23:45 h

Jaime

Llegar.

Es lo único que desea.

Jaime no creía en los héroes. Como todo chico inteligente de su edad, tenía un amplio espacio en su fantasía para hospedar a las figuras valerosas. Admitía de buena gana a superhéroes, guerreros o mutantes, pero era escéptico con la valentía real.

Ahora… Bueno, ahora solo deseaba hablar con Flint. Nada especial. Y para ello tenía que llegar a donde este se encontraba: en real o virtual.

Con su personaje Max logró salir a real. Y lo que vio le horrorizó: el viejo le daba la espalda, de pie frente a la compuerta del gigantesco «horno». Las luces del cuadro de mandos parpadeaban y una voz metálica, dotada de esa felicidad innata que parecen sentir las máquinas cuando saben que están jodiendo la vida de los seres humanos, anunciaba algo en inglés cuya traducción, a trozos, sumió a Jaime en un denso terror: «APERTURA AUTOMÁTICA… DIEZ MINUTOS», eran las palabras clave que logró captar. A los pies del viejo, en el suelo, se hallaba Belén, seguramente desmayada.

Por si fuera poco, el cubo de cristal seguía sin permitirle el paso.

—¡Morgan…! —Jaime golpeaba la barrera hasta sentir que los puños le dolían—. ¡Escuche! ¡Morgan! ¡Tengo que decirle algo…!

Tuvo que convencerse: en aquella vida el viejo ya era inaccesible. Si es que alguna vez había sido accesible en real. Debía usar a Finkus. Ante todo, debía llegar.

—¡Morgan! —gritó apareciendo en el mismo sitio como Finkus después de pulsar el «Traslado al lugar real» como Max. Pero estaba solo. Ni Maria B ni el personaje de Belén se hallaban allí, por supuesto, ni tampoco el Canon. Finkus solo veía las rocas, el riachuelo y las murallas del impresionante castillo. Quiso avanzar y no lo logró.

¡Mor-gan-gan-gan! Sus llamadas creaban ecos como oteadores situados en las almenas, gritándose unos a otros.

De súbito sintió un cosquilleo y vio una luz azul. Cuando parpadeó, se hallaba al pie de una cuesta en la cima de la cual había un mirador con un balcón metálico adornado de hiedra. El balcón daba a un horizonte disfrazado de infinito. Aquello era, quizá, el punto más alto del castillo. A su alrededor, torreones, almenas. Todo parecía flotar. Un OVNI con forma de castillo medieval, sólido pero suspendido del aire fino y saludable. La nave nodriza de Encuentros en la tercera fase con música de Bach como lenguaje universal. Un enrevesado Gaudí lleno de helio.

Y bajo eso, de pie en el mirador y de espaldas, el Canon.

El significado, el sentido de aquel personaje no era sencillo de comprender para Jaime. Podía pensarse, desde luego, en una mujer. Todavía más específicamente, en Scarlett Johansson desnuda con el cabello dorado suelto. Pero Jaime dedujo que tales maneras de verlo eran las pinceladas que Flint y él sumaban a la figura para adaptarla a su comprensión, y quizá sus gustos (en el caso del viejo, lo mismo se parecía más a Marilyn Monroe). Sin embargo, no era algo completamente humano. El resto de personajes que Jaime conocía intentaban imitar la realidad, aunque fuesen meras fantasías: los jugadores creaban dragones, zombis y vampiros «realistas», no importaba si los dotaban de cualidades imaginarias. Eran monigotes pintados por personas.

Pero aquello que ahora contemplaba era radicalmente distinto. Había elementos indudablemente humanos en la complexión, pero también demasiado exactos. Y esa impresión de exactitud resultaba, en conjunto, inquietante, como un teseracto o hipercubo que adoptase apariencia humana. Es la música que la forma, comprendió. Trazando cada centímetro de piel con medidas proporcionales, como encerrada en los números áureos con que Da Vinci enmarcó su dibujo de un hombre, pero a la inversa: líneas y números enmarcados por un dibujo antropomórfico.

Aunque no. Cualquier cosa que pensara sería quedarse corto.

Quedó secuestrado por sus propios ojos. Se enamoró y la odió en fracciones de segundo. Era algo que iba más allá de lo erótico. Supuso que era música también, el resultado de pulir hasta lo imposible un personaje con el dulce torno de Bach.

