Gorka dobló una rodilla, se santiguó al cruzar por delante del altar y luego salió al fresco de la plaza. De la Concha venía un viento suave y frío y el chico anudó la bufanda alrededor de la cara y se arrebujó en el anorak. Cruzó la plaza despacio, sin perder de vista a los escasos transeúntes y luego se encaminó hacia Igueldo dejando a su derecha la playa de Ondarreta.
Por dos veces se detuvo para encender un cigarrillo mientras se aseguraba de que nadie le seguía y finalmente, tras una cuesta empinada y solitaria, divisó el Audi negro aparcado entre dos frondosos chopos. Su andar lento y cansino contrastaba con sus ojos inquietos y rápidos, mirando incansables a su alrededor. Había aprendido a hacerlo desde muy pequeño, cuando los padres jesuitas le explicaban que Dios y el demonio observaban todos sus actos, hasta los más íntimos. Tal vez por eso se había vuelto cada vez más retraído, hasta el punto de que cuando los chicos de su edad empezaban a ir de chiquitos él se había recluido en casa, con sus cómics de Corto Maltés y Pin Up, su ordenador y sus revistas eróticas escondidas bajo el colchón. Hasta que encontró a Blanca, una tarde en una fiesta en su primer año de facultad. Era mayor que él, morena, guapa, y una cabeza más baja, algo que a él siempre le había acomplejado con las chicas. Además de abrirle los ojos al mundo del sexo, Blanca le había explicado que veía en él un don, la capacidad de recordar como si fuera una cámara fotográfica, la rapidez mental para reconocer y archivar caras, la personalidad versátil y flexible del auténtico agente secreto. Sí, eso le dijo Blanca, del agente secreto. Aún recordaba cómo se había reído y cómo se había sentido orgulloso de esa capacidad; un aventurero, un ser en la sombra, a salvo de todo y de todos. Blanca le presentó a Salus, otro entusiasta de Corto Maltés a pesar de que era mucho mayor que él. Y de ahí a hacerse amigos sólo hubo un paso. Luego llegó lo de introducirse en Jarrai. A mí no me interesa la política, les confesó, pero le aseguraron que a ellos tampoco. Te relacionas con los chicos de la herriko taberna y nos cuentas cosas, le dijeron. No te preocupes, vive con ellos y haz lo que ellos hagan, nosotros te iremos preguntando, en secreto. Nadie se enterará de nada y tú estarás a salvo de todo y de todos.
La relación con Blanca se espació pero Gorka sabía que siempre estaba ahí, dispuesta a pasar una tarde con él. Y había dinero, no mucho, pero suficiente para no ir agobiado y permitirse pequeños caprichos. Le habían pagado un ordenador de última generación, una conexión rapidísima, programas rompedores, todo muy discretamente, como si fuera él el que había ahorrado y simulando pagos mensuales. Gorka lo había hecho tan bien que en poco tiempo estaba en la dirección de la organización juvenil, codeándose con lo más granado de la kale borroka y en perfecta comunión con los padrinos. Todos le tenían por un héroe y estaba de los primeros en la lista de obedientes. Se sentía bien después de dos años de trabajo, porque era un trabajo; de ese modo lo vivía y aunque estudiaba informática, lo suyo, estaba seguro, era esa doble vida entre el blanco y el negro, entre dos aguas, con el mar abertzale a un lado y el monte cubierto de niebla al otro.
El lugar elegido para la cita era un gigantesco aparcamiento, grande como una pista de aterrizaje. Miguel Maestre, alias Santiago Merino, alias Salus, se fijó en el chico que venía hacia el coche, con andares lentos y desmadejados. Así, desde lejos y envuelto en la luz del crepúsculo, podía tener una edad indefinida, pero al inclinarse a su lado, junto a la ventanilla, Maestre volvió a constatar su cara de niño y sus labios gordezuelos, como los de una chica.
—¿Tienes un cigarro? —preguntó el chico.
—Sólo fumo Gitanes, ¿quieres uno?
Gorka abrió la portezuela y se sentó en el asiento del acompañante. Metió las manos en los bolsillos de la cazadora de paño, sin dejar de mirar hacia la oscuridad. Maestre le vio como lo que era, un chaval muy callado al que había que respetarle los silencios, aparentemente lento y sin embargo todo lo contrario, rápido, lúcido y con una enorme capacidad de observación. Desde el día en que Gloria, alias Blanca, se lo había presentado se había dado cuenta de que sería un confidente fiel y eso que le había sorprendido un poco la facilidad con que había aceptado trabajar para ellos, incluso hasta el punto de hacerle sospechar. Pero casi dos años de trabajo paciente y de buenos resultados, le habían demostrado que Gorka era lo que parecía ser, un muchacho ansioso por agradar, falto de cariño y al borde de su propia infravaloración. Cuando Miguel Maestre había empezado a montar su incursión en Mondragón había pensado inmediatamente en él, a pesar del riesgo.
