Iñaki de Mondragón descolgó el teléfono que sonaba en una solitaria cabina de las afueras de Hendaya y después de escuchar unos minutos asintió con par de monosílabos: bai, aditua. El día estaba sombrío, gris y apagado, con una fina lluvia, casi horizontal, empujada por el viento del oeste. Las últimas horas habían sido un infierno. Los dolores eran cada vez más frecuentes e Iñaki veía claramente que los acontecimientos se estaban precipitando. Se metió en el coche, a cubierto de la lluvia y de miradas indiscretas y sacó la pistola de la guantera. Era una Glock nueva, todavía no disparada, sin antecedentes, bella y siniestra a un tiempo. La sopesó en la mano, notando sus setecientos gramos. La montó colocando una bala en la recámara y luego la guardó en el cinturón, detrás, cubierta por la americana y el grueso chaquetón.
Hizo despacio los cincuenta kilómetros hasta llegar al parador de carretera, grande y ostentoso como el castillo de un nuevo rico, aparcó en un extremo de la gran explanada de grava, junto a un todo terreno tan espectacular como el parador y luego se encaminó hacia la entrada.
El banquete de bodas estaba en todo su apogeo y nadie reparó en Iñaki, tan acicalado como cualquiera de los invitados. Había dejado el chaquetón en el guardarropa y su traje, algo anticuado, y su corbata no desentonaban en absoluto. Atravesó la sala abriéndose paso entre jóvenes ya algo bebidos, chicas espectaculares y grupos familiares hasta llegar a una puerta batiente con una ventana circular en el centro, cubierta por un cristal. En la última mesa había dos parejas jóvenes mucho menos integradas en la fiesta que el resto de los invitados. Un órgano electrónico hacía imposibles las conversaciones que se resolvían a gritos y la pareja de recién casados estaba en aquel momento recorriendo las mesas con sendas canastillas al brazo repartiendo cigarros puros y bolsitas de peladillas.
Los jóvenes de la última mesa no hicieron ningún movimiento cuando Iñaki pasó por su lado, ni cuando empujó la puerta de batientes. El pasillo se abría a la derecha en una amplia cocina donde ya lo peor del banquete había pasado y los cocineros iban recogiendo poco a poco sus herramientas de trabajo. Iñaki abrió la segunda puerta de la izquierda, la que pretendía detener a los curiosos e indeseables con un letrero de «Privè» en letras blancas sobre fondo negro.
El despacho era realmente siniestro, tanto como la pistola de Iñaki. Una anticuada mesa de madera, un sofá desvencijado, tapizado de rojo y un sillón del mismo color. Tras la mesa estaba sentado Mikel Gara, con sus pequeños ojillos, duros como el pedernal, fijos en la puerta. En el sofá estaba el Chopo Iturbide. Delante de la mesa había dos sillas vacías y el único adorno de la pared era una lámina amarillenta de algún rascacielos neoyorkino sobre un cielo desvaído.
Un, pasa te estábamos esperando, fue toda la bienvenida y el Chopo ni hizo ningún movimiento para hacerle sitio en el sofá. Iñaki se sentó en una de las sillas, con la puerta a su derecha y la mesa interponiéndose entre Mikel y él.
—¿Y los demás? —preguntó. Al fin y al cabo suponía que aquello era una reunión del Comité Ejecutivo. Gara y el Chopo se miraron y notó en la cara de Mikel el guiño que quería decir que la pistola le estaba molestando en el cinturón.
—¡Joder, este trasto! —dijo mientras la dejaba sobre la mesa al alcance de la mano. Por un momento Iñaki sintió cómo el odio y la indignación le subían por la garganta, desde lo más profundo de las tripas. Estás vigilando a Izaskun, la estás presionando y eso no te lo voy a permitir. Por primera vez en su vida, Iñaki sintió que no le temía, que no le respetaba y que no estaba dispuesto a inclinarse más ante él. Con un, tienes razón, sacó la opaca Glock nueve milímetros y la colocó también sobre la mesa, en el canto más cercano a donde él estaba, tan cerca que podía ver los relieves de la culata y el brillo de la lámpara sobre la corredera metálica. El Chopo se removió en su asiento, pero Mikel no dio señales de haberse fijado.
—No va a venir nadie más. Espero que no te importe. —Dijo.
—No me importa —respondió Iñaki.