Un fugaz recuerdo lo distrajo. El día de la pelea (el boss fight, en su terminología) contra Golden Horus en la Montaña del Tornado. Sus amigos (eh, elfo Pellegrin, enano Mortimer, ¡al combate, tíos!) y él habían derrotado a todos los guardianes del gran dragón dorado hasta llegar a la caverna donde se ocultaba. Era la primera vez que se veían frente a frente, y a Jaime le impresionaron sus rasgos gélidos y el movimiento de sus músculos de metal precioso, tan realistas en World of Warcraft ÓRGANO.

Pero otra cosa le impresionó más. En las estadísticas de la criatura figuraba el nombre, y debajo una etiqueta:

EL ARCHIENEMIGO

De alguna forma le había conmovido más ese título, hermoso y definitivo, totalizador, que su perversa apariencia, con ser esta muy bella.

Ahora, de súbito, lo recordaba.

GOLDEN HORUS, EL ARCHIENEMIGO.

El Canon, vestida solo con la cabellera dorada, se volvió hacia él, blanca como una Luna con aspiraciones de Sol.

—Señor Finkus. ¿Cómo logró volver a conectarse y regresar a este land?

—Puedo cambiar de personaje sin desconectar. Y ahora, escúcheme…

—Oh, bien. —El Canon apoyó una mano en la baranda de hiedra, y suspiró con cierta afectada exageración, como si el viejo, ya sintiéndose relajado, deseara jugar un poco en su papel de Bruja, de Golden Horus tentador—. Supongo que, si quiere verme de cerca mientras todo esto acaba, puedo dejarle… Ya he iniciado la cuenta atrás para entrar en real en el core. Trata al menos de vivir este momento como yo, Jaime… Cuando la compuerta se abra dentro de siete minutos, entraré y cerraré para anular las barreras de aislamiento. Entonces activaré el Canon y volcaré su contenido en el núcleo del sistema… Eso liberará la materia, y todo habrá terminado. Siete minutos, a lo sumo diez…

—Solo quiero hacerle una pregunta. —Jaime se alegraba de hablar a través de Finkus: de ese modo podía controlar mucho mejor su voz y sus tartamudeos reales—. Los archivos que dice que alteró cuando perdió el control del Canon hace un momento…

—¿Sí?

—¿Puede decirme cuáles eran?

Notó que Flint no esperaba aquello. Su personaje cruzó los brazos, o intentó cruzarlos, pero le quedó mal el gesto. Ni siquiera sabe manejarla, pensó Jaime con rabia.

—¿Te has vuelto loco, muchacho? ¿Para qué quieres saber eso?

—¿Puede averiguarlo ahora, por favor?

—Eres tan tozudo como un verdadero detective, chaval. ¿Por qué tanto interés por unos cuantos archivos rotos?

—Porque creo que solo veíamos los árboles, no el bosque.

—¿Qué?

—¡Hágalo, por favor! ¡Dígame cuáles son! ¡Puede hacerlo enseguida!

—Claro que puedo, chico. Puedo hacer cualquier cosa. —Los brazos del Canon (palomas torpes y excelsas) se agitaron en el aire—. Bien, aquí están… Son tres. ¿Te interesa que te lea los códigos de los sucesos? —bromeó.

—No, solo dígame a qué correspondían…

—De acuerdo. El primero afectó a un personaje en Austin, Texas, llamado…

Se interrumpió mientras leía. Hubo un hondo silencio.

El Canon quedó inmóvil, en la misma posición en que Flint la había colocado, apoyada en la baranda. Comprobar que tenía razón no mermó la angustia de Jaime.

—Puedo decirle el nombre de ese personaje —dijo Finkus—. Era Jeff Daniels en virtual. El segundo archivo corresponderá a la réplica de la sonda Voyager. El tercero a la del zoológico Miroir de París. Y si busca la fecha y la hora exactas en que los ha afectado, creo que puedo decirle que el primero ha ocurrido un año antes, el segundo hace una semana y el tercero hace unos días… Vaya casualidad. Ni queriendo, tío. —Lanzó un silbido irónico. El Canon permaneció quieto e inexpresivo mientras Finkus (pequeña figurilla, como de belén, colocada allí en el castillo por una mano enorme) seguía hablando—. Todo el mundo creía que eran «señales»… Las «señales» de una «profecía», decían… Pero nadie entendía la relación entre un zoológico, su colega de Texas y una sonda espacial a millones de kilómetros… Y resulta que era por… Vaya, un resbalón suyo. Un puto resbalón. Eran debidos a que usted se acaba de caer de culo en virtual con su muñeca.