—Dame un cigarro, pero no Gitanes, por favor —dijo finalmente Gorka.
—Claro que no —dijo Maestre con una media sonrisa. Sacó un paquete de rubio americano y encendió un pitillo para él.
—¿Para qué querías verme? —preguntó Maestre.
—Creo que tengo algo muy importante —hizo una pausa—. Me ha dado un nombre y una dirección, Santi, ya te he hablado de él.
—¿Una acción?
—No. Quiere que la vigile. Que vigile un piso de Arrasate. Es de una mujer.
—¿De quién?
—No me ha dicho el nombre —Gorka le contó con todo detalle la conversación con Santi.
—¿Y qué es lo que hay?, ¿armas?, ¿papeles?
—No lo sé, pero no creo que sean armas. Nunca se almacenan en un piso normal.
—¿Y la dirección?
Gorka la recitó de memoria y Maestre notó removerse dentro de él todas las alarmas.
—Está bien. Sí. Es importante. Me pregunto si…
—¿Qué? —interrogó el chico dejando por un momento su aire distraído.
—¿Desde cuándo trabajas conmigo? —preguntó Maestre tras un silencio.
—Año y medio o algo más.
—¿Te sientes bien?
—¿Qué quieres decir?
—Si estás satisfecho, si crees que haces lo correcto.
—Si no, no lo haría.
—Está bien. Sabes que te aprecio, y Blanca también. ¿Necesitas algo? Pasta, algún programa nuevo…
—No. Nada. ¿Qué tal está Blanca?
—Está bien. Ya le dije que la querías ver, pero ya sabes cómo es. Hace lo que quiere.
—Sí. Ya lo sé —el chico dio una larga calada disfrutando de su propio silencio. Un magnífico agente, pensó Maestre. Podría transformarlo en un profesional de primera fila si él quisiera.
—¿Y si hiciéramos tú y yo algo diferente? —preguntó.
—¿Cómo de diferente?
—Escúchame con atención.
Faltaban veinte minutos para las siete. Era miércoles y Germán era siempre puntual. Maestre entró en la academia y se encontró a Kewell de pie, en la recepción, hablando con la chica.
—¿Se ha enterado? —preguntó Kewell al verle.
—No ¿qué?
—La Guardia Civil ha liberado al secuestrado, al funcionario de prisiones. Lo acaba de decir la tele. Estaba en un zulo en Mondragón.
—Vaya. Me alegro por él.
—Tiene dos mensajes, señor Merino —dijo la recepcionista. Dos alumnos nuevos. Estupendo, respondió él y tomó las dos notas.
Cuando Maestre entró en su mini aula, Iñaki ya estaba sentado en su silla, como un alumno disciplinado. Llevaba el mismo traje y la misma cartera, ofreciendo el aspecto desolado de siempre. Tal vez un poco más pálido, un poco más ojeroso.
—Están histéricos —dijo Iñaki nada más verle entrar.
—Lo supongo. Sospechan de ti, ¿no?
—De mí, no. En absoluto —afirmó Iñaki con la cabeza. Pero…
—Pero qué.
—Va a haber respuesta.
—¿Qué respuesta?
—Han dado la orden… me han dado la orden.
Maestre le miró largamente, pero Iñaki le sostuvo la mirada, con la suya vacía, como si estuviera observando algo misterioso más allá de ellos mismos. Con voz monótona, desapasionada, Iñaki le contó una corta reunió con Mikel y Ubiña, una de tantas. El sistema, siempre eficaz, de compartimentos estancos. Hay que golpear. No hay tregua. Bien, hazlo.
—¿Así fuiste tú quien propuso la acción? —exclamó más que preguntó Maestre.
—Sí. Era la manera de seguir oculto.
—¿Quién la llevará a cabo?
—Yo planeo las operaciones, pero es Ubiña la que conoce a los comandos, la que sabe quién son y dónde están.
—¿Y no tienes que dar cuenta de lo que vas a hacer?
—No. Las acciones de un cierto nivel ya están aprobadas. Se da la orden y listo. Todo funciona así.
—Pero esta vez es diferente.
—Siempre es diferente. Los comandos no son de fiar. No en este momento. Es gente sin experiencia y decidimos que fuera Madrid porque es donde sigue habiendo dos comandos en activo. Y rápido. Así que tengo que ir yo.
—Ya —reflexionó Maestre. Había algo que no le gustaba de todo aquello. Algo intangible.
—¿Qué ocurre? —preguntó Iñaki.
