II

Sobre la mesa del capitán Miguel Maestre, del Centro Nacional de Inteligencia, se amontonaban una decena de fotografías anodinas en blanco y negro. Las fotos, tomadas en los controles o en los radares de tráfico de las carreteras y autopistas del País Vasco, de Navarra y del sur de Francia eran las últimas remitidas por el servicio de información de la Guardia Civil, fotos de individuos que consideraban sospechosos por una u otra razón pero que no habían podido identificar. Parte del trabajo de Maestre consistía en cruzar aquellas deficientes instantáneas con los archivos de La Casa para intentar ponerles un nombre, si es que lo tenían. La mayor parte de las veces eran caras borrosas, otras imposibles, y en muchas ocasiones su intuición jugaba un papel importante. También, aunque todavía era más difícil, estaba la cuestión de los coches y para ello contaba con el potente programa informático conectado con la Interpol que podía aproximar la comparación de un vehículo sospechoso con alguno robado en alguna parte del País Vasco francés o zonas limítrofes. Una aguja en un pajar. Ni siquiera levantó la cabeza cuando la puerta de su despacho se abrió y Esperanza le miró con aire divertido.

—Miguel. El coronel te espera.

—Sí, voy —respondió.

Sin dejar de mirar la foto, Maestre se puso en pie y se fue hasta la puerta. Puso la foto en las manos de la chica y luego descolgó su americana de la percha situada junto a la ventana. Por un momento se quedó contemplando el césped verde y recién recortado. La visión del parque siempre le relajaba y le llamaba la atención la uniformidad del color, como si hasta el césped estuviera uniformado. La ventana abierta dejaba llegar hasta allí el perfume de los pinos y los mil ruidos de pájaros y ramas mecidas por un suave viento. Dejó vagar la memoria, a su aire, con la imagen de los ojos que acababa de ver en la fotografía. Una cámara en la autopista Bilbao-Behovia. Un hombre solo, con unas gafas simuladas. Alguien conocido. El miembro de un comando o uno de los muchos dirigentes batasunos que van y vienen, unos más buscados que otros. Aunque ésos suelen ir sin ningún disfraz, buscando la provocación más que pasar desapercibidos.

—¿Te has fijado que el color del césped se parece al uniforme de los picoletos? —dijo.

—¿Picoletos, capitán? ¿Qué forma es esa de llamar a la Benemérita? —dijo la chica. Maestre sonrió, le pasó el brazo por los hombros de un modo muy paternal y le dijo:

—Anda, sé buena y envía esa foto a El Escorial. A ver qué nos dice. Y vamos a ver qué tripa se le ha roto al coronel.

—A sus órdenes, mi capitán.

El coronel Ángel Valdés tenía la carpeta amarilla abierta sobre la mesa, pero Miguel Maestre no pudo ver nada porque los brazos de su superior descansaban sobre ella. El sol matinal se filtraba por las persianas, siempre bajas, dando al despacho pintado de blanco una suave luz que invitaba más a dormir que a trabajar, algo que cuadraba muy bien con Valdés, siempre con sus ojos entornados, siempre rodeado de una nube de humo y lento en todos sus movimientos, engañosamente lento pues Maestre sabía que era de las personas más lúcidas y más rápidas de reflejos en todo el servicio.

Con un gesto de la mano, Valdés le indicó la silla colocada estratégicamente frente a su mesa, ni muy lejos ni muy cerca, enfocada directamente por una de las cámaras de seguridad y ligeramente más baja que su sillón. El despacho olía de un modo peculiar, un poco a papel viejo y un poco a plástico nuevo de los dos ordenadores que Valdés tenía sobre su gran mesa. Un viejo archivador metálico y un retrato del rey completaban el mobiliario de la austera habitación.

