IV

La gran nave del monasterio de Aránzazu estaba sumida en una luz difusa que entraba desde la gruta, elevada hacia el cielo encima del retablo. El contraste entre luces y sombras era como una lucha entre lo sublime y lo siniestro e Iñaki tuvo que detenerse un instante en la entrada hasta que los ojos se le acostumbraron a la oscuridad. Hacía años que no entraba en una iglesia y muchos más que no lo hacía en aquella. En el bolsillo izquierdo del tabardo apretaba la Glock, como si fuera un agarradero a la vida real, enfrentado a la sensación de irrealidad del recinto sagrado. Allí, hacía una eternidad, había entrado en el seminario. Con las manos juntas y apretadas en silenciosa oración había escuchado al padre Jesús anunciándole una vida de servicio y de luz, de estudio y de gloria. Por un momento sintió revivir aquel día dentro de él, como si nada hubiera pasado, como si no estuviera a una treintena de años y una docena de cadáveres de distancia, lanzado hacia la nada. Allí delante, a la derecha, tal vez en el segundo o tercer banco se había arrodillado, hiriéndose las rodillas con la basta madera y con el pelo oliéndole a fijador. También allí había hecho la comunión apenas dos años antes y recordaba claramente a las niñas, al otro lado del pasillo, blancas en sus vestidos de novia. Él trataba de pensar en la infinita bondad de dios, pero no podía dejar de mirar de reojo los brazos morenos o blancos cubiertos a medias por las amplias mangas bordadas.

Más a la derecha estaba la silueta oscura del confesionario. Confieso padre que he pecado, le decía al padre Jesús, su mentor, ¿contra qué mandamientos?, preguntaba el padre. Y justo le daba para acordarse de que el tercero era santificarás las fiestas y se había escapado de ir a misa para ir a jugar a Santa Bárbara. Se propuso ser un buen chico cuando notó en la boca la hostia e intentó dejarla allí, pegada a la lengua sin tocarla con los dientes, que era pecado. Y cuando salió, en fila, todavía con la cabeza gacha y las manos juntas, trató de no mirar hacia las chicas, de no ver los vestidos, los zapatos de charol negro y de no oír sus risas y sus gritos excitados.

Los años pasados en el seminario, sin embargo, eran como un pozo oscuro del que casi no recordaba nada. Las largas horas de rezos, los maitines, las vísperas, el olor a cocina durante toda la mañana. Recordaba a los viejos amigos, la mayoría como él, desertores del cielo, como había dicho alguien. Eran muchos los que entraban en el seminario, pero pocos los que terminaban. Había buena comida, buena educación; allí estaban a salvo, pero el germen de la revolución o de la lucha por la independencia les entraba a unos y a otros. Aunque también los había que se iban porque no asimilaban una vida sin amor, o sin sexo, o sin hijos. Yo me fui por ella, recordó, por Izaskun, porque no podía soportar la idea de que no podría verla nunca más como un hombre ve a una mujer, y eso que yo sólo era un muchacho. Y todos pensaron que era la política lo que me alejó de Aránzazu.

Iñaki se santiguó después de mojar los dedos en agua bendita y luego se aproximó al altar lateral con todo el cuidado del conspirador que intenta disimular su presencia entre las sombras. Me siento ridículo, pensó, como un crío cogido en falta, buscando el perdón o algo así. No debería estar aquí.

La puerta de la sacristía estaba abierta y en los primeros bancos había tres mujeres, arrodilladas, rezando en silencio. Un poco más a su izquierda un grupo de turistas admirando los tragaluces rectangulares y las puertas metálicas. Fue precisamente en aquel lado donde le pareció ver una figura dentro del confesionario. Un ligero movimiento de la cortinilla. Se acercó despacio hasta allí, inclinando ligeramente la cabeza al pasar por el centro de la nave, frente al altar mayor. Se volvió a sentir ridículo y fuera de lugar, como se había sentido un día, cumplidos ya los dieciocho. Cuando se dijo: se acabó. Ante él, una mujer se santiguó y luego se acercó despacio, como si flotara, hasta reclinarse en el confesionario. ¿Qué pecados podrá exponer esa mujer ante dios o ante el sacerdote?, ¿qué ha engañado a su marido de pensamiento?, ¿qué ha aceptado usar condón contraviniendo las órdenes del Papa?, o tal vez que se aprovechó de buen grado del error de una cajera y se quedó con unas monedas que no eran suyas. Iñaki sintió el sabor amargo en la boca, la bilis que se le rebelaba como queriendo huir de su organismo enfermo. ¿Qué pecados confesaba mi madre cuando me llevaba con ella hasta el padre Jesús? ¿De qué hablaba con él en la oscuridad de la iglesia? Jamás la había oído levantar la voz, aunque era consciente de que lloraba. Lloraba en silencio, casi sin lágrimas y la oía revolverse en la cama, por las noches, sola, soltando toda su amargura para amanecer fresca y sonriente todas las mañanas, tan cálida como el cacao del desayuno recién hecho.

