Sebastian
El hombre ciego y enfermo en la cama pide quedarse a solas con el desconocido. La habitación se vacía pronto. Solo una muchacha no obedece.
Pero no viste como las demás: ni corpiños ni largas faldas sino una pieza de algodón ligera y estampada del siglo XX; tiene los labios pintados y en sus lóbulos destellan pendientes. En ese momento se cimbrea, inicia una danza, suenan compases sencillos que se abren con la complejidad de las gotas de agua observadas al microscopio…
Su ceguera es como un tapiz donde los sonidos bordaran figuras.
Todo es música sobre ese telar: también el resplandor del agua fría que empapa el paño que alivia su fiebre; o los dedos de Ana Magdalena, encallecidos pero aún suaves. Por lo demás, ¡qué inerme le deja esa inutilidad, qué expuesto a la visión ajena la ausencia de la suya, como si la vista fuese su última ropa! ¡Y qué carga para otros!
No desea, pues, arrojar más responsabilidades sobre su familia: por eso ha aceptado recibir la visita (odiada, temida) a primera hora de esa mañana de julio.
—Podéis dejarnos un momento —dice con voz débil—. Este caballero y yo tenemos que hablar. Ana, por favor… —Detiene la protesta de su esposa, la dulce Ana, al principio una forma de olvidar a María Barbara, pero convertida, con el paso de los años, en su piedra angular, la mejor compañera posible para el creador.
A regañadientes, ella accede a separarse del lecho y cierra la puerta en silencio.
Quedan el desconocido y él, frente a frente. El primero es un maniquí sin rasgos que bien podría estar de espaldas. Los ojos del músico, inservibles, tratan en vano de dibujar facciones. Pero su imaginación se las representa muy bien: sabe que es el mismo que lo abordó en el palacio de Sanssouci, cuando improvisó para el rey Federico hace años. De hecho, se alegra de no poder verlo: no quiere contemplar otra vez esas pupilas, la expresión deshabitada de quienes afirman recordarlo todo porque lo han vivido una y otra vez, en incesante repetición, como su canon perpetuum. El hombre lleva dos días en Leipzig intentando obtener esa entrevista: ha interpelado a criadas y a estudiantes, siempre insistente aunque con elegancia. Más que entrar se ha deslizado hacia su alcoba. Eso hace que él piense algo: si él es el músico, ellos son el silencio.
—Habéis venido a hablar —dice—. Hablad.
—Herr Bach: ya sabéis lo que vengo a deciros. —No es propio de ellos perder el tiempo con preámbulos—. Según nuestras informaciones, habéis interrumpido el trabajo dejando inconclusa vuestra última obra teórica sobre fugas… Se os advirtió que…
—Señor. —Sebastian sonríe desde su lecho—. No distingo una mosca de una corchea en el pentagrama. Difícilmente podría continuar El arte de la fuga en esas circunstancias… Además, por si puede servir como modesta excusa de mi pereza, se da el caso de que me estoy muriendo. Desde hace días, no sé cuántos exactamente, esta cama es mi único papel, y yo, la única nota escrita encima. Pronto seré solo un silencio, como vos.
Por un instante le parece que el desconocido admira la metáfora, juega gatunamente con ella, claudica en su propósito. Pero se engaña, y lo sabe. Carecen de piedad.
—Disponéis de ayuda, herr Bach. Vuestro discípulo y yerno Atnickol. Podéis dictarle. Ya lo habéis estado haciendo en los últimos días.
—Sí, buen chico. No hay duda de que ha aprendido mucho. Llegará alto.
—Le quedan nueve años de vida. Y no llegará a nada.
Sebastian cambia de postura con esfuerzo. Posa una mano sobre su pecho, donde aún tiembla el corazón como un pájaro en el nido. No quiere preguntarle al hombre por el futuro de Ana y sus hijos.
