María
Llegar.
Es lo que la impulsa, su única obsesión.
Desde que había hallado aquel número en el mapa interactivo de McKean, el mismo que le había permitido escapar del club del falso Finkus.
30-A
Desde ese instante María lo había sabido. Sofá Amarillo, Perrito Bueno, Guerreros… Todo ha sucedido ya. Sus corazonadas «construidas» eran tan solo jirones de recuerdos. Solo quedaba llegar a su destino, fuera el que fuese. Llegar.
Bueno, «fuera el que fuese» no. Llegar, pero con él, y salvarnos todos. En sus vagos recuerdos sabía que no era así. Nadie iba a salvarse al final del Cuarto Día Más Importante. Pero, para María, la salvación consistía tan solo en estar junto a ellos, su hija y él, hasta el final. Porque, tan segura como se hallaba de sus recuerdos de otras vidas lo estaba igualmente de que se había enamorado. Amaba a alguien llamado Finkus o Jaime, y ese alguien estaba con ella. Y no desaparecía cuando desconectaban.
Avanzaban bastante más rápido que antes debido a que no se dirigían al área de acampada sino hacia una vía paralela. Otros vehículos los acompañaban, pero no tantos como antes. Conforme se acercaban por el lateral la impresionante construcción se hacía más nítida. Como si observaran un cuerpo celeste a través de un telescopio con aumentos progresivos. Por supuesto, ya lo habían visto en millares de imágenes y dibujos, era uno de los iconos del siglo XXI, pero nunca en real. Constaba de cuatro tubos de metal de distinto grosor apuntando al cielo (María recordó los cuatro palotes del logo de ÓRGANO), los dos más gruesos y altos podrían haber albergado cómodamente un edificio de diez pisos, todos asentados en una base de hormigón. El juego de focos los convertía en un rascacielos futurista. Pero se trataba de un «decorado», había advertido Jaime. El verdadero magnetómetro estaba bajo tierra. Y señaló el GPS de McKean donde, automáticamente, se había programado el destino al pulsar el vínculo virtual.
—Al parecer entraremos por una especie de trampilla al norte del Kraken.
El sitio se hallaba a unos tres kilómetros a espaldas de los tubos (cuya belleza menguaba desde ese punto con la presencia de las vigas que los sostenían), y había sido soslayado por los campistas: no era cuestión de llegar desde todos los rincones del mundo y perderse el espectáculo, claro. La visión era, en verdad, descorazonadora: una alambrada alrededor de un enorme oleoducto enterrado a medias en una larga plataforma. Varios letreros desaconsejaban el paso, deprimentes y proféticos como los de las cajetillas de tabaco. María aparcó la autocaravana de McKean algo más lejos, para no atraer la atención. Se colocaron las Walchas alrededor de la cintura, las diademas apagadas en la frente y, antes de salir, María sacó su bolsa Nike y tomó la cazadora del camaleón rosa que había llevado desde Madrid. Aún creía percibir el olor de Belén en la prenda. Ayúdame, Cazadora de Camaleón. Anudó sus mangas y se la colgó del cuello como un amuleto, notando el peso del iPod de su hija.
La noche era muy fría, quién iba a decirlo, en plena California, aunque en algún sitio había leído que en el desierto siempre lo eran. Resguardó las manos bajo las axilas mientras avanzaban en medio de una negrura distraída por resplandores remotos. Al llegar al pie de la verja, Jaime, también aterido, sacó una mano de su pantalón para señalar el cartel de metal en la esquina del poste. Su boca expelió vaho.
—«Treinta A», ¿ves? El siguiente de ese lado es «Veinte B» y el del otro… «Treinta B». Serán… No sé, zonas de mantenimiento. Nos conectaremos.
En el land de McKean persistía el mapa interactivo abierto. Finkus lo examinó.
—No se te ocurra elegir el «Traslado al lugar real». Debemos entrar por el atajo de McKean, y no sé si podremos regresar una vez que salgamos.
—Como tú digas.
Maria B pulsó el vínculo y aparecieron sobre una pasarela de metal en pleno desierto. Sin embargo, en aquel land no era de noche y había sol y calor, lo cual aliviaba de alguna forma, con su irreal sensación, el frío que sentía María, pese a que Maria B seguía desnuda. La pasarela era semejante a un trampolín de piscina con barandas, aunque al mirar hacia abajo María advirtió un suelo sin agua a gran altura. Finkus se hallaba junto a ella. El viento del desierto hacía flotar los faldones de su gastada gabardina.