—Hemos barajado la posibilidad de que lo de Madrid haya sido una traición —espetó El Chopo a bocajarro, como si hiciera un disparo. Iñaki miró la cara inexpresiva de Mikel. Si pensaran que soy yo ya estaría muerto, se dijo.
—¿De quién? —preguntó. La pistola parecía esperarle sobre la mesa, negra y mate, sin reflejar la luz amarillenta de la lámpara. El Chopo no le quitaba la vista de encima e Iñaki sabía perfectamente que tendría que ser el primero al que disparara. Sin dejar de mirar a Mikel percibió el ligero movimiento del Chopo, pero no le dio la sensación de tensión, antes bien fue como si se relajara, estirando las piernas y aflojando la presión que había estado haciendo sobre el brazo del sofá.
—Después de estudiar la situación, he llegado a la conclusión de que es más probable que sea una filtración —dijo Mikel—. Los txakurras nos pisan los talones, así que la causa está en el mismo talde. Ya sabes, muy jóvenes, inexpertos y se han dejado ver. Han hecho cosas que no deberían hacer y les cazaron antes de que pusieran en marcha la acción.
—Se lo dije a Pilar. —Iñaki subrayó su afirmación con un gesto. ¿Así de fácil?, pensó, ¿ya habéis descartado la traición?
—¿Y lo de Arrasate? —preguntó Iñaki con su mejor aire indignado— ¿y lo de Castellón? ¿y el talde de Irún? ¿no hay traición?, ¿sólo es incompetencia?
—Todo eso es cosa mía —respondió Mikel rojo como la grana—. Con el asunto de Madrid es diferente. Tú estabas allí. ¿A quién le hablaste sobre el objetivo? —Has de contárselo a toda la gente que razonablemente pueda enterarse, le había dicho a Iñaki su profesor de inglés, sin indiscreciones que te puedan achacar, pero diversificando las fuentes.
—¿A quién?, pues a quién va a ser, a Pilar, al enlace del talde de Madrid, desde luego a Pierre… y a ti. —Mikel le miró de una manera peligrosa. «¿No ha sido a demasiada gente?», murmuró en voz tan baja que casi no se le oyó.
—Los necesarios. Ni uno más, ni uno menos. ¿De quién vas a sospechar, de Pilar? —le lanzó Iñaki la pulla.
—Nadie ha dicho de quién sospechamos —intervino el Chopo.
—Tú te callas —le contestó Iñaki con rabia apuntándole con el dedo—. Eran tres buenos muchachos, eran mi responsabilidad y si alguien la cagó tendrá que pagarlo. Sea quien sea.
—¿Qué estás insinuando? —dijo El Chopo lívido.
—No nos pongamos nerviosos —trató Mikel de calmarles—. Tranquilos. Te seré sincero Iñaki, la arrantza está acabada, kaput. El reclutamiento de gente nueva es un desastre. Se ha hecho mal, sin ningún cuidado, siguiendo métodos que no funcionan. Todo esto apesta a naftalina.
—¿Y entonces? —preguntó Iñaki.
—Hemos hecho algunos cambios. Un nuevo equipo de arrantzarris. Quiero que lo dirijas tú.
—No es mi estilo. No soy un profesor.
—Eres el responsable de operaciones —respondió Mikel frío como un témpano— y una operación se ha ido a hacer puñetas y todo el comando ha caído. No me digas que no es tu estilo. Y te diré algo. Chopo está seguro que alguien nos ha traicionado. Yo no lo creo, creo que ha sido una cagada del talde, gente sin experiencia. Hay algunos que son demasiado jóvenes.
—¿Todos los taldes son inexpertos? ¡No me jodas!
—Tú ocúpate de lo tuyo —dijo Mikel. Tenso como la cuerda de una guitarra.
—¿Y qué quieres que haga?
—Quiero que te pongas de acuerdo con Pilar y que reorganicéis la captación. Tú y ella. Responsabilidad compartida. Los dos sabéis moveros y conocéis a la gente.
—Ésa no es mi función.
—A partir de ahora Chopo se encargará de las operaciones. Tú te vas a dedicar a garantizar que la gente que entre sea la mejor, y de confianza. Y esto no es una petición Iñaki, es una orden.
