III

Iñaki aminoró la velocidad cuando se disponía a cruzar el paso fronterizo y trató de no mirar demasiado fijamente a los GAR, sus boinas verdes y sus Z-84. Elevó la mano con simpatía cuando pasó junto a uno de ellos y luego siguió conduciendo tranquilamente hacia la autopista.

Las gafas se le clavaban en el puente de la nariz y en el pequeño cartílago situado tras las orejas y el dolor llegaba a ser tan agudo a veces que hubiera dado cualquier cosa por quitárselas. El cristal, a pesar de ser neutro, le molestaba sobremanera y las luces reflejadas en él le hacían sentir una sensación permanente de incomodidad, como si figuras volátiles le estuvieran rodeando y pasaran por su lado desvaneciéndose cuando trataba de fijarlas.

Entró en la autopista cuando ya el sol se ocultaba frente a él y aceleró con toda la potencia del Laguna para colocarse inmediatamente en el carril de la izquierda. Cruzó sin detenerse el área de servicio de Behovia y unos kilómetros más adelante fue aminorando la velocidad y cruzando hacia el carril de la derecha. El tráfico era fluido y los faros de los vehículos mantenían iluminada la autopista. Sin ningún contratiempo enfiló el desvío hacia Mondragón-Arrasate. Las sombras alargadas de los chopos cruzaban la carretera, a punto de fundirse en la oscuridad y hacia su derecha era ya difícil distinguir los detalles del terreno, no obstante reconoció, un poco más lejos, el grupo de pinos enanos donde jugaba de pequeño, el repecho que ascendía por el sur hacia Udala, el campanario de la iglesia, afilado como un estilete, coronado por un incongruente punto rojo.

Detuvo el coche en el arcén, a la entrada, con las primeras casas de Lau Axeta. El barrio estaba en silencio. Encendió un cigarrillo mientras trataba de poner un poco de orden en sus pensamientos. En realidad todavía no tenía claro qué iba a hacer. Tal vez tomar unos chiquitos por Erdiko, saludar a los viejos amigos o ir a la calle Guerra.

Bajó la ventanilla, lanzó la colilla lejos, a la oscuridad y luego puso el coche en marcha. No tiene sentido, Iñaki, se dijo. Es como si estuvieras desmontando toda una vida de clandestinidad, como si estuvieras abandonando el claustro materno. Sales a la luz, aunque sea de noche. Vuelves a ver a los viejos amigos que sabes que te pueden traicionar, vas a ver a la chica que no te quiere. Regresas a casa, como si fuera posible la vuelta atrás. Eguren, el frontón, el kiosko de helados. Es como si todo siguiera igual. Pero nada es igual.

Condujo despacio hasta la calle Olarte y pasó por delante del bloque de cuatro pisos donde había transcurrido su infancia. Otros tiempos, otras cortinas en las ventanas, otro color en las puertas, otros olores. Amá, ¿otra vez puchero?, no quiero puchero. Y por toda respuesta recibía un abrazo y un beso.

Desembocó en la calle Guerra todavía sin una decisión tomada. Una calle oscura, mucho más estrecha de lo que recordaba, formando un recodo con las arcadas a la derecha. No, Eduardo, no la he visto desde hace una eternidad, pero sé cada uno de sus movimientos, sé lo que hace todos los días. Que se levanta a las cinco de la mañana, desayuna en casa y va a trabajar a la cooperativa. Con el frío coge el coche, pero en verano, el cálido y húmedo verano del norte, va andando. Sale del trabajo a las dos y algunos días se va a comer con los compañeros, pero casi nunca. Vuelve a casa, sola o con Itóiz, un amigo; se despiden en la esquina y ella se va a casa. Come sola. Vive sola; y dicen que tiene una foto de Domingo sobre una repisa y que la quita cuando recibe a gente en casa. Nadie la llamaría una solterona porque sigue siendo la chica más bonita de Mondragón aunque pasa ya de los cuarenta. No es una ermitaña, eso no. Sale por las tardes, a Erdiko, a casa de Helene o de otros amigos que Iñaki no conoce, gente muy joven de las cooperativas. Algunos días coge el coche y se va a Donostia, o a Arechavaleta, o a Oñate. No le gusta estar mucho en casa y cuando está pone una y otra vez los discos de Lertxundi, de Imanol y de la recién descubierta Amaral. Se recoge tarde, como decía su madre, tal vez para estar menos tiempo sola en la cama, que es donde más se vive la soledad. Y va al cementerio de vez en cuando. No es creyente, pero su madre lo era y tal vez por eso lo hace. Se queda un rato frente a la tumba, muy de tarde en tarde. Iñaki lo sabe todo y sin embargo su rostro se le ha desdibujado ya en la memoria y siente pánico a no reconocerla cuando la vea.

