I

Desde lo alto del acantilado, Eduardo Navarro podía ver las luces del pueblo envueltas por la oscuridad negra y fría del Cantábrico y una lluvia fina y helada se lanzaba a ráfagas sobre su cara, hiriéndole la piel como si fueran puntas de hielo. San Vicente brillaba como una colección de estrellas lejanas, al final de los meandros de la carretera, y el recodo donde Navarro había aparcado se iluminaba de vez en cuando con los faros del escaso tráfico nocturno. Cualquiera con dotes de observación suficientes podría ver el rápido subir y bajar de la luciérnaga roja del cigarrillo y podría adivinar su estado de ánimo sólo viendo el movimiento. Seguro que ese alguien habría reconocido a un hombre nervioso, de mediana edad, alto y bien parecido, que aspiraba a fondo el humo y movía las manos con rapidez. La punta encendida debía brillar una fracción de segundo, dando un momento de luz a sus mejillas bien afeitadas, a sus facciones un poco aniñadas y a las arrugas junto a los ojos, cansados y enrojecidos por la falta de sueño.

Navarro sintió un estremecimiento cuando se apoyó en el capó plateado, todavía caliente, y aspiró profundamente, una vez más, el humo del cigarrillo. Finalmente el tabaco había vuelto a ganar la batalla y después de tres intensos meses de lucha una llamada telefónica había decidido por él. «Hola soy Iñaki». ¿Cómo?, había dicho tratando de ganar unos segundos para pensar y luego se dejó llevar por la emoción y la sorpresa.

Abajo, a unos metros de distancia, rugía el mar y lejos, por el este, la noche se tragaba toda luz, como el cercano y agobiante agujero negro al que fueron a parar sus pensamientos.

Una súbita ráfaga de viento le hizo estremecer y con un gesto seco lanzó al mar el cigarrillo a medio consumir. Luego, antes de entrar en el coche, aspiró en profundidad el aire salado y fresco.

Conduciendo despacio, enfiló el puente sobre la ría y luego torció a la derecha por una amplia avenida. La sensación de encontrarse en un lugar desconocido era algo que nunca le había gustado. No tenía vocación de explorador, detestaba los mapas y no se orientaba con facilidad. Así que por un momento dudó de que todo aquello saliera bien. De la guantera sacó la nota de su puño y letra con el nombre del bar, Buenavista, paseo Marítimo. Apréndetelo y luego rompes el papel, le había dicho Iñaki, pero en su fuero interno lo había enviado a hacer puñetas. No soy un espía, se dijo. Que tú necesites la clandestinidad no quiere decir que yo sea como tú.

Sonrió al pensar en Iñaki y sus paranoias. Paró el coche, bajó la ventanilla y preguntó a un transeúnte por el bar. Tal vez me he pasado, se dijo. Y entonces sí hizo minúsculos trozos la nota y la lanzó al aire frío de la noche.

El bar era amplio, una de esas cafeterías de moda en los pueblos pequeños. Había ruidosos grupos de chicos y chicas, pero también parejas maduras y algún que otro solitario. Bien, está bien elegido, se dijo para sí. Iñaki aún tenía buen olfato, porque había sido él quien había puesto las condiciones, la hora, el lugar. ¿A qué estamos jugando? Me repele jugar este juego, y sin embargo aquí estoy, reencontrándome con el pasado. El pequeño Iñaki. El chico de los catorce chiquitos, treinta años atrás. Porque le conoció así, cocido, como dicen ellos, con los ojos cargados y gritando: ¡llevo catorce chiquitos! Tantos como años tenía.

Y allí estaba. Le hubiera reconocido entre mil. Con la cabeza gacha, entradas y el pelo demasiado negro para ser auténtico. ¿Coquetería?, no, Iñaki de Mondragón no era de ésos. Un jersey de cremallera de lana gris, a lo sindicalista, tan anticuado como su lucha. Camisa de cuadros, seguramente holgada, los pantalones de pinzas, o peor aún, tal vez los llevara todavía de pana, clamando a los cuatro vientos su origen maoísta. ¿Aún crees en la revolución, Iñaki?