Iñaki bajó la cabeza un momento. No necesitaba fingir que aquello no le gustaba. De hecho oía en su cerebro las primeras palabras que diría su profesor de inglés: es una trampa. Pero, ¿qué podía hacer?, ¿empuñar la pistola y matarlos a los dos allí mismo?
—Espero tu respuesta —dijo Mikel sin pizca de duda en la voz.
—Araberako.
—Bien. Eso es todo lo de este asunto. Y ya puedes guardarte la pistola. Por cierto, muy buena arma. ¿Tienes tu propio arsenal?
—Chopo. Dile que las compraste tú. ¿Y qué hay de Arrasate?
—Lo de Arrasate… tus viajes allí no nos han gustado nada y por un momento llegamos a pensar que por ahí había habido una filtración. Ha sido un desastre, desde luego, pero estamos en ello.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la mujer que has ido a ver es una vieja conocida. No te ofendas por lo de vieja. Comprendo tu preocupación por ella…
—No me toques los huevos, Mikel —dijo Iñaki y El Chopo volvió a removerse.
—No seas susceptible Iñaki —respondió Mikel lívido—, quiero decir que hemos descartado cualquier filtración por ese lado y que ya trabajamos para saber qué ha pasado.
Cuando salió del pequeño e incómodo despacho, Iñaki sintió clavadas en su espalda todas las miradas. Era una sensación como de cosquilleo que no tenía una explicación lógica, salvo su propio miedo. Una sensación que conocía desde sus años de crío, desafiando a los picoletos por las calles de Mondragón o de Donostia. O en momentos más duros, dejando un coche en una calle cualquiera, atiborrado de goma dos, a la espera de una furgoneta o de un coche oficial. Recordaba vívidamente aquella sensación cuando se acercaba al apartamento de Michelle en Lyon. Un sexto sentido, una mirada fija en su nuca, un punto de mira con él como objetivo. Toda una vida de mirar por encima del hombro, de sentir el sudor en las manos, la adrenalina corriendo por sus venas, la tensión casi dolorosa en los músculos y el miedo. Siempre el miedo. No me importa que tengáis miedo, le había dicho alguna vez a sus comandos; el miedo es humano, lo que no debéis permitir es que el miedo os paralice. Pero, ¿qué miedo se podía tener ante un hombre desarmado, ante una espalda confiada? Porque siempre habían matado por la espalda o en la distancia. El miedo era algo más, ahora lo sabía. Miedo a tener una vida vacía, a llegar a los cincuenta años peor de lo que estabas a los veinte; solo, sin familia, sin amigos, sin ideales. Yo tenía fe, tenía esperanza, tenía caridad. He visto la vida resbalar entre mis dedos, a veces en forma de sangre, otra en forma de sueños. Lo importante es tener una finalidad en la vida, le había dicho el padre Jesús, un objetivo y Dios te da ese objetivo. Al recordar su vida en la escuela, la misa de los domingos, los amigos en Erdiko, Iñaki no podía admitir que se trataba de la misma persona; el joven apasionado que necesitaba la revolución como el aire, para el que nada tenía sentido si no era la lucha por su pueblo. Mientras conducía de vuelta hacia Bayona recordaba aquellas palabras en las que creía de joven: en una revolución se muere o se triunfa si es verdadera. Y el Che tenía razón, porque lo que no se solía decir era el resto de la frase. El revolucionario se convierte entonces en un bandolero. O tomas el poder o te conviertes en un salteador de caminos, un bandido que sólo busca su propia supervivencia. Y eso somos, bandoleros que ni siquiera desvalijamos a los ricos para dárselo a los pobres, ni siquiera eso. Hemos traicionado la revolución y me habláis de traidores como si fueran otras personas diferentes a vosotros.
Desde el portal oscuro, Maestre podía ver un lado de la calle. El otro lo veía a través del espejo colgado en la esquina, a tres o cuatro metros del suelo. La noche era fresca. El tiempo estaba cambiando a peor y la ropa, demasiado ligera, no era la más adecuada para andar zascandileando en plena noche. La calle estaba en silencio y las farolas iluminaban un suelo húmedo y limpio.