Daban las doce en el campanario de San Juan cuando la vio acercarse por el fondo de la calle. Y los recuerdos se hicieron vivos. Eso no lo recordaba, pensó, su forma de andar, como si se balanceara. Elegante, tal vez sensual. Sintió amargura y una punzada de algo olvidado, emoción o algún deseo escondido. Salió del coche despacio, cerró la puerta y se quedó apoyado en el capó, fumando en silencio, viéndola acercarse. Andaba erguida, con la falda revoloteando alrededor de las piernas, el bolso colgado del hombro, la blusa de colores, alegre. Es ella, se dijo Iñaki. La mujer de un solo hombre. Mi pasado que no tuvo futuro.

—Izaskun —la llamó en alto porque Izaskun iba sin mirar, con la cabeza baja.

—¿Bai? —respondió ella elevando la vista.

—Hola. Maitasun eta iraultza.

Izaskun se quedó helada, como si un flash se hubiera disparado para congelar un momento mágico. Abrió mucho sus grandes ojos verde oscuro y luego fue como si un vendaval cayera sobre Iñaki, un vendaval de perfume, de besos, de cabellos que le cosquilleaban en la cara mientras ella repetía: Iñaki, Iñaki, Iñaki.

—¿Pero cómo haces esto? No deberías estar aquí —le dijo ella cogiéndole la mano encima de la mesa de la cocina. Estaban a oscuras porque el gran ventanal daba a la calle y ella aún sabía lo que había que hacer.

* * *

—Hacía mucho tiempo —respondió él apretándole con fuerza.

—El Cura me dijo que andabas por el otro lado. Te vio alguna vez, pero… esto… —Izaskun se echó a llorar.

—Vamos, erretxina, ahora no me llores.

—Aún me llamas erretxina —dijo enjugándose la cara con una servilleta de papel. Ante ellos el café se había enfriado y juntaron de nuevo las manos, como viejos camaradas o antiguos amantes a los que sólo les queda la nostalgia— me llamabas erretxina y feminista. ¡Cuánto te odiaba!

—He visto al catalán —dijo él.

—¡Qué dices!, ¿le has visto? ¿cuándo?, no sé nada de él desde… bueno sí le leo sus cosas en los periódicos. Tan rebotón como siempre, nuestro anarquista. ¿Dónde le has visto?

—Hace unos días. Hablé con él. Está bien y se acuerda mucho de ti.

—Éramos tan amigos. Y el tiempo, la distancia… ¿Se ha casado?, vive en Madrid, ¿no?

—Sí. Se casó. Pero está separado. Eso me ha dicho.

—¡Qué vida ésta! La gente se junta y se separa como si nada. ¿Tiene hijos?

—No. Creo que no.

—Es una pena. ¡Hace tanto tiempo! ¿Sabes que se me declaró una vez? Era un cielo. Y me escribía unas cartas… igual las tengo todavía. Me dedicó un libro de poemas. Ya ves, cosas de jóvenes. Pero estamos hablando de lo que no es… ¿qué haces aquí? No deberías. He visto tu foto por ahí. No dura mucho en las paredes, pero la tienen. ¿Por qué has venido?, ¿me lo vas a decir?

—Tenía que venir —dijo Iñaki. Y no le salió: «para verte». Yo ni siquiera eso, ni siquiera me he declarado y no has tenido la oportunidad de rechazarme.

—Por aquí todo ha cambiado mucho —dijo ella—. Ya no es como antes. Éramos un pueblo, ahora sólo hay rencor. Medio pueblo no se habla con el otro medio. Yo misma, hay gente con la que no me saludo siquiera. A Irune no la veo nunca y Edurne no me habla. Me ve y se cambia de acera.

—¿Y qué piensas de eso?

