El Big Bach
Al final del día todo regresa a Bach.
Comentario de un internauta anónimo
en una grabación de Bach en YouTube
Debo reconocer que siempre había deseado escribir esto, pero el impulso definitivo llegó cuando recibimos la invitación del gobierno estadounidense hace un año para acudir a Mount Valley por el veinticinco aniversario del nuevo mundo.
«¿Te ayudará recordar?», me preguntó Aitor, mi marido, cuando contestamos, muy nerviosos, a la llamada desde Washington. Fue tu pregunta, Aitor, tanto como la invitación, lo que me dio fuerzas. Y mi respuesta fue: siempre es mejor recordar.
Ahora, más que nunca, el recuerdo es lo único que nos queda.
Mi familia y yo llevamos dos semanas en Mount Valley, y casi he acabado esta crónica novelada que empecé un año antes, sin sospechar que alguna vez regresaría a mi verdadera patria, a estos escasos metros cuadrados del lugar donde nací de nuevo. No negaré que el proyecto de escribir una novela sobre los Cuatro Días Más Importantes de Todos ha estado siempre ahí, en el trastero de mi vida. Por suerte o por desgracia me hice escritora, de modo que al lector le resultará fácil suponer que he escuchado muchas veces esa pregunta que se desvanece en puntos suspensivos acerca de si no me gustaría narrar lo «ocurrido» como «protagonista de excepción»… Y en no pocas de esas ocasiones los puntos suspensivos iban acompañados de propuestas concretas. Ceros detrás de otro número. Al fin los editores se cansaron y ese lago de combustible permaneció intocable hasta que la invitación estadounidense y tu pregunta, Aitor, produjeron la llama.
O quizá todo eso unido a mi deuda con mamá. Y con él.
Porque, tras estos veinticinco años, ya no cabe ninguna duda: él nos salvó a todos, no solo a mí. Allí dentro, en la cámara del core, impidió una catástrofe de consecuencias inimaginables. Todos le debemos la vida, y, cicateros como somos, hemos querido pagarle ahora, un cuarto de siglo después. El mundo lo ha hecho con este aniversario; el gobierno de Estados Unidos invitándonos, nosotros aceptando.
Yo, en particular, escribiendo esto.
Hoy había pensado poner punto y final a la narración de los Cuatro Días Más Importantes de Todos. Pero debo añadir algo. Mamá me ha pedido que lo haga.
No he hablado de mamá a lo largo de estos años. Pero ¿qué puedo decir de ella que no esté ya en este libro? «Escribe lo que debas», me dijo cuando supo que iba a empezar. «Alguna vez tenías que hacerlo: así que hazlo. Ponte a ello».
A ello me puse, mamá. Cogí la batuta, subí al podio y organicé todo este conjunto de sonidos amordazados. Y lo que nunca hubiese creído posible ha sucedido. Lo que tanta angustia me producía incluso cuando callaba ha brotado ahora sin esfuerzo, con ayuda de todos vosotros. Una narración en la que he preferido no mezclarme directamente, una ficción real que me ha obligado a salir de mi isla solitaria.
Es tuya ahora, lector. Para ayudarte (y que me ayudes) a comprender el mundo en que vivimos.
Porque vivimos en un mundo que avanza hacia la destrucción, pero no creo que se diferencie de cualquier otro.
La locura de Flint fue detenida, pero no del todo. El Tubo crece también en real, aunque no haya podido establecerse ningún ritmo, ningún parámetro adecuado para su avance a lo largo de estos veinticinco años. De todas formas, la moda del Tubo ha pasado ya. Tubistas o Tubólogos ya no inundan blogs y emisoras con sus ominosas predicciones y ese cruce de fusilería que es el «ya lo dijimos» ha enmudecido. Su presencia, además, no ha interrumpido el fantástico funcionamiento de ÓRGANO, que, ahora en su segunda versión, es más realista que nunca. Hemos terminado aceptando que el universo tiene una factura de luz que pagar, y ¿quién esperaba, antes del Tubo, que el plazo fuese eterno? Siempre hubo una cuenta atrás: la diferencia con el mundo anterior a los Cuatro Últimos Días es que ahora no solo vemos el Reloj.
Ahora vemos también la Bomba.