Maestre se sentó y procuró mantener la rigidez de la espalda, las palmas de las manos sobre los muslos y la barbilla levantada. A pesar de la profunda amistad con el coronel y de la relativa relajación de la disciplina formal en el nuevo CNI, Maestre tenía siempre claro que él era un capitán y Valdés era coronel jefe de operaciones de La Casa. De algún lugar, Valdés sacó unos folios y frunció los labios sin mirarle.

—He leído tu informe. —Disparó con su voz cavernosa—. Para decirlo delicadamente: no me creo nada.

—Es lo que hay —dijo Maestre con amabilidad.

—A veces pienso que… no estamos en onda, ¿no te lo parece? Los picoletos dicen que el secuestrado debe estar a estas horas en Francia. Que han detectado movimiento entre los refugiados.

—Está por aquí, coronel, y cerca. No han tenido tiempo, ha sido un secuestro improvisado y le han querido encerrar como venganza.

—¿Venganza?

—Sí. Es un funcionario de prisiones. Un carcelero como ellos dicen. Y en el País Vasco tienen muchos amigos; no necesitan irse a Francia.

—Sí, mucho amigos —refunfuñó Valdés dejando a un lado las hojas grapadas—. Por cierto, ¿has llamado a Luisa?

—No. No la he llamado, y…

—Está en Madrid. Ha venido a una conferencia o a algo así. Deberías…

—La vi el día del entierro de su padre y pasó de mí.

—No era el día más adecuado.

—No me gusta que decidan por mí cuál es el día más adecuado.

—Capitán… —suspiró Valdés— si no fuera porque eres mi mejor elemento te enviaría a hacer puñetas o a pegar barrigazos en algún sitio. Lo sabes, ¿no?

—Lo sé, mi coronel. —Valdés soltó una risita al oírle, fijó los ojos en la carpeta que tenía delante y se puso repentinamente serio. Maestre se envaró, súbitamente en guardia y echó de menos un cigarrillo.

—Oye —trató Valdés de sonar excesivamente condescendiente—. Tengo algo para ti, algo… importante, bien, muy importante.

—O sea que era eso.

—Me ha llegado algo… una bomba.

—Te escucho.

—Una oreja en el nido de la serpiente.

—¿Qué?

—En el mismísimo nido de los aizkolaris. Información de primera mano. Sin intermediarios, sin trabajo previo. Una oferta mejor que lo de Lejarza.

—Genial. Te dije que no era mi terreno y ahora me tengo que enterar así. Yo de ti me cesaría.

—Sí, lo he pensado —torció el gesto Valdés—. En serio. Quiero que lo valores, pero mi impresión es que es oro puro, tan secreto que ahora mismo sólo lo sabemos tú y yo y el intermediario. Me da miedo que empiece a correr por los despachos del Mando Único. Quiero que te encargues personalmente.

—¿Personalmente? Tengo agentes sobre el terreno, se lo puedo colocar a cualquiera.

—No me escuchas. Es muy gordo, en la dirección, tienes que ser tú.

—Oye, cada día nos llegan bulos de estos —protestó Maestre—. Uno que dice que está en la dirección. ¿De dónde ha salido?, ¿quién es el intermediario?

—Un amigo. Lo tendrás que conocer.

—Si hago el trabajo querrás decir.

—Lo harás.

—Oye, ¿por qué no van a los picoletos? Ellos tienen un buen servicio de información. No es nuestro trabajo.

—La fuente no quiere saber nada con los cuerpos y fuerzas. Quiere alguien que aprecie la información y no tenga interés en cazarlo. O sea, nosotros.

—La fuente. Seguro que ha leído muchas historias. ¿Pidió hablar con nosotros?

—No. Recurrió a un antiguo amigo, periodista. Y resultó que el periodista acudió a otro periodista con tal chamba que era de los nuestros.

—Sigo sin ver por qué yo.

—No lo ves porque no sabes de quién te estoy hablando.

—¿Y me lo vas a decir? No me jodas.