—¡Qué voy a pensar! Yo ya hice mi parte. Ya pasé por el cuartelillo, ya me calentaron y me dejaron tirada por el monte de noche. Y ya se metieron en mi casa y le dieron a amá un susto de muerte. ¿Y ahora? ¿no es hora ya de acabar y de quedarnos en casa? Sólo hay miedo, rencor por todas partes. No se puede hablar. Es peor que en la dictadura. Pero no quiero criticarte, por Dios, nunca. Eres mi Iñaki —y lo dijo con tal ternura que a él casi le saltan las lágrimas, si es que hubiera podido recordar cómo se lloraba.

—¿Y cómo crees que me siento yo? —dijo él—. Hay que parar esto. Hay que pararlo de alguna manera —ella calló y bajó la cabeza—. ¿Lo ves? —siguió Iñaki—. Ni siquiera puedo hablar contigo. Tienes miedo, ¿me tienes miedo?

—He visto cosas. Por aquí han estado muchos. Y luego están los cachorrillos de Haika, la Gestapo les llamamos, te van mirando, te siguen, escuchan tus conversaciones. Esto es un estado policial, se fueron los tricornios y nos han llegado éstos. Ya ves. A lo mejor tú has venido para ver qué pienso o qué hago y yo estoy hablando así.

—¿Eso crees de mí?

—Ya no sé lo que creer —dijo Izaskun acariciándole la mano—. Pero no me importa. Soy demasiado vieja para tener miedo.

—Demasiado vieja. ¡Estás más guapa que nunca!, ¿no tienes un novio?

—Por ahí anda alguno… —rió ella—, he conocido a un par en el hogar del jubilado, —rieron los dos.

—Estoy harto Izaskun.

—No lo quiero saber, Iñaki. No lo quiero saber.

—No puedo más. He venido a verte porque… —ella se echó a llorar.

—¿Por qué nosotros? —dijo Izaskun entre lágrimas— por qué tenemos que ser nosotros. No tuvimos juventud y tampoco vamos a tener vejez. ¿Sabes?, siempre quise tener un hijo y ahora hasta podría tener nietos. ¿Qué es una vieja sin nietos?

—¿Vieja? ¿Qué dices? ¿No te has visto? Tienes cuarenta años. Podrías resucitar a un muerto. No tienes derecho a hablar así.

—Me haces reír —dijo ella—. ¡Cuarenta años! Siempre me hacías reír. Pero no quiero llorar también por ti, ¿me entiendes? Ya he llorado bastante.

—Ya no depende mí —dijo él sombrío.

—¡Dios! Márchate. Vete a América. Aún puedes ir a Cuba, o a Brasil. He oído que puedes desaparecer en Bahía como si te hubiera tragado la tierra.

—Sí. ¿Pero y esto?, ¿quién lo para?

—Iñaki. Tú no. Tú no puedes. No podemos. No somos nada. Vete.

—Eduardo me ha dicho que le gustaría verte.

—Ya sabe donde estoy —contestó ella, triste.

—A lo mejor te llama o viene. —Iñaki bajó la cabeza y apretó las manos, como si rezara.

—¿Qué pasa Iñaki? —él se puso en pie mirando al techo. El esfuerzo le tensaba los músculos del cuello, como si algo pugnara por salir de muy adentro.

—No debes venir, Iñaki. ¿Me entiendes? Harás que te maten. Iñaki —ella se le abrazó y las lágrimas saltaron de nuevo de sus ojos.

—Vamos. No llores, erretxina, no es propio de ti.

—¡Ah! Bai. No es propio de mí —se fueron, cogidos, a oscuras, hasta la puerta. Se abrazaron con fuerza.

Agur, maitasuna. Volveré. Tenemos mucho de qué hablar.

—¿Hablar? Ya no es momento de hablar, Iñaki, no quiero hablar más. No vengas más, por favor.

—Mira —dijo él—. Te enviaré un mensaje con un número de móvil. Sólo tienes que llamarme cuando quieras.

—No vengas. Te cogerán.

—Agur.

