V

La cabeza de la manifestación se encontraba ya a la altura de la calle Bergara de San Sebastián cuando Santi dejó la larga pancarta con el lema «Euskal Herria askatu» y se fue rezagando poco a poco. Volvió sobre sus pasos abriéndose camino entre el gentío y se metió en la calle, pasando entre dos ertzainas, andando deprisa hacia la primera bocacalle. A su espalda, claras y nítidas llegaban las consignas difundidas por los altavoces. Torció a la derecha y caminó hasta encontrar el primer escaparate; allí, de improviso, giró sobre sí mismo. No había nadie en el callejón, ni en la esquina que acababa de doblar. Siguió adelante hasta pasar el bar cerrado y entró en el primer portal oscuro donde le esperaban los tres jóvenes.

—¿Gerturik? —dijo.

Bai —respondieron tres voces casi al unísono.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer. No más de cinco minutos y luego al siguiente sitio. El material después al container. No os equivoquéis que no andamos sobrados, ¿konforme?

Konforme.

—Vosotros dos, arreando —los dos jóvenes se dirigieron hacia la calle—. Tú eres Gorka, ¿no?, le dijo Santi al tercero.

El chico, Gorka, se quedó con él en la oscuridad del portal. Era un muchacho alto, un poco desgarbado, con cejas pobladas y una barba incipiente, de esas que todavía no acaban de manifestarse. Tenía la curiosa costumbre de inclinarse un poco hacia delante y balancearse a un lado y a otro, como si fuera demasiado ligero y el viento lo moviera a izquierda y derecha.

—¿Va todo bien? —preguntó Santi.

—Sí. Todo bien.

—Me han dicho que puedo confiar en ti.

—Claro.

—Vale —Santi apoyó la mano en el hombro del muchacho—. Eres de Arrasate, ¿no?

—Sí.

—Estupendo. Nos hemos fijado mucho en ti. Eres un buen chico.

Bai —asintió el muchacho.

—¿Estarías dispuesto a hacer algo por mí, algo importante?

—Claro que sí. ¿Qué quieres que haga?

—¿Conoces a esta mujer? —dijo enseñándole una foto.

—Sí, bueno, creo…

—¿Lo crees o la conoces?

—La conozco, bueno, la tengo vista pero no sé ni cómo se llama. Va por Erdiko con su cuadrilla.

—Bien. Pues mírala bien. Es una persona importante y su casa es muy sensible. ¿Me entiendes?

—Entiendo.

—Necesito alguien que vigile. Ya tengo cubierta casi toda la semana y necesito los viernes y los sábados por la noche. Ésta es su dirección —dio la vuelta a la foto— memorízala. Vigila si se acerca alguien por su casa. Te repito que es un piso muy sensible. Tenemos allí material muy importante. Lo queremos trasladar pero aún no es el momento. Sería un desastre si cayera en manos de ellos. ¿Lo has entendido?

—Lo he entendido. Sí.

—Ya sabes cómo localizarme. Si ocurre algo raro, cualquier cosa. Si ves acercarse a alguien extraño o llega ella con alguna persona desconocida. Cualquier cosa.

—De acuerdo. No te fallaré. Puedes confiar en mí.

—Repíteme la dirección.

Gorka lo hizo.

—Bien. Ahora vete, que no te echen de menos.

Cuando el chico salió del portal, Santi le observó atentamente mientras le veía alejarse.

¿Qué está pasando Izaskun? El mensaje en el contestador le había hecho dar un vuelco al corazón. Hola Izaskun, soy Eduardo, ¿te acuerdas de mí?… luego un silencio, como si recapitulara; y una disculpa: sí, lo sé, tal vez me entrometo en tu vida, ¡hace tanto tiempo! Voy a estar en Donostia el fin de semana. El sábado a mediodía. Te doy el número de mi móvil… por si quieres… o te llamo cuando llegue.

En una semana el pasado había vuelto a ella en la forma de dos hombres singulares, dos recuerdos de una juventud casi olvidada. ¿Por qué los dos a la vez?, ¿os habéis puesto de acuerdo en recuperar a esta vieja solterona?