—Creo que debemos tirarnos, Mari. —La miró sonriendo—. Como en la laguna.
Ella lo miró y le tendió la mano sin sonreír.
—Como siempre —dijo—. Llévame. —Hazme cruzar, quería decirle. Él asintió pero no se movió. María notaba la calidez de su mano grande alrededor de la suya. Volvió a mirar hacia abajo y el estómago de Maria B inició una contracción. Aquello era absurdo. Había que estar loco para lanzarse por allí. Lo cual significa que es el camino correcto, pensó. Intercambió una mirada con aquel Finkus de su vida, sonriente—. Estamos juntos —agregó—. Pase lo que pase. O lo que haya pasado ya.
En el rostro de él percibió comprensión.
—¿Tú también has recordado? —preguntó Finkus. Maria B asintió.
—Incluso cosas que no quiero recordar.
—Sí, pero… Nadie puede saberlo todo. Aunque haya ocurrido lo mismo siempre, quizá… Quizá nosotros lo cambiemos, Mari. Tal vez lo hemos cambiado ya… —Ella sabía lo que él quería decir pero le dejó decirlo—. Esto que siento por ti me parece nuevo.
Por ti, pensó. No le preguntó por cuál de todas «ellas». Porque ya no importa. Por María (su segundo nombre), por Maria B (su nombre virtual)… (Recordó que no le había dicho su primer nombre, aquel que había estado a punto de revelarle al salir de la iglesia de Preste. Decidió decírselo, pero Finkus acercó el rostro de improviso). Solo al alzar la vista descubrieron que también se besaban en real.
Al pronto desconcertados, las consolas rozándose, el chico con aquellos ojos camaleónicos en una cara enrojecida, se apartaron. Entonces sonrieron.
—Tú primero —dijo ella.
—Los dos —repuso el chico.
Volvieron a los personajes. María se echó hacia atrás con Maria B, tomó impulso, se lanzó pensando que la sensación sería solo virtual. Se equivocaba. Dio un alarido. Pataleó en el aire. Gritó. Creyó que había muerto cuando un zumbido le hizo alzar la vista. En la cancela real, la verja con la etiqueta «30-A» vibró y se separó del poste.
Continuaban solos en real: la Feria del Apocalipsis bramaba a lo lejos, los helicópteros runruneaban por encima del Leviatán de acero como abejas custodiando la colmena de la Reina. Nadie los acompañaba en aquel abandonado lugar residual. Jaime empujó la alambrada. El «oleoducto» de cerca parecía el túnel de un topo gigante recubierto de hormigón, aunque en su parte superior era metálico. Resultaba sencillo subir por el costado curvo, o al menos lo fue para Jaime. Luego él le tendió la mano. Se quedaron mirando. Había una especie de escotilla en esa posición. En virtual oyeron un ruido como si Zeus quitara un cerrojo para asomar la cabeza. A sus pies, la escotilla se descorrió y luces incrustadas en la abertura parpadearon por tramos. Brotaron peldaños.
Jaime se agachó como si hubiese descubierto un tesoro. La luz de la pantalla revelaba su mueca de ansiedad.
—Supongo que esto lleva al magnetómetro.
—¿Cómo obtendría esta entrada McKean? —preguntó ella tartamudeando de frío.
—Llevaba toda su vida obsesionado con esto. —Con llegar. María podía comprenderle—. Ayúdame. —Jaime intentaba ladear la consola aflojando las tiras que la ataban a su espalda—. Pondremos «Pausa» para bajar… Luego quizá tengamos que volver a ÓRGANO… Ya sabes que el acceso debe ser en ambas vidas…
Era cierto. Abajo había corredores metálicos atestados de cables y cajas eléctricas, replicados en virtual por corredores más esquemáticos. Tenían que avanzar en real y, al llegar a una puerta o trampilla cerrada, hacían moverse a sus personajes hasta ese punto y la barrera se abría con un zumbido. Era una especie de juego de tablero con casillas. La marcha se enlentecía de ese modo, pero a la vez se hacía más segura. Era casi imposible extraviarse en aquel dédalo contando con la visión virtual de Finkus y Maria B. Hasta que al fin, al cruzar una última puerta, el decorado cambió.