Pensé que no me sorprendería al contemplar el Tubo en real por vez primera, pero pasé media hora en silencio de la mano de mis hijos y mi marido, de pie en el mirador de Mount Valley. Parece formar parte, en sí mismo, de los tubos del Kraken de donde nace, como si estos lo proyectasen. Como si quisiera poner su hambrienta y destructiva belleza al servicio del arte. Porque eso fue lo primero que experimenté al verlo: una fúlgida, esbelta, inhumana belleza.
Consiste en una línea, un solo trazo recto y vertical, tan escueto que al pronto, cuando lo miras, no sabes si está hecho de luz o de sombras (en virtual es mucho más grueso, semeja una columna de humo). Apenas tiene ahora unos siete milímetros de grosor y unos cuatrocientos metros de altura. Un bebé prematuro pero voraz que, partiendo de la cúspide del Kraken, devora la realidad erguido y altivo como un verdadero tubo de órgano que creciera cada segundo, cada fracción de segundo, de forma imperceptible. El péndulo inexacto de nuestro destino. Demasiado pequeño para representar una amenaza aun, y pese a todo ahí, recordándonos que es el último de todos los finales.
Jaime impidió que el Fin nos alcanzase veinticinco años atrás deteniendo a Flint. Pero una sola grieta ha dejado en libertad esta fractura mínima, casi elegante.
Cada vez son menos los que opinan que llegará a desaparecer. Tiene mucha realidad que comer nuestro Tubo; mucha materia sobre la que soplar su aire inefable de música. Llegará un día, y formará un Órgano fuerte y temible. Ese «Día de la Ira» todo el universo desaparecerá en él. Y cuando así suceda, los científicos afirman que un fiat lux a la inversa hará que nuestra materia se hunda en su interior, a densidad creciente y con el tamaño relativo de una cabeza de alfiler. Las leyes físicas, entonces, siempre pesadas y tercas como profesores decrépitos, provocarán el estallido de esa minúscula nota, y todo volverá a sonar y a crecer a partir de un colosal fortissimo.
Porque dentro lleva la semilla de la música que lo colapsó.
Esa semilla se dispersará, se formarán astros y nebulosas, rotarán los planetas siguiendo ritmos invisibles, y en uno de ellos, al que unos simios avanzados llamarán «Tierra», la vida comenzará su anfibia andadura; tú, lector, yo, la vieja vida (que será nueva otra vez), las mismas cosas, mi cuerpo, el tuyo, el de Aitor, el esperma y el óvulo. Todo volverá a crecer, moverse y sonar a Bach.
Porque todo contendrá a Bach.
El Big Bach, lo han llamado.
Aunque Jaime logró evitar el desastre quizá por primera vez en muchos Ciclos, nuestra existencia estaba prefijada. Somos únicos porque somos los mismos. Las músicas no duran para siempre: se repiten a la inversa y comienzan de nuevo. Clavecines, violas, órganos y voces entonan las más de mil obras que un señor con peluca legó a la realidad entre 1685 y 1750. Después de un Cristo que, en realidad, vino luego.
¿Queréis una prueba, si alguna se necesita? Mi familia y yo la obtuvimos hoy.
Nos hallábamos a unos buenos doscientos metros, en el mirador de Mount Valley, a la distancia de seguridad, pero todos lo contemplamos: un halcón, azor, o lo que fuese, volando cerca. No suele suceder. La Comisión científica del Cuarto Día (la organización internacional a la que debo tanta información para mi libro) ha instalado varios aparatos de ultrasonidos en el área, una vez que el absurdo proyecto de sellarla de algún modo fue descartado, con el fin de alejar a toda suerte de criaturas, incluyendo insectos. Sin embargo, en ocasiones algún volador despistado o especialmente sordo ignora las advertencias. Casi nunca es mayor que un escarabajo, pero esta mañana, mientras observábamos el espectáculo mi familia y yo, lo hizo aquel pájaro.
En la Antigüedad hubiese sido un presagio. El sargento Owen, que nos ilustraba desde el mirador, lo vio primero y nos pasó los prismáticos. Fue un visto y no visto: antes de que acabaran de pronunciarse todos los «oh, my God» o se extinguiera el eco de los gritos de mi hijo Iker y las exclamaciones de mi hija Susana, aquella polilla triste de la naturaleza —otrora fuerte, rapaz, reina particular de un cielo de materia real— rozó la superficie del Tubo y desapareció. No fue «tragada», como dijo Aitor. Tampoco «desintegrada», en el lenguaje de ciencia ficción infantil de Iker. Desapareció, tan solo. Dejó para siempre este mundo, esta realidad, y formó parte de esa ciega belleza.