La expresión del Canon era la de una heroína de manga aturdida por un golpe.

—No entiendo qué quieres decir, chico. Las Cuatro Señales fueron anticipadas mucho antes de la Rosa de Hong Wu… Antes incluso de que ÓRGANO apareciese…

—¡Las Señales acaba de producirlas usted! —bramó Finkus—. La Cuarta también: para impedir que el personaje de Belén cayera usé hace un momento un Sistema de Transporte, ¿recuerda? Era el de Preste: la llevó a su iglesia y la renderizó acostada en el altar como la vimos en la Cuarta Señal: desnuda, con la piel húmeda. Es un sistema defectuoso y provoca una lluvia de rosas… Así fue como me di cuenta. La famosa «Rosa» de Hong Wu debe de estar relacionada con ese efecto secundario del Transporte…

—Escucha. —Dentro del Canon Flint parecía nervioso—. Cuando me trasladé al Canon pasé todos los archivos de mi personaje virtual a su superficie… Esas medias que llevaba impedían que entrase en contacto con el core antes de tiempo… Pero con el accidente el contacto se produjo… Por eso dañé esos archivos, Jaime, es la explicación.

—La serpiente que se muerde la cola, Morgan. El huevo o la gallina. Véalo como quiera. Los dañó porque estaban allí, y estaban allí porque los dañó. Ocurre igual con Belén: accedió con ella porque su código era igual que el de acceso, y su código era igual que el de acceso porque accedió con ella…

—Aun así, habría modificado tan solo el juego. ¿Por qué tendría que afectarse la realidad? ¡Jeff ardió en real, y ese zoo…!

Era una seria objeción. El Daniels real había muerto carbonizado. Un torbellino desconocido había pulverizado a todos los seres vivos en el zoológico. La verdadera sonda Voyager —no solo su réplica virtual— había sido desintegrada. Pero Jaime estaba embalado. Como ante los problemas desafiantes que su profesor ponía en la pizarra. Nadie podía pararlo, y apostaba a que el propio Flint sospechaba la respuesta también.

—Tiene que ser debido a la materia extraña, Morgan… Al entrar ahí, va a provocar algo que hará que todas las acciones ocurridas en virtual repercutan en ambas vidas en el Ciclo siguiente… ¡El juego imita a la realidad, pero si invertimos causa y efecto, la realidad también imita al juego! ¡Por eso ÓRGANO reproduce todos los detalles del mundo real sin haber sido programado! ¡Es el origen de la realidad! ¡Sería para mondarse de risa si no fuese trágico! ¿Qué más ha alterado su caída, Morgan? ¿Waterloo, la Segunda Guerra Mundial, la muerte de Mozart, la crisis de 2008? Ya sabe: una mariposa agita las alas aquí y se produce un tornado allá… ¡Pero usted ha aplastado a la puta mariposa! ¿Qué otras cosas acaba de hacerle a la Historia cayéndose de culo, Morgan?

Flint pareció meditar un instante. Entonces hizo girar a su personaje y miró al detective por encima del hombro. Obsesivamente, la mano izquierda del Canon se había puesto a jugar con los anillos del pelo.

—Puede que tenga razón, señor Finkus. Pero eso solo demuestra que, gracias al juego, sabemos lo que debemos hacer. —Contempló el fastuoso paisaje—. Gracias a ÓRGANO hemos descubierto que la realidad es Bach. Y yo soy el Predestinado. Fui elegido para cerrar el círculo, la brecha que dejó abierta en la naturaleza la obra incompleta del Demiurgo… Resulta difícil de creer, pero desde hace milenios se sabe que, de algún modo, por alguna razón misteriosa, la música de Bach es…, desde antes de…

Fue como si alguna clase de batería se gastara.

Antes. Después. Antes. Después.

Gilipollas, pensó Jaime.

