IX

Izaskun dejó finalmente el bolso en el suelo y rebuscó hasta dar con las llaves. Siempre era un problema. Bolsillos, cambio de bolso… siempre había un momento en que pensaba, me la he dejado. Al hacerla girar en la cerradura sintió un escalofrío. La puerta se abrió sin siquiera dar una vuelta a la llave, como si al salir sólo la hubiera cerrado de golpe. Se quedó quieta, sin atreverse a entrar, con la sensación de un peso en el estómago, como en los viejos tiempos cuando los tricornios esperaban en cualquier esquina. ¿Un ladrón?, se preguntó, porque estaba segura de haber cerrado con dos vueltas, como siempre. Empujó la puerta despacio, esperando ver no sabía qué. Todo parecía estar en el mismo sitio, las persianas bajadas, las luces apagadas. Pero habían entrado, de eso no cabía duda. Estaba absolutamente segura de haber cerrado la puerta con dos vueltas de llave.

Entró despacio, dejando el bolso en el suelo y la puerta abierta. El piso estaba en silencio y fue encendiendo las luces a su paso. El pasillo, el salón cálido y acogedor, la cocina, el baño, el dormitorio, el cuarto de su madre reconvertido en cuarto de plancha, el trastero, siempre misterioso. Respiró profundamente y volvió sobre sus pasos a recuperar el bolso y cerrar la puerta. Podía ser su vecina, Reme, que tenía una llave para emergencias, pero no lo creía. Reme jamás hubiera entrado por nada y de hacerlo le habría avisado y tampoco era lógico que no cerrara con llave de nuevo.

Volvió a abrir la puerta y observó la cerradura. En la parte exterior había unos ligeros rasguños bajo el orificio, pero no podía estar segura de que no estuvieran antes allí. De pronto algo parecido a un flash estalló en su cabeza. Corrió hasta el salón, abrió el cajón y cogió, intacto, el paquete de cartas. Las contó febrilmente y luego las volvió a colocar en su sitio. ¿Quién ha entrado?, ¿quién quiere meterse en mi vida? Ni siquiera sé quién ha sido. Si unos u otros.

Tuvo un súbito ataque de miedo y a punto estuvo de salir corriendo. Se sintió más sola que nunca, peor que en los viejos tiempos cuando sabía siempre a dónde ir y a quién pedir ayuda. ¡Pero todo había cambiado tanto! No tengo a nadie, se dijo y sintió ganas de llorar. Sólo le tengo a él. Tal vez venga si le llamo. Se fue hasta el teléfono. Descolgó y luego marcó el número de Eduardo Navarro.

—Hola. Soy yo —dijo ella cuando le oyó contestar—. He pensado que sí. Que acepto tu invitación.

Santi zigzagueó con la moto entre los coches y se acercó a la acera sin aflojar la marcha. Frenó en seco ante la farmacia y una figura de negro ya con el casco puesto salió rápidamente y se sentó a su grupa sin decir una palabra. En fracciones de segundo, Santi volvía a estar en el centro de la calle aunque esta vez con su pasajera apretada a la espalda. Era última hora de la tarde y el tráfico era denso aunque no hasta el punto de parecerse al de París o Madrid. La moto se deslizó, suave y diestramente manejada y luego Santi enfiló un estrecho callejón que desembocó en la plaza, frente al Palacio de Justicia.

Un suave sol primaveral, ya en declive, daba una tonalidad dorada a la bella plaza de Verdun de Aix. Pilar Rueda se quitó el casco, negro como su indumentaria y siguió a Santi hasta una mesa apartada, recogida entre setos. Como si de dos enamorados se tratara se sentaron muy juntos y pidieron sendas copas de vino mientras, con las manos cogidas, vigilaban a su alrededor, escrutando los portales ya oscuros, los transeúntes ocupados en sus cosas, las ventanas cerradas y todavía sin luz y el resto de mesas del café.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Pilar de improviso sin ninguna concesión.

—Han ido a su casa.

—¿Los txakurras?

—Eso es lo raro. No lo creo.

—¿No lo crees?, ¡no me jodas!, ¿no sabes distinguir a un txakurra?

—Oye. Cálmate. Jodidos andaríamos si no pudiera distinguirlo.

—No me digas que me calme —le espetó Ubiña. Santi fingió un acercamiento con una amplia sonrisa pero Ubiña le lanzó una mirada asesina.

—Era sólo un tío —dijo Santi repentinamente serio—. Estuvo un rato dentro y luego se juntó con el chico.

—¿Sólo uno? ¿No hubo una redada, ni la jodida televisión?

—Nada. ¿No nos estaremos equivocando?

—No seas idiota. Trabaja para ellos. De eso ya no hay duda.

—¿Y ahora qué? —preguntó Santi sintiendo un ligero temblor en la boca del estómago.

Iñaki volvió a leer el manoseado folio blanco, con el membrete de la clínica. Estaba sentado en un rincón de la cafetería, ante una botella de agua mineral y un paquete de cigarrillos y a su alrededor la vida parecía continuar como si nada de lo que a él le pasara pudiera entorpecerla. Seguramente es eso, se dijo, ¿a quién le importa? ¿a quién le importa mi neoplasia gástrica en estadio tres? Está muy avanzada, le había dicho el médico la primera vez, la única solución es operar y cuanto antes mejor. Primero unas sesiones de radioterapia y luego la quimio. En su rincón, con el papel arrugado, Iñaki pensaba que había otro tratamiento. Lo llevaba en el cinturón, un tratamiento de negro pavonado y calibre nueve milímetros. Una bala de ese calibre disparada a quemarropa produciría un efecto superior al de la cirugía más avanzada. El tumor desaparecería, volatilizado por el calor y el impacto; se disolvería en el aire, como se disolvían los trozos de cerebro o los músculos del corazón. No haría falta la quimioterapia ni habría peligro de reproducción.