Con la cabeza en otra parte, Izaskun acabó de repasar los papeles que tenía ante ella, estampó unas firmas y dio unas cuantas instrucciones por teléfono antes de levantarse, coger mecánicamente el bolso y el abrigo y salir al pasillo. Casi siempre era la última en irse, la primera en llegar, la que empleaba menos tiempo en la comida de mediodía y la siempre dispuesta para todo. Aún así nunca se había sentido diferente, ni presionada, ni siquiera harta de un trabajo que nunca había deseado. En los largos años de soledad había aprendido que la dedicación al trabajo y a su propia formación podía llenar el vacío, del mismo modo que a algunos se lo llena el alcohol o las rayas. Salió al fresco de la calle y se dejó llevar hacia su casa, como si el ligero viento del Udala la fuera empujando. Todo era tan familiar como siempre, pero era como si, de pronto, su vida hubiera retrocedido veinte años, o treinta. Recordaba vívidamente aquel día en las afueras de Benasque, cuando era una jovenzuela calzada con botas de montaña, toneladas de rebeldía y un afán insaciable por hacerlo todo, saberlo todo y probarlo todo. Recordaba la larga velada con Eduardo, en la tienda, con Helene e Irune durmiendo a su lado, amontonadas con un par de chicos más, recién conocidos, y los ojos febriles de Eduardo, apasionados, descubriéndole un mundo. Le había hablado de Bakunin, de su Barcelona natal, de amor, de volar el mundo por los aires y escapar un día, como un capitán de barco en su nave. Y la despedida. Con Eduardo siempre habían existido las despedidas interponiéndose entre los dos. En algún momento de su vida había sentido la necesidad de entregarse a él, de responder a aquella declaración apremiante: te quiero, te he querido desde el primer día en que te vi; pero ya era tarde cuando lo dijo, muy tarde. Para ella ya no existía otro hombre que Domingo. Nunca. Para entonces, cuando Eduardo quiso romper su cáscara y entrar en ella, ya había pasado algo que la marcaría para toda la vida. Estabas demasiado lejos catalán, siempre estuviste demasiado lejos. Y ahora vuelves de la nada para remover viejas heridas. ¿Quieres hacerme daño? ¿es eso?

La casa estaba especialmente solitaria. El agua de la ducha especialmente fría y los recuerdos especialmente vivos. La foto de Domingo era una instantánea un poco borrosa, de un joven sonriente, rodeando sus hombros con el brazo. La había tomado Iñaki, una mañana de invierno en la plaza, recién salidos de misa, cuando todavía les decía algo las homilías del padre Jesús. En aquella plaza, donde la multidantza los reunía a todos en las noches de otoño, donde rió como una loca cuando Eduardo, su Eduardo, intentaba bailar siguiendo el ritmo de los tamboriles, «como un pato», decía él mismo. Reían hasta no poder más y luego se iban de chiquitos por Erdiko hasta que el sol empezaba a despuntar. Ella era joven y él se la comía con los ojos. ¿Crees que no me daba cuenta? Me sentía halagada pero a la vez me asustabas, pedías mucho. Eras absorbente, como un tornado, contigo no se podía ir a medias; no querías una amiga, ni siquiera un ligue, querías un amor total, absoluto, que llenara tu vida y te sacara, decías, de la mediocridad. Tal vez te quise, mi niño, tal vez te quise y no me di cuenta. El catalán. Nos miraban todos, con una sonrisa cómplice, algunos con odio, otros con envidia, porque todos pensaban que tú y yo llegaríamos a algo, que olvidaría a Domingo, o que ya le estaba traicionando, porque a él no se le podía hacer eso; él era un luchador, era «el luchador». Y te fuiste, aquella misma noche cuando te dije que quería a otro. Me dijiste, seco como un trallazo: no necesito una amiga. ¿Y ahora?, ¿por qué vienes a verme?, ¿qué quieres?, ¿por qué no viniste a verme cuando él murió? No eres de los que esperan, lo sé, pero debiste venir, yo lo esperaba.

El teléfono la sacó de sus nostalgias y sus recuerdos.

—No. No voy —dijo con su mejor tono despreocupado—. Sí, tengo una cita. ¿Qué pasa? —soltó una carcajada—, ¿no puedo tener una cita?

Colgó con una mezcla de satisfacción y de miedo.