La puerta del bloque de viviendas no precisó más que una tarjeta de plástico rígido y, dos pisos más arriba, Miguel Maestre aplicó el oído a las tres puertas del rellano para asegurarse que nadie andaba aún despierto. Luego dejó en el suelo el maletín negro y lo abrió despacio, cuidando que no chirriaran las cremalleras. Primero se colocó los guantes negros de piel y luego sacó una fina linterna que sujetó con la boca y una ganzúa plana, adecuada a la cerradura. Hacía mucho tiempo que no hacía nada como aquello y sudaba copiosamente mientras hurgaba en el mecanismo. Con paciencia, trataba de enganchar uno de los resortes interiores. La teoría decía que si conseguía enganchar uno de ellos y oprimir los otros con la barra, la cerradura cedería, pero eso era sólo teoría y sentía que había perdido mucha práctica.
Se tomó un instante de respiro y valoró la posibilidad de que tal vez estaba haciendo el movimiento al revés. Se detuvo en seco antes de meter de nuevo la ganzúa cuando creyó oír un ruido cercano, en alguna parte. Se acercó con cuidado a la barandilla de la escalera y escrutó la oscuridad, hacia el fondo del hueco de la escalera. No se veía nada.
Volvió a la puerta y lo intentó por enésima vez, con la confianza añadida de que tal vez girando la mano en sentido contrario. ¡Bingo!, se dijo. Notó cómo la ganzúa se enganchaba en algo. Un reloj desgranó la hora en la lejanía pero no tenía ni idea de la hora. Más de la una y menos de las dos, tal vez. El siguiente movimiento fue intentar presionar hacia abajo sin perder el contacto anterior. Falló por dos veces y a la tercera se le salió la ganzúa y cayó al suelo con un tintineo que le pareció una explosión. Permaneció en silencio al menos un minuto, quieto, sin atreverse a hacer ni un movimiento. En la calle oyó el motor de un coche, lejano y luego nada.
Maestre volvió a coger la ganzúa, repitió la operación y entonces oyó, a la primera, el chasquido de la cerradura al abrirse. Cerró los ojos un instante, tragó saliva y guardó la ganzúa en su sitio. Del maletín sacó un trozo de esparadrapo ya cortado y lo colocó en la lengüeta metálica de la puerta para evitar que se cerrara. Era una sutil precaución, pero conocía incautos que se habían quedado encerrados dentro del piso allanado.
Ajustó la puerta y se quedó un momento en el recibidor, percibiendo el olor de lavanda, escuchando el silencio y contemplando el piso de Izaskun Arriola a la luz tenue de las farolas de la calle.
Entretanto, Gorka bebía chiquito tras chiquito tratando de no perder nunca de vista a la mujer de estatura media, ojos bonitos y cabellera color castaño. La tenía vista por el pueblo, desde luego, pero no sabía gran cosa de ella, sólo que trabajaba en las cooperativas, como la mitad de Arrasate, y que todo el mundo la trataba con respeto.
Mientras los chicos de su cuadrilla vociferaban y reían se quedó mirándola por un momento y sintió luego sus ojos, fijos en los de él. Notó como el rubor le subía por la cara, como siempre que miraba a una chica, aunque aquélla podía muy bien haber sido su madre.
Luego, como si no le hubiera visto, Izaskun volvió a prestar atención a los suyos dejando al muchacho sólo con su mirada adolescente y sus mejillas coloradas. Un manotazo en la espalda y unas risas y Gorka volvió también a su grupo. En el bolsillo notaba el peso del teléfono móvil. Sólo tenía que hacer una llamada perdida al número memorizado y Salus sabría que la chica se iba a casa.
Gorka siguió bebiendo sin dejar de mirar de reojo hacia el final de la barra; las manos le temblaban de tal manera que tuvo que dejar el vaso sobre el mostrador.
Miguel Maestre, oculto tras las cortinas, vio pasar tres figuras oscuras. Le había llamado la atención el brillo de un cigarrillo por pura casualidad, al moverse junto a la ventana. El ordenador, un Pentium algo anticuado no tenía nada. Por más que buscó ficheros ocultos y buceó en los borrados usando su propio ontrack no encontró nada más que cartas, páginas web y música. Había mucha información económica, hojas Excel y cartas empresariales, pero nada más. El registro de los archivos de papel, cuidadosamente efectuado, tampoco reveló nada. Sólo las típicas facturas, papeles personales sin importancia y folletos de viaje.