—Que el Señor lo reciba en Su seno cuando así ocurra. Pero no se lo digáis, por favor. Es un chico entusiasta.
—Si acabaseis vuestra fuga…
—Debe de ser triste conocerlo todo —interrumpe Sebastian introduciendo un nuevo tema en el dúo—. ¿Qué esperanza os queda, señor? La felicidad es siempre lo imprevisto. Se habla de que no somos capaces de anticipar la desgracia, pero la felicidad es una sorpresa mayor. En cambio, a vos y a vuestro grupo selecto de hombres sabios, ¿qué os queda por ignorar? Predecir la felicidad es perderla. Predecir la desgracia, vivirla antes de que se produzca. Os tengo compasión, caballero. Es penosa vuestra cruz.
—Vuestra música es la única felicidad y la única cruz, herr Bach. Vuestra música nos ha dado la vida, una y otra vez, y nos la quitará. Ella es el origen de nuestra memoria, nuestra muerte y resurrección, ya os lo dije en Sanssouci. Con vuestra muy discutible, pero respetable, decisión de interrumpir El arte de la fuga solo traspasáis la responsabilidad a otro. Porque, en ese futuro distante tras las Señales, uno de nosotros tendrá que llevar El arte de la fuga ya completo al centro mismo de la vida.
—«Señales»… «El centro de la vida» —murmura Sebastian—. Frases que he escuchado durante años. ¿Qué clase de locura os afecta a vuestro grupo y a vos, caballero?
—No es locura, es memoria —matiza el desconocido—. Todo ha sucedido ya, y seguirá sucediendo, herr Bach, pero solo algunos lo recordamos. —Su voz adopta tintes sombríos mientras recita la incongruente profecía—. Un hombre arderá, arderá la Casa del Cielo, animales y hombres, y la niña inocente aparecerá en el altar… Cuatro días después el mundo acabará y comenzará otro Ciclo. Pero si dejáis vuestro Arte de la fuga inconcluso, alguien deberá acabarlo por vos y llevarlo al eje de la vida, al torno donde el universo gira. Ese hombre predestinado ignorará su terrible tarea hasta que se produzca la Primera Señal. Solo entonces sabrá que él debe culminar la Obra.
—¿Y cómo lo sabrá? —pregunta el músico, incrédulo.
—Él será el compañero del Hombre que Arde.
Tras una pausa, el rostro de Sebastian enrojece alrededor de sus ojos blancos.
—Ese lenguaje apocalíptico, señor, es… blasfemo.
—No hay nada blasfemo en ello. Es la Labor Divina. Ese hombre de tiempos futuros contará con la ayuda del Ángel creado con vuestra música. Él concluirá el mundo para que comience de nuevo… —Aquí el desconocido sonríe con dulzura—. Como en ese canon cangrejo que compusisteis para la Ofrenda Musical al rey Federico. Pero ese Final será muy distinto del que podría haber sido: varios inocentes morirán. Y quién sabe qué sufrimientos prolongarán la existencia antes del siguiente Ciclo.
—Pensé que lo sabíais todo.
El desconocido no replica. Hay un silencio profundo. Durante él, extrañamente, también hay música, el melancólico Largo de la Sonata de la Ofrenda musical. Pero ninguno de los dos hombres la oye. No podrían: la escena misma la produce mientras la muchacha que baila abre sus Teclados para el Intérprete.
De pronto es como si el desconocido tuviera una revelación. Mira a Sebastian frunciendo el ceño.
—Ya la habéis terminado, claro… ¡La última fuga ya está completa en vuestra mente! ¿Por qué, entonces, no llevarla al papel y concluir vuestra misión?