Una especie de playa se extendía más allá de un pretil de piedra. Sol y nubes yacían quietos y curvados por igual bajo un cielo azul poliédrico de pecera a punto de estallar. Por encima de una planicie de agua y desperdicios, un sargazo ilimitado, flotaba un castillo a bastante altura como para que las dos figuras que se hallaban cerca de él no pudiesen alcanzarlo. En aquel punto un precipicio se abría a la nada, como si ÓRGANO, con toda su maravilla, acabase allí. Y quizá lo haga, pensó ella.
En real la sala a la que accedieron era circular, con una pared que se angostaba en las alturas hasta una bóveda. En el centro se alzaba lo que semejaba un enorme horno de cocer pan en color cobre con la forma de un tronco de cono con chimenea de la que brotaban gruesos brazos de cables. En su parte más ancha, a nivel del suelo, poseía una compuerta con un cuadro de mandos. Un cubo de cristal aislaba el horno desde cualquier lado. Dentro del cubo se hallaban el viejo y su hija. Tan cerca, tan lejos.
Flint, junto a Belén, le tendía la mano. Ambos llevaban consolas atadas a la cintura con las diademas parpadeando, y al parecer Belén estaba completamente absorta en lo que veía en la pantalla porque no reaccionó cuando María corrió hacia ella llamándola. Flint, en cambio, alzó la vista a la realidad y sonrió. Su rostro mostraba fatiga y tensión, gotas de sudor se deslizaban bajo la diadema. Por lo demás, parecía satisfecho.
—Hola, María —dijo desde el otro lado del cristal—. Hola, Jaime.
Ella había llegado al cubo y aporreaba la pared transparente.
—¡Flint, por favor, mi hija…! ¡No le haga nada!
El chico había llegado detrás, jadeante, sin resuello.
—Si habéis llegado hasta aquí… —A Flint le costó esfuerzo que le escucharan: su voz con fuerte acento brotaba con dificultad a través del cristal—. Ya sabéis lo que le hago. Y ya sabéis que hay que avanzar también en virtual…
María se hundió en Maria B y la hizo correr por la playa destrozada hasta el precipicio. Los pies descalzos de Maria B se hundían en la arena húmeda. No sabía qué clase de figura llevaba el viejo, desde luego no su personaje virtual de siempre. Al ver a su hija recordó las palabras de McKean: vestía blusa a rayas azules, una falda pequeña y un gorro blanco. El personaje de Flint era mucho más inconcebible: femenino, el cabello dorado en cola de caballo, un collar de conchas, top negro y medias de arabescos que en aquel momento se enfundaba. Pero no había nada realmente femenino ni masculino en sus gestos y miradas. Era como una muñeca de escaparate.
Maria B se hallaba a unos cinco metros de ellos cuando un violín parsimonioso inició una melodía extraña a la que se unieron varios. Fue un golpe contra una muralla invisible. Maria B rebotó en la maraña de cuerdas y salió despedida. Por un momento ni en virtual ni en real pudo hablar o moverse. Todo giraba a su alrededor. Canon trias harmonica BWV 1072 aparecía en la viñeta bajo sus ojos.
—¡Mari! —Sintió la mano fuerte de Finkus en su brazo.
—Adam Finkus, el Hallador, y su ayudante —dijo la figura de pelo rubio apoyando un pie en una roca. En sus ojos ardía un fuego azul—. Enhorabuena. Os estaba esperando, pero nunca terminé de creer que lo conseguiríais. Por cierto, María, lo siento pero no vuelva a intentar eso. No puede llegar hasta mí.
Con el rostro pegado a la pared de cristal, María miró al viejo. Llegar.
—¡Solo hemos venido a por ella! —le dijo, suplicante—. ¡Por favor…!
—Me temo que aún debe servirme para llegar allí arriba, María. —Aunque era posible percibir la voz del viejo desde el otro lado de la barrera, resultaba mucho más nítida en virtual, traducida a aquel gélido tono zumbón, como compuesto de muchas voces distintas—. Pero al menos ya estamos los cuatro. El arte de la fuga se compone, en su mayoría, de fugas a cuatro voces. La Cuarta Señal no dejaba claro quién de vosotros era la voz más importante, y yo no lo recordaba, pero siempre me pareció que los tres jugabais un papel más decisivo que Preste… Desde luego, eso se debe a que en otras vidas ha ocurrido igual. Vosotros tres y yo. Cuatro Seres para los Cuatro Días.