—¿Por qué te envían a ti? Eres uno de los tipos más buscados. Desde hace tiempo estás fuera de la circulación, pero te aseguro que se te conoce bien y eso no se les puede escapar a los tuyos.
—¿Una trampa?
—Puede ser. ¿Les has dado motivos para que sospechen?
—No —mintió. Estaba lo de Mondragón. No les había pasado por alto su visita a Izaskun y precisamente allí es donde estaba oculto Ortiz Mora. Primero es desconfiar, después caer en desgracia, luego correr la suerte de Argala, de Yoyes… o de Domingo.
—Tengo que consultar con mis superiores —dijo Maestre—. ¿Tienes fecha para la acción?
—No. Nunca hay fecha.
—Bien. ¿Y el objetivo?
—Es un juez. De la Audiencia Nacional —dijo Iñaki—. Tengo libertad para decidir el día. Ubiña me pasará el contacto con el comando, luego lo paso a los de propaganda para el comunicado.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—No más de una semana.
—¿Cuándo tendrás localizado al comando?
—Puede que hoy mismo.
—¿Quién es el objetivo?
Por toda respuesta, Iñaki escribió unas líneas en uno de sus folios en blanco y se lo pasó.
—Lo único que aún no sé es el día, depende de cuándo me ponga en contacto con el comando.
—Una cosa más —añadió Maestre—. A partir de ahora, si tienes algún problema con la policía en España nada de heroicidades. ¿Entendido? Te dejas coger tranquilamente. Al primer sitio que te lleven dices que quieres hablar con Rafael. ¿Lo has entendido?
—Con Rafael.
—Si todo va bien te darán un teléfono. Nada de móvil y marcas el número que te voy a decir.
Iñaki memorizó el número.
—Cuando preguntes te dirán: Rafael ha salido y tú les dirás la comisaría o el cuartelillo donde estás.
—¿Y si no va bien?
—Reza —contestó Maestre.
—Casi sería mejor que te reconocieran —le había dicho su profesor de inglés—, para que los tuyos sepan que estabas allí y no sospechen.
Al volante del Audi Quatro, Iñaki Sagarzazu se sentía absolutamente desprotegido a pesar del pelo teñido y de las gafas que enmascaraban su rostro delgado y enjuto. Había prescindido del bigote que podía desviar la atención de un policía con buena memoria. Correrás peligro, le había dicho, pero es la única manera de que los tuyos no sospechen de ti. Un ligero disfraz.
Iñaki circulaba por la Glorieta de Atocha, metido en el caos del tráfico madrileño de la mañana. Su reloj marcaba las nueve menos dos minutos y al pasar junto a un poste luminoso, la temperatura dio paso a la misma hora, ocho y cincuenta y ocho. Sólo dos minutos, se dijo. Aceleró bordeando el parque del Retiro, sorteando varios vehículos más lentos. Parado frente al semáforo volvió a mirar el reloj. Las nueve.
En ese preciso instante, en Carabanchel, una pequeña explosión, cegadora, derribó la puerta de una modesta vivienda en un bloque de ocho pisos y un grupo de geos se precipitó como una tromba en el interior. Los tres jóvenes que lo ocupaban no tuvieron tiempo ni de levantarse de la mesa. En fracciones de segundo estaban en el suelo, con las manos esposadas a la espalda mientras las tazas y los platos del desayuno volaban y se hacían añicos contra el suelo.
Iñaki giró por la primera calle a su izquierda y buscó con la mirada el parking, gris y feo, destacándose contra el cielo tan azul. Se dirigió a él despacio, haciendo lo que nunca había hecho, mirando a los ojos a la gente que pasaba junto a él, a los otros conductores, incluso al vigilante de un gran comercio de electrónica. Mientras él enfilaba el parking, los geos ponían en pie a los dos detenidos y a gritos, el jefe del grupo les informaba de su detención y de su derecho a ser asistidos con las salvedades contempladas en la Ley Antiterrorista, luego un violento golpe con el codo derribó a uno de los chicos mientras al otro lo sacaban arrastrándolo por el pelo.
Iñaki entró en el parking dejándose ver por el empleado que le entregó la tarjeta blanca y realizó un par de torpes maniobras antes de dejar el coche en un hueco cerca de la salida. Se acordará de mí, pensó, estoy aquí; de haber sabido que habían detenido al talde no estaría aquí por una elemental norma de supervivencia. Pero estoy, estoy aquí, en realidad no sé nada, no sé que les están deteniendo ahora mismo pero al mismo tiempo voy disfrazado, no estoy seguro de que no me vayan a detener. En Carabanchel, en la calle, media docena de vehículos de la policía se amontonaban alrededor del edificio y agentes de paisano tomaron a su cargo a los dos detenidos mientras otros subían al piso y empezaban la paciente búsqueda de pruebas e indicios.