—Hola —dijo plantándose ante él.

—¡Joder, tío! —exclamó Iñaki y se levantó como si le descubriera entonces cuando no le había quitado ojo de encima desde antes de atravesar la puerta. Y le abrazó con una fuerza que Navarro no pudo por menos que devolverle.

—Me cago en la hostia, estás como siempre, joder —exclamó Iñaki—. Navarro le vio los ojos más apagados, arrugas alrededor de ellos, los labios un poco caídos, como si el escepticismo tirara de ellos hacia abajo.

—Hola Iñaki —repitió Navarro incapaz de decir nada más. Se sentaron como dos buenos camaradas, frente a frente, todavía cogidos por los antebrazos, como los legionarios romanos.

—Me cago en dios. Estás igual, tío. ¿Pero qué hostias haces? Debes dormir como el gilipollas del Michael Jackson, en una burbuja o en formol, ¡la virgen! ¿Cuántos años hace?, ¿veinte?

—Veinte.

—Veinte. Rediós, veinte años. Veinte años, joder. ¿Cuándo fue la última vez?, deja, deja, ¿en Leizargárate?

—Leizargárate —asintió Navarro—. Una borrachera como un piano. ¡Cuánto tiempo, Iñaki!

—… Helene encendió la leña de la estufa —siguió Iñaki— y se formó una humareda del copón. Tuvimos que dormir afuera, helados de la hostia y el refugio lleno de humo.

—Eso es —asintió Navarro.

—¡Ay, joder!, Helene. Hace un huevo que no la veo tampoco, bien. Hace una eternidad que no veo a nadie…

—Una sorpresa —dijo Navarro—. No podía creer que fueras tú.

—Pues ya lo ves. Los viejos amigos, joder.

—Casi ni te reconocía la voz. No sé nada de vosotros… ¿Y Izaskun? —preguntó Navarro sintiendo una punzada.

—Izaskun. Joder, Izaskun. Supongo que sigue en Mondragón. La mejor de todos. ¿Sabes? Todo el mundo colado por ella. Todos. Hace mucho que no voy —Iñaki miró para otro lado—. Ya sabes.

—Pero, ¿qué hace? Sigue… sola.

—Sigue. Es mujer de un solo hombre, aunque esté muerto.

—Lo sé —sonrió Navarro con una mueca de dolor—. No hubo manera. ¿Sabes que le estuve escribiendo hasta que me casé?

—Sí. Lo sé —asintió Iñaki.

—Me gustaría volver a verla —dijo Navarro.

—Seguro que a ella también. Siempre me hablaba del catalán. Para ella eras el catalán. Me contaba vuestras aventuras, cuando te conoció en Benasque; la vez que te fue a ver a Barcelona. Tus cartas… hubo unos años en que estuvimos muy unidos. Ella, Irune y yo.

—¿Y qué ha sido de Irune?, qué hace.

—¡Joder!, mi hermana Irune. Montada en el dólar. Trabaja para el Jaularitza y se casó con un tío, un tal Barandiarán, no le conocías, ¿verdad?

—No.

—Ingeniero de Lemóniz el cabrón. Gana pasta por un tubo. Y ella, claro. Se trasladaron a vivir a Munguía. Peneuve hasta la médula. Más de derechas que San Luis Gonzaga. ¿Y tú pues?, te casaste.

—Sí, me casé. Sigo en la prensa…

—Lo sé. ¿Tienes críos?

—No. Eso no. Nunca me lo he planteado, no sé.

—¿Y escribir? ¿No querías escribir novelas?

—Ja —rió Navarro— de eso hace mucho. Se me pasaron las ganas. La realidad es mejor que cualquier novela. Vas por ahí, chafardeas y encuentras cosas mucho mejores que dentro de tu cabeza.