—¿Qué… qué es todo esto, Morgan? —espetó Finkus.
María se percató de que Flint no había dotado a su figura virtual de expresión.
—Esto es mi vida, Jaime —repuso Flint—. Mi vida entera, en realidad. Fue mi padre quien primero me habló sobre el grupo que protegía a Bach y las Señales: el profeta, la Casa del Cielo, los animales y hombres, la niña del altar… Al principio solo conté con la ayuda de un puñado de gente como yo, que también recordaba, entre ellos mis colegas Daniels y Palmer. Luego vino ÓRGANO y formé un pequeño grupo de investigación: Daniels y yo tocábamos en el gran Instrumento inconsciente de Palmer. Descubrimos que el Área Sebastian, donde se supone que los jugadores pueden asistir a escenas de la vida del compositor, contenía datos ocultos sobre la secta que ayudó a Bach, incluso escenas históricas insospechadas: el día en que le comunicaron el Secreto, cuando visitaron a su hermano en Ohrdruf… Gracias a ellas obtuvimos el día y la hora de las Señales. Llegó la Primera y… su protagonista fue Jeff Daniels… En su casa. En ambas vidas. Un fuego misterioso lo consumió. Se atribuyó a combustión espontánea. Al pronto pensé en una extraña coincidencia… pero entonces abrí la última escena con ayuda de Palmer. Nunca habíamos logrado abrirla hasta entonces. En ella, Bach está en su lecho de muerte y decide no completar El arte de la fuga para rebelarse ante el destino ya fijado…, lo cual significaba que un «predestinado» tendría que cerrar el círculo llevando la obra completa al centro de la vida cuatro días después de que se produjese la Cuarta Señal. En esa escena se decía que ese sujeto sería «el compañero del hombre que ardería». Ryan Palmer ya había enloquecido. Solo quedaba yo. Entonces supe que el destino me señalaba. —Mientras hablaba, el Canon no dejaba de hacer cosas: de pie en la roca, revisaba las medias de arabescos o gesticulaba hacia la muchachita de Belén haciéndola moverse junto al precipicio. Parecía probarla como quien se sienta al volante de un coche recién comprado—. Me gané la confianza de Yahura y Morpurgo. Fue fácil: el primero había recibido la Cuarta Señal a través de la Rosa de Hong Wu y quería usarla para controlar ÓRGANO. Enviaron a Misaki a captarme, porque supieron de mis investigaciones sobre las Señales. Pero el verdadero plan de Yahura era obtener mi colaboración en secreto. Nos entrevistamos en una zona inaccesible y acepté. Usamos a Misaki como coartada ante el Clan, ya que ella odiaba a su padre. En cuanto a Oswald… A su modo, él también había hallado pruebas sobre los Ciclos y su relación con Bach. Le interesaban las Señales, y eso me permitió acceder a su confianza. Más aún cuando la destrucción de la sonda Voyager y el zoológico Miroir confirmaron que yo tenía razón en las fechas… Fingí ayudar a Oswald en sus estudios, y todos nos preparamos para la llegada de la Cuarta Señal. Pero yo tenía mis propios planes…
Solo a ratos, un gesto suelto, una mirada desde aquellos ojos chisporroteantes, hacía pensar a María que aquello «no-era-Flint». Como si alguna clase de misterioso y bello demonio femenino, un súcubo real, encarnado, lo hubiese poseído.
—¡¿Y todo esto… para qué?! —gritó Finkus con voz desgarrada—. Usted no quiere controlar el mundo de ÓRGANO… ¿Qué es lo que pretende?
—Cumplir mi destino. ¿Aún no lo entiendes?
—Pero… ¿qué destino? ¡Lo que vio en el Área Sebastian eran escenas virtuales de un juego…! ¡Las Señales quizá fueran ciertas, pero el resto es un juego!