Actúa con lógica, le había dicho el profesor de inglés; en circunstancias normales te quedarías en el coche. Sabes que la acción tendrá lugar a las nueve y media y estarás en el parking a y veinte. Ellos llegarían, entrarían en el coche y os iríais tranquilamente pagando el parking y en dirección sur, ¿no? Pasadas las nueve y media, cuando veas que no llegan, no te pones nervioso, pero empiezas a temerte lo peor. Esperas un poco más. Poco antes de las diez sales a pie y das una vuelta por el edificio oficial del objetivo. Ves que no ha pasado nada, te verá más gente pero nadie te está buscando, todavía, ni habrá vigilancia extra. Te aseguras que no ha venido el comando, todo está tranquilo, te cabreas porque son unos patanes y te vuelves al coche. Como es natural no te acercas al piso franco de ellos, nada de eso. Haces la llamada acordada para decir que algo ha ido mal, pero muy cabreado. Entonces te enteras en la radio de que les han cogido. La prensa va a tener carta blanca, información, o sea que en menos de una hora habrá noticias en la radio y en la tele. Entonces dejas el coche abandonado y te esfumas. A partir de ahí sigue el plan b.
Los detenidos entraban en la Dirección General a las diez y diez, en el momento en que Iñaki volvía al parking, salía de él y enfilaba al volante del Audi en dirección a la M 30. La radio anunciaba la detención de varias personas en un piso de Carabanchel, pero no tenían más información sobre quiénes eran; se barajaba la tesis del comando islámico. No había heridos.
Dejó el coche en el otro parking previsto, esta vez con todas las precauciones, sin dejarse ver, ni él, ni el coche. Limpió cuidadosamente cualquier rastro, se deshizo de la tarjeta del anterior parking y se metió en el viejo Ford Fiesta disimulado en el rincón más oscuro. Empezó a sentirse más tranquilo cuando se vio en el espejo con un espeso bigote y otras gafas de gruesa concha y aún más cuando el empleado del parking ni siquiera le miró al pasar frente a él.
La habitación era un prodigio de sobriedad. Un armario de madera oscura, una mesilla del mismo estilo, por decir algo, y una sólida cama de matrimonio. Un cuadro en tonos ocres, sobre la cabecera, reproducía a la virgen de Lourdes, hierática y dura como la piedra, completando la decoración. Iñaki se sentía agotado por las largas horas conduciendo o por la tensión al cruzar la frontera o por ambas cosas. Se dejó caer, vestido, sobre la dura cama y se quedó dormido casi al instante.
Durmió mal, torturado por las pesadillas. Soñó que la pistola no estaba bajo la almohada y lo primero que hizo al despertarse fue comprobarlo. La sacó y repasó, una vez más, la recámara, el cargador y el seguro. Se metió en la ducha con el arma cerca, reposando sobre la repisa del lavabo, y dejó que el agua caliente le tonificara. Vomitó sobre el lavabo al lavarse los dientes y un fuerte dolor le atenazó después el estómago dejándole sin respiración.
Salió al aire fresco del mar unos minutos después, con la boina calada hasta las cejas y las manos hundidas en el anorak. Desayunó en la taberna, sin dirigir la palabra a nadie y luego se fue directo a la estación, andando deprisa y sin levantar la vista del suelo. A aquellas horas de la mañana el tráfico era todavía mínimo y los viajeros escasos. Compró el billete de ida y vuelta a Pau a tiempo de subir al tren cuando ya el silbato anunciaba la salida. Por la ventanilla desfilaron chopos, vacas y oscuros personajes dedicados a sus labores mientras Iñaki trataba de desconectar su mente de todo lo que no fuera los prados verdes, las lejanas montañas cubiertas de nieve y las ramas de los árboles mecidas por el viento. En la cabeza, como si de un archivo vivo se tratara, llevaba firmemente grabados los datos, los nombres, las direcciones. Tenía buena memoria y sabía usar acrónimos y abreviaturas para recordarlo todo. Lo había estado memorizando durante horas, repasando una y otra vez, grabando en su mente todo lo necesario para llevar al desastre a un puñado de compañeros. Al fondo, escondido entre los árboles, divisó los muros de un antiguo monasterio, huidizo hacia el oeste mientras el tren avanzaba. Una violenta arcada le hizo sujetarse el estómago mientras la bilis, amarga y ácida, pugnaba por salir. ¿Le ocurre algo?, preguntó la mujer sentada frente a él. Luego vino un discurso sobre lo mareante que era ir sentado de espaldas al sentido de la marcha, el traqueteo insufrible de los trenes y un hipotético retraso, excusa para huir de la soledad. Aún sin quererlo se vio envuelto en una conversación sobre el tiempo, la vida en el campo, la reintroducción del oso pirenaico y la avalancha de inmigrantes. Si de algo le sirvió fue para hacerle más llevadero el viaje y olvidarse de paso de la acidez y las náuseas.