—Tenemos… —Valdés echó una ojeada al expediente soltando un largo suspiro— sí, la fuente; le hemos llamado Germán, perfectamente identificado. Está buscado por el asunto del cuartel de Vic y por dos… no, tres asesinatos más. El de Barcelona, ya sabes, es posible que también sea suyo con lo que serían cuatro. Eso es lo que sabemos, pero no se llega a la dirección por nada. Es un machaca, un hijo de puta. Nacido en Mondragón en el sesenta y uno.

—¿Qué? —exclamó Maestre y Valdés soltó una risita sardónica—. Mondragón, ¿en el sesenta y uno y cercano a la dirección? Sólo puede ser…

—Tiene una hermana sin relación con la banda —siguió leyendo Valdés— detenido, juzgado y huido en Francia y se supone que está en la dirección colectiva.

—Hablamos de Sagarzazu.

—Nadie lo manejará mejor que tú. Le has estudiado —dijo Valdés.

—Podría ser una trola, una trampa para ver cómo nos movemos —dijo Maestre.

—Eso es parte de tu trabajo, saber de qué palo va. Refresca el expediente, luego habla con el periodista y haces una valoración.

—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó Maestre.

—¿Tiempo? Poco. La Guardia Civil va tras él, también los franceses y creo que hasta los ertzainas le tienen ganas.

—Lo que me faltaba.

—Sí, va a ser como la torre de Babel. Por cierto, ¿qué tal tu inglés?

Maestre no tuvo que esperar mucho a Eduardo Navarro. Apenas pasaban dos minutos de las seis, la hora de la cita, cuando se abrió la puerta del Palacio de Cristal y Maestre le vio entrar con las manos en los bolsillos y la cara roja por el frío. Le reconoció enseguida a pesar de que parecía mayor que en las fotos, con los ojos hundidos y la expresión seria. Nada más verle, pensó que como todos los periodistas era un personaje peligroso, tan peligroso como el mismo Germán.

Se levantó y se dirigió hacia él sin darle tiempo a nada más.

—Soy Ernesto —dijo Maestre—. ¿Cambiamos de decorado?

Navarro se dejó guiar. Se metieron en el coche de Maestre y éste condujo hacia la Casa de Campo. Aparcaron en un camino lateral, rodeados de oscuridad por todas partes. Maestre apagó el motor y Navarro, envuelto en su chaquetón de piel, se estremeció antes incluso de que el coche se enfriara.

—Me llamo Eduardo, Eduardo Navarro —dijo Navarro tendiéndole la mano.

—Perdona —se disculpó Maestre estrechándosela—. Soy Ernesto, lo siento. Lo mío no son las relaciones públicas.

—Entiendo.

—Háblame de Iñaki —dijo abruptamente Maestre ofreciéndole un cigarrillo. Había estudiado en detalle el expediente de Sagarzazu, pero muchas otras cosas eran un misterio, como sus motivos para hacer lo que hacía o el papel de Navarro.

—Ya he contado todo lo que sé. Les hice un informe.

—Sí, lo he leído. Ignacio Sagarzazu Olarte —recitó Maestre de memoria—. Nacido en Mondragón, Guipúzcoa, educado en el Colegio San Francisco Javier, un curso de mecánica y el seminario; todo eso lo sé, pero quiero algo más; tengo que saber otras cosas. Quiero saber cómo es. ¿Entiendes? Cómo os conocisteis, las relaciones con su familia, con sus compañeros de estudios, de cómo se metió en todo eso. Le conoces desde hace años, ¿no? Has dicho que habíais compartido borracheras, juergas, comilonas de esas en las sociedades gastronómicas.

—Nadie me ha dicho que tenía que contar todo eso.

—¿Y qué te han dicho que era esto? —respondió Maestre, agresivo.

—Oye. No estoy aquí por mi gusto. Él me lo ha pedido y supongo que os estoy haciendo a favor.

—¿Un favor?, ¿a quién crees que haces un favor?