—Dentro de la cabeza sólo encuentras problemas —dijo Iñaki.

—Izaskun… entonces sigue sola.

—Sigue. Creo. Lo llevaba más o menos bien, pero lo de Argel la hizo polvo.

—Ya. Nunca se tragó que fuera un accidente, ¿no? Supongo que le pasa a mucha gente. Sigue en Mondragón, dices.

—Creo, pues. En la misma calle y el mismo número. Fui al entierro de su madre. —¿Pero no quedamos que no ibas por allí, Iñaki?, pensó Navarro.

—Claro, su madre. Era muy mayor ya entonces —recordó Navarro—. Una tía maja. ¿Sabes que una vez le regalé un canario?

—No jodas —rió Iñaki abiertamente—. ¿Un canario?

—Sí. Se lo traje desde Barcelona en el tren. En una jaula, sin ocupar asiento —los dos hombres rieron—. Le estuve poniendo todo el viaje gotitas de ginebra en el agua, para que cantara —las lágrimas de risa les saltaron a los dos—, y cuando lo vio la mujer dijo: ¿y pues, este canario?, sí que te ha salido cantarín.

El bar se fue vaciando. Fuera la lluvia se había convertido en una cortina suave y silenciosa y el local estaba cada vez más frío. Vaciaron dos botellas de sidra y por primera vez en muchos meses, Eduardo Navarro se sintió bien. No tenía que hacer nada, no tenía que fingir nada. Allí, sentado ante unos vasos, con un viejo camarada de sus años de revolucionario podía refugiarse en los recuerdos y esperar, porque Iñaki de Mondragón sólo estaba tratando de retomar su juventud y su adolescencia, probablemente para recuperarla. Pero, ¿cómo quieres recuperarla, Iñaki?, ¿no te das cuenta de que ya no podemos?

—¿Te acuerdas de la noche de Santa Cecilia? —le preguntó Navarro arrebujándose en la cazadora. Habían salido al frío de la noche.

—En la sociedad gastronómica —asintió Iñaki.

—Aquello pudo acabar mal, ¿verdad?

—Javi era una bestia —afirmó Iñaki—. Pero Izaskun anduvo lista sacándote de allí.

—Sí. Una gran chica. —Navarro encendió otro cigarrillo. Una noche en la sociedad gastronómica de Mondragón. La mayoría hombres, pero también Izaskun e Irune porque tenían más huevos que todos ellos juntos, las «ís» las llamaban. Unas botellas de vino, una charla que se fue encendiendo y Javier Azkoiti, «El Patas», cocido como una cuba, lanzando amenazas en su euskera de caserío, con la cara roja por la ira y por el vino.

—Luego os fuisteis juntos, Izaskun y tú —dijo Iñaki.

—Sí, pero es mujer de un solo hombre, Iñaki, tú lo has dicho; de un solo hombre.

—¿Sabes que yo la quería? —dijo Iñaki y entonces sí que Navarro empezó a ver algo claro.

—No. No lo sabía.

—Qué importa ya —gruñó Iñaki. Habían llegado al extremo del paseo y el mar rugía ante ellos—. Yo la quería y aquella noche creí que me moría de celos. Creí que vosotros…

—Lo siento —dijo Navarro.

—Sí. Cosas de juventud.

—Eso es. Porque éramos jóvenes —le recordó Navarro—. ¿Cuántos tenía ella entonces?, ¿veinte?

—Veinte. Te acuerdas bien.

—Era la mujer más entera que he conocido nunca.

—Así que ya ves —dijo Iñaki—. La queríamos los dos.

—Y ella sólo le quería a él, nada más que a él. Yo lo descubrí aquella noche. La acompañé a casa, la abracé en la puerta, le dije que la quería, que me había enamorado de ella y me rechazó. Allí, bajo la escalera de su casa, ¿sabes? Aquella pintada de blanco. Así que, querido Iñaki, los dos quedamos bien servidos.