En Pau sólo tuvo que presentar su pasaporte a nombre de Lucien Auchamp en el mostrador de Avis y recoger el coche alquilado desde una cabina telefónica. Luego, después de observar a su alrededor mientras encendía un cigarrillo, enfiló la carretera en dirección a Jaca. Somport no era tan vigilado como los pasos de Navarra o Guipúzcoa, pero no obstante, Iñaki se sorprendió al ver a los GAR, metralleta en mano. Apenas a tiempo, Iñaki volvió la cabeza hacia su izquierda, justo al pasar por delante de una cámara de video que, juraría, en otras ocasiones no estaba allí. Con la experiencia de muchos años, Iñaki no quiso correr riesgos y a la entrada de Jaca desdeñó el giro hacia Iruña y siguió hacia el sur, en dirección a Huesca. Por el retrovisor vio un control, esta vez de la policía, en el desvío que acababa de dejar a su derecha.
Se dio cuenta de que las manos le sudaban y fue consciente entonces de la presión de la pistola contra su cintura.
Tenía aún todo el día por delante, pero el rodeo le había hecho perder mucho tiempo, así que emprendió una veloz carrera hacia Zaragoza, en busca de la autopista.
Los bares de Erdiko estaban a reventar, con parroquianos en la calle, luces iluminando el adoquinado y mil músicas que se combinaban en una cacofonía imposible. El frío no había espantado a nadie, como siempre, y respirando el olor a lluvia y a campo, Iñaki se sintió renacer. Nada más entrar en el primer bar se hizo un silencio pesado y docenas de pares de ojos se posaron sobre él, sólo unos momentos, luego la barahúnda volvió y cada uno se sumergió en sus conversaciones, en sus vinos y en sus risas. La cara del barman, roja y mal afeitada, se iluminó con una sonrisa mientras se secaba las manos en el sucio delantal.
—Agur —exclamó tendiéndole la mano.
—Agur, Karlos —respondió Iñaki— ¿cómo estás?
—Sabel gonburutu! —dijo el barman golpeándose la prominente barriga.
Iñaki sonrió y le pidió un chiquito. Un par de hombres más se acercaron hasta él y le dieron la mano cuidando de no nombrarle. Viejos amigos, gente a la que no veía desde hacía una eternidad y que sin embargo parecían conocerle como si no hubiera pasado el tiempo.
—¿Te acuerdas de mí? —dijo un hombre de mediana edad, alto y ancho como un viejo roble.
—Claro que me acuerdo, Sabino, joder, ¡cómo no me voy a acordar!
Un abrazo y un gesto de orgullo mostrándole a un joven, alto y delgado, con un pañuelo alrededor del cuello y las manos finas y delicadas de un estudiante. «Éste es mi hijo Gorka. Es un gran chico. Un luchador. Le he hablado mucho de ti».
Luego llegaron otros. Jóvenes y viejos, pero Iñaki se dio cuenta de que la mayoría de la gente le miraba con desconfianza, por el rabillo del ojo. Sólo unos pocos se acercaban y los más viejos, trajeados y con boina, miraban para otro lado mientras seguían su charla, apoyados en los bastones.
Recorrió casi la totalidad de los bares, buscando a Izaskun con la mirada y aunque había muchas mujeres, más de las que nunca había visto en las tabernas, ella no estaba.
Las luces de la casa de Izaskun estaban apagadas. Al mirar hacia allí, Iñaki sintió una punzada en el pecho, un dolor indefinido, recuerdo de otros más intensos y vívidos. Tal vez duerme plácidamente, se dijo, sola. O comparte la cama con alguien, lejos de aquí. O quizá andaba por las tabernas y no la he visto. ¿Qué he hecho todos estos años si eres lo único que he querido en mi vida? ¿Y qué hago volviendo aquí, jugándome el tipo por nada? Mientras fijaba la vista en la oscuridad del portal, Iñaki pensó en su profesor de inglés, en un personaje que podría pasar de ser un enemigo odiado a una especie de confidente interesado. No me engañas, no te intereso para nada, pero me escuchas. Eres como un cura y has oído con paciencia mis paranoias, mis miedos. Tal vez el próximo día te hable de Izaskun y de que los tipos como yo a lo mejor también sueñan con una casita de dos pisos, un jardín y un par de mocosos meciéndose en sendos columpios.