Y al hacerlo sonó algo. Un resplandor auditivo, un zarpazo de voces, una frase latina en medio de un coral.
El Tubo suena a Bach.
El mundo es Bach.
Ah, y yo también lo siento por los Beatles.
Hoy, cuando el halcón se convirtió en música, mamá me dijo que añadiera una escena final a este libro.
—Esta noche quiero ir al Memorial y me gustaría que me acompañases —me dijo.
Me sorprendí, claro, ya que nunca me lo pide. Ocurrió durante la cena, en la que nos tocó charlar con el gobernador de California y una cohorte de periodistas escogidos. Mamá contestó con frases breves y corteses y permaneció abstraída mirando por los amplios ventanales del salón del hotel de Mount Valley hacia el iluminado Kraken y el espectral Tubo dividiendo la oscuridad.
De noche el Tubo te estremece aún más: como una línea trazada por un oficinista con una regla en tinta blanca sobre papel carbón. Por la expresión que adoptaba su rostro (su semblante de señora mayor se conserva muy bien… ¡a tus sesenta años de edad, mamá, enhorabuena!), supe que le sucedía algo y que terminaría diciéndomelo, pero no esperaba que fuese eso.
—¿Que te acompañe? —le pregunté—. ¿Por qué?
—Bueno, estás escribiendo ese libro, ¿no? Dijiste que pensabas terminarlo aquí.
—De hecho ya lo he terminado.
—Enhorabuena, Pero quiero que figure esta escena.
Mamá no suele leer mis novelas (aunque ha prometido leer esta), no digamos meter la cabeza en ellas o aconsejarme sobre lo que debo o no incluir. Pero, naturalmente, esta obra no es del todo una novela y mamá ya está incluida en ella, para bien o para mal. De modo que sonreí de esa forma «pícara» con que, según dice, acostumbro a vestir mis sonrisas, entornando mucho los ojos, como si me enfadara, y acepté. Al retirarnos a la habitación se lo dije a Aitor, que se mostró de acuerdo. Me senté ante la consola y acepté la invitación de mamá para trasladarme a su land.
El Memorial de mamá fue uno de los obsequios de la Comisión del Cuarto Día, después de que su verdadero papel en el accidente y la formación del Tubo fuese conocido, tras ser arrestada a la salida del Kraken mientras huía conmigo en brazos, y soportar meses enteros de interrogatorios. Aunque nadie detectó el Tubo en real esa noche de hace veinticinco años (en virtual ya era posible verlo), se supo que el sistema de aislamiento de la materia extraña había sido interrumpido durante unas milésimas de segundo, la conexión con ÓRGANO en todo el planeta se había venido abajo y dos personas habían perecido en el interior del core tras recibir, en conjunto, suficiente calor como para derretir los pensamientos más fríos, cuando los sistemas de protección se pusieron en marcha con la compuerta sellada (aunque a mí me gusta pensar que Jaime, como el halcón de esta mañana, fue absorbido por el Tubo recién creado y convertido en música). La madre de Jaime recibió un land de regalo también, pero lo rechazó. Tampoco accedió a acompañarnos a Mount Valley, lo cual entiendo perfectamente: nosotros renacimos de las cenizas, su hijo no.
O no del todo.
El land de mamá es una reproducción virtual bastante exacta del hotel Mount Valley, pero solo ella lo habita y los invitados que ella decide. Me sentí muy honrada cuando llamé a la puerta de su suite y entré. Era un bonito dormitorio, como los del hotel real. Y allí, de pie ante la ventana con vistas al Tubo virtual (un objeto «no humanogénico» creado por el juego cuando se produjo el accidente), estaban Maria B y él.