—Viejo capullo —dijo Finkus—. ¿Ya lo comprende del todo? La música de Bach es la realidad porque usted, hoy, va a introducirla en el core. ¡No hay destino alguno, ni misión divina! ¡Al entrar ahí provocará una catástrofe que ha venido produciéndose una y otra vez, y la nueva realidad quedará alterada! ¡Habrá gente que creerá recordar y adorará a Bach como si fuera un Dios! ¡Surgirán archivos «ocultos» en el Área Sebastian que, por casualidad, usted descubrirá! ¡La misma vida de Bach va a quedar afectada para siempre, pero no debido a ningún «destino especial» sino a usted! ¿Sabe lo que le digo? ¡Bach era bueno, pero yo lo siento por los BEATLES! ¡Puestos a elegir la música que gobierne el Universo, prefiero que los use a ellos! —De pronto Jaime recordó algo y se detuvo, recobrando el resuello—. ¿Cuánto tiempo queda, Morgan? —preguntó, trémulo.

El Canon se arqueó hacia atrás con los ojos cerrados, su larga, vertical y casi demasiado perfecta cabellera rozando las casi demasiado perfectas nalgas. Jaime intuyó que Flint estaba estableciendo alguna clase de conexión con los altavoces reales.

«Apertura en: dos minutos», dijo alguien en el cielo como una condena.

—¡Morgan, se lo suplico: detenga esto…! —gritó Finkus—. ¡Todavía puede!

La mirada gélida del Canon lo enmudeció. Le hizo saber algo súbito: Flint le creía. Y, precisamente por eso, iba a continuar.

—No, Jaime —dijo (ya no le llamaba «señor Finkus», se percató él, ahora ya le tenía respeto)—. Incluso si fuera como dices, no hay posibilidad de remediarlo, ¿no es cierto? Ya se ha cumplido todo. Yo ya he entrado ahí. Yo altero esos archivos y entro ahí.

—¡No! —Finkus se desgañitaba, señalando al Canon con un dedo acusador—. ¡Eso es lo que cree usted, pero no es cierto, y Bach debió de saberlo! ¡Él se rebeló! ¡No es obligatorio cometer los mismos errores! ¡El destino depende de nosotros, no de unas cuantas leyes físicas! ¡Podemos cambiar las…!

Se interrumpió. Por un instante, a través de los fríos pozos azules del Canon, asomó Flint, y sus ojos y los de Finkus se miraron. Hubo cierta ráfaga de comprensión. En el tiempo que duró aquella mirada, el viejo pareció a punto de detenerse, desandar el camino y recoger los trozos dispersos de sí mismo arrojando el lastre de su compromiso con el Destino, adquirido desde que su padre le hablara de la secta y las Señales.

Pero el momento fue fugaz, y los ojos del Canon volvieron a entornarse como un cielo encapotado de gruesas nubes.

«Apertura en: diez segundos…». Hundido de nuevo en el Canon, Flint miró por última vez la diminuta aunque poderosa figura de Finkus.

—Muy bien, detective —dijo y luego dio media vuelta enfrentándose a la plenitud de su reino—. Lo has descubierto todo. Pero el crimen ya fue cometido.

—¡Morgan, no! ¡Por Dios!

—¿No lo entiendes aún? —dijo el Canon—. Dios soy yo. —Y añadió algo que a Jaime estremeció—: Es por eso que no me sirve de nada rezar.

Un ruido distinto hizo a Jaime alzar la vista a real. La compuerta se abría. Era una hoja curva de metal del grosor de una cabeza adulta que se descorría en medio de un fragor de luces y sirenas. La cabina interior era pequeña como un ascensor para dos pasajeros y estaba forrada de un material negro como la obsidiana que reflejaba trémulamente a Flint. Un Flint oscuro allí al fondo, como invitando a su homólogo a entrar.

Y, obedeciendo aquella llamada, el señor Flint entró.

Jaime no creía en los héroes sino en los instantes.

No había vivido lo suficiente para resignarse a la futilidad de cualquier acción: aún tenía fe en lo que podía hacerse.