Desde aquel día, algunas cosas habían adquirido una importancia relativa, como Euskalerría, la lucha, la revolución, la organización. Otras, de pronto, habían adquirido una categoría superior, Izaskun, Mikel, el padre Jesús. Unos parecían actores de un drama del que él ya no formaba parte y otros… Lo siento, ya ve, le había dicho el médico, suponíamos que era una úlcera, pero a veces es difícil… Le prevengo, suele ser un cáncer doloroso. Así que, de la consulta, había salido con aquel folio blanco, cuidadosamente doblado en un sobre y una caja con el equipo completo del buen morfinómano. Un buen especialista, un veterano en lo que él mismo llamaba «la lucha contra este hijo de puta». Así que le había recomendado, además, un poco de hierba. No se corte, utilícela para dormir, para relajarse y procurar llevar bien las cosas. Pero no tarde en decidirse por la cirugía, lleva usted un auténtico alien en el vientre.

Ese mismo día había tomado una decisión. Su decisión. Se le solía llamar ajuste de cuentas y así era como debía llamarse. La verdad. Decir la verdad, despedirse, liberar su alma.

Fuera, tras los cristales, la mañana de Pau lucía en todo su esplendor. Había mucha gente en la calle, amas de casa, ejecutivos a sus quehaceres, todos ellos ajenos a los dramas de Iñaki Sagarzazu, alias Iñaki de Mondragón. Se sintió ridículo allí sentado, con su carta de papel blanco y membrete azul, su pelo mal cortado y descuidado, su ropa más propia del mayo del sesenta y ocho que de principios del siglo XXI, con su ideología trasnochada, su conciencia en el taller de reparaciones y el cuerpo sentenciado al dolor o a la muerte. A su lado, a un par de metros, un hombre sin afeitar, con la ropa descuidada, apuraba los restos de una botella de vino. Un buen sitio, como otro cualquiera, para encontrar las respuestas. E Iñaki encontró que tenía miedo; miedo al dolor, miedo a la muerte, miedo a la soledad. Tengo cosas que hacer, ¿recuerdas? Tengo por delante un buen trabajo; vengarme yo y vengarla a ella, desmontar el entramado de los míos, pasarle a mi profesor de inglés la dirección exacta de la pareja, los datos del próximo día en que se van a reunir con dirigentes del interior. Un buen golpe. Tengo que decirle a mi profesor que vale la pena el riesgo de que me identifiquen, que no importa porque a lo mejor no me queda mucha vida y porque tal vez prefiera morir de un tiro antes que pasar por el calvario de esta maldita, jodida y cabrona enfermedad. ¿Y mi Izaskun? ¿me seguirás queriendo después de lo que tengo que decirte? ¿tendré valor para decírtelo? Ya no tengo nada, ni siquiera un futuro. ¿Qué futuro? Ir de hospital en hospital, comer con una pajita o llevar una bolsa de plástico con mis heces. Lo que la cabrona de la neoplasia me permita. Todo el mundo en el bar se volvió hacia él cuando dio un violento golpe con la palma de la mano sobre la mesa. Todos menos el hombre que buscaba la respuesta en la botella. De ése sólo obtuvo indiferencia.

—¿Desea algo más? —le preguntó el camarero. Iñaki negó con la cabeza, dejó unas monedas sobre la mesa y salió a la calle.

Izaskun, me voy a morir y antes tengo que ajustar muchas cuentas. Tengo que conseguir tu perdón ya que no he podido probar cómo es eso de vivir contigo, cómo es que me traigas el desayuno a la cama por las mañanas o traértelo yo que tanto da. Me hubiera gustado ver cómo es acostarse contigo, sentir que soy el hombre de la mujer de un solo hombre. Me gustaría recuperar los años perdidos, olvidarme de la revolución contigo, de la patria, de la guerra. ¡Cómo voy a decirte lo que tengo que decirte! ¿Y qué sentido tiene decírtelo?

Caminó durante horas, hasta que el sol estuvo alto. Pasó del miedo a la euforia, de ahí a la tranquilidad y de nuevo al miedo. Iré a ver a mi profesor de inglés. Haré el trabajo.

A las siete y un minuto Maestre, en su exclusiva aula del segundo piso, encendió un cigarrillo después de consultar la hora. Sobre la mesa humeaba la taza de té y descansaba el bolígrafo, la grabadora y el bloc de notas. La calefacción estaba demasiado fuerte, como siempre y se había quitado la americana que colgaba en el respaldo de la silla, como protegiéndole las espaldas. La Sig Sauer le oprimía sobre la columna vertebral y el silencio se podía cortar con un cuchillo. Frente a él, sobre la mesa, estaba la copia de la foto que había robado en casa de Izaskun junto a otra, más reciente; el mismo hombre sólo que unos cuantos años más viejo, un poblado bigote, el pelo más crecido y descuidado, los mismos ojos vivos y alegres, los mismos labios finos y curvados en una sonrisa. No había tenido necesidad de ver la ficha adjunta porque ya le había reconocido de inmediato, nada más ver la nueva foto enviada desde el archivo del CNI. El hombre de Izaskun, su amor, el rival de Iñaki Sagarzazu y de Eduardo Navarro, el compañero misterioso no era otro que Domingo Uribe Abadiano, alias Domingo, el máximo dirigente de ETA entre 1980 y 1987, muerto en un extraño accidente en Argel en febrero de 1987 cuando negociaba con el gobierno español el fin de la lucha armada. A partir de ese momento, Germán, la operación, las motivaciones, todo, empezó a dar vueltas en su cabeza, como el hielo en una coctelera. Maestre ataba cabos, se exponía a sí mismo teorías y gestaba una rabia sorda contra Iñaki.