Mientras fruncía los labios tratando de pensar qué estaba pasando se quedó mirando las fotos sobre la vieja cómoda. Eran varias, algunas en blanco y negro. Desde una de ellas sonreía una pareja. Una mujer, casi una niña, pegada a un mocetón alto y musculoso. La chica debía ser Izaskun Arriola, estaba casi seguro. Había otras fotos; en una, la misma chica vestida de montañera y junto a ella reconoció a Eduardo Navarro y a Iñaki, muy jóvenes. Había más chicas y en el reverso de la foto nombres anotados en bolígrafo, sólo las chicas. ¡Cómo les cuidas, Izaskun!
Maestre consultó el reloj. Aún tenía tiempo, mucho tiempo pero allí no había nada de lo que Gorka le había transmitido. No obstante había en el ambiente una extraña atracción morbosa. ¿Cómo sería esa mujer? Había tres hombres implicados en aquello y los tres habían estado o estaban chiflados por ella, Iñaki, Navarro y el tercero, el misterioso enamorado que les había dejado a los dos fuera de juego. Tal vez en aquella cama, tan pulcra, había hecho el amor con él, o con Navarro. Casi distraídamente, Maestre abrió uno de los cajones de la cómoda. Había un paquete de cartas, bien sujeto por una goma, pero ninguno de los remitentes le sonó de nada. Pero, al fondo del cajón, en una caja metálica, había otro. No eran muchas, apenas media docena pero sólo el hecho de que estuvieran más guardadas ya era mucho. Todos los sobres estaban dirigidos a Izaskun Arriola y ninguno llevaba remite. Con cuidado, tapándose la cabeza con la americana, fotografió todas las cartas y los sobres con la pequeña cámara digital.
Al volver al salón se quedó de nuevo mirando fijamente la instantánea con el joven desconocido. Le era familiar, muy familiar. Se tapó de nuevo con la americana e hizo una foto. El contestador sobre la mesilla del recibidor estaba apagado y no había mensajes guardados. Con cuidado Maestre desenroscó el auricular y colocó el pequeño micrófono en su sitio. Lo volvió a dejar todo tal cual estaba y luego hizo una llamada perdida al móvil de Gorka.
Al salir cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido. No le importaba que Izaskun Arriola sospechara algo cuando encontrara la llave sin echar. Había cosas más importantes de que ocuparse.
—¿Dónde has aparcado el coche? —le preguntó a Gorka.
—Ahí cerca.
Echaron a andar confundiéndose con las sombras. Llegaron hasta el Polo azul oscuro aparcado y se sentaron en el interior sin encender las luces.
—¿Qué pasa? —preguntó Gorka—. ¿Qué había?
—¿Qué te dijo exactamente Santi?
—Ya te lo he dicho.
—Dímelo otra vez.
—Que había material sensible y que sería una putada si caía en manos de ellos. ¿Qué había? ¿Qué haces?
—Estoy sintonizando la frecuencia del micrófono con el receptor y la grabadora. —Maestre guardó el receptor bajo el asiento—. Tiene batería para tres días más o menos. Ya sabes lo que has de hacer.
—¿Quién es ella? —preguntó Gorka.
—Una chica bien relacionada.
Nada más llegar al hotel, Maestre se sirvió un whisky y luego descargó las fotos en el portátil. Se quedó un rato pensativo frente a la borrosa instantánea en que un brazo amistoso, o tal vez cariñoso, ceñía los hombros de Izaskun. Le era familiar el rostro del hombre, de eso estaba seguro. Debía tener unos treinta años, aunque era difícil adivinarlo, el pelo un poco ensortijado, una cara ancha y franca, alto, seguramente de complexión fuerte. Llevaba una de aquellas guerreras verdes, típicas de los años sesenta y su mano, grande y fuerte, destacaba sobre el hombro frágil de la muchacha. La foto debía haberla tomado alguien con poca traza o tal vez la cámara era muy mala. Detrás de ellos había árboles. Podía ser cualquier lugar, un bosque, un jardín, un parque urbano. Le costaba trabajo concentrarse en la foto. Santi había engañado a Gorka. ¡Tiene que ser eso!; lo que en realidad quería era que vigilara a la chica y por eso le han contado a Gorka ese cuento. No se fían de ella porque no se fían de Iñaki. Sintió que un sudor frío le recorría la espalda. Sospechan de él, saben que se ha reunido con Izaskun y la hacen vigilar. ¿Quién eres, querida Izaskun?, ¿eres el cebo para cazar a Germán?