Buscando algún tipo de explicación para lo que sucedió entonces, me figuro que esta es tan buena como cualquier otra: Jaime aún era optimista. Nada hay más optimista que un chaval de su edad, con energía, con ceguera. Vio la espalda encorvada del viejo, su cabello blanco ahora casi platino por las luces que parpadeaban sobre él. En virtual, la bella hechicera pálida subida a aquel altar sobre las rocas, pináculo del castillo, LA ARCHIENEMIGA realizando el último conjuro para atraer a las fuerzas del mal. Y comprendió algo. Tengo prohibido el paso mientras no avance con Finkus. Si El Hallador se movía, él podría hacerlo. En aquella partida final, oh Moriarty, detective y genio del mal estaban destinados a luchar juntos.

¿Miedo? Pues claro, no te jode.

Vamos, que si no me lo hice encima fue porque mi esfínter, señores, no es tan rápido como mi miedo. Quizá eso sería lo que dijera cuando hablara en el vídeo promocional del making of de aquella superproducción. Pero, de pie junto a las rocas, contemplando a través de Finkus la indescriptiblemente hermosa figura de espaldas allí en la cima, lo supo: nada había de ficticio en eso. Flint activaría a su Ángel y se produciría la chispa. El Incendio Total. Quizá algunas cosas no podían evitarse. Pero otras sí.

Por mí, amigos, juro que todo esto podría haberse ido a tomar por el culo, el mundo incluido. No creo en los héroes, de veras. Pero

Estaba la niña. Y estaba Mari.

Tenía que hacer algo por ella.

Movió a Finkus, obligándole a trepar por las rocas. Nada más comenzar la escalada, levantó la vista al mundo real y empujó la pared de cristal. Se descorrió con un clic. ¿Quién te había dicho que NO eras Finkus? Es lo que siempre has sido, capullo.

Pero ya era tarde para detener al viejo: había entrado en el angosto nicho, y la luz se cernía sobre su cabeza como procedente de focos de mil vatios. Peor aún: había pulsado desde el interior el botón de cierre, y la pesada compuerta completaba su recorrido, ahora a la inversa, para sellar la cámara. Apertura y cierre, cierre y apertura.

Supo que si aquella compuerta se cerraba, todo volvería a ocurrir como siempre: la materia exótica en el interior volvería a quedar expuesta y Flint liberaría la música del Canon, los campos magnéticos se anularían y se produciría el contacto entre una materia y otra. ¿Cantidad ínfima? Ahora comprendía que ni siquiera eso era cierto. Es una cantidad ínfima AHORA, pero ANTES podía haber sido enorme, del tamaño de nuestro universo. El cerebro pensaba en un orden determinado. Invirtiendo causa y efecto, como las músicas de Bach que discurrían en ambos sentidos, cualquier cosa era posible. El arte de la fuga, con temas que sonaban al derecho y al revés. Cuando ambas materias se rozaran todo concluiría. Todo comenzaría.

Todo. No solamente sus vidas: el Gran Todo.

Aquel era el Momento Más Importante del Cuarto Día Más importante.

En su pantalla: 23:58.

Se fijó en el botón exterior, pero lo descartó de inmediato. Solo funcionaría con la compuerta cerrada, y nunca lograría volver a abrirla antes de que Flint activara el Canon. Necesitaba un objeto para impedir que la compuerta se cerrara del todo. ¿Su propia consola? No, no podía permitirse perderla, porque debía continuar con Finkus hasta el final. Belén, desmayada a sus pies, tenía otra, pero entretenerse en quitarle el cinto era impensable: la hoja de la compuerta llevaba medio camino recorrido y la figura del viejo ya casi desaparecía tras ella.

Buscó a su alrededor y se fijó en María, que yacía en el suelo por fuera del cubo de cristal, inmersa en su personaje, y en lo que llevaba alrededor del cuello y que, al caer, se había soltado. ¿Qué era? La cazadora de Belén. Una prenda tan solo, pero con un poco de suerte quizá fuese lo bastante resistente, e incluso era posible que contuviera algo sólido en los bolsillos. Sin pensarlo dos veces, se agachó, la cogió y atravesó el umbral cristalino. Al llegar junto a la compuerta desplegó la cazadora. Era vaquera, y tenía en la espalda un adorno: un camaleón de color rosa. No era el adorno típico que podía gustarle a todas las niñas, pero Belén tampoco era todas las niñas. Era Belén, de igual forma que él era Jaime. Y, aunque habían coincidido durante escaso tiempo en aquella casa de campo, la niña le había caído muy bien, y pensaba que el sentimiento era recíproco. A su modo, Belén se le parecía: criaturas solitarias con una tragedia en el pasado y un porvenir incierto. Ambos huérfanos de padre. Jaime suponía que era esa clase niña a quien podían gustarle los camaleones de color rosa, como podían gustarle los chicos de ojos estrábicos.