Oyó crujir las tablas del pasillo y guardó las fotos en una carpeta antes de que Iñaki apareciera por la puerta. Estaba más pálido que nunca y Maestre hubiera jurado que le temblaban las manos cuando tomó la silla para colocarse frente a él, como siempre, como si le tomara las distancias; ni demasiado lejos, ni demasiado cerca. ¿Te temblaban las manos cuando disparabas?, se dijo Maestre.

—¿Te encuentras bien? —preguntó profesionalmente. Al fin y al cabo eres mi trabajo, se dijo.

—Sí. Muy bien —dijo Iñaki mientras se sentaba.

—Si no te importa. Hoy hablaremos un poco de ti.

—¿De mí? ¿por qué de mí?

—Sí. No seas susceptible. Mis jefes quieren saber cosas. Eso les dará datos sobre lo que les interesa.

—No me gusta.

—No estamos en situación de que nos guste.

—Tenéis mis informes. Sabéis toda mi vida y milagros.

—Es posible, pero hay que comprobar datos.

—Por si miento.

—Eso es.

—Tú pregunta y yo contesto.

—Claro. De eso se trata —dijo Maestre lanzando el humo del cigarrillo hacia el techo, como si todo fuera una balsa de aceite—. ¿Quieres un té?

—No. ¿Qué quieres saber?

—¿Por qué dejaste el seminario?

—Perdí la vocación.

—Así, sin más.

—Así sin más —corroboró Iñaki.

—De la noche a la mañana ya no quieres ir al cielo.

—Eso es. ¿Por qué te interesa eso?

—Curiosidad. Formas parte del Comité Ejecutivo —siguió Maestre.

—Eso ya lo sabes.

—Sí. Lo sé. Con el Chopo Iturbide, con Ubiña y Mikel.

—Y Elorza.

—Eso es. Elorza. Y Elorza dices que lo incluyeron en el ejecutivo sin más.

—Sí. Lo cooptaron.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Maestre.

—En el dos mil, más o menos.

—¿Tú ya estabas?

—Tienes mis datos. Yo estoy en la Ejecutiva desde dos mil uno. ¿De qué va esto? ¿hoy toca fastidiarme?

—Pero cuando te metieron en la Ejecutiva ya estabas en el Comité Central. Me dijiste que entraste en la Ejecutiva por votación en una reunión, pero. ¿Cómo entraste en el Comité Central?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Todo tiene que ver, ¿recuerdas?

—¿A dónde quieres ir a parar?, ¿todavía no os fiáis de mí?

—Queremos saber en qué momento entraste en el Comité Central.

—Hace mucho de eso. A finales de los ochenta.

—Bien. Finales de los ochenta. ¿Entraste antes o después de la muerte de Domingo? —se hizo un silencio total, como si de pronto la escuela se hubiera quedado vacía o los alumnos se hubieran disuelto en la tarde santanderina.

—Después —dijo Iñaki tenso como las cuerdas de un violín.

—¿Tú eras de los que estaba a favor o en contra de la tregua?

—¿Qué importancia tiene eso? Sí, ya lo sé, todo tiene importancia. Soy disciplinado. O era disciplinado. Si la organización decía una cosa yo no era nadie para oponerme.

—Pero estabas en el Comité Central, tenías voz y voto. Podías estar en desacuerdo.

—No. Yo entonces no estaba en el Comité Central. ¿Me quieres liar, cogerme en alguna mentira o algo así?, joder —respondió Iñaki enfurecido—. Soy un soldado, maldita sea. No estaba en el Comité Central.

Maestre dejó pasar unos segundos. Ese eres tú Iñaki. Despiadado, duro. Capaz de matar. Ya nos vamos conociendo.

—¿Había alguien en el comité Central que se opusiera a la tregua?

—Eso lo sabes mejor que yo —espetó Iñaki—. Había mucha oposición.

—Pero Domingo lo imponía, ¿verdad? Domingo era el mayor defensor de la tregua y de dejar las armas.

—Supongo.

—Supones. ¿Sabes lo que creo? —dijo Maestre—. Que en realidad el Comité Central estaba en contra de la tregua. Que todo el mundo estaba en contra de la tregua y mucho más en contra de dejar la lucha armada —se acercó a Iñaki hablando lentamente—. Era Domingo el que quería la tregua. Era sólo él, el que puso su prestigio sobre la mesa para conseguir que se parara todo, el que puso sus huevos para abrir la negociación de Argel. —Iñaki estaba lívido. Por primera vez Maestre le vio nervioso, con los dientes apretados como si quisiera que las palabras se quedaran atrapadas dentro de él.

—Dime —siguió Maestre relajándose un poco—. ¿Qué pensaban hacer tus compañeros si Domingo no entraba en razón e insistía en negociar?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que Domingo podía ser un obstáculo para la organización. Que tal vez era mejor eliminarlo.

—Domingo murió en un accidente —dijo Iñaki más pálido que nunca.

—Sí. Tal vez —aflojó Maestre—. Muy oportuno. Tú le conocías bien, ¿no?

—¿A dónde quieres ir a parar?

—Quiero saber, Iñaki. Necesito saber. Para eso estamos aquí, ¿no?