—Sí, joder, somos hermanos de calabazas, como los de leche pero más de campo.

Navarro rió. Al menos aquello era verdad, aunque no toda la verdad.

—¿No quieres saber por qué te he buscado? —dijo Iñaki por fin. Se había vuelto hacia él, clavándole en los ojos los suyos, pequeños y oscuros, un poco rasgados. Plantado de pie, bajo la farola, con las piernas separadas, como balanceándose, del mismo modo que debía empuñar la pistola.

—Claro Iñaki, claro, pero cuando tú quieras.

—Estoy harto —dijo—. No puedo más, la sangre me está ahogando y vomito todas las mañanas nada más mirarme al espejo. Mi estómago no soporta la vista y ya no me soporto a mí mismo. Apesto a cadáver, ¿no lo has notado? ¿Sabes lo que es eso? He llegado hasta el límite que puede llegar un ser humano y no quiero seguir. Estoy hasta los cojones de esta puta mierda y lo peor es que no sé cómo salir ni a dónde ir, como si el mundo se me hubiera quedado pequeño.

Luego siguió hablando. Como un torrente, como un enloquecido torrente llevándose por delante vidas, paisajes, recuerdos, planes de futuro, fango y más fango.

A Izaskun Arriola, Eduardo Navarro la había conocido una tarde de verano a las afueras de Benasque. Tenía los ojos verdes, el óvalo de la cara perfecto, un cuerpo flexible y fuerte, de montañera, una risa única, y una sabiduría que iba mucho más allá de sus dieciséis años. Se pasaron la noche dentro de una tienda de campaña hablando en voz baja para no despertar al resto del grupo. Amanecía cuando ella se dejó caer a su lado, cerró los ojos y dijo: me has ganado, y se quedó dormida. Navarro y sus dos compañeros acababan de bajar del Aneto, empapados, agotados y ateridos. Habían sido incapaces de llegar hasta el pueblo y se habían quedado allí, a las afueras, tirados en la hierba junto a la tienda circular de Izaskun, Irune y Helene, la jaima, como ellas decían.

—Será mejor que nos metamos en el coche o vamos a pillar algo —dijo Navarro.

—¿Es tuyo? —preguntó Iñaki.

—No. Alquilado.

—Todos nos movemos con precaución, ¿eh?

¿Desconfías, Iñaki?, pensó Navarro. Dejaron pasar unos minutos, como si hubiera que hacer un punto y aparte o hubiera que alejar fantasmas.

—Quiero acabar con esto —dijo Iñaki—. Puedo ayudar a terminar con esta locura, pero no quiero hablar directamente con los txakurras. No he dejado de ser lo que soy, pero creo que no vamos a ninguna parte. Estamos en manos de asesinos y chapuceros, de profesionales del tiro en la nuca que no quieren ir al paro. Eso es lo que pasa. El pueblo ya no tiene voz ni voto, aquí nadie decide nada más que ellos. Se creen dioses. Bueno, nos creemos dioses… ¿no dices nada?

—¿Tú también te crees un dios?

—No. Pero me siento a la mesa con ellos. A la derecha de dios padre. —Así que es eso, pensó Navarro. Estás en la dirección, mi querido amigo.

—Tú sabrás con quién tienes que hablar —siguió Iñaki—. Tú me pondrás en contacto con alguien. Alguien que quiera oír. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo… pero…

—Pero qué.

—Lo tengo que pensar. Tengo que pensar a quién voy.

—Nada de policía —dijo Iñaki— ni de guardia civil.

—Ya. Y eso me recuerda a alguien.

—A quién.

—A Lejarza —respondió Navarro.

—A ése le entrenaron ellos. Esto es otra cosa. Ahora yo pongo las normas. Gente que no quiera echarme el guante y nada más.

—No es nada fácil eso que me pides. No es lo mío.