¿Cómo estará?, se preguntaba Izaskun. Iñaki decía que igual que siempre, pero los hombres no saben observar, no ven las patas de gallo, las arrugas en la frente, la falta de luz en los ojos. Algunos no ven siquiera el cambio en el color del pelo o su escasez. Y mucho menos las barrigas, los michelines, los cuellos como manojos de sarmientos. Rió para sí. Había traído con ella el libro de poemas que le había dedicado. Ni siquiera se acordará, pensó.

En la primera hoja estaba, en azul, la dedicatoria. Para mí querida Izaskun. Maitasun eta Iraultza.

Amor y Revolución era como un grito de guerra. En sus cartas nunca había faltado aquella jaculatoria, casi religiosa, Amor y Revolución. Las cartas no las había guardado, no las suyas. No eres muy sentimental Izaskun, se decía ella muchas veces. No le gustaba guardar cosas, no le gustaban los recuerdos ni las añoranzas. Cualquier tiempo pasado fue peor. Entonces, ¿para qué recordarlo? Es como si dos enamorados volvieran a reencontrarse al cabo de los años. Pero yo no estuve enamorada de él, sólo le quise mucho. ¿Y no es lo mismo? No. No es lo mismo y él lo sabía. Sentirse querido no lo es todo. Hay que sentirse querido de una manera especial, eso lo sabía ahora Izaskun. Como ella se sentía querida. Porque allí, en la vieja cafetería en Donostia se sentía querida, sentía al catalán como a un caballero con armadura, cabalgando sobre la niebla, acercándose a ella, llenando de su cariño la mañana gris y fría.

Nos hemos negado la felicidad. O yo la he negado por los dos. Ahora sólo querría que él fuera feliz, que me hubiera olvidado, que lo hubiera olvidado todo y sintiera la misma ternura que yo. ¡Qué ilusa eres Izaskun! Como siempre, quieres que el mundo se adapte a ti, que las cosas sean como tú quieres. Sin conflictos, sin tensiones, sin que nadie sea desgraciado, sin que ningún hombre se sienta herido por tu culpa. Y ya ves. Eduardo podría odiarte, igual que Iñaki. ¿Por qué aparecen los dos?, ¿qué está pasando?, ¿qué has hecho Iñaki? No debes preocuparte, Izaskun. Tu viejo amigo Eduardo está al llegar; le había dicho con su voz alegre: ¡ya he pasado la frontera de Burgos! Así que ya estaba en Euzkadi y dentro de poco aparecería por la puerta. Como aquel día en que salió de la estación de Amara, cargado con su mochila, con el pelo revuelto y la cara de no haber dormido. Hacía años, toda una vida. Él llevaba una bufanda con las cuatro barras catalanas y ella le había dicho, rota de risa, ¡por dios quítate eso, que aquí la gente sólo verá el rojo y gualda! Eran los tiempos de la libertad y la dictadura, tiempos en que la calle era de los revolucionarios y los cuartelillos de la represión. Tiempos en que en los teatros se lucía la ikurriña disfrazada de guirnaldas de flores, tiempos de aurresku bailado en la plaza, espacios de libertad. Tiempo de amar y tiempo de morir porque también había muerto gente. Izaskun notó que se le escapaba una lágrima y entre ellas, como si alguien hubiera puesto un filtro a la luz del atardecer, le vio entrar en la cafetería; desafiante, como siempre, con las manos metidas en los bolsillos, despeinado, con unos cuantos años más pero los ojos vivos, la misma sonrisa.

—¡Eh! —le gritó Eduardo— ¿nadie me va a dar un abrazo? —y ella se levantó y corrió a su encuentro. ¡Qué importa que nos miren! Y se echó a llorar cuando le abrazó.

—Eduardo, ¡por Dios! Es verdad. ¡Estás igual! Pero…

—Ven aquí —dijo él—, y dame un abrazo porque hace años que no me lo das.

—¡Cómo hemos hecho esto! Tantos años sin vernos, sin saber nada de ti. Te has casado, ¿no?

—Ya ves. Casado y descasado. Tú no, ¿verdad?

—No, yo no.

Tomaron café, rieron, lloraron, recordaron cosas, viejos tiempos y luego salieron al fresco de la tarde, a pasear frente al mar agitado, blanco y gris. Y luego la pregunta que había bailado en su cabeza desde que él la llamó.

—¿Y cómo pues se te ha ocurrido ahora?

—¿Y cómo no se me ha ocurrido antes?

