—¿Dónde está la casa? —preguntó Maestre. Hasta el despacho del último piso sólo llegaba el rumor apagado de los alumnos subiendo y bajando la escalera y la lluvia vespertina golpeando en los cristales. Ante ellos humeaban dos tazas de café y un cigarrillo languidecía en el cenicero de cristal barato.
—A la salida del pueblo, unos cinco kilómetros hacia el este, muy cerca del bosque —respondió Iñaki, concentrado en la respuesta.
—¿Sabes a quién pertenece?
—No. Nunca había tenido noticias. No creo ni que sea de la organización ni que la vuelvan a usar.
—Ya —reflexionó Maestre. Iñaki estaba sentado como siempre, en el borde de la silla, tenso como si en cualquier momento tuviera que salir corriendo.
—Y nunca habías estado en ese pueblo, ¿cómo se llama?
—Bagnols. Ya te lo he dicho.
—Departamento del Var.
—Eso es. El autobús me dejó en la carretera, cerca del hotel —dijo Iñaki y luego recordó cómo había dejado en el suelo la bolsa de lona y cómo se había fijado en el letrero todavía cubierto de barro y de hojas húmedas tras el aguacero. Le contó a Maestre cómo se había presentado al dueño del hotel, un hijo de republicano español afincado en Francia. Tal vez no sabía nada, dijo Iñaki, o tal vez sí.
—Cuéntame. La mujer que te vino a buscar. ¿Cómo era?
—Morena, pero juraría que llevaba peluca, de esas negras muy bien recortadas. Me recogió en la puerta por la mañana, muy temprano. No la conozco de nada, pero eso suele ser normal.
—¿Y sabías que vendría…?
—¿Otra vez? Había una nota en la mesilla de noche.
—Que has roto.
—Claro. Eran las instrucciones. ¿Qué quieres? ¿Qué vaya por ahí con la nota en el bolsillo? Tú mismo me has dicho que tome precauciones y no me confíe. ¿Te lo recuerdo? No cambies tus costumbres, ni siquiera cambies de ropa. Convéncete de que nada ha cambiado en tu vida. Nunca me dejaría una nota así en el bolsillo.
—¿Quieres un trago? —dijo Maestre—. Tengo whisky ahí. —Se levantó y trajo una botella con dos vasos. Iñaki recordó la habitación limpia, como todo lo que había visto del pueblo, como sacada de un cuento para niños. Las contraventanas eran de madera con un corazón horadado en el centro y el naranja muy subido de las paredes contribuía a la sensación de estar en un mundo irreal, tan irreal como su vida recién iniciada.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Maestre.
—No. No me encuentro bien. ¿Alguna vez has traicionado todo en lo que creías? —contestó súbitamente furioso.
—A lo mejor es que estabas equivocado.
—¿Y tú?, ¿nunca has pensado que puedes estar equivocado?
—Mis equivocaciones no le cuestan la vida a la gente —dijo Maestre sabiendo que mentía. Se guardó de añadir: A lo mejor se lo debes a alguien—. Dime —siguió tras un sorbo—, ¿cómo te llevas con los que llamas la pareja?
—¿Y eso qué importa?
—Todo importa.
—Con ella fatal. —Recordó la furia de Ubiña cuando dudó de su capacidad para controlar los taldes.
—Es una cabrona. No me fiaría de ella aunque fuera mi madre. A Mikel siempre le tuve por un tipo listo pero que nunca llegaría a nada, pero tiene muy mala leche. Y sabe hablar.
—Pero, ¿te cae bien?
—Le estrangularía con mis propias manos.
Maestre sirvió otro whisky y dejó que las palabras de Iñaki fueran reposando.
—Mantenemos las formas —siguió Iñaki—. Pero el muy cabrón lo primero que hace es colocar la pistola sobre la mesa. Hace como si le molestara en el cinturón.
—Tienes que estar preparado. Por el momento sólo hay un… llámale intercambio de información, pero cuando las cosas les empiecen a ir mal les entrará la paranoia.
—Lo sé —asintió Iñaki.
—¿Había vigilantes en la casa?
—Nadie que yo viera. No los suele haber. Las consignas son si llega la pasma no ofrecer resistencia. No se pelea en inferioridad de condiciones.