—¡Joder! Eduardo. Tú sabrás cómo hacerlo. Leo tus artículos y tus cosas. Te dedicas a las altas esferas. Gente de las alturas. Mira —se volvió hacia él casi suplicante—. Sé que te meto un buen marrón. Lo siento, la hostia, pero no puedo mover el culo sin que mi cuello corra peligro, ¿entiendes? No puedo ver a nadie, no puedo hablar con nadie. Me estoy jugando los huevos por venir aquí contigo y eso porque, aunque nadie se lo crea, tengo algo que decir. Digo que eres mi amigo y que quería verte. Me pegarán un tiro igual, pero al menos puedo decir algo, negar la evidencia, ¿entiendes?

Navarro sacudió la cabeza asintiendo. Mecánicamente sacó un cigarrillo y lo encendió aspirando el humo en profundidad.

—El tabaco es malo, Eduardo, mata —dijo Iñaki y luego se echó a reír como un crío. Fue tan contagioso que Navarro explotó también en una risa convulsa y la tos le asaltó, como una vieja amiga.

—Te juegas la vida, Iñaki —dijo finalmente.

—¿En serio? —rió el otro sin alegría—. No sabes desde cuándo. Pero eso es cosa mía.

—¿Por qué yo?

—¿Por qué? Porque eres mi amigo, porque eres el único periodista que conozco que no es un traidor ni un pelota. Porque te he seguido desde que te fuiste de Euskal Herría y eres el más honrado. He leído tus artículos sobre Palestina poniendo a caldo a los israelíes, tocando los cojones a la Iglesia, al Ejército y a la madre que los parió. Porque queríamos a la misma chica que no nos quiere a ninguno de los dos. Eres de fiar, y si no lo fueras, ¿qué más da? De eso se trata, ¿no?

—Joder, Iñaki, no sé… No es fácil presentarse delante de no sé quién y decirles, no sé, ¿qué tengo que decirles?

—La virgen, tú eres periodista. Tienes contactos. Pide una cita con alguien, una entrevista, ¿no haces entrevistas? Pues pídesela a algún capullo que mande o al ministro, espabila.

—Bien. Supongamos que alguien, no sé quién, me concede una entrevista y te aseguro que no es fácil. Todos quieren saber qué les voy a preguntar y garantías. No les conoces, no se mojan el culo en una entrevista. Y no digamos los de Interior. Algún cagamandurrias subordinado habla conmigo, de acuerdo ¿y qué le digo? Tengo un amigo que está en la dirección de ETA y quiera hablar con alguien, ¿eso les digo?

—Joder, Eduardo, joder. Tienes que ayudarme.

—Nunca me he metido en los asuntos de Euzkadi. Tengo demasiados amigos allí.

—Lo sé. Habla con quien tengas que hablar. Ponme en contacto. Si tuvieras que hacerlo por tu cuenta el problema sería contactar con la organización, con alguien de adentro. Y eso yo te lo pongo a huevo. No eres un pardillo. Te mueves bien por Madrid, tienes contactos, pues haz lo que tengas que hacer.

—De acuerdo —cedió Navarro— de acuerdo. Pensaré algo.

—No te cabrees —Iñaki le dio un suave golpe en el hombro con el puño cerrado—. ¿Te acuerdas la noche de las fiestas de Oñate?

—Nos bebimos toda la cerveza de Aránzazu —dijo Navarro sonriendo.

—¡Te la bebiste tú!

—Gritabais a coro: ¡cerveza para el catalán! Y luego en la carretera…

—Ahora nos detendrían por ir todos borrachos, pero entonces sólo buscaban subversivos —dijo Iñaki volviéndose sombrío de pronto—. Todo tenía sentido, ¿verdad? Tú con Bakunin, nosotros donde siempre…

—¿Te acuerdas? —cortó Navarro—. Pararon a Izaskun, le miraron el dos caballos tronado y le dijeron: señorita, váyase a casa porque si empiezo a ponerle multas me tengo que quedar con el coche.

—El picoleto tenía sentido del humor —gruñó Iñaki—. Y ahora a lo mejor está muerto y enterrado, igual que El Patas.