—Ya sabes por qué te lo pregunto.

—Sí, lo sé. Él me habló de ti. Nos vimos y me entró la morriña.

—Qué le pasa, Eduardo. ¿Me lo vas a decir tú?

—No le pasa nada. Lo que a todos. Que nos hacemos viejos y tenemos ganas de recuperar a los viejos amigos.

—Pero tú no corres ningún riesgo viniendo aquí —dijo ella.

—A él no le importa el riesgo. Ya le conoces.

—Él me dijo lo de tu separación.

—Sí. No funcionó.

—¿Qué pasó?

—No lo sé. El amor se acaba, Izaskun. Bueno, hay amores que se acaban. Otros no. Ése sí se acabó.

—Le hiciste algo —rió ella—. Seguro que le fuiste infiel.

—No, aunque se lo creyó —él le cogió la mano—. Se enteró de que existías, por cierto.

—¡No puede ser! Me engañas; ahora quieres hacerme responsable de tu separación —los dos rieron.

—Es verdad. Fue al poco de casarme. Encontró algunas cartas tuyas y poemas míos. Los leyó y…

—Eso no se hace.

—Bueno. No lo hizo queriendo, sólo se lo encontró. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo? Pues lo leyó; tu nombre, lo que pensaba de ti, lo que me escribiste. Creo que no lo entendió y…

—¿Por qué no lo entendió? —dijo Izaskun—, claro que lo entendió. Los hombres sois tontos. Sois vosotros los que no entendéis que nosotras no le llamamos un engaño sólo a acostarse con otra tía. ¡Sois tan primarios! Mira esto —Izaskun le enseño el libro.

—¡Todavía lo guardas!

—Pues claro. Si ella ve algo como esto, ¿qué te crees que va a pensar? A lo mejor piensa que, vale, fue hace muchos años, pero los celos y las hipotecas son lo único eterno en la vida.

—¡Cuánto te quiero! ¡Cuánto te he querido! —dijo Eduardo.

—Somos muy viejos para eso.

—Pero lo has guardado.

—Claro —ella hizo una pausa, se miró los zapatos mientras andaban, haciendo crujir la arena—. ¿Me vas a decir qué le pasa a Iñaki?

—No le pasa nada, de verdad. Sólo que está nostálgico.

—¿Y te llamó?

—Nos vimos.

—Venga Eduardo, no desconfíes de mí.

—No desconfío, pero no es una persona normal. No puede ir por ahí diciendo dónde va y qué hace. Si yo fuera su confesor le diría que se entregara, pero no lo soy ni tengo vocación, así que le dije que desapareciera.

—Él no es de ésos —dijo Izaskun y Eduardo sintió una amarga sensación en el estómago—. Nunca lo dejará.

—Pues debería —dijo él—. Esto se acabó. ¿No lo veis?

—¿Qué crees? ¿Que estoy con ellos?

—No, ya sé que no, cariño. Pero en este país todo está… entrelazado. Es como una madeja. Padres, hijos, paisanos. Todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Aquí no hay nadie inocente, Izaskun. Todos sabéis cosas, hasta yo sé cosas. Y cuando matan a algún pobre tipo de uniforme o a un concejal todos sabéis quién lo ha hecho y no decís nada. Sangre, charcos de sangre, ¿no te parece que Iñaki, o cualquiera, tiene derecho a sentir un poco de nostalgia? En algún momento fuimos puros y limpios, queríamos hacer la revolución y teníamos ideales, pero se han convertido en otra cosa. No puede ser. La vida ya no tiene valor.

—¡Edu!, —rió ella de un modo doloroso—. Aún hay gente que tiene ideales.

—Es posible. ¡Qué guapa estás!

—Y tú eres el mismo. Adulador y cambiando de tercio cuando ya no sabes qué decir. ¿Dónde te has alojado?

—En el Aránzazu.

—Podías haber venido a mi casa.

—Paga mi periódico y no quería…

—No querías qué.

—Bueno no sabía cómo me ibas a recibir y tampoco sabía en qué estado están nuestras relaciones.

—¿Y en qué estado van a estar? —dijo ella dándole un manotazo—. Nos vamos a ir cenar de verdad. Los catalanes no sabéis comer y más si vivís en Madrid. Luego nos iremos de copas y después te llevaré a casa.