Hacía frío en la calle y el cielo empezaba a cubrirse de nubes grises cargadas de agua.

Miguel Maestre se despertó de golpe. Por un momento no supo qué le había despertado hasta que se fijó en el parpadeo del teléfono móvil. El reloj luminoso marcaba las seis y doce minutos, esa hora en la que los noctámbulos ya se han ido a dormir y los madrugadores ya se han levantado. Se incorporó en la cama y leyó el «privado» en la pequeña pantalla.

—¿Quién es? —contestó.

—Hola. Soy yo.

—Luisa.

—¿Me has conocido la voz?

—¿Ángel te ha dicho que me llamaras? —preguntó él sin pizca de reproche en la voz.

—¿Hacía falta? —respondió ella—. ¿Dónde estás?

—De viaje.

—Claro. Estás de viaje —dijo ella y notó Maestre su escepticismo.

—Me ha dicho que habías ido a Madrid —dijo él.

—Aún estoy en Madrid.

—¡Oh! Vaya. Coincidimos poco, ¿verdad? —exclamó Maestre.

—Muy poco.

—¿Cómo estás?

—Si te refieres a mi salud, bien —respondió ella.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Sé a qué te refieres, Miguel, pero ¿qué quieres?, ¿qué nos olvidemos de todo?, ¿quieres que todo vuelva a ser igual? Estoy sola, Miguel. Perdí a mi marido, a mi padre, mi dignidad… ¿te parece que se puede olvidar? Por lo menos yo te he llamado, algo más de lo que tú has hecho.

—Me ignoraste en el funeral.

—¿Y qué querías?

—Sólo una oportunidad. Dentro de un par de días volveré. ¿Estarás ahí todavía?

—Estaré —dijo ella tras un silencio—. Tengo que ver a algunas personas todavía. Estamos vendiendo unas propiedades.

—Te llamaré en cuanto vuelva. ¿De acuerdo? Nos vemos, tomamos un café… hablamos…

—Está bien. Llámame.

Luego, un suave pitido sustituyó la voz de Luisa.

Maestre se lavó la cara sucintamente, se sentó frente al ordenador y luchó por concentrarse en el trabajo. Abrió el buzón de correo y luego un nuevo mensaje cifrado desde La Casa. La lista de trabajadores de la Cooperativa de Mondragón, más de seiscientos, casi le desanimó, pero enseguida encontró lo que buscaba. Había una Izaskun Arriola en la lista de veteranos. Y una dirección. Era un cuadro intermedio, en lo alto de un organigrama. Maestre no sabía gran cosa de las cooperativas. Ni idea de que todo salió de la imaginación y el entusiasmo del cura Ariamendarrieta, un tipo de apenas veintiséis años que llegó a Mondragón, recién terminada la guerra civil, para hacerse cargo de la parroquia. Limpio de rojos y separatistas, Mondragón era un lugar ideal para la cosa esa de la evangelización. El cura trabaja durante años, catorce, hasta que consigue fundar los talleres Ulgor, en plan de cooperativa, para dar un futuro a jóvenes católicos y clericales. ¿Cómo no os fusilaron a todos por montar una cooperativa? Tal vez entonces ya no se fusilaba a nadie, o no representabais un peligro. Dejó la historia de la cooperativa para centrarse en la de Izaskun Arriola. Había copias de atestados policiales de hacía muchos años, detenida dos veces, nunca procesada. ¿Y novios? ¿No tenemos nada de novios? Se nos ha pasado. Iñaki ha ido a verla. Tal vez ésa es la razón que le mueve. Amor. Odio, celos, venganza. Todo es lo mismo. Uno tiene un viejo amor y vuelve a él una y otra vez; los cazadores y las presas. Se movió un poco por Internet y encontró el nombre de Izaskun en un grupo de dantzaris, una especie de club que en otros tiempos se había dedicado a bailar por todo el País Vasco y Navarra, pero parecía que desde hacía años ya no bailaba nadie. Euzkadi, dicen, nació en las montañas de Navarra. De ahí esa fijación por incluirla en sus planes. Aunque en otros lugares se dice que la idea de Euzkadi nació en el siglo diecinueve, con Sabino Arana. ¿A quién le importa?