Eran casi las dos de la mañana cuando la vio llegar. Venía en coche, con alguien a quien Iñaki no conocía y se despidieron con un ¡agur! Y un gesto de la mano. Sólo eso. Y el hombre esperó al volante hasta que ella entró en el portal. Aún tienes buenos amigos, Izaskun. Y entonces se fijó en una figura lejana y casi en la oscuridad pero extrañamente familiar. Se había subido el cuello de la cazadora, había metido las manos en los bolsillos y se iba calle abajo sin fijarse en él ni en su coche. Iñaki se hizo una pregunta, ¿me espías a mí o a ella?
En un momento tomó una decisión arriesgada. Salió del coche y corrió calle abajo. Cuando llegó a la esquina iluminada, el hombre había desaparecido.
Mientras conducía hacia San Sebastián, Iñaki fue retomando poco a poco el control de sus nervios. Cuando alcanzó la autopista no respetó el stop y estuvo a punto de estamparse contra un camión que circulaba a gran velocidad. Sentía gruesas gotas de sudor sobre su frente y la furia hacía que le temblaran ligeramente las manos. Pero al tiempo que se iba tranquilizando, el miedo se iba haciendo cada vez más grande dentro de él. Por primera vez desde que se había metido en todo aquello se dio cuenta de que corría un verdadero peligro. Que vender el alma al diablo era muy peligroso Paró el coche en un área de descanso y sacó el móvil del bolsillo interior de la cazadora.
—Tranquilo —se dijo a sí mismo en voz baja. Luego volvió a guardar el teléfono y salió de nuevo a la autopista.
Tienes un aspecto horrible, le dijo su profesor de inglés.
—Sí. Supongo. Llevo todo el día conduciendo.
—¿Quieres café?
—Mejor que no. —Iñaki se sentó; esta vez dejándose caer, con un suspiro de cansancio. Maestre se levantó y hurgó en su estantería hasta que dio con unos sobrecitos amarillentos.
—Tengo manzanilla. Te prepararé una.
—Traigo algo muy importante. ¿Estás grabando?
—Ahora voy. Pero no tenemos prisa. Tómate tu tiempo.
—Eso es lo que no me sobra —gruñó Iñaki.
—Mira. Me apetecería salir a comer algo —le dijo Maestre—, pero en fin. Ya sabes, no creo que te convenga.
—No podría probar bocado —murmuró Iñaki.
—De acuerdo. —Maestre le dio la taza humeante y conectó la grabadora—. Sospechan algo, ¿no? Te dije que debíamos cancelar esta reunión.
—No hace falta. Es lógico que anden alborotados. Me han convocado para una reunión no prevista.
—¿La ejecutiva?
—No lo sé. Pero no lo creo, más bien algo restringido.
—Van a por ti. —Dijo Maestre mordiendo las palabras—. Te puedo sacar inmediatamente. Tengo…
—No.
—Está bien, está bien —se impacientó Maestre—. Tú sabrás lo que haces.
—No voy a ir a ninguna parte.
—No me sirves de nada muerto. Tienes que estar preparado para largarte antes de que te cacen.
—Tampoco te sirvo de nada huido. Además, estoy preparado, pero no tienen ni idea de cómo ha pasado, están mirando más en dirección a los taldes, no a las operaciones.
—¿Eso crees? —inquirió Maestre—. Yo de ti me iría.
—No. No me voy. ¿Crees que me he metido en esto para detener a cuatro pelagatos?
—De acuerdo, de acuerdo —entrelazó Maestre las manos, como si suplicara—. Creerás lo que quieras pero no tengo ningún interés en que te maten. El trato con mis superiores es ese. Si corres peligro te sacamos de aquí. Hay un pasaporte preparado para ti.
—¿Ah sí? —dijo cínico Iñaki—. Me hará ilusión tener uno, ¿de dónde soy?
—Panameño. Son fáciles de conseguir, pero puedes ir a donde quieras. A Tailandia, a Cuba. Y corres peligro.
—Te lo agradezco —dijo Iñaki sarcástico—, pero no me voy a ir. No hasta que termine el trabajo, ¿de acuerdo? Yo sé lo que me hago. Hay que andar con cuidado, pero no me voy.
—Como quieras. ¡Joder! —Hubo un tenso silencio y luego siguió Maestre tras soltar un sonoro suspiro—. Mis jefes están interesados en conexiones políticas. Los enlaces con los batasunos y con el partido nacionalista vasco. Quieren datos sobre directrices políticas y planes a medio plazo. Que me digas cuáles son los planes inmediatos y sobre todo si hay indicios de escisión, de una nueva asamblea. En fin, estrategia. Podemos pasar de hacer detenciones.