Navarro dejó que el silencio flotara unos instantes:

—¿No te has casado? —preguntó.

—Anduve tonteando, pero esto no es vida. Una buena chica, ajena a todo esto, creo. Francesa. Tú sí te casaste.

—Sí. Pero tampoco podemos decir que fuera una maravilla. Nos separamos hace casi dos años. ¿Qué pasó con la tuya?

—No funcionó —silencio.

—¿No te acojona un poco todo esto, Iñaki? —Volvían lentamente hacia el centro del pueblo. Solitarios. Había dejado de llover y soplaba un viento helado, a rachas, que alborotaba el pelo de Navarro.

—No te lo puedes imaginar —dijo Iñaki bajando la cabeza—. Lo peor son las noches. No duermo, fumo como un gilipollas y me monto historias en la cabeza, aunque ¡joder! No me faltan historias reales, no hace falta imaginar nada. No tienes ni idea…

—Pero, ¿qué vas a hacer? ¿seguirás con ellos?

—Eso depende —dijo Iñaki sin mirarle—. Depende de con quién hable, de qué me ofrezcan. Esto no es América, joder, ni una película. Aquí no funciona esa pijotada de la protección de testigos… no sé. Pero lo que sí te juro por dios es que no puedo seguir así.

—¿Y si lo dejas, sin más? —dijo Navarro y al momento pensó en que lo matarían.

—¿Dejarlo? Estamos en las mismas. Ya sabes lo que le pasó a Yoyes. Nadie deja la organización. A veces la gente se jubila, pero no es mi caso. Y luego está…

—Qué.

—Tiene que acabarse. No es sólo que yo me quite de en medio. ¿Crees que no lo he pensado? Quitarme de en medio de verdad. Una Glock nueve milímetros y pum. A tomar por culo. Ésa era una de las opciones. Retirarme de verdad. Y ellos seguirían adelante.

—Bueno —dijo Navarro encogiéndose de hombros—, palmarla es como si se acabara el mundo. No te vas a enterar.

—¡Ja! —rió Iñaki—. Eres la hostia. No me sermoneas con que no me suicide.

—No estoy para sermones —rió también Navarro. A lo lejos un hombre cruzó la calle subiéndose el cuello de la chaqueta, con andar vacilante, tal vez el alcohol o tal vez no.

—¿Le has dicho a alguien que ibas a verme? —preguntó Iñaki; por fin la pregunta del millón.

—Me dijiste que no lo tenía que saber nadie.

—Pero, ¿me has sido fiel? —insistió Iñaki.

—Hostia Iñaki. No se lo he dicho a nadie. ¿Crees que soy idiota? ¿A quién se lo voy a decir? Me llama un amigo que quiere verme, claro que sé en qué andas metido, pero por eso. Aparte de que no voy dando por culo a los amigos resulta que si me presento a la poli con eso me amargan la vida para siempre, ¿no te parece?

—Supongo.

—Sí. Supones. No confías en nadie, ¿verdad?

—Por eso sigo vivo.

—Eso es muy peliculero.

—La francesa. ¿Sabes? Se llamaba Michelle. Era de Lyon, bueno de un pueblecito. La estaban siguiendo. Vivía en un apartamento pequeñín y estaba podrido de micrófonos. Nos grababan hasta cuando follábamos y un día no fui a la cita. ¿Por qué? Pues no sé. Llámale instinto. Desconfianza. Los CRS tenían el edificio rodeado. Una docena de cabrones esperando para joderme.

—Pero ella… no sabía nada.

—¡Y yo qué sé! Te crees que lo sabes todo, que conoces a la gente. Te dices, está limpia. Es lo que parece ser…

—Pero a lo mejor es verdad. A lo mejor no tuvo nada que ver y se jodió vuestra historia por eso.

—Y qué más da —dijo Iñaki tirando la colilla al suelo—. Sólo tener tratos con alguien que no sea de la organización es un riesgo.