Guardó todos los ficheros, apagó el ordenador y se puso un chándal. Luego bajó a la calle, saludando apenas al recepcionista. Mientras corría hacia la playa dejó vagar la mente, como hacía siempre, y pensó en sí mismo, en sus casi cuarenta años, en su viejo amigo Joaquín, en Luisa y en el trabajo que ahora era, casi, el único sentido de su vida.

Corrió durante una media hora por los alrededores del hotel, por la playa cercana y llegó hasta los jardines de la Magdalena. La carrera, la ducha fría posterior y el café bien cargado en el bar le dejaron como nuevo. Dio unas cuantas vueltas más por la ciudad, sin mucho sentido y volvió después al hotel donde estuvo hasta media tarde, cuando salió a disfrutar de un whisky sentado en una terraza del paseo.

Eran poco menos de las siete cuando entró en el viejo edificio de Prado de San Roque. La recepcionista no estaba en su pequeño cubil y la encontró por la escalera. Era la primera vez que la veía fuera del mostrador y le sorprendió contemplar a una mujer joven, entrada en carnes, con su cara demasiado castigada, que casaba mal con un cuerpo relativamente joven.

—Le he dejado los lápices y algunas otras cosas —dijo ella con expresión simpática.

—Gracias. Cuando llegue mi alumno le indicará dónde está el despacho, ¿verdad?

—Sí, claro, pero no me llame de usted. Por favor. Me llamo Gloria.

Maestre le guiñó el ojo apuntándole con el índice y siguió escaleras arriba.

Las «otras cosas» eran un pequeño ramillete de flores en un estrecho jarroncito de cristal y algo de material de oficina. De un vistazo, Maestre se aseguró que no había nada extraño en el despacho. Sacó la pequeña grabadora digital del bolsillo, la puso en stand by y la guardó de nuevo. Se aseguró que no se veía ni el cable ni el pequeñísimo micrófono prendido en el interior de la chaqueta y luego se sentó cómodamente en el sillón de madera que crujió con su peso.

El silencio era casi total en el piso y hasta él sólo llegaban algunos rumores de la academia, viva un nivel más abajo. Maestre podía ver desde su cómoda postura un fragmento de pasillo y la posición de las luces le aseguraban que antes que nada vería una sombra alargada sobre el parquet.

Y entonces oyó el crujido, suave, como un quejido amoroso. Luego una sombra se alargó sobre el pasillo avanzando hacia la puerta.

Era un hombre, más bien bajo. De complexión media. Llevaba gafas de concha y se peinaba hacia atrás el escaso pelo. Vestía traje y corbata, un pelín anticuado, y calzaba zapatos negros, cuidadosamente lustrados. Maestre le vio girar los ojos con rapidez, como calibrando, mientras se detenía en la puerta, husmeando.

—Pase —dijo Maestre poniéndose en pie. Le alargó la mano que el otro estrechó con fuerza casi mecánica. Luego le señaló la silla frente a la mesa y él mismo se sentó de nuevo en el sillón, colocando los codos sobre el oscuro tablero.

El recién llegado llevaba una anticuada cartera marrón, sin marcas visibles, cerrada con una cremallera.

—Me llamo Germán —dijo mientras se sentaba con seguridad en la silla. Maestre había tenido la precaución de colocarla a un lado de la mesa, de modo que su alumno pudiera tener la puerta en su campo de visión. Nada de asustarle. Ni un paso en falso.

—Yo soy Santiago Merino. Encantado. ¿Ya le han informado del precio de las clases?

Iñaki, alias Germán, asintió con la cabeza.

—Veinte euros la hora —dijo.

—Material aparte —respondió Maestre.