Izaskun se cogió de su brazo y se alejaron riendo. Una pareja madura recomponiendo su vida o tratando de buscarle un sentido. ¿A casa?, ¿y cuál es nuestra casa?, se preguntó Eduardo mientras sentía la mano de ella, fuerte, sobre su brazo.

Las primeras luces del amanecer iluminaron la cocina. Izaskun se levantó y apagó la luz. Se sentó de nuevo con un estremecimiento de frío.

—Nos ha amanecido —dijo Eduardo Navarro.

—Sí. Otra vez. Siempre pasamos las noches juntos —rió ella.

Izaskun había hablado sin parar durante horas y Navarro la había mirado a los ojos, al cabello abundante y castaño, a los labios finos y bien dibujados, a las pequeñas arrugas, a las manos, todavía suaves y rosadas. En algún lugar, dentro de él, aún ardía algo que se sentía dolido cuando ella le hablaba de Domingo, de una relación destructiva y dolorosa, una relación montada sobre cartas, sobre viajes relámpago al sur de Francia, sobre encuentros fugaces en lugares remotos y recónditos. La edad había hecho a Izaskun más desenvuelta con las palabras, menos discreta y remilgada. Habló de echar un polvo en una escalera oscura, de follar toda la noche y luego despedirse como dos desconocidos, de reproches, todavía desnudos, de dolor, casi de masoquismo espiritual. «Le escribía largas cartas de las que luego me arrepentía, reprochándole mil cosas que había hecho o que no había hecho, revolcándome en mi dolor y en mi soledad. Luego esperaba que él me contestara en el mismo tono. A veces con cinco líneas cargadas de odio o de agresividad». «¿Por qué seguías ese juego?», le había preguntado Eduardo. «Era lo que tenía. Ni yo misma lo sé. Supongo que era algo enfermizo; me fue consumiendo, me impedía llevar una vida normal. No te puedes imaginar lo que era sufrir sin saber dónde estaba, odiándolo cuando estábamos juntos, añorándolo cuando no estaba. Necesitaba ese dolor de la distancia, ese sufrimiento de sus palabras hirientes, su familia. Presumía conmigo de sus conquistas. Después de hacer el amor en su coche, en algún camino oscuro, me decía: no ha estado mal. Y era capaz de hablarme de su última conquista».

—No te entiendo, Izaskun. Por dios que no te entiendo. —Dijo Navarro. Ella estaba haciendo café, de espaldas, frente a los fogones.

—Ni yo misma lo entendía. Y ahora menos.

—¿Y cuando murió, cómo lo llevaste?

—Una es esclava de sí misma. ¿Qué querías que hiciera? Manifestaciones, silencio… descubrí entonces que yo no era nadie, que su mujer era la viuda y yo sólo «la otra». ¿Sabes de qué van esas historias de vodevil? Pues eso. Yo era la otra. Todo el mundo lo sabía en el pueblo, todos menos yo que siempre creí en él.

—Y no hiciste nada para liberarte.

—No. No pude hacer nada. Para los de aquí era como la viuda, lo mismo que su mujer era para los de allí. Y tú no sabes lo que es ser una viuda en un pueblo como éste. La gente va de progresista y resulta que son más cerrados que el resto de la humanidad. Por poco me hacen vestirme de negro y eso que había una viuda oficial.

—Yo esperé mucho tiempo. Te esperé.

—Mi niño. Lo siento —ella le acarició la cara—. No merezco tanto cariño.

—No nos pongamos sentimentales. Si me das café te perdono —rieron.

—¿Por qué te echaste una amante si querías a tu mujer? —preguntó ella mientras el líquido negro caía sobre la taza. Navarro había sentido la necesidad de contárselo, tal vez para hacerle ver que nada en su vida era definitivo, que no había relaciones totales como aquella que buscó una vez.

—No lo sé. Porque soy un hombre, supongo. Somos así, infieles por naturaleza, desleales, descreídos. Pensamos más con la bragueta que con la cabeza. En fin, ya sabes, todo eso que se dice. En realidad porque me siento solo. Siempre me siento solo y frío, siempre buscando un poco de calor. Cuando afloja el verano en una relación uno busca el sol en otro sitio.

—Eres un poeta, pero no me gusta. Tu mujer no se merecía eso. Y la otra tampoco.