—Caballero —dice Sebastian con calma—, he vivido toda mi ya larga vida obedeciendo a otros. He sido un buen siervo, en Arnstadt, Mühlhausen, en Weimar con ambos duques, en Cöthen, y aquí en Leipzig. Solo he tenido mi arte para ser libre, y aun en él me ha parecido que seguía los dictados de aquellos a quienes vos representáis. Componiendo cantatas para la iglesia y sonatas para la corte y procreando una familia para mi propia tranquilidad y la vuestra. Quizá ha llegado el momento de mi pequeña rebelión. Es una posibilidad. Pero no es del todo así: no he interrumpido mi obra por rebeldía. O no solo por eso.
—¿Por qué entonces?
El hombre ciego y agonizante esboza una leve sonrisa. En su negrura íntima, la siente como una luz.
—La he interrumpido porque estoy convencido de que todo puede ser diferente a como creéis. Se me ha dicho que mi música es el origen del Universo… A lo largo de mi vida no he oído disparate más absurdo e incomprensible que ese. Pero, si es así, si eso es verdad, entonces… ah, os habéis equivocado. Por completo. —Le satisface sentir la extrañeza en que, por primera vez, sume al extraño. El desconcierto en ese concierto que hasta ahora han dirigido ellos—. La música se mueve, señor. La música es una belleza que danza. Nunca muestra el mismo rostro. Vuestro grupo y vos creéis que es una roca milenaria, pero es carne. Danza ante vos y ante mí sin cesar, adoptando otras formas… Cambia sus ropajes y su aspecto… Si es cierto que mi música es el Cosmos… Bueno, entonces hay infinitos Cosmos, ninguno más importante que el resto. Todos hermosos y dignos de existir.
—¿Os importaría llegar a una conclusión? —replica el hombre, airado.
—¡Oh! ¿Impaciente vos con la filosofía? —Sebastian sonríe mordaz—. ¿O es que os desagrada aquella filosofía que no entendéis? Pero concluyo: si el mundo es música, el mundo es infinito. Y en vez de detener el dado, he querido echarlo a rodar…
La risita del hombre es como una tos en medio de un teatro.
—Herr Bach, ¿creéis de veras que con vuestra decisión de dejar incompleta esa última y magna obra impediréis el Final?
—Sé que nunca se puede impedir el Final, pero hay infinitas formas de llegar a él. Más y menos agradables.
—Vuestro Final llegará pronto, y su forma no va a ser agradable.
Sebastian sonríe de placer ante esa pueril amenaza del desconocido.
—Sospecho que, a partir de hoy, será mucho más agradable que el vuestro —dice.
Pero ya no hay réplica: el hombre ya no está allí. Horas después, apretando la mano húmeda y cálida de Ana Magdalena, la habitación oreada con el aire de esa mañana de julio que apenas remueve las cortinas, Sebastian piensa en su vida, en el Secreto escuchado de labios de Primo Christoph cuando era niño, en los placeres del Palacio Rojo de Weimar, en la muerte de María Barbara, en la mirada implorante del rey Federico cuando le rogó que compusiera la Ofrenda basada en un tema suyo para que así el tema de un monarca también formase parte de la Creación… Piensa en el futuro. Siente angustia ante los inocentes que al parecer morirán debido a su decisión.
Porque de improviso sabe que todo es verdad.
El Secreto: lo que tanto esfuerzo le ha costado creer a lo largo de su vida.
De algún modo, por algún extraño o milagroso motivo, Sebastian tiene la certeza de que el Secreto es verdad: su música es el origen y el fin del Universo y del tiempo.
Tal revelación lo mantiene inmóvil en el lecho, mudo, casi horrorizado. Su querida Ana Magdalena interpreta mal ese estupor y le susurra preguntas cariñosas. Sebastian no responde. Desde la planta baja se oye la música que sus hijos y discípulos tocan para distraerle.
La familia está reunida en torno al clavecín interpretando el canon en re de…
La escena concluye. El hombre que ha estado tocando en los Teclados de la muchacha queda pensativo.
Una frase gira en círculos en su cabeza. «El compañero del hombre que arderá».
El destino ha comenzado a forjarse para el señor Flint.