Quitó la foto de la pantalla y empezó a leer la primera de las cartas; no estaba firmada ni había nada que la pudiera identificar, al menos no sin un análisis exhaustivo del original. Tampoco llevaba fecha. Querida Izaskun, decía, y afirmaba después que la echaba de menos. Al principio daba la impresión de que el autor de la carta no era muy ducho expresándose, como si le costara arrancar y decir exactamente lo que quería decir. «He pasado muchas horas sentado en el paseo, pensando en ti. En aquellos días de las fiestas, ¿te acuerdas? Ahora no duermo por las noches pensando en ti, todo me agobia y es como si me faltara el aire cuando pienso en tu cuerpo y en lo que hacíamos. Me gustaría que lo sintieras igual que yo y que por las noches, en la cama, pensaras en mí con la misma intensidad». Y de pronto la carta se convertía en un volcán, como si su autor hubiera abierto de pronto una puerta, desinhibido y borracho, porque eso decía: «estoy borracho de amor y me duele hasta el fondo del alma». Le hablaba de unas fotos hechas en un hotel en Fuenterrabía. El resto de las cartas eran del mismo estilo, misivas en las que se mezclaban cosas como: «Cuando te beso siento repugnancia de besarte en la boca, pero tu boca me seduce y me marea. Ya sabes dónde la necesito». Un poco retorcido, pensó Maestre. Las otras cartas eran muy semejantes pero mezclaban conceptos políticos, cosas sobre Euzkadi, la patria, la independencia, la necesidad de la lucha armada y le fijación de «objetivos» de una forma «desapasionada», decía, como si no fuera nada personal. Así que es uno de ellos, de eso no cabe duda. Probablemente alguien importante.
Maestre codificó la foto y la envió a la dirección preestablecida en La Casa con la recomendación de enviarle los resultados inmediatamente. Luego se dedicó a leer detenidamente el resto de las cartas, analizando cada línea y cada frase.
Iñaki se vio de refilón al pasar frente a las cristaleras del banco y casi no se reconoció. Tenía todo el aspecto de un ejecutivo de mediana edad, elegante dentro de la sobriedad, armado del portafolio de piel en la mano derecha y el teléfono móvil en la izquierda. Perpignan vivía un soleado día de otoño haciendo que el traje oscuro y ligero le pareciera más una envoltura para la sauna que un elegante uniforme de broker de las finanzas. Giró a la izquierda nada más pasar el antiguo cine Castellet y enfiló la parte antigua de la ciudad, entre tiendas para turistas y prestigiosas firmas comerciales. El hotel era un viejo y restaurado edificio con farolas de hierro art decó y exóticas plantas naturales como centinelas en la puerta de vidrio.
El interior era absolutamente relajante, con luces y paredes en tonos cálidos, suave música de fondo y un bar decorado con vidrieras y azulejos. La amable recepcionista le entregó en mano la llave y asintió encantada cuando él le anunció que recibiría en su habitación a un par de clientes aquella tarde. Nada más entrar en ella la repasó concienzudamente. Revisó los cuadros, los jarrones repletos de flores naturales, las delicadas esculturas y las lámparas; incluso metió los dedos en las ranuras del aire acondicionado y en los bajos de la cama.
La siguiente operación fue quitarse la americana y la corbata y dejar las gafas sobre el escritorio impoluto. Se sentó luego en el único sillón, de espaldas a la ventana soleada, con la Glock firmemente empuñada, los ojos fijos en la puerta cerrada. Podía estar así, inmóvil, durante horas, con la mente en blanco y los ojos fijos en algún punto que ni siquiera veía, una imperfección de la puerta, un brillo en un gozne de metal. Recordaba hacía muchos años, en Amboto, un estrecho zulo, conteniendo la respiración mientras a su alrededor se movían los GAR, casi en silencio, esperando que un pestañeo o una respiración demasiado fuerte les señalara su posición. Lo había aprendido con un instructor de ojos negros y rudimentario español de no sabía qué organización: esto no es una película, nadie debe moverse cuando parece que ya han pasado de largo. Iñaki lo había asimilado: veinticuatro horas, no menos de veinticuatro horas de absoluta inmovilidad desde el último sonido y siempre de noche: entonces y sólo entonces se puede atisbar el exterior y empezar a moverse. Ellos también tienen que comer y que descansar, pero no tienen prisa. Los GAR viven en el monte, como nosotros, sólo cambian de sitio cuando están seguros; y son muy pacientes.