—¿Eso quieren? ¿Alargar el conflicto? ¿Les va bien para montar la represión? Ése no es el trato.
—No te sulfures. Ve a esa reunión a ver qué pasa. Yo quiero información, mis jefes quieren información. Nos interesa más lo que se diga y si no pasa nada nadie se fijará en ti.
—¿Entonces por qué detuviste a los de Madrid?
—¿Y qué querías? No podían hacer otra cosa y, además, era un modo de ver si lo tuyo iba en serio.
—¡Jódete! —dijo Iñaki levantándose. Fue entonces cuando un dolor agudo le atravesó el estómago de parte a parte dejándole blanco y doblado sobre sí mismo. Se agarró a la silla a tiempo de que Maestre se levantara y le sujetara por el brazo.
—Vamos, siéntate. No nos cabreemos. ¿El estómago? Te pediré un poco de leche.
—No, déjalo.
—Si te pones enfermo me vas a joder.
—¡Qué pena me das! —gruñó Iñaki y sonrió por primera vez. Se había sentado de nuevo y el color volvía poco a poco a su semblante.
—No quiero meterme en lo que no me llaman, pero deberías ir a un médico.
—¿Y quién te ha dicho que no he ido?
Maestre se sentó a su vez mirándole, mientras Iñaki, poco a poco, volvía al mundo de los vivos. La respiración se le fue acompasando y los ojos volvieron a adquirir el brillo habitual, expectante. Maestre espero y pensó, ahora calibraremos si confías en mí o no.
—Me han visto aquí, en el sur —dijo Iñaki sin mirarle.
—¿Dónde?
—En Mondragón —murmuró tras una pausa en la que poco a poco iba recuperando el aire.
—Mondragón. Hay que cambiar el sistema. Te vigilan.
—No. Me siento seguro con la academia. Nadie tiene ni idea de que venga a Santander. No volvamos con eso.
—Te están vigilando, joder. Esto es sólo una tapadera para gente que no sabe nada, pero no para los tuyos.
—¿Y cómo sabes que me vigilan?, ¿me ocultas algo?
—No te oculto nada, pero no soy idiota y tú no deberías serlo —gruñó Maestre.
—No sospechan de mí. Te lo puedo asegurar.
—Me lo puedes asegurar —suspiró Maestre—. ¡No me hagas reír! ¿Qué hacías en Mondragón?
—No tiene nada que ver con lo nuestro.
—Todo tiene que ver con lo nuestro. ¿Acaso no lo sabes? —Maestre endureció la voz—. Nos perteneces. No hay vuelta atrás Iñaki. Todo lo que hagas es para nosotros y todo es mi problema, igual que tu problema. ¿Qué hacías en Mondragón?
—No me has comprado.
—No nos pongamos bordes, Iñaki. Estamos juntos en esto. ¿No lo entiendes? A cualquier persona que veas la estás poniendo en peligro. Por lo menos dime quién es y lo protegeremos. No has debido ir a Mondragón. Es ella, ¿no?
—¿Qué sabes tú? —dijo Iñaki volviéndose con violencia—. Es mi vida. No tenéis ningún derecho.
—La primera vez que apretaste el gatillo hipotecaste tu vida. —Dijo Maestre lentamente. Se hizo un silencio profundo y Maestre temió que se hubiera pasado e Iñaki se levantara y no lo viera más. Esperó conteniendo la respiración. Todo es de manual, Miguel. Presionarle con suavidad haciéndole ver que ya no es nadie fuera de nosotros. Tiene que ser consciente que ha entregado su alma al diablo y sólo el diablo le va a proteger. No tiene alternativa y lo ha de saber.
—He ido a verla —dijo finalmente Iñaki en un susurro.
—A Izaskun.
—¿Qué sabes tú de Izaskun?
—En realidad nada. Pero tengo olfato. Quiero decir que está muy cercana a ellos. ¿No lo has pensado? Hace años que no la ves. No puedes confiar en ella ni en nadie.
—Eso es una gilipollez —murmuró Iñaki.
—¿Ah sí? ¿Por qué?, ¿porque la quieres?, ¿porqué te has enamorado de ella? Hace veinte años que no la ves, no sabes lo que hace. Está en las cooperativas que es un nido de etarras. Vive en Mondragón, ni Rentería es peor. Tiene amigos entre los chicos de la pistola, ¿no lo sabes? Tú mismo. Y es vulnerable, vive sola, la pueden acojonar. La estás poniendo en peligro.
—¿La estáis vigilando? —levantó un punto la voz y repitió—: ¿La estáis vigilando?
—Te estoy protegiendo.