—No tengo ni idea, pero lo que tengo claro es que no eres una hermana de la caridad. No tengo más remedio que estar aquí metido, pero nadie me ha dicho que tenía que hablar de mis intimidades.

—De acuerdo, de acuerdo —levantó las manos Maestre—. Soy asesor del ministerio del Interior. Me han encargado que evalúe lo que nos estás ofreciendo. Tengo que recoger información antes de aconsejar una cosa u otra. No es nada personal.

—Entiendo. Pero yo no ofrezco nada. No me gusta todo esto. Y no me apetece ir hablando de mi vida.

—No me interesa tu vida, te lo aseguro. —Maestre empezó a pensar que el hueso duro de roer iba a ser el tal Navarro y no Germán—. Entiéndeme, tengo que saber de quién estamos hablando y de qué le conoces. Es así como funciona.

—Está bien —respiró hondo Navarro tras tomarse un instante—. Era un crío cuando le conocí. ¿Tienes fuego? Bebía mucho, más que yo. Estudiaba algo en una escuela secundaria, eso es, algo relacionado con la mecánica, luego entró en el seminario, lo sabes, ¿no? Creo que estuvo en Aránzazu. Pero de aquella época casi no recuerdo nada. Sólo le vi un par de veces y era un crío. La gente cambia. No puedes encontrar nada sólido en un chaval de catorce años.

—¿Y luego? —Maestre le encendió el pitillo—. Porque volviste por allá después, ¿no?

—Varias veces. La primera cuando ya había dejado lo de ser cura.

—Entonces tendría dieciocho ¿no? ¿Militaba ya?

—No sé, supongo. Estaba muy politizado —dijo Navarro expulsando el humo con placer—. Estaba en Jarrai, seguro.

—¿Cómo era?

—Pues, un chaval. Como todos ellos. Pero recuerdo sobre todo su rollo con las mujeres.

—Cuéntame eso.

—La educación religiosa. Arrastraba muchos problemas con las chicas.

—¿Qué tipo de problemas?

—Ya sabes, muchas ganas y mucha represión. ¿Estás casado?

—¿Tenía novia?

—No. Nada de novia. Nunca le he conocido ninguna novia.

—¿Ni te ha hablado de ninguna?

—¿Qué importancia tienes eso? —preguntó Navarro, molesto.

—La tiene. La gente hace cosas por amor, o por celos. ¿No lo sabías?

—El otro día, cuando le vi, me enteré que estuvo enamorado de la misma chica que yo.

—¿Qué chica?

—¡Oh! Vamos. Eso pertenece a mi intimidad.

—No te pregunto de qué chica estabas enamorado tú, te pregunto de quién estaba enamorado él.

—Ya te he dicho que era la misma.

—Y yo te digo que no me interesa tu vida, sino la de él.

Navarro frunció los labios y se tomó su tiempo. Fuera se había levantado viento y las hojas esparcidas por el suelo formaban curiosos dibujos llevadas aquí y allá por las ráfagas.

—Se llama Izaskun Arriola. De Mondragón.

—¿Ella vive allí?

—Eso creo. Y no tiene nada que ver con esto. No tenéis que molestarla.

—Estás equivocado conmigo. Yo no voy a molestar a nadie. Ni siquiera a él. Tu amigo quiere hablar con alguien y eso es lo que yo estoy evaluando. No se trata de molestar a nadie.

—Vivía en Mondragón y supongo que sigue allí. Él me lo dijo el otro día, pero yo diría que no parece muy interesado en revivir aquello.

—¿Qué quieres decir?

—Que no es de los nostálgicos. Ya me entiendes.

—Háblame de ella.

—La conocíamos desde muy joven.

—¿Iñaki fue su amante?

—¿Su amante? No conoces a esa gente. Ella era de otro hombre. No me extraña que no podáis con ETA.