La puerta de la habitación era de madera natural, pintada de color claro e Iñaki podía seguir con la vista sutiles líneas de imperfección de un pintor con demasiadas prisas. La cerradura, dorada y brillante, destacaba reflejando el sol de la ventana y el suelo de parquet acumulaba pequeñas briznas de polvo. Sin dejar de observar el picaporte, Iñaki repasó una vez más las instrucciones de su profesor de inglés. «Sigue trabajando con ellos; ve a la reunión, no des señales de indisciplina o de dejadez. Lo que te han encargado es una trampa, está claro, quieren ver si eres tú la filtración y Mikel sólo confía en Pilar, por eso os ha juntado. Colabora con ella pero no se te ocurra hacerte el simpático. Mantén la tensión. No os lleváis bien, así que no intentes engañarla. Averigua lo que puedas, necesitamos saber la implicación de los cachorros, pero más que eso queremos un organigrama completo. Sabemos que hay cambios».
Iñaki notó el sudor que la bajaba por debajo de los brazos y por detrás del cuello. En su juventud lo había achacado a los nervios o a la tensión, pero ahora sabía que era miedo. Era miedo cuando escalaba una pared en Araotz, miedo la primera vez que empuñó una vieja Astra en Azparren, miedo incluso la primera vez que vio desnuda a una mujer en el barrio viejo de Bilbao. De sus primeros balbuceos sexuales Iñaki se fue a Izaskun. Tal vez podríamos empezar de nuevo. Ella está sola, yo estoy solo. Mis nuevos amigos han prometido cuidar de mí y si quisiera podría desaparecer en la otra punta del mundo. Desvarías, Iñaki, se dijo. ¿Por qué va a querer ella irse contigo a ninguna parte? Me quiere como a un hermano. Como a un hermano.
Una sombra sutil se interpuso entre la lámpara del pasillo y la rendija inferior de la puerta. Fue un instante. Luego intuyó más que oyó una respiración tras la hoja de madera. Y luego unos suaves golpes con los nudillos, uno, dos, tres, pausa y uno.
—Adelante. Está abierto.
La puerta se abrió despacio recortando la figura de Pilar Rueda, alias Ubiña, en el dintel. Estaba seguro que el fuerte sol que entraba por la ventana la había deslumbrado un momento. Mal, muy mal, se dijo, no vales Pilar. Estarías muerta.
Vestía de negro, traje de chaqueta, el pelo recogido en un moño y gafas de concha. Se había maquillado con cuidado, de una forma que a Iñaki le pareció incluso elegante. En otro momento y con otra persona le habría parecido atractiva, pero entre él y Pilar había una natural repugnancia que iba más allá de cualquier otra consideración.
—Llegas tarde —le dijo.
—Tenía que asegurarme.
—De qué. ¿De mí?
—No seas borde, Iñaki. —Cerró la puerta tras de sí y echó sobre la cama el bolso, negro, a juego con la vestimenta. No llevas ahí la pistola, pensó él.
—¿Tienes algo de beber? —preguntó ella.
—En la nevera hay algo.
—Bai.
—En euskera no, por favor. Si alguien nos oye desde fuera estamos listos.
—No me tienes que dar lecciones.
—Eso lo sé —contestó Iñaki con igual sequedad.
Pilar se acercó hasta la pequeña nevera. Sacó un botellín de agua mineral y lo abrió con un solo gesto.
—Tienes la virtud de hacer que todo lo que dices parezca un insulto.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Iñaki sin entrar al trapo.
—¿Te importaría guardarte la pipa? —contestó ella—. No me gusta que me apunten.
Iñaki dejó la Glock sobre el escritorio. Sacó un cigarrillo y lo encendió sin ofrecerle. En realidad no sabía si fumaba o no, ni le importaba. «Intenta traerme más información de Ubiña. La conocemos poco».
—¿Fumas? —preguntó.
—No. —Se había sentado en el borde de la cama, juntando las piernas como si temiera algo. Iñaki no estaba seguro si lo que abombaba la americana de ella era el pecho o la pistola. Aunque también podía llevarla entre los muslos.
—Está bien —dijo Iñaki y añadió marcando las palabras—. ¿De qué va esto?