—Entiendo.

—Tú. Haz lo que te digo —le insistió Iñaki—. Habla con alguien destacado y ellos sabrán cómo hacer.

—Hostia, Iñaki. Yo no soy un profesional de lo que sea que es esto… —protestó Navarro— no sirvo para estas cosas.

—Eres el único con el que puedo hablar. Eres el único. No me falles.

Navarro se paró en seco. Ahora era miedo. O la sensación de que todo aquello le superaba.

—Soy periodista, Iñaki. Tampoco creo que sea muy aconsejable si se descubre que hablas conmigo.

—Es lo que tengo. Eso y asco…

—¿Y el miedo?

—Claro que lo tengo, Eduardo. Más que cuando tenía quince años…

—Sí —dijo Navarro—. Cuando te empeñabas en conducir, con quince años y cocido.

—Entonces era valiente —dijo Iñaki.

—¿Ha valido la pena? —preguntó Navarro tras un silencio.

—Mejor lo dejamos, ¿vale? Y ahora sería bueno que hablemos en serio. Ya llevamos dos horas pajareando por aquí. Y llueve.

—Sí —dijo Navarro mirando al cielo seco y sereno—. Llueve.

Los faros le deslumbraron y un largo pitido le despejó de golpe. Debía haberse dormido una fracción de segundo, pero fue suficiente para que Navarro se diera cuenta de que no podía seguir conduciendo. Acababa de pasar las luces de algún pequeño pueblo, ya en Castilla. La carretera era recta y amplia, así que aflojó la velocidad y buscó un lugar donde detenerse.

Vio una explanada lo bastante amplia, cerrada a la derecha por una verja metálica y allí metió el coche apagando seguidamente las luces y el motor. El silencio era total, ni siquiera el roce de un insecto, ni una pizca de viento. Bajó la ventanilla y dejó que el aire helado rebajara la temperatura del interior. El cielo era como un puñado de puntas blancas esparcidas de cualquier manera sobre un fondo negro. Respiró hondo y recordó otras noches bajo el cielo, otros tiempos. ¿Qué hará Izaskun? Tal vez esté tan metida como Iñaki, él nunca me lo diría. Al pensar en él sintió una profunda sacudida, una angustia tan sólida y ácida como una mala digestión. Un coche le pasó a toda velocidad, iluminando por un instante su propia escena. No debías hacerme esto Iñaki, no a mí.

Encendió un cigarrillo y se recostó en el asiento, aspirando el humo tibio. La última noche en Mondragón no hacía frío. Era un verano cálido y haciendo sólo un pequeño esfuerzo podía recordar la sensación de tener a Izaskun entre sus brazos, sólo un instante, con su olor a fruta fresca, el pelo cosquilleándole la cara; y sin embargo fría y lejana, colgada de algún lugar en el norte, tal vez en San Juan de Luz o en Bayona. Es mujer de un solo hombre, le había dicho Iñaki, y para nadie era más cierto que para ella. Mujer de un solo hombre. Cuando la conoció, por alguna razón que no se explicaba, Navarro creyó que era la mujer de su vida. Te ha pillado en un mal momento, le dijo alguien, pero ya sólo tuvo tiempo para ella. Izaskun era la musa de sus poemas, el sueño de sus noches, su insomnio cuando intentaba dormir, sus proyectos de futuro, la protagonista de sus recuerdos y de sus deseos. Era una locura, un amor que nunca era correspondido pero del que ella, seguramente, se sentía tan presa como él mismo. Ella le decía, no soy yo, cuando él publicó sus poemas. No quería saberlo, no quería saber que su amigo, compañero de copas, se había enamorado como un tonto de ella, entregada en cuerpo y alma a otro.

Y aquella noche de verano se armó de valor y le dijo, te quiero. Hacía tanto tiempo.

Te ayudaré, Iñaki, por ella. Alguien que necesite información y que no tenga interés en cogerte.