—Hay algo que no sabes, Jaime. —La figura entreabrió los labios en lo que podía ser una sonrisa—. Oswald Morpurgo fue amigo de Neumeister, y cuando este se suicidó le legó información privilegiada sobre el gran enigma de ÓRGANO, el misterio que había hecho que el gobierno le encargara este personaje que ahora llevo y que Neumeister llamó «el Canon», una copia del cual también legó a Oswald… Morpurgo contaba con una biblioteca de miles de archivos sobre todas las ciencias y artes que demostraban que ÓRGANO es una copia exacta del mundo real, aunque la mayoría de jugadores lo ignore… Cada vez surgen nuevos datos que imitan nuestra realidad sin haber sido programados o descubiertos. Los llaman «no humanogénicos»… De hecho, Neumeister se suicidó porque empezó a creer que vivimos conectados al juego sin saberlo… Quiso usar el Canon para saber la verdad, pero el gobierno temía que ÓRGANO se dañase y prohibió su uso. Pero como digo, legó una copia a Oswald, y Yahura se hizo con otra. Para Oswald, usar el Canon representaba el conocimiento; para Yahura, el poder. Ambos querían llegar, ahora y aquí, pero el único que sabía que iba a hacerlo era yo. Para ellos era un deseo; para mí, el destino… Solo yo sabía que ÓRGANO es la verdad.
—¿La verdad?
—Así es. Por la sencilla razón de que está basado en Bach. Neumeister no tuvo ningún mérito: fue pura coincidencia (o quizá predestinación también) que usara los ladrillos originales de la Creación para construir su mundo… Como si juegas con ADN en un laboratorio: quizá termines replicando la vida tú mismo.
El viejo hizo una pausa, lo que permitió a María salir a real un instante. Pero allí las cosas no estaban mucho mejor: se hallaba solo a unos metros de Flint y su hija, pero el cristal permanecía cerrado y no veía entradas por ninguna parte.
—¿Qué… qué piensa hacer? —dijo Jaime.
—Entrar aquí. —El gesto de Flint señalaba la pantalla. María retornó a Maria B. El Canon alzaba un esbelto brazo hacia el castillo—. El core. ¿Sabéis qué es? Todo. La historia de las cosas. El tiempo. La materia. Las directrices. Las posibilidades. Todo lo que hay, hubo y habrá, todo lo que puede haber… Un universo de datos donde cada átomo es una nota de pentagrama tocada de todas las formas posibles, donde cada melodía puede interpretarse hacia delante y hacia atrás, como algunas músicas de Bach. Cuentas infinitas formando un collar que envuelve a la realidad. Neumeister le hizo adoptar apariencia de castillo en las nubes como homenaje al «castillo flotante» de un grabado de Escher, su pintor preferido, pero son códigos… Aquí está el verdadero reino de Dios. «No humanogénico». O si prefieres, «Engendrado, no creado». Para acceder a esta morada celestial es preciso un nexo… Un vínculo que haga de puente entre la tierra y el cielo. Dice la mitología cristiana que ese vínculo fue Jesús, nacido en Belén. Bethelem. Nadie hasta ahora sabía a qué correspondía ese nombre en el recuerdo de los hombres…
—Morgan. —Finkus lo detuvo señalándole con el dedo—. Si entra ahí…
—Sé lo que provocaré, por supuesto. —La rubia cabeza asintió.
—La materia extraña no puede entrar en contacto con la nuestra…
—Así es, se halla suspendida en campos magnéticos. Pero cuando yo entre en real activaré el Canon volcando toda la música que alberga… Eso provocará un fallo en el sistema de aislamiento. Se producirá… ¿Cómo explicarlo? Un desgarro de la realidad. Espacio y tiempo se plegarán en una especie de Big Crunch y un Big Bang lo iniciará todo de nuevo. En la época de Bach los detalles científicos se desconocían, pero el resultado era el mismo: el universo formado por la música de Bach comenzará otro Ciclo. Surgirá la Tierra, volverá a vivir gente en ella que recuerde los Ciclos anteriores, regresará Bach… y tú y yo tendremos de nuevo esta conversación.
—¡O quizá no! —gritó Finkus—. ¡Quizá no haya nuevos ciclos!
—Estoy acatando el destino, muchacho.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué tiene que hacer eso…?
—Porque nadie puede hacer nada en contra de lo que ha ocurrido siempre.