—Ya. De otro hombre —dijo Maestre tras un silencio tenso. No quería preguntar de qué hombre. Ya lo haría más tarde cuando Navarro no estuviera tan en guardia—. De acuerdo. ¿Cómo es ella?

—Con carácter, despierta. Bueno así es como era. Metida en política hasta las cejas, aunque no estaba en la órbita de los abertzales. Una comunista, puede que trotskista o algo así, no me acuerdo. Entonces yo no lo tenía muy claro.

—¿Es guapa?

—Era muy guapa. Pequeña, fuerte. Alegre. Cantaba continuamente, reía… —Navarro calló de pronto.

—Bien. —Maestre captó algo más que nostalgia—. Pequeña y qué más, quiero decir físicamente.

—Ojos verdes, preciosos; pelo castaño…

—¿Qué hacía?, quiero decir si estudiaba o trabajaba o qué…

—¿Ella? Trabajaba en las cooperativas, en Mondragón. Aún trabajará, supongo.

—¿Cuándo le viste por última vez?, a Iñaki.

—En el ochenta y cinco, creo. Algo así. Una salida al monte. Aunque no me acuerdo bien, puede que le viera después en otro viaje. Pero a veces te cuentan cosas y no sabes bien si te ha pasado a ti o a otro.

—¿A quién? —preguntó Maestre.

—Eres un poli ¿verdad? Se te nota, sólo preguntas, nada de respuestas. Tengo historias en la cabeza de alguno de mis amigos. De otros amigos, otros viajes a los que yo no fui. Solíamos ir en grupo al País Vasco y algunas veces no iba uno u otro, pero luego te contaban las historias y al final no recuerdas bien si ibas o no ibas. Sea como sea, en el ochenta y cinco seguro que él ya era alguien.

—¿Por qué crees que se metió en la organización?

—¿Por qué?, ¿de dónde sales tú?, ¿y por qué no iba a meterse? ¿no has oído hablar del franquismo? La gente joven de Euzkadi estaba con ETA, salvo algún comunista muy politizado que no lo veía claro. Existía el PCE, la LCR, el MC y los fachas. Y la mayoría revoloteaba alrededor de los chicos de la pistola. ¿Pero tú no trabajas para el gobierno?

—Quiero saber sus motivaciones personales. Si se siente o se sentía despechado. Me has dicho que estaba enamorado de esa chica, Izaskun.

—¡Y yo qué sé! No tenía ni idea. A lo mejor quería emular a… su hombre. O deslumbrarla ¡Hace más de veinte años! ¿Qué importan ahora sus motivaciones de entonces?

—Créeme, importan. Dime ¿Quién era su hombre? —preguntó como si no tuviera demasiada importancia.

—No lo sé.

—¡Oh! Vamos. Lo sabes perfectamente.

—No lo sé —dijo Navarro irritado, mirándolo con dureza.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Te ha dicho si va a Mondragón a verla?

—No lo ha dicho.

—Pero es fácil que lo haga, ¿no?

—Tal vez.

—Vamos, lo puedes hacer mejor.

—No sé. Es posible… bueno, puede que haya estado por allí. Lo suelen hacer, pasarse por el pueblo por un día. La gente los ve, los invitan a cuatro chiquitos y luego desaparecen de nuevo. Oye, ¿no podrías encender el motor?, me estoy quedando tieso.

Maestre lo hizo y una oleada de aire caliente llenó el vehículo.

—¿Cómo es él? —siguió Maestre—. Quiero decir, es un tipo nervioso, es… no sé, un chuleta de esos de bar, un intelectual…

—No, nada de eso. Yo diría que rústico, tranquilo, aunque siempre me ha parecido una persona insegura, que se dejaba influir mucho. No sé, de esas personas con prejuicio de autoridades.

—¿Prejuicio de autoridades?

—Sí, consiste en…

—Sé lo que es el prejuicio de autoridades, lo que quiero que me aclares es si él es así. Me cuesta trabajo creerlo.