—¿Y de qué iba? —preguntó Maestre.
—Lo de encargarnos de todo el aparato de captaciones. Puede que vaya en serio aunque también les va a servir para tenderme una trampa, pero Mikel es demasiado listo para hacer algo tan burdo.
—Comprendo. Pero os ha colocado a los dos y ella es su persona de confianza. Está claro que es para vigilarte.
—Sí y no.
—Explícate. ¿Quieres algo?, ¿café?
—No. —Sacudió la cabeza Iñaki. El pequeño despacho estaba demasiado caliente para su gusto y se lo dijo a Maestre.
—Sí. A mí también me jode, pero el radiador está apagado, no sé qué más puedo hacer.
—Hay una reorganización. Mikel dice que no funciona el sistema de captación, que está desmantelado y que por ahí se nos pueden colar espías o inútiles.
—¿En qué consiste esa reorganización?
—Se ha cargado toda la estructura. Ha movido a toda la gente que lo llevaba. Bueno, desde que cogisteis a Larri ya no se fiaba, pero ahora cree que la filtración de Madrid y las caídas son por culpa de alguno de los recién llegados.
—¿Y lo de Mondragón?
—Ni una palabra.
—Eso es lo que más debe preocuparte.
—Puede.
—¿Qué más?
—Se ha creado una nueva estructura. Seremos dos jefes, dos encargados del aparato de captación, Ubiña y yo y tenemos dos sustitutos.
—Quiénes son.
—Ni idea.
—¿Ubiña lo sabe?
—Pues eso es lo raro. Yo diría que no, que tampoco se lo han dicho.
—Te engaña —afirmó Maestre con la cabeza—. Quiere hacerte creer que estáis al mismo nivel.
—Puede que sí, pero es una arpía. La conozco y sé cuando está cabreada. Y está muy cabreada con Mikel.
—¿Te lo dijo?
—¡Hostia, no! No confía en mí. Pero tiene lógica. Mikel quiere crear compartimentos estancos, sin comunicación, para ir reponiendo las caídas. Da la impresión de que han asumido que vais pillando a la gente y encerrándola. Así que se trata de preparar sustitutos y de fomentar la entrada de nuevos.
—De todos modos no me gusta —dijo Maestre.
—A mí tampoco. No soy imbécil.
—Entonces haremos lo más conveniente —dijo.
—¿Qué es? —preguntó Iñaki.
—Nada. No hagas nada. No nos interesa atrapar a cuatro adolescentes idiotas. Haz lo que tengas que hacer. No lo quiero saber.
—A veces me enterneces —escupió Iñaki.
Maestre se levantó y estiró un poco las piernas. Se preparó lentamente un café y dejó a Iñaki con sus pensamientos durante unos instantes.
—¿Has vuelto? —dijo Maestre sin mirarle.
—¿A dónde?
—A Mondragón.
—No.
—No te lo pregunto con segundas. Era sólo curiosidad.
—No me digas.
—He hecho averiguaciones.
—¿La has vigilado?
—No hace falta. ¿Sabes si está en contacto con ellos?
—¡Qué dices! No.
—Yo no estaría tan seguro. Tal vez le queden amigos, de cuando tonteaba con vosotros.
—No. Yo lo sabría —gruñó Iñaki malhumorado—. ¿Quieres joderme o qué?
—Te aseguro que no. Eres mi chico, ¿recuerdas?
—¡No me jodas! No me tomes por imbécil.
Maestre se acercó con las dos tazas de café y las dejó sobre la mesa.
—A veces las cosas no son lo que parecen —continuó—. No me creo que estuviera tan ligada al mundillo y que no formara parte de la estructura. ¿Me sigues?
—En esa época todos andábamos alrededor. Unos seguimos y otros no, pero pertenecer no, ella no, nada de nada.
—¿Pondrías la mano en el fuego?
—Claro.
—Está bien. Te creo. —Maestre se sentó de nuevo y tomó un sorbo de su taza de café—. Sigamos con lo nuestro, pero antes dime una cosa.
—¿Qué? —enarcó Iñaki las cejas.
—Me muero por saberlo. ¿Ubiña lleva la pistola entre los muslos?
Iñaki no supo si enviarle al infierno y echarlo todo a rodar o soltar una carcajada. Finalmente optó por esto último.