Del interior del portafolio, Iñaki sacó un puñado de folios en blanco, un bolígrafo y un manual de inglés comercial. Lo depositó todo sobre la mesa y se quedó un momento pensativo, mirando los objetos como si de elementos de una liturgia sagrada se tratara.

—¿Sabe? —dijo con voz clara—. Estuve intentando aprender inglés. Hace años, pero… no sé. Soy muy poco disciplinado para eso.

—No se preocupe —contestó Maestre—. El mío tiene acento de Cuenca.

—¿Es usted de Cuenca? —preguntó Iñaki. Maestre se recostó en el sillón que crujió como en un largo susurro. Luego sacó el paquete de Winston de la chaqueta y le ofreció uno a Iñaki.

—¿Fuma? Este sitio es seguro —siguió Maestre tras una pausa, mientras Iñaki encendía su cigarrillo—. Lo he inspeccionado a conciencia. Estamos solos. La gente es de confianza…

—¿De confianza?, ¿para quién?

—En este caso para los dos.

—¿Es usted policía?

—No.

—Si lo fuera no me lo diría.

—Si lo fuera estaría interesado en detenerle. Y no lo estoy.

—No me fío de usted —dijo Iñaki mirándole a los ojos, sin pestañear.

—Por supuesto. Yo tampoco de usted.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí?

—Conocernos —dijo Maestre—. Uno no confía en cualquiera a la primera.

No sabe por dónde empezar, se dijo Maestre. Dejó pasar unos instantes mientras el humo de los cigarrillos se elevaba hacia el techo. Sobre la mesa, Maestre observó el papel doblado y sin querer la memoria se le fue a Luisa. Sus encuentros, primero fugaces luego sin medida, alguna llamada en momentos de bajón, como ella decía, y poca cosa más. Profesionales de la clandestinidad.

—Hábleme de usted —dijo Maestre.

—¿Eso le interesa?

—En realidad me interesa todo, pero no tenemos prisa.

—No tengo interés en hablar de mí.

—Está bien. ¿Qué le interesa entonces?

—Quiero dar información.

—¿Qué clase de información?

—Básica. Datos que permiten desmantelar a la organización.

—¿Tiene usted acceso? —preguntó Maestre tras un tenso silencio.

—Lo tengo. ¿Qué cree que hago aquí si no?

—Podría ser un farol.

—¿Para qué? Mire, Eduardo me ha asegurado que es usted la persona adecuada. ¿Lo es?

—Esto es un poco atípico. ¿Me entiende? —se inclinó Maestre sobre la mesa—. Una mañana me levanto y me encuentro con una persona que está en la cúpula dirigente. Eso dice Navarro. Y que me trae información de primera mano. Bien aquí estoy.

—Quiero que me dejen en paz —mordió las palabras Iñaki—. No quiero a los txakurras detrás de mí.

—Le he dicho que no soy policía, así que no estoy interesado en ir detrás de nadie. De hecho tengo que decidir si estoy interesado en usted. No puedo garantizar inmunidad, no tengo autoridad. Mi trabajo no es detenerle, si es que hubiera que hacerlo. No es eso lo que me interesa de usted. —Maestre esperó un momento. No, Iñaki de Mondragón no iba a preguntarle quién era o para quién trabajaba. Era un profesional.

—Está bien.

—Tenemos hasta las… —Maestre miró el reloj—… ocho. Se supone que damos clase durante una hora. No es conveniente pasarse. Pero… antes que nada, ¿necesita usted algo? No sé, un lugar donde estar, una vía de salida, dinero… algo.

—¿Una vía de salida?

—Tal vez en algún momento tenga necesidad de esfumarse, ya sabe, desaparecer.

—Me parece que perdemos el tiempo. —Iñaki se puso en pie. Maestre no se inmutó y dio una calada al cigarrillo.

—Mejor que no salga hasta que sea la hora. Por cierto… —de un cajón sacó un puñado de fotocopias—. Apuntes. Se supone que hemos tratado de esto hoy. Pero debe esperar. Podemos hablar de fútbol si quiere. No tengo interés en que se meta en algún lío.

—¿Quién es usted? —preguntó por fin Iñaki sentándose de nuevo—. ¿Conoce a Eduardo?