Por si fuera poco, al palpar la cazadora a toda prisa sintió la presencia de un objeto, un móvil o iPod, que ofrecería aún más resistencia al conjunto. Hizo una bola con todo y la encajó como una cuña apretujada en la mínima tajada de espacio de la compuerta. Esta siguió cerrándose, desentendida, como cualquier máquina, de las acciones de los hombres. Pero llegó un momento en que tuvo que parar, tras aplastar la prenda cuanto pudo. Como si abandonara de mala gana su insidiosa obstinación. Se oyó un crujido (adiós iPod), y la voz mecánica volvió a resonar.

«Atención: bloqueo de sellado… Atención…».

Aquello serviría, al menos provisionalmente. Mientras la compuerta no se cerrase, Flint no podría hacer nada. El siguiente capítulo tendría que protagonizarlo Adam Finkus, pero antes de sumergirse en su Hallador por completo debía hacer algo más.

Regresó junto a Belén, la sostuvo en brazos y la sacó fuera del cubo de cristal, depositándola junto a la mujer, que gemía algo desde el suelo, los ojos fijos en la pantalla, incapaz de desconectar. Se inclinó hacia ella y la oyó decir: «Te amo, te amo, te…». Entonces acercó su rostro. No el de Finkus: el suyo. Tal vez el rostro de Jaime tampoco fuese el suyo. No importaba. Se acercó como el buceador al agua, traspasando la trémula superficie, pensando solo en lo que encontrará abajo, dentro, muy dentro del rostro de ella, en el abismo al que solo en contadas ocasiones llega la sonda de una mirada. Aferró sus mejillas y apoyó los labios temblorosos en los de la mujer. Fue un beso torpe, pero a Jaime le supo grandioso. Como la primera palabra de un recién nacido.

—Te amo —le dijo—. Te amo. Vete con ella. Salid de aquí.

En ese momento la voz mecánica se interrumpió, para reanudarse con otra grabación. «Atención: reiniciando apertura manual…».

Jaime comprendió lo que sucedía: desde el interior, el viejo había pulsado la apertura. Esta aún tardaría mucho en producirse del todo, pero Flint no necesitaba que se abriese del todo. Bastaba con que la gruesa hoja se retirase lo suficiente para que pudiera apartar el obstáculo de la cazadora. Luego pulsaría el cierre. Era fácil hacerlo. Abrir y cerrar, meter y sacar: Los Más Importantes Verbos de Todo el puto Universo.

Corrió hacia la compuerta en el momento en que el viejo pateaba la cazadora desde dentro e iniciaba otra vez el cierre.

Llegar. Tendría también que llegar con Finkus. Porque era preciso detener a Golden Horus.

Mientras corría hacia aquella abertura que se angostaba bajó la vista a la pantalla y volvió a su detective. Hizo que este empezara a subir por la cuesta del castillo, corbata y chaqueta al viento, sacando su Ratzeburg de la gabardina. En real, se las arregló para correr a ciegas, con la pantalla en la cintura, sumido a medias en las dificultades de las alturas que tenía que conquistar. Ah, tíos, un pequeño paso para Jaime, un gran paso para… Bueno, supongo que para Jaime también. El viejo, ante él, era solo una chaqueta agitándose bajo la fúlgida luz. Un nuevo pensamiento le asaltó, o quizá no, pero nos gusta creer que sí. Papá, mamá: si pudierais verme. ¡Si pudierais verme ahora! Pero, claro está, no podían. Su padre estaba en la muerte, que era otra clase de mundo virtual. Su madre en Alaska. Lo sentía por ella.

