
Fuera, Gloria vio la furia en los ojos de Maestre. La chica se puso en pie con los ojos llorosos y se quedó frente a Maestre.
—Era mi chico —dijo Gloria—. ¡Por Dios! Era mi chico. Yo le enseñé todo…
—No es culpa tuya… —la puerta se abrió de nuevo y sonó la voz de Valdés.
—Gloria.
—Sí, coronel.
Furioso, Maestre conectó el ordenador; estaba grabando las fotos de las cartas obtenidas en casa de Izaskun en un disco cuando se abrió la puerta, sin ningún aviso previo, y entró Gloria. Tenía los dientes apretados y los ojos con huellas evidentes de haber llorado.
—Son unos mamones —dijo—. No les importa una mierda, sólo quieren salvar la cara del servicio o la suya. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Era mi responsabilidad y no lo sé —respondió Maestre.
—¿No me lo vas a contar?
—No puedo, Gloria. Sabes que no puedo.
—Entonces yo sí te contaré algo.
—¿Qué?, ¿qué sabes?
—No se lo he contado a Valdés porque no les importa una mierda a ninguno.
—Le habías visto.
—Hace dos días. El martes.
—¡Por dios!, estamos locos. Si se enteran nos crucificarán a los dos. —Maestre se llevó las manos a la cabeza—. ¡Dios santo!, ¡cómo hemos podido hacerlo! Le hemos metido en la boca del lobo.
—Era mi chico —dijo ella al borde de las lágrimas—. Me llamó. No podía decirle que no.
—¿Te llamó? Debían sospechar de él. Lo hemos hecho fatal, le hemos metido nosotros en esto.
—Es culpa mía —sacudió la cabeza Gloria.
—No es culpa tuya. Todos le metimos en esta mierda.
—Es culpa mía —insistió ella—, ¿o es culpa de eso que no me has dicho?
—¡Joder!, Gloria, no podemos hablar aquí.
—Pues vamos a algún sitio donde podamos hablar.
Sin darle opción Gloria dio media vuelta y salió disparada por el pasillo. Maestre apenas tuvo tiempo de guardar los archivos y cerrar el ordenador. Ya en el ascensor permanecieron en silencio, igual que en el coche de él en dirección a Madrid. A ninguno de los dos se les ocurrió ir a la cafetería de La Casa, ni a ninguna cercana donde los oídos eran tan sensibles como en los despachos. Gloria no despegó los labios hasta que estuvieron frente a unas cervezas en un recóndito bar de Chueca.
—Así que le estabas usando para una operación. ¡No estaba preparado!
—No era un operación. Simplemente me cubría las espaldas, pero era una trampa… Una jodida trampa.
—¿Qué trampa?, ¿de qué hablas?
—¡Joder, gloria! Era un agente. Me jode, pero debían saberlo hace tiempo. No ha sido ahora cuando hemos fallado, Gloria. Lo siento tanto como tú. Era un chico fantástico.
—¿Por qué dices que era una trampa?
—No puedo contarte nada.
—No me hagas esto, Miguel. Se lo debemos. Ellos sólo quieren taparlo.
—¿Eso te ha dicho Valdés? —preguntó Maestre—. ¿Qué lo van a tapar?
—A mí no me ha dicho nada. Me ha pedido un informe por escrito de cómo lo recluté y cómo te lo pasé. Se lo he contado todo, pero el director lo quiere por escrito y después que me olvide.
—Muy propio —dijo Maestre y se hizo un silencio.
—¿Me lo vas contar?
—No se habla de las operaciones, Gloria.
—Está muerto. Y era mi chico. Tengo derecho a saber qué ha pasado.
—No lo sé. No puede ser… —añadió sombrío.
—¿Qué es lo que no puede ser?
—Le tendieron una trampa. Nos tendieron una trampa y he caído en ella como un principiante. Ha sido culpa mía.
—Lo dices para que no me sienta culpable. Le han cazado por verme a mí.
—Vamos —Maestre le hizo una suave caricia en la cara—. Ni aunque le vieran contigo tenían motivo para sospechar. Un ligue y nada más.
—Entonces dime qué estabais haciendo.
—Nada de eso, ni hablar.
—Déjame ayudarte —dijo Gloria y le cogió con fuerza la muñeca.
—No.
—Yo haré lo que él estaba haciendo.
—No me hace falta. Valdés nos enviará a galeras si se entera.
—No se enterará.
—Se enteran de todo.
—¡Joder!, Miguel. ¡Se lo debemos! Soy una profesional. No soy idiota. Puedo ayudarte, ¿qué estabais haciendo? Me vas a dejar que te ayude o te juro que te estaré dando el coñazo hasta que te jubiles.