—No importa quién sea yo, ¿no le parece? Hemos cumplido. No soy policía, no quiero detenerle. Lo que me cuente será transmitido sólo a las personas adecuadas y para las finalidades que ha planteado. No le pido que confíe en mí, sólo que analice los hechos y llegue a sus propias conclusiones. No me interesa joderle, si es eso lo que teme, pero necesito algo, una prueba de que va a ser útil.

—¿Qué clase de prueba?

—Algo que demuestre que está usted muy arriba y dispuesto a colaborar. Nada de nombres que costará meses comprobar o de datos incontrastables.

—Sea más específico.

—Quiero saber dónde está retenido el funcionario de prisiones.

—Ortiz Mora —dijo Iñaki tras un silencio.

—Ortiz Mora —corroboró Maestre.

—Eso no es nada fácil. Va usted muy deprisa —sonrió Iñaki. De la cartera extrajo un puñado de hojas impresas tamaño folio—. ¿Le servirán de momento las actas de la última reunión del Comité Central?

Maestre tomó los papeles en la mano y de una ojeada se dijo a sí mismo que aquello podía ser su camino a un ascenso o al descenso a los infiernos.

—Servirán —dijo— de momento. Pero esto es lo que se llama información estratégica. No sé si me entiende.

—Le entiendo. Tendrá lo que me ha pedido pero no hoy. No tengo esa información. ¿No hay café en este sitio? —preguntó Iñaki elevando las cejas, lo más parecido a un gesto simpático.

—No te preocupes —sonrió Maestre tuteándole— la próxima vez. Te lo prometo.

A la mañana siguiente, Miguel Maestre se sumergió en su papel de profesor de inglés, preparando sus clases con la mayor dedicación posible. Por la tarde, acudió al despacho de Robert Kewell dispuesto a aceptar el té que éste le había ofrecido.

—Excelente —dijo el inglés—. Aquí no nos molestará nadie. Kewell se levantó y maniobró en un pequeño armario situado detrás de su mesa. De él salió un modelo de tetera eléctrica que Maestre no sabía ni que existía. La enchufó y luego colocó sendas tazas sobre la mesa limpia de papeles.

—No le he visto fumar —dijo el inglés—. ¿No fuma usted?

—He intentado dejarlo pero ha sido un fracaso.

—Yo sólo en pipa.

Buenas costumbres, pensó Maestre, mientras Kewell empleaba los primeros minutos en encender la pipa. Eso y la barba canosa, la piel cuarteada y los movimientos pausados le hicieron pensar a Maestre en un marino, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Las manos del inglés eran nudosas y fuertes y todo él daba la sensación de seguridad y de fuerza. Un buen elemento, sin duda.

—Espero que no sea necesario —dijo Maestre tras un sorbo de té—, pero tal vez en algún momento necesite su ayuda.

—No se preocupe. Hace años que esperaba algo así. Cómo le diría yo… es como recuperar la juventud, ¿entiende lo que le digo?

—Le entiendo.

—Esta ciudad es encantadora. Tiene… aspectos que me recuerdan mucho a mi ciudad natal, mucho, pero al mismo tiempo no deja de tener un toque… mediterráneo. Para los británicos todo lo que es el continente tiene algo de exótico. El sur, el sol, aunque en realidad en esta ciudad he visto menos el sol que en el norte —rió por lo bajo—. Y un jubilado como yo puede sentirse a veces algo desplazado. ¿Qué puedo hacer por usted?

—De momento todo va bien, pero tal vez necesite un poco de ayuda técnica. Ya sabe.

—No es difícil —dijo Kewell—. Estaré encantado.

Continuaron charlando de superficialidades durante un rato hasta que el té se enfrió en las tazas.

—Por cierto —dijo Kewell—, hay alumnos que me han pedido asistir a sus clases. Les he dicho que hablaría con usted, pero creo que sería conveniente hacer algo al respecto. No es lógico que tenga usted un solo alumno.

—Comprendo. Abriremos una nueva clase, ¿no le parece?

—Perfecto. Les he advertido que son clases muy personalizadas y reducidas, dos alumnos como máximo, preferiblemente uno. La recepcionista se encargará de tomar los recados. El lunes pondremos un cartel en el tablón de anuncios. ¿Se va usted de fin de semana?

—Sí, estaré de vuelta el lunes.

Cuando se dirigía hacia el hotel, Maestre se dijo: sí, verdaderamente Robert Kewell es un hombre eficaz.