La academia Buckingham estaba situada en el tercer y el cuarto piso de un antiguo edificio en la calle Prado San Roque de Santander. En la entrada, un amplio portalón de oscura y gastada madera de roble, se amontonaban siempre grupos de estudiantes, jóvenes, con sus carpetas y sus bolsos, comentando la última clase o cualquier otra cosa que se comente entre grupos de estudiantes. El cartel de Buckingham School anunciaba cursos homologados por la Universidad de Playmouth, cursillos acelerados y clases de inglés comercial para ejecutivos, descuentos para desempleados y clases particulares y de conversación. Las ventanas, enrejadas como las de una vieja cárcel, se abrían sobre la calle, estrecha y abigarrada, con sus cristales de color que hacían invisibles desde el exterior las pequeñas aulas, apenas suficientes para un profesor y un puñado de apretados alumnos.

Robert Kewell, su director, era uno de esos ingleses jubilados, exmarino, alto, enjuto, de cabello blanco, cuyo último empleo explícito había sido el de capitán de uno de los ferrys que hacen la ruta Santander-Plymouth, así que, a fuerza de visitar la ciudad cántabra, había decidido que era un buen lugar para casi retirarse y vivir una vida tranquila. Lo de la academia de inglés había sido más bien un hobby, un modo de mantenerse despierto y en contacto con su ciudad natal, al otro lado del agitado Cantábrico español. Claro que, su espíritu inquieto, su experiencia y sus amplios conocimientos de la vida española le habían llevado también por otros derroteros menos transparentes. Así que, cuando una mañana recibió una llamada telefónica contestando a un anuncio inexistente, se sintió rejuvenecer. Sí, por supuesto, dijo Robert con su mejor buen humor, estaré encantado de recibirle para una entrevista y espero que lleguemos a un acuerdo.

Así pues, el día señalado, un viernes a primera hora de la tarde, Kewell recibió en su despacho a un hombre joven, de estatura media, moreno, de complexión delgada aunque con aspecto de estar en buena forma. Tendría unos treinta y cinco o treinta y seis años, aunque en algunas profesiones la edad, como tantas otras cosas, es difícil de determinar.

—Señor Merino, encantado de recibirle. Siéntese.

—Gracias. Espero no haber trastornado sus planes —dijo Miguel Maestre, alias Santiago Merino, profesor de inglés titulado.

—En absoluto —sonrió Kewell—. De hecho estaba muy necesitado de alguien de sus características. ¿Sabe? Es difícil encontrar a un profesor familiarizado con el lenguaje corriente y al mismo tiempo con sus excelentes referencias como enseñante.

El resto de la conversación fue un intercambio de información sobre el anuncio que nunca había sido publicado, sobre qué se esperaba del candidato al puesto que no existía y cuáles eran las pretensiones económicas y laborales del recién llegado que, naturalmente, fueron aceptadas de inmediato. Todo un prodigio de entendimiento en una contratación laboral. Luego, una serie de presentaciones al reducido claustro de profesores y la asignación de un despacho-aula, el más pequeño del cuarto piso, al fondo del pasillo, de modo que nadie tuviera que pasar necesariamente por delante. Era una estancia sin ventanas, de apenas doce metros cuadrados, con una mesa y su correspondiente sillón profesoral más dos sillas escolares de esas que tiene un pupitre levadizo, a modo de puente. Una estantería con libros y un cuadro de un prohombre desconocido, con bigote y birrete, completaban la escueta decoración.

—Es lo mejor que puedo ofrecerle —dijo Kewell—. Pero le garantizo una tranquilidad absoluta. Por cierto, las tablas del pasillo, se habrá dado cuenta, crujen horrorosamente cuando se las pisa. Espero que no le moleste.

—Nada de eso. Es perfecto.

—Bien, pues le dejo instalarse. Puede usted usar la conexión telefónica para su portátil. Y ya sabe que sus alumnos son cosa de usted. La cerradura tiene llave, si lo considera necesario se la puedo dar y…

—No, por favor. No será necesario.

—Estupendo. No le he preguntado… ¿tiene usted ya alojamiento en Santander? Porque si no es así, yo conozco algún sitio…

—No se preocupe. Estoy instalado en el hotel Central. De momento viviré entre Santander y Madrid, más adelante veré si vale la pena quedarme aquí.

—De acuerdo. ¡Ah! —añadió Kewell cuando abandonaba la estancia—, espero que podamos tomar el té un día de estos y conocernos mejor.

—Estaré encantado.