—¿Crees que no lo sé? El sentimiento de culpa también forma parte del juego. Aunque no lo creas yo también soy hombre de una sola mujer.

—¿Tú también?, ¿qué quieres decir con tú también?

—Ya lo sabes. Que eras mujer de un solo hombre. —Izaskun se quedó mirándole, como si acabara de descubrir algo y Navarro sintió sus ojos, tan verdes, metiéndose dentro de él. Aún era tan bonita.

—¿Eso has pensado? ¿Por eso no me llamaste nunca más? ¿por eso no lo intentaste otra vez?

—Por eso y porque entonces era joven y orgulloso. Radical. ¿No me querías? Pues yo tampoco.

—Sí te quería.

—No como yo deseaba —precisó él y ella le sostuvo la mirada. Un reloj lejano desgranó varias campanadas.

—Tengo que irme —dijo Navarro.

—Cuando te vean salir pensarán que tengo un nuevo novio —le seguía taladrando con la mirada—. Y no tengo edad para novios, ¿no crees?

—No. No lo creo. ¿Vendrás a verme a Madrid?

—No lo sé. Puede.

—Si no vienes volveré yo.

—¿Ya me quieres como amiga?

—No. —Y luego la besó en los labios sin que ella hiciera nada, ni para evitarlo ni para devolvérselo.

Le despidió desde la ventana, con un beso lanzado con la punta de los dedos. Navarro arrancó el coche y salió en dirección a la carretera.

El comité de evaluación lo formaban cuatro personas; el coronel Valdés, Pellicer, el director de la sección de evaluación, recién nombrado, y dos altos funcionarios a los que todo el mundo conocía como Laurel y Hardy por su aspecto, bajo y menudo uno y grande y musculoso el otro. Todos ellos gente extremadamente eficaz y exigente. Valdés sentía que no iba a ser fácil la reunión y que iba a tener que defender a su fuente con uñas y dientes. A pesar de sus reticencias iniciales, estaba absolutamente convencido que Germán era transparente como el cristal y que su concurso podía ser fundamental. Para decirlo de un modo sencillo, estaba seguro que aquello podía ser un paso irreversible en la lucha contra ETA.

—Bien, señores —dijo Valdés saltándose abruptamente los prolegómenos—, sabemos por qué estamos aquí, así que vayamos al grano. La pregunta es, ¿es una fuente de confianza? Y si lo es ¿debemos pasar la información al ministerio del Interior y al Mando Único?

—He leído el informe —dijo Pellicer con su voz hueca y bien modulada. Era un hombre de mediana edad del que Valdés no tenía la menor idea de dónde había salido, aunque su aspecto era el de un profesor de Universidad, con su corbata de seda, su camisa bien planchada y el traje de excelente corte.

—Aunque da la impresión de tratarse de una fuente fiable hay cosas que no acabo de ver claras —continuó Pellicer—. ¿Cuáles son sus motivos? Usted, coronel, no lo especifica, supongo que es porque tampoco lo tiene claro. ¿Le importaría hablar sobre ese punto?

—Desde luego mi informe no aclara esa cuestión y hay dos razones —dijo Valdés con voz segura—. La primera es la que usted dice; efectivamente el agente encargado me ha hablado de sus motivaciones pero consideramos que no son objetivas, así que es como si no las supiera, pero la segunda razón es que no tiene importancia el por qué lo hace, sino qué es lo que hace. Sus informaciones son buenas, de primera mano, útiles y contrastadas y eso es lo que importa. Estoy absolutamente seguro de que forma parte de la dirección colectiva y eso no lo habíamos tenido nunca, ni siquiera con Lobo.

—Discrepo. Si no sabemos sus motivaciones —apuntó Laurel con su sequedad habitual— en cualquier momento se puede volver contra nosotros.

—Germán y mi agente no están intercambiando información —cortó inmediatamente Valdés—. Mi hombre es su controlador, le pasa datos y yo los anoto y los evalúo. No hay feedback.

—Pero ya conoce a su hombre y nuestra estructura en Santander —insistió Laurel—. Le hemos explicado, con ejemplo incluido, la función de la academia de inglés. Espero que se dé cuenta de la importancia de ese dato.

—Eso, si me permite —respondió el coronel Valdés— no tiene ninguna utilidad para la banda. ¿Que tenemos estructura en Santander? Pueden pensar que es de la Guardia Civil. Podría serlo. La estructura del Estado está en todo el país, eso no es una información relevante para ellos.