Los auriculares le picaban en las orejas y la luz de la cabina del avión era demasiado fuerte. Maestre apretó el botón y escuchó primero su carraspeo, luego un silencio, un crujido y su propia voz diciendo: «pase». El sonido era absolutamente nítido y se esforzó, más que en seguir las palabras, en captar el tono de su interlocutor. Un murmullo apenas inteligible le hizo volver atrás en la grabación y escuchó de nuevo: «son sólo segundones. Los buenos ya no están…» y luego unos nombres que se iban desgranando. Nada más embarcar en Santander se había asegurado que podía conectarse a Internet, siempre que no fuera durante las maniobras, así que tecleó en el portátil buscando la puerta trasera del CNI y luego fue comparando los nombres susurrados con los archivados. En la lista de veintidós miembros del Comité Central que poseía La Casa había doce fotos en blanco y otras nueve sin nombre, cinco se solapaban, ni nombre ni foto y de un modo mágico, Maestre se encontró de pronto con que todos tenían nombre, los veintidós. Algunos de los que Germán le había dado coincidirían, seguro, con fotos sin identificar, pero Germán le había cantado veinticinco nombres. ¿No son veintidós?, le había preguntado. Y la voz suave, el susurro le había contestado: es cambiante, se nombran nuevos miembros según las circunstancias, de reunión en reunión. A veces hay caídas, otras veces necesidades concretas… o lo que los del partido comunista llamaban cooptación…

Maestre se limpió el sudor de la cara. Nombres nuevos, absolutamente desconocidos, otros relacionados con el mundo abertzale pero sin pruebas de que pertenecieran a la banda e incluso viejos militantes a los que se creía desaparecidos. Maestre redactó su primer informe. En su valoración personal advirtió que sería necesario comprobar los nombres nuevos. Eso daría la esperada confirmación de que la fuente era limpia. En cuanto a lo tratado en la reunión podría decirse que parecía de trámite, valoración de diversas manifestaciones, comunicados en la prensa y respuestas del Gobierno, pero lo más importante era la relación de asistentes, que salvo algunas ausencias, concordaban con la memoria de Iñaki.

Encriptó el fichero con la doble clave y luego lo envió a la dirección preestablecida. Podía haberlo llevado en mano, pero prefería dejarlo a buen recadudo en el servidor del CNI y borrar después todas las huellas en su ordenador.

El resto del vuelo lo empleó en leer información sobre Mondragón y cuando aterrizó en Barajas creía saber ya lo suficiente.

En La Casa no había más que el personal de guardia, así que Maestre tomó un taxi hasta el paseo de la Castellana. Valdés debía estar tranquilo con la marcha de las cosas. De haber tenido alguna duda estaría en su despacho, ceñudo y con las manos cruzadas esperando su informe de primera mano, como llamaba a sus largas conversaciones plagadas de detalles. Una vez le había oído presumir de que sólo leía novelas y que los informes de sus subordinados le aburrían, aunque Maestre estaba seguro que era sólo una pose para mantener su fama de hombre duro. Amigos desde los tiempos de la Academia Naval, habían seguido carreras divergentes llegado el momento, pero por uno de esos azares de la vida habían recalado, finalmente, en el mismo puerto: los servicios secretos.

Le llamó no obstante para asegurarse que estaba pescando tranquilamente en Rascafría y luego consultó el reloj, por enésima vez, para cerciorarse de que aún tenía una hora por delante antes de su cita. Se sentía incómodo, como si estuviera haciendo algo ilegal o peligroso. Se apeó en la conocida explanada del hotel Cuzco y se dirigió lentamente hacia el bar. Aún estaba fresco en su mente, a pesar del tiempo transcurrido, aquella noche en la que su vida cambió, tal vez para siempre. La misión en Tánger, la muerte de su amigo traicionado, Luisa…

Estuvo tentado de tomar una habitación, pero algo le dijo que no era el momento. Desde el final de su aventura en Tánger, Maestre no había vuelto a verla, si exceptuaba el día del entierro de su padre, el almirante López Barcáiztegui.