—¿Protegiendo? No me seas cínico. Tú eres un poli y lo único que te interesa es hacer tu trabajo, que te sirva de chivato y de traidor.
—No soy un poli. Y no eres un traidor. —Por primera vez, Maestre vio en los ojos de Iñaki algo que no era odio o desconfianza. Tal vez curiosidad—. No vuelvas por allí. Y deberías tomarte un respiro, un par de semanas.
—Está bien. No volveré por allí, pero no quiero un respiro. No lo necesito.
—Lo que tú digas. Pero te aconsejaré algo por lo que mis superiores me crucificarían —hizo una pausa—. Yo de ti me iba a casa.
—¿A casa?, ¿y dónde está eso?
La charla de Maestre con su nueva alumna, una ejecutiva con aires de señorita Rotenmeyer, versó sobre ofertas y servicios bancarios en un inglés seco y preciso como disparos a una diana. Como si se tratara de una carrera, cuando las agujas del reloj llegaron a las seis cuarenta y cinco, Maestre se puso en pie, murmuró un «well Mrs. Prieto», y la acompañó hasta la puerta donde la despidió con un «see you tomorrow». Maestre recogió apresuradamente los papeles distribuidos sobre la mesa y luego bajó hasta el despacho de Kewell donde el inglés escribía en el ordenador rodeado por el humo de la pipa.
—¿Es mal momento? —preguntó.
—En absoluto. Cierre la puerta. Estaremos más cómodos. —Maestre se sentó tras ajustar las dos hojas y echar la llave. El despacho de Kewell era realmente acogedor, incluyendo uno de esos cuadros de cacería, campiña inglesa verde, pequeños árboles algo ralos y jinetes con casaca roja.
—¿Le apetece una copa? —dijo el inglés.
—No, gracias. Es posible que necesite sacar un paquete.
—¿Destino? —inquirió Kewell mientras vaciaba la pipa.
—¿Es eso importante?
—Lo es. La globalización ha convertido el mundo en un pañuelo. Se puede ir a cualquier parte. Perderse ya es más difícil.
—Lo sé, pero se trataría de ir explorando posibilidades.
—Eso está bien. Deduzco que no está usted muy satisfecho de cómo van las cosas.
—A mi entender el paquete debería salir inmediatamente, antes de que ocurra una desgracia.
—¿Sabe? —dijo Kewell sacando el tabaco de la bolsa—. Si de algo me sirve la experiencia es para saber cuándo tengo que tomar una decisión, al margen de que a otros les guste o no. ¿Me comprende?
—Creo que sí.
—Un oficial debe tomar sus decisiones en el campo de batalla. Ésa es su máxima responsabilidad.
—No va a ser fácil.
—Claro. ¡Y cuándo lo es! Tenga en cuenta que si el paquete acaba estropeándose le culparán y se culpará.
—Deduzco entonces que usted en mi lugar prepararía el plan.
—Hasta donde se pueda —asintió Kewell—. Yo de usted plantearía una hipótesis.
—Había pensado en Australia.
—Sí. Es una buena elección —acordó Kewell—. Pero yo elegiría algo más asequible y con buenos contactos.
—¿Y eso dónde está?
—Estambul. Es una tierra de oportunidades, fronteras abiertas, muy pocos remilgos a la hora de admitir inmigrantes y la posibilidad de perderse en una ciudad de quince millones de habitantes e infinidad de posibilidades de salida, ya sabe, país inmenso, malas comunicaciones…
—Bien. De acuerdo —asintió Maestre.
—El paquete necesitará documentación.
—La tenemos.
—Y dinero. Unos treinta mil.
—¿Euros?
—Dólares.
—Ningún problema.
—¿Qué sabe hacer?
—Entiende de mecánica y es un buen organizador. Hábil con las manos.
—Si hace falta le buscaríamos un buen trabajo, aunque eso llevará más tiempo. ¿El envío sería temporal o indefinido?
—Supongo que temporal, aunque no sé cuánto tiempo.
—Sí, bien. Entonces nos ocuparemos del trabajo, desde luego. Cuando me pueda decir algo más iremos concretando detalles.
—¿Y si fueran dos los paquetes?
—Bueno. Podría ser, pero, claro, todo multiplicado por dos, incluidas las dificultades.
—Entiendo. Ahora sí le aceptaré esa copa.
El informe para Madrid fue la ocasión de reflexionar sobre sus pasos siguientes. Estaban vigilando, cada vez estaba más seguro y si sólo fuera Gorka el encargado todo iría bien, pero eso era una utopía. Tener preparada la vía de escape para Iñaki le daba una cierta seguridad, pero en algún rincón de su cabeza, Maestre veía una esquina, una nueve milímetros y un cuerpo sobre la acera, con un disparo en la nuca.