—¡Bach lo hizo! ¡Se rebeló! ¡Dejó incompleta su obra!
—Es lo que él creía. En el fondo siguió los pasos ya trazados. Y piensa esto: para la inmensa mayoría de la gente, el destino es solo morir. Para mí, y quizá también para vosotros, habrá algo más: la felicidad de ser los Instrumentos, el éxtasis de producir la música que el Destino usará para iniciar el nuevo Ciclo. Tú, yo, María, Belén, Instrumentos de esta fuga a Cuatro Voces. Cuatro Seres para los Cuatro Días finales. Cuatro Notas del nombre de «BACH»… Toquemos la primera.
El Canon movió los esbeltos brazos de una forma especial. Un viento de música levantó los bordes de la pequeña falda y la blusa del personaje de Belén y desintegró ambas prendas, junto con el gorro blanco. Fue como si todo aquello no tuviera otro fin que manejarla, empujándola hacia el vacío. La figurita quedó durante una fracción de segundo enmarcada en un espacio azul y redondo: los ojos del Canon la miraban caer.
Finkus extendió una mano, pero su gesto, para María, casi pasó desapercibido porque algo más la distrajo: la tierra en virtual empezó a temblar. Mientras Belén se precipitaba al abismo, Maria B y Finkus se desplomaron como piezas de un ajedrez concluido y el promontorio donde se hallaban empezó a ascender. Y lo hizo con rapidez espumosa, como el champán de una botella recién descorchada. Cuando llegó al nivel del castillo flotante se detuvo. Quedó como una balsa meciéndose en el agua, separando la construcción de la figura del Canon por una franja a modo de riachuelo.
El Canon parecía levemente perturbado. Se acercó a la orilla. El castillo había cambiado. Cada punto de la fortaleza parecía arder. El resultado, de brillo cegador, se atenuó como un hierro al rojo que se enfriara a la intemperie. El proceso no fue inmediato: avanzó pared por pared, torre por torre, y luego a la inversa al apagarse.
—¿Adónde la trasladaste, Jaime? —preguntó Flint hacia Finkus en tono irritado.
—A donde no puedas alcanzarla —dijo Finkus—. Usé un Sistema de Transporte.
—Tan experto en videojuegos como cualquiera de tu edad, ¿eh? —El Canon sonrió—. Pero esto no es un juego. Puedo traerla cuando quiera, aunque por ahora ha cumplido su misión de servir de puente… Pero al aplicar ese Sistema de Transporte a ella has hecho que perdiera el control del Canon y he estropeado unos cuantos archivos del core… Aunque, sinceramente —añadió con humor—, no creo que pague los desperfectos, porque ya son míos. Estoy en el interior del core virtual. —Puso los pies en el agua y cruzó al otro lado. Entonces miró a Finkus con aquellos luminosos ojos—. Ahora bien, no es el momento de jugar a ser Moriarty, Sherlock y las cataratas de Reichenbach… Solo te falta decirme «quedas arrestada», Jaime… ¿Sabes? Podría eliminaros ahora, pero ignoro si debéis seguir vivos hasta el final. Así que haré algo mejor para asegurarme de que no me interrumpís… —Alzó los brazos, las palmas enfrentadas, como en un baile.
Finkus se volvió hacia Maria B.
—¡María, el Transporte de Preste! ¡Úsalo!
Ella abrió la opción, oyó la música, vio la polvareda de rosas.
—Justo a tiempo —dijo Finkus entre los bancos de la iglesia. Se acercó y la abrazó.
—¿Dónde estamos?
—En real en el mismo sitio, pero en virtual hemos regresado a la iglesia de Preste. Al menos aquí Flint no podrá dañarnos a través de nuestros personajes.
—¿Y Belén? —sollozaba Maria B en su hombro.
—Sssh. Calma. Está a salvo. Mira.
María dirigió los ojos de Maria B en dirección a lo que Finkus señalaba.
Las rosas caían del techo desde algún remoto lugar y besaban el cuerpo húmedo y desnudo acostado en el altar boca arriba. Maria B se acercó.
—¿Qué… qué hace aquí…?
—Es lo que iba a decirte —explicó Finkus—. Cuando Belén caía, dirigí el STP hacia ella y la transporté aquí. No se ha hecho ningún daño, te lo aseguro.