Maestre dejó el portafolios sobre la mesa, junto al anticuado teléfono color crema, e inspeccionó detalladamente la habitación. La estantería era de baldas anchas y los libros, en su mayoría en inglés, versaban sobre economía, marketing, publicidad y algo sobre medios de comunicación. No había rincones ocultos y todo estaba muy limpio, lo que indicaba que alguien rondaba regularmente por allí, así que de entrada, Maestre descartó cualquier sistema de grabación fijo. Del portafolio sacó la fotografía enmarcada de una mujer que había comprado en El Corte Inglés y la puso sobre la mesa, al igual que el Colliers, la anodina carpeta marrón con folios blancos y el cenicero de cristal de todo a cien.

Sobre uno de los estantes colocó el barato radiocassette y las cintas con el vocabulario de inglés y las conversaciones del tipo: whats your name? Cuando salía de la academia pidió a la recepcionista si sería tan amable de conseguirle unos lápices y bolígrafos y dejarlos en su aula. Cuanto antes facilitara que chafardeara en su hábitat, mucho mejor.

Ya en la calle, Maestre se familiarizó con el entorno del lugar, dio un largo paseo alrededor del edificio, valorando los aparcamientos, la salida al Paseo de Pereda y la de General Dávila, los locales de los alrededores como bares, restaurantes, tiendas diversas y algunos centros oficiales como el servicio de aguas o el de atención a la mujer, el primero de ellos con vigilancia policial.

En uno de los bares se instaló en una mesa, pidió una cerveza y ojeó un periódico local. Las condiciones de Germán habían sido taxativas, nada de entrevistas en un domicilio particular, nada de lugares llenos de gente. De las dos propuestas hechas a través de Navarro, la del ferry a Plymouth o la de la escuela de inglés, Germán se había decantado sin dudarlo por la última, aunque Maestre hubiera preferido la otra por una cuestión de lejanía. El ferry estaba, por supuesto, fuera del radio de acción del enemigo, razonablemente fuera, pero Santander no y eso era un dato que no agradaba a Maestre. A Kewell, antiguo agente británico y colaborador esporádico del CNI, no lo conocía de nada, ni siquiera sabía de su existencia, cosa lógica por otra parte, pero Valdés se lo había traspasado con todos los parabienes y recomendaciones. Si lo necesitas para algo, dijo, no dudes en confiar en él; está algo viejo, pero sabe más que todos nosotros juntos.

El resto de la tarde, Maestre la empleó en recorrer librerías donde adquirió casi una biblioteca, especialmente revistas de viajes y guías turísticas sobre Cantabria y el País Vasco, aunque en realidad sólo estaba interesado en información sobre Arrasate-Mondragón, libros, mapas y cd disimulados entre una montaña de papel.

Al otro lado del tabique una pareja discutía acaloradamente. El reloj de pared, redondo y de esfera blanca, señalaba las once de la noche y tras la ventana lucía una espléndida farola que, de haber intentado dormir, se lo haría del todo imposible. Maestre no dormía bien en las últimas semanas y empezaba a pensar que los dos whiskys antes de irse a la cama tendrían algo que ver. El dolor de cabeza era intermitente y aparecía cuando intentaba concentrar la atención en algo, así que le empezó a golpear las sienes cuando abrió en pantalla la ficha de Ignacio Sagarzazu Olarte, alias Iñaki de Mondragón. Sabía muchas cosas de él, pero nunca se había puesto a estudiarlo a fondo. Veamos que me cuentas, Iñaki, sorpréndeme.