—Perdona, pero es así. Es una de esas personas que pueden parecer absolutamente seguras, soltando paridas y dando órdenes y luego, en otro momento, con otra gente, apocados y obedeciendo órdenes. No sé… como los militares. —Maestre le miró de reojo. Ahora el irritado fue él.

—Háblame de tu relación con él —dijo dominando el mal humor—. ¿Os llevabais bien?

—Nunca demasiado bien… Era un crío. No le hice mucho caso. Cuando nos vimos la segunda vez me cayó mejor. Era un chaval sano.

—¿Sano?, ¿qué quieres decir?

—Pues eso. Sano, sin dobleces, sincero, amigo de sus amigos.

—¿Y ahora les traiciona?

—Eso te conviene ¿no? Han pasado muchos años. Quién sabe lo que pasa ahora por su cabeza. Además, no estoy seguro que la gente con la que va ahora sean sus amigos.

—Explícate.

—Pues que no comulga con ellos. Está claro, ¿no?

—Quieres decir que hay diferencias.

—Claro que las hay. Está afectado y no les tiene ningún aprecio.

—Tú sí le tienes aprecio a él.

—Es posible, aunque nunca había sido un gran amigo. Nos separaban muchas cosas.

—¿Y tú? —preguntó Maestre encarándose con él.

—Yo, qué.

—¿Traicionarías a un amigo?

—Es él quien quiere hablar con vosotros.

—No me refiero a eso. Quiero decir si le ocultarías cosas a un amigo.

—Esto qué es, ¿un psicoanálisis? Mira. Habla claro y no me toques las pelotas —le espetó Navarro malhumorado.

—Por curiosidad ¿bebe? —preguntó Maestre, como si no le hubiera oído.

—¿Qué?, sí —asintió Navarro—. Al menos bebía, ¿pero quién no bebe en aquel país? El caso es que el otro día cuando le vi me dio la impresión de que no era lo mismo. No sé, no creo que beba ahora. Pero le vi… roto, harto.

—¿De la política?

—No. Harto de sangre. Me dijo eso, que estaba harto de chapotear, eso es lo que dijo. Le vi mal, la verdad.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? Hace años que no le ves. En realidad no le conoces.

—Puede ser —reconoció Navarro—. ¿Quieres decir que tal vez me está engañando?

—No a ti. Bueno, tú no eres el objetivo del engaño. Eres un instrumento.

—Eres muy retorcido para ser un asesor.

—Vamos a ver. Hace años que no sale de Francia, ni siquiera para ir a su pueblo. Está soltero, no tiene novia. Su madre murió en el noventa y siete. Su padre desapareció hace más de veinte años, no hay más noticias. Tiene una hermana que vive en San Sebastián y por lo que parece no tienen ninguna relación. Es un asesino, calculador, ordenado, frío. Todo lo que hace lo hace con un motivo. ¿Por qué sale ahora de su madriguera y te busca?

—No lo sé. El caso es que lo ha hecho.

—¿Crees de verdad que quiere traicionar a los suyos?

—No lo sé. Es lo que dijo —contestó Navarro. Maestre no respondió nada pero a esas alturas estaba seguro que la oferta de Iñaki era sincera. Pero era de Navarro de quien no estaba tan seguro.

—¿Y tú no has vuelto a ver a Izaskun?

—No.

—Iñaki te dijo que no quería hablar con ningún policía.

—Eso es.

—Qué sabes de su familia.