El Canon se aferraba a la baranda, la espalda arqueada hacia atrás, los ojos cerrados en un gesto reverencial, ante el furor creciente de lo que parecía ser el comienzo de un huracán. Su cabellera dorada como la estela de un cometa. En el vasto horizonte el mar cobraba ímpetu como si el mismísimo fondo se alzara para honrarla. Los cielos parecían trazar caminos de nubes nunca vistos, ciclones rectilíneos que convergían en ella. La Diosa Primigenia, pensó Jaime. Gea, Diana, Madre Tierra. De su vientre brotaría la Vida, de sus pechos sagrados el alimento. Cuántos símbolos, cuántos mitos tejidos «después» (en un «después» que había sido «antes») representando aquel instante. Pirámides, obeliscos, catedrales…, religiones en todas las lenguas recordarían a la Mujer como Dadora de Vida y al Andrógino como la perfección suprema, el Círculo completo, el Oro de su cabello convertido en el Oro de la alquimia… «Lillith», madre secreta de los hombres, esposa de los ángeles. Y su regalo: la miel de su cuerpo, la obra de Bach, única, perfecta, entregada a la creación. Para que muchos siglos después nacieran hombres que «profetizaran» (aunque, sin saberlo, lo único que harían sería «recordar») el nacimiento de un compositor destinado a ser el Anima Mundi. ¿Y luego? Todo igual de nuevo, la danza de Visnú, el Eterno Retorno.

Allí venía, hacia ellos, imparable, el torbellino ardiente. Mar y cielo fundidos en una columna, como en las elefantiásicas visiones de un Elías o un Juan de Patmos, una especie de grueso y giratorio tubo de órgano negro que soplaba una galerna de notas. Esa clase de sonidos que el estómago oye antes que el cerebro. Era una visión de aterradora belleza. «Todo lo que ates en la tierra será atado en el cielo»: nunca como ahora había sonado más cierta la sentencia. De ese Enviado necesario para que la música sagrada cobrase sentido. Lutero y el Papa se enfrentarían en una lucha absurda, y los científicos lanzarían siglos después una sonda, solo para cumplir con lo que el Canon estaba liberando ahora. La Condena. Allí venía. Y rugía pletórica.

¡¡BbbrrraaaaaaammmMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!!

Era muy probable que sus padres le estuvieran viendo, desde luego. Él estaba allí, en el futuro, a punto de nacer de nuevo.

La muerte no tenía sentido y ahora lo sabía: solo importaba la música. Y en algún instante del pentagrama él volvería a nacer, y sus padres reciclarían su alegría de volver a tenerle. Y quién podía saber (si lograba triunfar, si impedía que el viejo volcase toda la música) cómo ocurrirían las cosas la próxima vez. Quizá estuviese impidiendo el accidente del Mitsubishi. Quizá, en el nuevo Ciclo, los seres que habitaban en María y él estuvieran juntos. Qué injusta la vida real, y qué felicidad poder enmendarla.

Y si no era así y todo se repetía igual, al menos volvería a salvar a Belén.

Y oigan, amigos: les juro que solo hay algo mejor que salvar una vida, y es volverla a salvar, una y otra vez, para siempre

Tíos, eso SÍ que es una pasada.

Manolo, Santi, colegas: ESO SÍ QUE ES UN JUEGO DE VERDAD, que se quite la Lara Croft de los cojones.

Los zapatos de Finkus pisaron el suelo de la balaustrada. Su detective estaba en la cima, despeinado, jadeante (no debí crearte tan gordo), lleno de orgullo. Más allá, el océano se alzaba negro y encapuchado como el terror de un niño en la noche. La sorprendió de espaldas. Casi le daba pena considerarla la ARCHIENEMIGA. Tan bella resultaba desde cerca que Jaime tuvo que hacer acopio de toda la fuerza de Finkus. Porque no hay peor enemigo que la belleza, y el mundo estaba a punto de saberlo. Qué poco nos quedaba para soportar ese Lucifer y condenarlo al pozo más hondo, qué poco para oponernos en vano a la belleza de aquel Bach completo. (Y por cierto, igual me da que detrás solo haya un viejo manejándola, como diría Billy Wilder: nadie es perfecto.)

Aquella figura le hubiese hecho feliz con solo deslizar un dedo sobre su piel. Pero no la tocó. No con la mano. Alzó la Ratzeburg y apoyó el cañón en su cabeza. Entonces, con la inmensa ola negra de música a punto de desplomarse, el Ángel giró hacia él.

Jaime le devolvió la mirada a través de Adam Finkus, el Hallador, sereno, firme, mientras la encañonaba.

—Quedas arrestada —dijo.

En su pantalla: 0:00.