—¿Y… por qué no despierta?
—Flint la somete a una especie de trance.
—Oh Dios… Hace un momento pensé… Su personaje está… como el día en que empezó todo, ¿verdad? Sin ropa, la piel húmeda… con rosas cayendo…
—Ya sabes que las rosas son el efecto del transporte de Prest… —Se interrumpió.
—¿Qué ocurre?
Fue como si Finkus no supiera por un momento dónde estaba. El suyo era el rostro del detective que descubre una clave final insospechada. Se volvió hacia Maria B.
—Mari, tengo que… Debo salir a real y hablar con Flint… Quizá sea absurdo, pero… se me ha ocurrido algo y él tiene que saberlo antes de que entre en el core.
—¿Qué es? —María lo miraba.
—No puedo explicártelo ahora. Quédate con Belén, ¿vale? Quizá despierte…
—¡No vas a poder salir a real! —dijo ella manoteando para buscar la opción—. ¡No podemos desconectar!
—Mierda… —Jaime comprobó que era cierto—. Se me ocurre una idea… —De súbito Finkus se esfumó. En su lugar había un hombre alto y apuesto, moreno, de ojos azules, con polo y pantalones oscuros. Maria B lo miró atónita y el hombre sonrió—. Te presento a Max, otro de mis personajes, el más tonto de todos. Lo usaba para tirarme a las chicas.
—¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo cambiaste?
—Tengo una opción que no viene con el juego básico. Se llama «Cambiar de personaje sin desconectar». El código de Max es distinto y espero que no le afecte lo que Flint ha hecho… Aguarda aquí, todo saldrá bien.
Y desapareció.
En la pantalla de María eran las 23:50. Finkus se había ido. Estaba sola.
O no.
Rodeó el altar donde los pétalos de rosas habían cesado de posarse sobre el cuerpo. ¿Se hallaba su hija allí dentro? Quizá, pero no despertaba. Al inclinarse sobre su rostro no percibió vida. Por un momento se vio como en esos cuadros o esculturas de Vírgenes junto al Hijo exánime. Su hija como representación de la inocencia pura, la indefensión del cordero que todo lo ignora bajo la hoja afilada del sacrificio. Todo estaba quieto en ella. Ni aliento ni latidos, ninguno de esos nimios mensajes que incluso el paciente en coma envía al exterior como en una botella de náufrago. Nada. Su hija, o su personaje, se hallaba como al comienzo. Una cosa tridimensional allí echada, inconexa, vacía. Muerta. Como ella misma.
Morirte no es hacerlo tú: es que todo lo demás lo haga y te quedes sola.
Contemplando aquella escena desenfocada le asaltó otra vez la revelación.
Esto ha ocurrido ya. Esto ha ocurrido siempre. Y vamos a morir. Todos.
Allí, después de días luchando, perseguida y persiguiendo en dos mundos. Después de sus padres, de Rafa… De regreso al principio. A lo ya vivido. No era un pensamiento esperanzador, pero tampoco era malo. Era lo que había.
Ahora lo recordaba, por fin. Moriría en pocos minutos. Volvería a nacer. Todo para confluir allí, en aquel vértice. Para llegar hasta aquel punto final. Y en los momentos de silencio discurriría la música como un cauce subterráneo…
Afuera sucedían cosas. Cosas importantes. Alarmas, voces. Se había desatado el caos. El Fin del Mundo. Pero allí, en la soledad del templo, junto a su hija, sintió paz. Se inclinó y la besó en la frente. «Te amo», le susurró.
Y se le ocurrió que no solo amaba a su hija.
—Te amo —dijo, elevando la voz cada vez más—. Te amo, Jaime, Finkus… —No eran únicamente palabras: al decirlas sentía que había algo llamado «amor», real, tangible. No solo un deseo carnal, la pasión desenfrenada por el cuerpo de Rafa Helguera, sino algo mucho menos evidente. Tan poco evidente que había tenido que vivir dos vidas juntas una y otra vez para percibirlo. Si algo daba algún sentido a aquella repetición era eso. Jaime tenía razón: ese sentimiento era nuevo.
Ahora amaban. Se amaban. Fueran quienes fuesen los dos: se amaban.
Y así quería decirlo, jurarlo, ante aquel altar.
—Te amo, te amo, te am…