—No. Estamos aquí para desmantelar a ETA, ¿no lo recuerdas? ¿O lo que quieres es desenterrar a los muertos?

—Yo sí quiero desmantelar a ETA, pero ¿y tú?, ¿qué quieres tú?

—¿Todavía estamos así? —mordió las palabras Iñaki. Se levantó despacio, con una mirada fría y más dura que nunca—. Creo que será mejor que lo dejemos. Yo juego limpio y tú estás llevando la partida de una forma que no me gusta.

—¿Tú juegas limpio? —inquirió Maestre con una sonrisa cínica—. Entonces dime qué es esto.

Lentamente, Maestre dejó caer sobre la mesa las dos fotos de Domingo. Desde la copia en blanco y negro, Izaskun sonreía a la cámara bajo el brazo fuerte del etarra. Iñaki miró sin que pareciera que aquello le afectara, pero Maestre notó la presión de las mandíbulas al apretar los dientes.

—¿De dónde la has sacado?

—¿Eso te preocupa? Tengo recursos Iñaki, muchos recursos. Ahora dime tú por qué cojones me has ocultado todo este tiempo que Izaskun Arriola, tu querida Izaskun Arriola estaba liada con Domingo.

Por un momento Maestre pensó que Iñaki iba a saltar sobre él; alrededor de los ojos una fina línea roja le hacía resaltar aún más la palidez del rostro. Se dio cuenta entonces Maestre que Iñaki seguramente iba armado y fue consciente de su Sig Sauer en el cinturón y de los segundos que tardaría en sacarla. Iñaki estaba de pie, mirando las fotos como hipnotizado. Vio el movimiento de su nuez al tragar saliva, la presión de las manos en el respaldo de la silla.

—¿De qué te estás vengando, Iñaki? —murmuró Maestre—, ¿del hombre que te robó a tu chica? Pero no, no puede ser eso porque Domingo está muerto. Entonces, ¿de quién?

Sin decir una palabra, Iñaki giró en silencio con un movimiento lento y salió de la habitación.

Todavía con la sensación de inseguridad, como si estuviera haciendo algo indebido, Izaskun salió al hall del aeropuerto con su pequeña maleta. A su alrededor la gente se movía con rapidez, como si estuvieran absolutamente seguros de sus vidas, lejos de las dudas que a ella la habían asaltado desde el mismo momento en que había tomado la decisión de aceptar la invitación de Eduardo. Mientras recorría el largo pasillo tuvo tiempo de sentir desde la angustia hasta la ilusión de compartir unas horas con un viejo amigo. Llegada a ese punto se decía a sí misma: no te engañes, Izaskun, él sigue siendo el mismo, el mismo chico revolucionario y apasionado que se te declaró aquella noche, cuando sólo le podías decir que no, aunque quizá ni siquiera pase nada. Le dije que no una vez y no se arriesgará a que se lo diga de nuevo. Pero en el interior de Izaskun había algo más fuerte que todas las luces de prevención encendidas. ¿No tengo derecho a un poco de ternura?, ¿a un poco de seguridad?

—¡Eh! ¡Estoy aquí! —le gritó Eduardo con su vozarrón. Se abrazaron frente a todo el mundo, como si nada más importara y luego se fueron hacia el aparcamiento, con el brazo de él rodeándole los hombros.

—Temí que no vinieras —dijo él, una vez se aseguró que ella tenía el billete de vuelta, que el vuelo había ido bien y que había dejado su coche bien aparcado en Sondica.

—Sí, yo también lo temí.

Mientras circulaban, deprisa, en dirección a Madrid, Navarro le contó los últimos días de su matrimonio, cuando tomó la decisión de marcharse de casa y alquilar un apartamento lo más impersonal posible. «No me apetecía montarme un nuevo hogar dulce hogar, ya sabes. Con hipoteca, muebles de diseño sueco y todo eso».

—Yo siempre he vivido en el mismo sitio. Es curioso, ¿no? ¡Vaya amiga con mundo que tienes! Algunas veces me da la impresión que he desperdiciado mi vida.

No profundizaron en eso, en la idea de desperdiciar la vida, aunque ambos lo pensaban. Eduardo condujo hasta un aparcamiento en Legazpi, entre construcciones nuevas de obra vista, escaparates con cristales tintados y farolas de diseño. La entrada al bloque de apartamentos era una verja metálica que se abría a un jardín, todo ello vigilado por un ceñudo hombre uniformado que respondió con un gruñido al saludo de Navarro. Y cuando él dijo: «voilà» frente al pequeño y coqueto apartamento, Izaskun sintió que ninguna de sus prevenciones tenían sentido.

—¿No sabes que todos los separados, invariablemente, se ponen una cama de matrimonio? No verás nunca ninguno que vuelva a la cama de jovencito, de esas pequeñas. Te la dejo. Yo dormiré en el sofá y no se admiten discusiones, es plegable y tan cómodo como la cama, te lo aseguro. Muchas veces se ha quedado gente aquí y han dormido en él los más variopintos personajes.

Aquella noche, frente a los huevos rotos con patatas en un acogedor local decorado de rojo, Izaskun se sintió bien pero con el miedo que la seguía comiendo por dentro.

—¿Estás preocupada por Iñaki? —preguntó él.

—Un poco. ¿Se me nota?

—¿Has venido por eso, para que te cuente qué le pasa?

—No. No he venido por eso. He venido porque tenía ganas de verte y de estar contigo. No es justo que hayamos dejado pasar tantos años y me apetecía compartir algo contigo, lo sabes.

—Es como si siempre hubiera alguien entre nosotros.