—¿Hay salidas posteriores?
—Las hay.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Las vi, joder. Estuvimos un montón de horas, salí a mear, comimos —y hay algo más, pensó, algo que no te voy a decir. Fue al terminar la reunión. Iñaki, ven un momento, dijo Mikel, y salieron juntos por la puerta de atrás, internándose unos pasos en el bosque, negro como una cueva, húmedo, con mil sonidos que salían de la noche. ¿Por qué has ido a Mondragón? Así que lo sabe, debí suponerlo, la Gestapo está presente en todas partes. Quería ver a una amiga. No deberías, sí, ya sé que todo el mundo lo hace, pero tú eres especialmente sensible, ya me entiendes. No deberías verla ni hablar con ella. Te ha visto, claro, y seguro que mucha otra gente. Ella es de confianza, puede, pero no podemos confiar, ya sabes a qué me refiero.
—¿Cómo saliste de allí?, ¿en autobús? —preguntó Maestre.
—No. Habían alquilado un coche, al menos para mí. Volví con él a Cannes y luego en avión a Pau.
—¿Te compraron ellos el billete?
—Sí; me lo dieron allí mismo.
—No lo has guardado.
—No, claro.
—¿De qué compañía?
—Air France.
—Bien. Anótame los datos que recuerdes del billete. Lo rastrearemos. Ahora dime, cuéntame exactamente todo lo relativo a la reunión. Desde el momento en que entras en la casa hasta que la abandonas. Tómate el tiempo que quieras. Si no acabamos hoy seguiremos la semana que viene.
—Alguien había encendido la chimenea del salón. Las ventanas estaban cerradas y el ambiente estaba cargado. Chopo Iturbide había preparado el desayuno y Javier Elorza le había saludado con la mano tendida. De los presentes era la persona a la que Iñaki más había tratado.
—¿Cómo es Elorza?
—De estatura media, ligero de huesos y con cara de crío, aunque creo que es el más veterano. Siempre ha sido el número tres fuera quien fuera el uno y el dos.
—Un superviviente.
—Eso.
—¿De dónde es?
—Ni idea, pero el acento es de Bilbao, no habla euskera, así que casi seguro es de Bilbao.
Maestre estaba impresionado por la extraordinaria memoria y precisión de Iñaki. No sólo era capaz de desgranar sistemáticamente los hechos, sino que también podía dar detalles sin perder el hilo del relato. Así pudo ahondar en las tensiones en la dirección colectiva, de la violencia que planeaba como un cuervo sobre el grupo. No se puede vivir en la violencia sin que nos penetre hasta lo más profundo, pensó Maestre. Ya nunca te librarás de ella, Iñaki. Maestre recogió lentamente los papeles de encima de la mesa. Deliberadamente se tomó su tiempo, sin mirar a Iñaki, dejando que éste le fuera observando, haciendo crecer en él la incertidumbre. Ahora llega la hora de la verdad, pensó Maestre. Vamos a ver si eres quien dices ser o sólo estás jugando con nosotros.
—¿Qué pasa? —preguntó finalmente Iñaki. Maestre se echó hacia atrás en la silla y le miró directamente a los ojos. La escasa luz ponía una sombra inquietante sobre los ojos de Germán y su piel aparecía más pálida que nunca.
—Pasa que a mis superiores esto les parece bien. Muy bien. Lo aprecian en lo que vale, pero…
—Pero qué.
—Ya sabes qué.
—Está vivo —dijo Iñaki y la frase pareció quedar flotando entre ellos.
—Me parece bien, pero no basta. Ese hombre es un símbolo. Ponerlo en libertad sería un paso importante, un punto de inflexión, no sé si me entiendes. Si fuera voluntariamente significaría un cambio de actitud positivo. Si lo liberara la Guardia Civil sería un hito en la lucha. ¿Comprendes?
Iñaki suspiró profundamente, se acercó a la mesa hasta apoyar los codos sobre ella y dejó caer lentamente las palabras.
—Jamás lo pondrán en libertad —dijo, y luego volvió a colocarse en su tímida posición en la silla.
—Entonces dime dónde está.