No había fotos, nada que tuviera menos de veinte años. Lo más reciente era una mala y borrosa fotografía de un joven vestido de soldado, infante de marina, al que el casco casi le tapaba la cara. Podía haber sido cualquiera, aunque la etiqueta pegada a la parte de atrás decía Ignacio Sagarzazu. No sonreía y apretaba con fuerza un viejo Cetme entre los brazos. El lugar podía ser cualquier campo de entrenamiento con un suelo duro y seco y colinas al fondo, tal vez verdes. Había también una foto de carnet de identidad de un joven de dieciocho años que ahora se debía parecer como un huevo a una castaña. Y un crío de comunión que lo mismo podía haber sido el mismo Maestre. Pantalón corto, chaqueta cruzada, todo blanco con dorados en los puños y en el cuello, un rosario colgando de la muñeca y zapatos negros brillantes. No obstante, a Maestre le llamaron la atención los ojos; ojos de persona mayor, visibles a la luz de alguna mañana de mayo en el País Vasco. Unos ojos que, aunque en blanco y negro la foto, no debían ser muy oscuros, tal vez de un marrón claro. Pero Maestre sabía perfectamente que con la edad esos colores cambiaban profundamente. Así que de fotos nada. Pasó unas páginas y empezó a leer el atestado de su primera detención. Beasain, verano de mil novecientos setenta y cinco. Manifestación convocada por las sentencias de muerte de los miembros de ETA Txiki y Otaegi. Setenta y dos horas en dependencias policiales desde donde fue trasladado al hospital. Al parecer, decía el informe, se había autolesionado golpeándose la cabeza contra las paredes de la celda. Maestre se sirvió un café de la pequeña cafetera colocada en un mueble auxiliar y sonrió escéptico. Puesto en libertad sin acusaciones. Luego el seminario y la segunda detención. En febrero del setenta y seis. Bilbao, manifestación por la amnistía convocada por todas las fuerzas políticas. Se le ocupó un cóctel molotov y una barra de hierro. Agresión a la autoridad, estragos. Aquí ya habías aprendido, se dijo Maestre, aunque no lo suficiente. Dejó el seminario. ¿Qué te hizo tomar esa decisión? Seguramente tomar decisiones es algo tan casual como una mutación genética. Tú decidiste dejar el seminario y yo ir a la Academia Naval, ¿por qué? Yo tradición familiar, claro. Pero Maestre ni siquiera recordaba el momento en que tomó la decisión, si es que llegó a tomarla. ¿Y Sagarzazu? ¿en qué momento decidiste que la pistola y no la sotana era el camino? Tal vez una mala noche. Te despiertas con una sensación amarga que a lo mejor era sólo un sueño. Pero los sueños bucean en nuestro interior y sacan a flote lo peor y lo mejor. Los celos, por ejemplo. ¿Fue por celos? Puedes sentir celos y tomar decisiones llenas de rabia que luego arrastras toda la vida.

Maestre ojeó las escasas notas sobre el año de Formación Profesional. Empezó mecánica, dejada al poco de empezar. ¿Ya sabías bastante? Tenía dieciocho años. En el informe estaba anotada también su pertenencia a Jarrai, pero no había detalles. Maestre pasó el expediente policial y se fue al militar. Voluntario en Infantería de Marina en el ochenta y dos; con los míos ¿eh?; y de ahí a los boinas verdes de la Armada. Magnífico, no os dejaban entrar en los boinas verdes de Tierra, pero sí en los de la Armada. Eso hiciste Iñaki. Curso de recluta en Cartagena y luego el curso de Operaciones Especiales en San Fernando. Explosivos, defensa personal, mecánica, armas cortas y largas, supervivencia. Te preparamos bien para que nos jodieras a gusto. Bien, sonrió Maestre, acabaste tu aprendizaje en la Armada. Muy bien.

Dejó el expediente y se reclinó en la silla cerrando los ojos. Se frotó la cara tratando de espantar sus propio fantasmas y luego volvió a la pantalla del ordenador. Vuelves a casa. Mondragón. Ese punto negro en el País Vasco. ¿Qué la hace ser diferente?

Tomó uno de los folletos comprados y contempló primero las fotos de la iglesia, de la antigua puerta de acceso a la villa y la panorámica de un caserío abigarrado, atrapado entre montes. Treinta y cuatro kilómetros de extensión, poco más de doscientos metros por encima del nivel del mar, con el pico de Udalaitz cerniéndose sobre él, cerca, muy cerca, del santuario de Aránzazu. La patria de Domingo, de Marcelino Oreja, de José de Garro y de personajes más al alcance como Kortabarría o López Rekarte. Tal vez el problema es que ya en sus orígenes había un conflicto entre la subdesarrollada y primitiva aldea de Arrasate y la nueva villa de Mondragón, fundada por Alfonso décimo, el Sabio. Tal vez no tan sabio por no darse cuenta que estaba sembrando un problema que nos estallaría en la cara siglos después, en forma de goma dos. Aunque por otro lado no podía ser de otro modo si aceptamos que vivía un dragón entre el Udalaitz y el Murumendi. Y el dragón nunca ha muerto.