—No hablemos de eso, ¿quieres? No hay nadie entre nosotros. Estamos tú y yo aquí y ya está.

—No debes preocuparte —dijo él—. Sabe cuidar de sí mismo. Deberías saberlo. Digamos que está madurando, eso es todo.

—No me hagas reír, mi Edu. Los dos sabemos quién es él. Madurar es algo que no entra en lo que es. Eso vale para personas como nosotros. Yo he madurado, tú has madurado, pero él está en otro lugar. Puede morir, Edu.

—Ese peligro lo ha corrido siempre y no ha cambiado. Nada ha cambiado.

—¿Y nosotros?, ¿nos hacemos viejos? —preguntó Izaskun deseando oír una negativa.

—Yo no —rió Navarro— y por lo que veo tú tampoco. —Le señaló su atuendo juvenil, la falda no demasiado corta pero de amplio vuelo, la camiseta pegada al cuerpo marcando sus formas, el pelo recogido en un peinado informal y favorecedor, el suave maquillaje que le hacía brillar los ojos y daba a su piel una tersura juvenil.

—¿Qué estamos haciendo, mi Edu? Somos muy mayores para flirtear.

—Estamos pasando un fin de semana juntos y bebiendo a nuestra salud —elevó en el aire la copa de vino rojo y transparente—. ¡Por nosotros!, maitasun eta iraultza.

—Sí, por nosotros —murmuró ella.

Los primeros rayos de sol despertaron a Navarro, como si algo tibio y seco le acariciara el rostro. Abrió los ojos y se quedó mirando a Izaskun, dormida plácidamente, con los brazos desnudos fuera de las mantas y la cara vuelta hacia la pared del fondo. Navarro se levantó con cuidado y la contempló largo rato apreciando el color de su piel, recordando su tibieza y su sabor. La sentía tan cerca, tan afín a sí mismo que era como si verla dormir fuera lo cotidiano de toda su vida, despertar el uno junto al otro. ¿Qué va a pasar ahora?, ¿va a cambiar nuestra vida?

Izaskun había sido su sueño, su asunto pendiente, su fracaso de juventud, la mujer que lo pudo ser todo en algún momento, pero viéndola allí, ahora, sentía como si todo, en definitiva, hubiera sido un mito, el mito de la juventud perdida, el mito ancestral del bosque primigenio. Mito y realidad. Se alejó despacio, sutil como un cariñoso amante, hasta la pequeña cocina. El olor del café recién hecho le confortó y cuando se volvió hacia ella la sorprendió mirándole, con los ojos todavía somnolientos, el pelo revuelto y los labios rojos, entreabiertos en una sonrisa.

—No he notado que te levantabas —dijo Izaskun.

—¿Quieres café?

—¿Tienes una bata?

—Una muy fea regalo de mi madre.

—Me servirá —dijo ella sonriendo.

Navarro se acercó hasta el armario y rebuscó hasta dar con una horrenda bata de seda granate todavía sin desdoblar. Se acercó con ella a la cama e Izaskun se metió más adentro, cubriéndose con las mantas hasta la nariz con una sonrisa entre pícara y avergonzada.

—Me da vergüenza. Parezco una colegiala. ¡Por Dios!, trae —con un gesto rápido se puso la bata mientras Navarro miraba hacia la ventana.

Tomaron el café en silencio. Navarro se vistió mientras ella lo hacía en el cuarto de baño.

—¿Qué ocurre? —le dijo él cuando ella salió, recién duchada, fresca y con una expresión concentrada.

—Nada —dijo.

—¿Estás segura?

—Claro que estoy segura —respondió ella y se echó a llorar.

—Vamos. ¿Qué pasa? —dijo él abrazándola—. ¿Tan mal lo hemos hecho?, vamos No llores. No llores. —A ella se le escapó una risa.

—Soy muy feliz. Eso es todo.

—Te quiero Izaskun y siempre te he querido.

—Lo sé. Me lo dijiste la primera vez hace muchos años.

—¿Y tú?

—¿Qué crees que le voy llorando en el hombro por ahí a todo el mundo?

—Entonces me vas a decir qué te pasa.

—Nada, de verdad.

—¿Y esa nada te hace llorar?

—Las mujeres lloramos por nada, ¿no lo sabías?

El panel del aeropuerto volvió a moverse retrasando aún más su vuelo e Izaskun se dejó caer, resignada, en uno de los incómodos sillones. Sentía su cabeza a punto de estallar. Le gustaba aquella sensación, la de estar por encima de todo y la de sentirse amada de una manera que nunca hubiera creído posible. El miedo que había sentido en su casa casi había desaparecido. No había querido que Eduardo se preocupara y tampoco que la acompañara al aeropuerto. No me gustan las despedidas, le dijo. E incluso había disfrutado de su solitario paseo por las dutty free y mirándose al espejo de los lavabos. Se había encontrado guapa, con la cara un poco pálida, unas sutiles y reveladoras ojeras, un brillo especial en los ojos. Realmente hacía años que no me sentía tan bien, pensó, y es lo más parecido al amor que he sentido nunca. ¿Le quiero?

Es tan diferente de aquella relación autodestructiva con Domingo. Destructiva y vital a la vez. Era masoquismo más que amor, ahora estaba segura. Ella, la joven educada en las monjas y reciclada en marxista-leninista, la niña temerosa de los hombres y del sexo y sin embargo ansiosa por saber. Él, el hombre inteligente, luchador, el revolucionario, el escalón más alto de la especie humana, como decía Che Guevara. Se lo podía permitir todo. Se podía permitir exigirle que le esperara horas en la estación de Pamplona hasta que se dignaba aparecer, nunca sabía por dónde o cómo. Le podía exigir que reservara una habitación en un hotel y que dejara la puerta abierta y luego podía exigirle que prestara su boca, hasta el final, sin un reproche, sin una queja. Era una dolorosa mezcla entre la revolución en Euzkadi y el amor de una joven, casi una niña, sometida a un hombre superior. Yo le quería o pensaba que le quería.