—Nos apartamos de la cuestión —intervino de nuevo Pellicer—. La cuestión es si el personaje está en posesión de información de utilidad o si la manipula para sus propios fines.

—Es de suponer que posee información útil —dijo Valdés.

—Sí —leyó Pellicer—. Usted lo afirma en el informe. Germán dice que está harto de sangre y de esa lucha que no lleva a ninguna parte. Eso es lo que ha dicho —levantó la cabeza—. ¿Nos tenemos que creer ese ataque agudo de ética? Las actas de la reunión que nos ha remitido son interesantes sí, sobre todo en lo que respecta a los asistentes, pero yo diría que era una reunión de trámite. Todos sabemos lo que es un comité Central; se reúne una vez al año, o dos, y marcan directrices políticas. Eso es lo que nos ha dado Germán. Válido, sí, pero insuficiente. Necesitamos algo más, algo concreto.

—Hay que darle un poco de tiempo —respondió Valdés—. Nos ha dado datos únicos sobre los dirigentes. Estamos trabajando con esos nombres y pronto los podremos pasar al Mando Único con todo lujo de detalles. Nos ha dado información sobre la dirección colectiva que ahora mismo se está evaluando. Eso es un tesoro. Podemos llegar a saber hasta el número que calzan, las tensiones entre ellos.

—¿Y dónde se ocultan los dirigentes? —preguntó Laurel.

—Estamos trabajando en ello con los franceses —dijo el coronel—. Conocemos el lugar de la reunión, pero era obviamente provisional. Germán forma parte del Ejecutivo.

—Eso dice él —terció Laurel.

—No hay motivos para dudar. Sabremos con antelación el lugar, el día y la hora de sus reuniones y las decisiones concretas. Hemos comprobado los nombres que Germán nos ha dado —siguió— y está claro como el agua. Los hay que ya conocíamos, lo que confirma que Germán no nos engaña y los que no conocíamos son una información muy valiosa. Hay concejales de Batasuna, hay gente de la que no sospechábamos, fuera del ámbito abertzale, otros de los que no estábamos seguros.

—Dado su entusiasmo deberíamos pasar ya la información al Mando Único —dijo Laurel con cierta sorna— y al Ministerio.

—No nos adelantemos —terció Pellicer—. Nosotros debemos informar si consideramos fiable o no la fuente. Y para ello necesitamos algo concreto y tangible.

—Lo sé, señor. Y estamos en ello, se lo aseguro.

—Muy bien —asintió Maestre.

—Por lo que a mí respecta me da en la nariz que ese tío es lo que dice ser —dijo Valdés—. Esperemos a ver qué hace con lo de Ortiz Mora, pero…

—¿Qué?

—Me preocupa también lo de las motivaciones. No lo he admitido ahí dentro, pero me preocupa.

—¿Y qué quieres que haga? —exclamó Maestre—. ¿Lo tumbo en el diván y se lo pregunto?

—No creo que sea conveniente —dijo Valdés sin inmutarse.

—Bien, ¿y? —preguntó Maestre. El coronel le miró frunciendo los labios, sentado en su sillón, en el sucinto despacho. Sobre la mesa las últimas notas de Ignacio Sagarzazu, alias Iñaki de Mondragón.

—¿Qué hay de esa mujer? —preguntó Valdés.

—¿Qué pasa con la mujer?

—Ya sabes lo que pasa. A veces la explicación está en lo más sencillo.

—Sí. Lo sé. ¿Y qué quieres que haga?

—Sería ilegal vigilarla —dijo Valdés—. Es terreno de la Benemérita y tendrían que pedir autorización judicial. No tenemos nada que ofrecer, no podemos ir por ahí aireando nuestras operaciones, ¿verdad?

—¿Me estás sugiriendo algo? —preguntó Maestre.

—Nada. Haz tu trabajo. Averigua. Estudia sus relaciones, busca información y no te metas donde no te llaman. Pero sobre todo no me metas a mí.

En su apartamento, tan frío como siempre, Maestre se sirvió un whisky.

—¡Con que no te meta a ti! Muy bien.

Luego se tendió en la cama y tomó el ejemplar de Corto Maltés que había sobre la mesilla.