Hacía demasiado calor en el coche, pero Navarro no quiso quejarse otra vez. Estar con aquel hombre le producía una sensación extraña. Por un lado le inquietaba su permanente curiosidad, su costumbre, tan policial, de no responder nunca a las preguntas. Por otro, jamás había encontrado a nadie que escuchara tan atentamente las más pequeñas anécdotas. Se sentía cansado, cansado de estar en alerta permanente para no contarle nada que no fuere estrictamente necesario. Se dejó ir y le contó lo que sabía de Irune, del grupo de amigos con los que había pasado tantos buenos ratos en Euzkadi, hacía tanto tiempo. Gente de la que ahora no tenía ni la menor idea de qué estaba haciendo o para qué o quién trabajaba. Por un momento se sintió culpable, culpable porque era como si les estuviera traicionando, porque estaba actuando como un informador emboscado, el primer paso para que una gente con la que, a lo mejor, había compartido copas, acabara en la cárcel o algo peor. Soy idiota, es como si estuviera ante un cura. Pero hacía años que no hablaba de aquello. En realidad nunca había vuelto a hablar de aquellos años. Le habló de las fiestas en los pueblos, de las travesías de montaña, de Helene, de Patxi, de Rosendo. Navarro le habló a su improvisado confesor de las tardes en las tabernas de Erdiko, en Mondragón, de las mañanas en La Concha, de las interminables discusiones políticas en unos tiempos en los que eran vitales, como respirar. Y del regreso, años después, cuando cada cual ya estaba en su sitio y las cosas empezaban a ir a su aire, sin contar para nada con ellos. Y Miguel Maestre escuchaba en silencio, anotándolo todo en su entrenada memoria, sin un gesto, con pequeñas interrupciones para aclarar datos como, ¿cómo era su nombre de pila?, ¿vivía en Mondragón?, ¿qué calle dices?, ¿hermano menor o mayor?

—Discutíamos mucho, aunque Iñaki sólo escuchaba. Entonces aún era Iñaki. Podía ser un abertzale radical, o algo así pero no iba convenciendo a nadie. Yo andaba en la órbita de los ácratas, así que seguramente me daba por perdido y no congeniábamos mucho, salvo cuando dejábamos la política y nos íbamos de chiquitos o a ver los partidos de la Real. Entonces éramos buenos camaradas, una cuadrilla. Nunca hablábamos de Izaskun.

—¿Ni de su hombre?

—Ni de su hombre.

—Pero sabes quién es.

—Te he dicho que no y preferiría que no habláramos de eso.

—Iñaki sí le conocía, ¿no?

—¿No me escuchas? ¿Por qué hostias te importa tanto con quién saliera Izaskun?

—Tal vez porque te resistes a decírmelo.

—Ya te he dicho que no lo sé.

—¿Crees que Iñaki se puede mover por celos?

—¿Y tú qué crees? —dijo de pronto Navarro.

—No hablamos de mí.

—Yo sí quiero hablar de ti, ¿sabes? He aceptado entrar en esto porque no veía la forma de librarme. Te soy sincero. No me veía capaz de decirle a Iñaki, ¡púdrete!, pero no me gusta que jueguen conmigo. ¿De dónde sales tú?, ¿qué haces aquí? ¿por qué tengo que contestar tus preguntas sin saber siquiera con quién estoy hablando?

—Soy asesor del ministerio del Interior, ya te lo he dicho. Tengo que evaluar si lo que nos ofreces vale la pena.

—Sí. Eso es tan auténtico como que te llamas Ernesto.

—De acuerdo —Maestre sacó una tarjeta del bolsillo y con ella la segunda fase de su mentira—, me llamo Luque. Pero es cierto que trabajo en el gabinete del ministro del Interior. No soy policía, sólo un asesor. Me han encargado entrevistarme con Iñaki y me estoy preparando.

—Está bien —dijo Navarro después de leer la tarjeta—. Perdona, como te llames.

—Es un trabajo complicado. Y tengo que estar seguro de lo que hago.

—Y no te fías de mí.

—Eso no tiene nada que ver.

—Pero no te fías de mí.

—Podíamos estar así toda la noche —contestó Maestre sin inmutarse—. Y más vale que saltemos a la siguiente fase. Tienes instrucciones para mí, ¿no? —Navarro asintió y Maestre soltó un respingo cuando le vio sacar un papel doblado del bolsillo.