Tú y yo somos iguales, decía él, pero Izaskun se mantenía fiel, virginal para él, mientras Domingo, ocupado en hacer la revolución, la utilizaba como reposo del guerrero, una vez al mes, o cada dos meses o cada seis y mientras tanto podía permitirse el lujo, incluso, de tener una novia formal, de casarse y de tener hijos. ¡Dios!, toda la vida, toda mi juventud pendiente de su llamada, de su carta, de una sombra en una estación cualquiera. Recordaba una terrible noche en Beasain, mientras la policía apaleaba sin contemplaciones a una manifestación, ellos dos, en un oscuro portal, enredados como dos serpientes, comiéndose a besos y gozando de un amor agresivo y violento que dejaba un poso de rencor y de violencia más que de ternura. ¡Qué diferente, Eduardo! ¿Y me preguntas si te quiero?, sólo por esa paz que inspiras debería enamorarme de ti. «Siento repugnancia de besarte en la boca», le escribió Domingo una vez, «pero tu boca me seduce y me marea» y ella lloraba después de leerlo en la soledad de su cama.

¿Y ahora?, ¿qué dirección va a tomar mi vida? Creía que todo había terminado pero era como si las cosas empezaran de nuevo. Han entrado en mi casa, reaparecen los viejos fantasmas y los viejos amores. No, ahora no; ya no estamos en aquellos años.

Iñaki dejó la autopista a la altura de Portugalete y tomó allí la autovía, a la derecha, en dirección a Getxo, siguiendo disciplinadamente el tráfico denso y lento. La ría brillaba con un refulgir plateado, lejos de aquel sucio rojizo que él conocía de pequeño. Recordaba vagamente su primer viaje a Bilbao, la ría roja con algún que otro madero flotante, las barcazas surcándola y la voz de su padre contándole historias de bombas y de sirenas hendiendo el aire. No recordaba exactamente cuántos años debía tener, tal vez sólo cinco o seis. Y recordaba también que su padre le había llevado a cortar el pelo en alguna vieja barbería en una plaza. Le venían a la memoria los tranvías y la gente envuelta en sus abrigos grises, los hombres bajo sus boinas negras, los curas con sotana, los edificios húmedos y sucios y los campanarios de las iglesias. Casi nada de eso quedaba ya en la nueva y alegre Bilbao, dominada por el Guggenheim y una ría que había dejado de ser trabajadora.

También había otros recuerdos, más recientes, más duros. Una calle en Indautxu, un furgón de la Guardia Civil, una manecilla suave que giraba en el sentido de las agujas del reloj y luego una explosión brutal, negra, que había deshecho los cristales del barrio y le había dado a él la sensación de que era un héroe, un gudari escondido en la espesura disparando contra un enemigo superior, un guerrillero en la Sierra Maestra o en el corazón de la selva de Bolivia. Entonces tenía presente a Ernesto Che Guevara, «las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército» y se sentía un poco desplazado ante furibundos nacionalistas y clericales que desconfiaban de él y de su espíritu guerrillero. Le reprendían cuando decía Euzkadi y debía decir Euskal Herría, le presionaban porque no hablaba euskera con fluidez; pero eran compañeros, gentes que tenían sus mismos objetivos. Gentes que ahora no eran más que nombres en una lista de bajas.

Aparcó el coche a la entrada del barrio de Neguri donde empezaban las bellas mansiones y las casitas rodeadas de jardín y encendió un cigarrillo. Los calmantes le habían dejado en un estado extraño, lúcido y despierto pero extrañamente flotante, como si todo él fuera sólo cerebro. No sentía prácticamente nada y en algún momento tuvo que mirar los pedales del coche para darse cuenta que sus pies, efectivamente, le obedecían.

La conversación con Irune había sido rápida y seca. Sal de tu casa a las cinco, le dijo. Yo te veré. Y ahí estaba, la vio salir atravesando deprisa la cancela de hierro y mirando a un lado y a otro. Iñaki sacó el coche, deprisa, al centro de la calzada y frenó ante ella, a menos de un metro, abriéndole la portezuela de atrás.

—¡Jesús, Iñaki! —exclamó ella nada más sentarse. Esto es un taxi.

—Eso es. Un taxi —dijo él mientras aceleraba para dejar atrás el barrio—. ¿Cómo estás? —preguntó sin mirarla mientras enfilaba la carretera hacia la costa.

—Estoy bien, Iñaki, estoy bien. Me ha sorprendido mucho, la verdad. Ni siquiera sabía si estabas vivo.

—Pues ya lo ves. Estoy vivo.

—¿A dónde vamos?

—No te preocupes. Has llamado un taxi para ir a Bermeo.

—¿Y qué se me ha perdido en Bermeo? —preguntó Irune elevando las cejas.

—Siempre tan rebelde —sonrió Iñaki—. ¿De verdad estás bien?, ¿y mis sobrinos?

—Edurne va este año a Deusto. Iñaki hace segundo de ingeniería en Bilbo y tiene una novia, así que no le veo yo por la labor.

—Son buenos chicos, ¿no?

—¿Y pues? ¿no me abroncas porque vaya a ir a trabajar a Lemóniz? —los dos rieron—. ¿Y tú, cómo estás?