Con gestos, el personaje de mamá me indicó que me acercara pero que no hablara. No quería que yo interrumpiese la conversación que habían iniciado. Obedecí. Maria B vestía su cazadora negra y sus pantalones ceñidos. Adam Finkus, de pie junto a ella, llevaba su traje, su corbatita arrugada y su impermeable de detective. Es una reproducción fabulosa del original, realizada por expertos. Un BOT de última generación con reacciones y respuestas similares a las humanas. Por supuesto, nadie cree que haya en su interior algo de Jaime Rodríguez (ahora deseo decir su maravilloso nombre completo), del chico que quedó para siempre encerrado en el core en compañía del viejo loco, el héroe real que impidió que el Tubo escapara por completo de su jaula esa noche. Es solo un BOT. Pero mi madre sí cree que posee algo del verdadero Jaime.
Y he acabado comprendiendo que quizá tenga razón.
Ya hablé suficiente: dejo al lector en la escena que mamá ha querido incluir.
—Me alegro de verte de nuevo, Adam —dijo Maria B.
—Y yo a ti, Mari, ya lo sabes —dijo Finkus, y sonrió.
Una pausa en la que ambos contemplaron la columna girando y brillando sin propósito en la noche, como un tronco de árbol mágico.
—¿Sabes? Me gusta pensar que estamos juntos aquí.
—Antes no te gustaba tanto —rezongó él.
—Debo confesarte que antes me he llegado a sentir muy sola.
—Yo seguía estando aquí, Mari.
—Ya sé que siempre estarás conmigo. Será que me he vuelto vieja.
—No eres tan vieja. Ni yo tan joven.
Rieron un instante. Maria B, entonces, lo miró con seriedad.
—En eso tienes razón. Cada vez que estoy aquí siento como si el tiempo no hubiese pasado. Como si no hubiese tiempo. Solos aquí los dos, para siempre.
—Y así es —observó Finkus—. En parte. Porque lo que eres…
—… no desaparece cuando desconectas —completó ella—. Lo sé, y lo creo. —Sonrió, entrelazando sus dedos con los de él—. Para mucha gente, sobre todo de nuestra generación, ha sido traumático imaginar que todo vuelva a ocurrir igual… Pero tú nos enseñaste que es posible cambiar las cosas. Que las repeticiones no son idénticas. Casi evitaste esta vez que el Tubo apareciese… ¿Y la siguiente? Quizá nos salvemos después de muchos errores… No sé si me explico, ya sabes que no soy muy lista…
—No pretendas que te regale el oído.
—Lo que quiero decir es… que la música puede ser la misma, pero hay muchas maneras de tocarla… ¿Qué fueron esos presentimientos que tuvimos? ¿Esas corazonadas? Tú lo dijiste. Cosas que recordamos de otros Ciclos, musiquillas pegadizas…
—Nadie nos demuestra eso.
—Pero nadie nos demuestra lo contrario, querido Sherlock.
—¿Y qué has venido a decirme? Porque noto que quieres decirme algo.
Maria B se echó a reír.
—Nunca puedo engañarte. Y sí: hoy quiero decirte algo especial. Una tontería, quizá, pero recuerdo que, por una u otra razón, nunca te la dije. Incluso he llamado a Belén para que me escuche. Está aquí, ahora, oyéndonos, y le he pedido que escriba esto en ese libro que ha hecho sobre los Cuatro Días Más Importantes.
—Genial. Le envío un saludo a Belén. Y ahora tengo curiosidad: ¿qué es?
—Un pequeño detalle que ignoraste siempre. Si yo tengo razón, se convertirá en otra musiquilla, otro tema pegadizo que escucharás en la próxima vida… Y quizá yo sepa entonces que no me he equivocado: que nacimos para estar juntos, que hemos estado juntos siempre y así seguiremos… —Aún cogidos de la mano, ella lo mira antes de proseguir—. Hoy he venido a decirte mi primer nombre, ¿recuerdas? Ese que nunca le digo a nadie porque no me gusta…
—Ah, cierto. Por una u otra razón, nunca me lo dijiste.
—Ahora quiero hacerlo. He terminado comprendiendo que tiene sentido. Y quiero que lo oigas y sueñes con él como con tantas otras cosas que hemos soñado, aquí, en este mundo solitario que compartimos. Porque sospecho que también significa algo.
Hizo una pausa y, sonriendo, volvió su mirada hacia el Tubo. Hacia el tronco del árbol mágico. Un Árbol Sagrado, lleno de frutos prodigiosos.
—Adam —agregó—: mi primer nombre es Eva.