El bar estaba vacío. Buscó un rincón discreto desde el que podía ver claramente la entrada y pidió un Jack Daniels con hielo, como en los viejos tiempos. Se vio en un espejo, casi de perfil y apreció unas ojeras en las que hasta entonces no había reparado. Desde hacía unos meses revisaba por la mañana sus crecientes patas de gallo, como si fuera una damisela que empezara a vislumbrar los treinta. Se había puesto un traje gris, ligero y en un arranque súbito había dejado la corbata en la guantera del coche. A Luisa nunca le habían gustado las corbatas y era lo primero que le quitaba cuando se encontraban en el hotel de La Manga o en su casa de Cartagena. Dejó vagar la mente hacia el último día, en el hotel, con la urgencia del sexo reprimido mientras, en algún lugar, su marido, el teniente de navío Álvarez bebía y se preparaba para morir, sin saberlo.

La vio antes de que cruzara las puertas de cristal. Vestía de blanco, su color favorito y llevaba el pelo rubio y brillante recogido en una cola. Tenía toda ella ese aire juvenil y descuidado que escondía una perfección casi sublime. Estaba tan guapa que Maestre sintió un dolor en el pecho al mirarla. Le tendió la mano pero él la ignoró, se puso en pie y le estampó dos besos suaves en las mejillas mientras le oprimía los hombros en un gesto que quería decir: quiero ir más allá pero no puedo.

—¿Cómo estás? —dijo Maestre tomándola de la mano. Se sentaron ambos, uno frente a otro en los cómodos silloncitos y ella dijo, «lo mismo», cuando el camarero se acercó solícito.

—Bien —dijo ella—. Dentro de lo que cabe. ¿Y tú?

—Estás muy guapa. El blanco es…

—Sí. Mi color, pero no me has contestado. ¿Sabes? Siempre tengo la sensación de que no escuchas, que te limitas a seguir tu propio guion, pero… ¡por dios! Es como si no pudiera estar contigo sin pelearme…

—Estoy bien. Trabajo. No me queda tiempo para nada más. Estoy solo. Sigo viviendo en Madrid.

—Yo estoy pensando en trasladarme también. Cartagena me trae demasiados recuerdos.

—Te echo de menos —dijo él.

—Eso cuesta trabajo creerlo. Lo de que me echas de menos. En casi un año me has llamado dos veces y una preferiría que no lo hubieras hecho.

—Lo siento.

—Ahora ya no tiene remedio. Mi padre no te guardaba rencor, me lo dijo antes de morir. ¿Te sorprende?

—Me sorprende.

—Supongo que sí. A pesar de todo era un caballero. Un marino de pies a cabeza.

—Eso nunca lo he dudado.

—Sí. Bien. Dejémoslo. Dices que sigues trabajando, pero ¿dónde estás destinado?

—Aquí, en Madrid, en los Servicios Generales.

—Ya —asintió ella.

—Y sigo solo. Sólo existes tú.

—¿Y ya está? Miguel, engañábamos a mi marido, que está muerto. Contribuiste a que encarcelaran a mi padre, que ahora está muerto. ¿Qué vamos a hacer? ¿Fingir que no ha pasado nada? ¿Formar una familia feliz?

—Para empezar podríamos dejar de herirnos, tratar de olvidar y llevar una relación normal, como dos amigos que se conocen hace muchos años.

—No soy tu amiga, Miguel. Nunca he sido tu amiga. Fui tu amante y te quise… aún te quiero, pero no me digas que somos amigos. La amistad era lo que tenías con mi marido y la traicionamos.

Maestre no supo qué contestar porque Luisa tenía la virtud de decir la verdad de un modo inapelable. No había disimulo en ella, sin subterfugios; amantes y traidores. Bebió un sorbo y Maestre recordó sus tardes, cuando mojaba un dedo en el licor y lo pasaba después por sus senos para acabar bebiendo de ellos. Seguía tan hermosa como siempre, con una piel que era como un pecado, tan suave y tan fría.

—Siento que pienses eso —dijo.

—¿Y qué debo pensar? —murmuró ella como sin fuerzas—. Me siento tan culpable que no puedo dormir por las noches. Te añoro y te odio al mismo tiempo. No puedo vivir sin ti y no podría vivir contigo.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó él. Luisa bebió un corto sorbo. Permaneció un rato en silencio, mirando a lo lejos, como intentando recordar… u olvidar. Volvió lentamente la cara hacia él y le miró a los ojos.

—¿Has tomado una habitación?

—No —respondió Maestre.

—Yo sí —dijo ella mientras se ponía en pie.