—Bien —dijo él mientras miraba por el espejo retrovisor.

—Si estuvieras bien no habrías venido.

Estaban junto al mar, con sendos vasos de vino, frente a frente, sentados a una mesa de madera pintada de azul, curtida y seca como la cara de un viejo marino. Frente a ellos bullía el mar y graznaban las gaviotas. Un olor de salitre y pescado les envolvía, mezclado a veces con el aroma de las sardinas asadas y las calderetas de pescado. Irune tenía la cabeza baja y las lágrimas le corrían por la cara disolviéndose entre el maquillaje y la sombra de ojos, empapando el pañuelo de seda y dándole un brillo especial a la mirada.

—Virgen santa. Virgen santa —musitó por dos veces, como una vieja plegaria.

—Vamos. No llores. Es lo que hay. Tenemos que ser fuertes.

—Sí. ¿Sabes lo que me dijo amá poco antes de morir?

—Qué te dijo.

—Que cuidara de ti —Irune se echó a llorar desconsoladamente. Iñaki miró consternado a su alrededor. Le dolía que Irune llorara de aquella manera, y también le turbaba llamar la atención. El camarero les miró un momento pero luego centró su atención en las sardinas que se asaban al aire libre, sobre una plancha de hierro y el resto de parroquianos no parecían prestarles atención.

—Perdona —dijo Irune secándose las lágrimas y tomando un sorbo de vino—. Nunca he aprobado lo que hacías. Debiste dejarlo hace años, cuando lo dejamos todos.

—No todos, Irune. Pero ahora no hablemos de eso, ¿vale? Me apetecía verte y saber cómo están los chicos. Eso es todo.

—¿Eso es todo? Tengo dos años menos que tú, eso era algo cuando íbamos al colegio, pero ahora no es nada. No soy tu hermana pequeña, no me tomes por tonta.

—Sí, eres mi hermana pequeña. Y soy yo quien debería haber cuidado de ti. Cuando se fue aitá

—De eso no quiero hablar.

—Ya sé. Bueno, yo tampoco, pero soy quien te debería cuidar y ya ves. Has salido adelante y…

—Y me he casado con un, ¿cómo dijiste? un cabrón de Lemóniz, creo recordar.

—Perdona. Estoy seguro de que es un buen hombre.

—¿Y por qué?, ¿porque ahora estás enfermo, porque te vas a morir? —las lágrimas le brotaron de nuevo.

—No, Irune. No es por eso. Es porque antes era un irresponsable, porque para mí no tenía importancia lo que uno siente, lo que las personas hacen… sólo miraba lo que son. Él era ingeniero de Lemóniz luego era una mala persona. Yo era un idiota. ¿Vale?

—No te creo Iñaki. No te creo. He visto a muchos como tú. A ti te escucho porque eres mi hermano pero… los tuyos pusieron una bomba a cien metros de mi casa, ¿sabes? Se rompieron todos los cristales. Edurne estaba en su habitación y le tuvimos que quitar cristales del cuerpo con unas pinzas. Estaba tan asustada que no podía ni hablar. Y a Iñaki, a tu sobrino, le han pintado de rojo y amarillo la taquilla, le han quemado los apuntes y los libros en los pasillos, le gritan txakurra y espaniolak porque su padre trabaja en la central que les da electricidad para sus ordenadores y sus playstation. No te creo Iñaki. Pero qué importa eso.

—He estado en Mondragón —dijo él tras un silencio.

—No deberías.

—Lo sé. Vi a Izaskun y a gente de la cuadrilla.

—Izaskun —hizo Irune un gesto escéptico—. ¿Sabes que le llaman la vestal entre los tuyos?

—Es una buena chica.

—Era una buena chica. Ahora no lo sé. No voy mucho por allí, pero no sé qué hace ni qué piensa. Mi mejor amiga. Era mi pueblo, mi amiga y ahora es de los tuyos. No sé si soy bien recibida, así que no voy.

—No quiero hablar de política.

—¿Has empezado ya el tratamiento? —preguntó Irune con un temblor en la voz.

—Hace tiempo.

—¿Y no te pueden operar?

—Sí, claro, pero no hay garantías y una operación te deja ya listo. No sabría a dónde ir ni qué hacer…

—Si necesitas dinero yo tengo. Te lo aseguro.

—No —sonrió Iñaki—, si fuera ése el problema…

—¿Qué harías, atracar un banco?, ¡oh, perdona! No debería…

—Déjalo. Eres mi hermana.

—Pues que bien. Un día me dijiste: no eres mi hermana, gritando como un loco. Todo porque te dije que no creía en todo eso de que tú hablabas, de la independencia, de la revolución, la clase obrera vasca y las esencias. ¿Te acuerdas?

—No me has perdonado.

—¿Y tú?, ¿me has perdonado a mí?, ¿has perdonado a amatxo que tampoco te entendía?, ¿te has perdonado a ti? ¿Qué te pasa? —exclamó Irune asustada ante el gesto de dolor de Iñaki.

—No es nada. Me debes poner nervioso —sonrió Iñaki sujetándose el vientre—. ¿Vas al cementerio?

—De vez en cuando. Ahora no voy desde el día de difuntos. ¿Necesitas algo?, tal vez podrías ir a una de esas residencias donde te cuiden… o a Houston. Te lo digo de verdad, conozco a gente que…

—¿Y a un asilo de ancianos? —rió Iñaki—. No me jodas, hermana —bebió Iñaki despacio, con sumo cuidado—. Estuve en Aránzazu. ¿Te acuerdas de nuestra comunión?

—Allí la hicieron también mis chicos. ¿Desde cuándo no habías ido?

—Pues no sé. Creo que estuve hace años después de salir del seminario —calló cuando recordó. ¿Cómo no me he acordado antes? Invierno del ochenta y cuatro, carretera de Oñate al santuario. Después de colocar la bomba que mató a seis guardias civiles se refugió en los sótanos. No lo recordaba, ¿cómo es posible? Le llegó el eco de la explosión sentado en el suelo húmedo, con un saco de dormir al lado, comida y agua para una semana, una linterna, una radio con auriculares que apenas podía oír. Era una táctica. Los verdes cortaban todas las carreteras, peinaban el monte y entraban en todos los caseríos. Al cabo de tres o cuatro días estaban seguros de que ya habían escapado del cerco; esperaba un par de días más y luego salía en un tronado dos caballos con hábito franciscano hacia Vitoria.

—¿Qué pasa? —preguntó Irune.

—Nada. Pensaba. ¿Qué sabes del padre Jesús?

—Está en una residencia —dijo ella—. En Bilbo.

—¿Le ves?

—Alguna vez, pero está muy mayor y no creo que se alegre de verte. ¡Oh, perdóname! Iñaki, por dios. No sé qué hacer contigo. Eres mi hermano y a la vez eres todo lo que odio de esta tierra. No sabes cuánto. Hemos pensado mil veces en irnos de aquí, dejarlo todo y evitar que mis hijos se conviertan en víctimas o en verdugos, porque aquí pasa eso. O una cosa o la otra. Y tú siempre has estado donde has estado. —Una vez, su profesor de inglés le había preguntado por la familia. ¿Qué piensan de lo tuyo? No se lo había preguntado en plan policial, al menos eso creía Iñaki. Había sido una de esas preguntas de curiosidad que a veces le hacía. Como si estuviera haciendo un trabajo de antropología, elemento cavernícola de las montañas de Euzkadi: ¿qué piensa usted de la familia como elemento protector de la violencia? Le había contestado, de malos modos, que no metiera su familia en esto, pero aquella noche había empezado a pensar, por vez primera, que Irune y amá y otros parientes menos cercanos tendrían su propia opinión sobre lo que estaba haciendo.

—Le recuerdo mucho —dijo él—. Era muy cariñoso con nosotros.

—Sí —asintió Irune—. Está en una residencia cuidado por monjas, hermanas de la Caridad. Jubilado, claro. Oye, Iñaki.

—Qué.

—Déjame unos días para pensar cómo. Podemos montarte algo. Suiza. Hay posibilidades, buenas clínicas, buen clima. Lejos de todo. Ya sabes cómo son. No preguntan nada. Te puedo gestionar una clínica, un tratamiento, desaparecer y quedarte allí. Hay curación tú lo sabes. Puedes quedarte allí el tiempo que quieras. El dinero no es problema. Dime que lo pensarás. Tengo amigos. —Iñaki sonrió para sí. Mi hermana preocupada por mí.

—De acuerdo, lo pensaré —dijo.

Se abrazaron a la entrada de Neguri, cuando Iñaki no pudo dejarla marchar así y salió del coche, arriesgándose.

—Prométeme que lo pensarás —dijo ella.

—Te lo prometo, de verdad.

Lo pensó mientras corría hacia Bilbao. Ya está. Otra de las cosas que tenía que hacer. Me falta Izaskun. ¿Me atreveré?, ¡oh Dios! Tengo que despedirme de la gente a la que le importo algo, arreglar mis asuntos. No sirvo para estar en una residencia, Irune. ¿No lo sabes? Sólo sé usar la pistola. No tengo esas aficiones que florecen cuando uno se jubila. De mi trabajo no se jubila nadie.

Gorka se acercó a la playa de Ondarreta iluminada por los focos. Aprovechando la bajamar y la temperatura no demasiado fría, había una pareja semiescondida bajo el espigón y un poco más allá otra figura, sentada, contemplando el Cantábrico. A Gorka también le gustaba sentarse en la arena a aquellas horas, sobre todo antes de que el verano convirtiera la playa en punto de encuentro de demasiada gente. Se sentó un poco por delante del hombre solitario, lejos de la pareja, para no molestar, y dejó ir la imaginación hacia Blanca.

Cada vez que estaba con ella se sentía culpable de infringir el sexto mandamiento, como si un dolor profundo le atravesara el pecho. Su confesión de todas las semanas no solía tener grandes secretos, salvo en las escasas ocasiones en que ella le llevaba a la vieja posada en Urola. Nunca le decía que no, pero cada vez era más difícil, cada vez ella tenía menos tiempo y le susurraba al teléfono, con su voz de terciopelo: ya te llamaré. Y podían pasar tres semanas hasta que recibía esa llamada. No soy ningún tonto, Blanca, ya sé que tus favores están relacionados con el material que puedo pasar a Salus. Lo sé. Si vale la pena tengo un premio, si soy perezoso nunca tienes tiempo.

Se volvió a medias cuando oyó tras él unas pisadas y abrió mucho los ojos sin que una palabra acertara a salir de su boca. El primer disparo le alcanzó en un lado del cuello, como una dolorosa quemadura, el segundo, más bajo aún, le destrozó la clavícula y le lanzó al suelo, sobre la arena, después de dar una cómica media vuelta. Para el tercero, Santi apuntó con cuidado y trató de contener el temblor de su mano. Esta vez acertó en la nuca, dejando un orificio casi invisible. Alrededor de la cabeza de Gorka se fue formando una mancha oscura y húmeda que la arena se tragaba rápidamente.