Jaime
Tenían que escapar, de eso Jaime estaba seguro. Pero ¿cómo?
Aquel circo de dos McKeans y sus humillantes cubículos era la prisión más segura del mundo. La mujer tenía razón: no podían hacer otra cosa que obedecer. Si se negaban a conectar, McKean no los llevaría y ellos no podrían entrar en el Kraken. Si conectaban, estaban en sus manos. Si estaban en sus manos…
Variaciones sobre un mismo tema.
Cierto que las perrerías a las que los sometía McKean en su faz de Presidente eran soportables e inofensivas en real. Pero no dejaban de ser molestas, bochornosas y, casi lo peor para Jaime, incomprensibles. Jimmy «Rubia Flequillo Recto» Sandhurst, con su cuerpo de muchacha atado de pies y manos en el suelo negro del cubículo, donde McKean la había dejado, había intentado una suerte de explicación hablando con Jaime.
—Creo que el cabrón disfruta sabiendo que somos tíos en real.
Era posible, pero la mujer no lo creía. Ella suponía que buscaba algo más que la pura satisfacción. ¿Y qué importaba lo que buscase? A Jaime le tocó en suerte un cuerpo delgado de color y espesos rizos afro, uno de los más realistas que jamás había usado. Los malditos resortes del cubículo lo hicieron moverse, untarse aceite, intentar una danza inconexa, negligente, que los amagos de descargas convirtieron en saltos y gemidos. Pero lo peor no eran aquellas sensaciones, ni siquiera que allí, tras la escuálida piel cacao, copioso pelo carbón y orografía de adolescente, asomado a las redondas pupilas, estuviera él, Jaime Rodríguez haciendo destellar involuntariamente muslos, nalgas y senos con sus gestos. Lo peor, con diferencia, era que ella lo contemplaba desde su propio cubículo, sumida en su propio tormento.
Eso, más que su humillación en sí misma, era lo que le hacía desear huir, matar a McKean y escapar de aquella autocaravana y aquel viaje enloquecido. Porque con su mirada ella ni siquiera se burlaba. Parecía exigirle el regreso del detective de la gabardina y el mostacho. Como si le culpara por no poder hacer nada. Razonaba que tal ocurrencia era absurda (nadie podía hacer nada: todos estaban encerrados en aquella «subhistoria» del Presidente McKean), pero no podía evitar pensarlo.
Quizá por eso ella le dijo lo que le dijo en la siguiente pausa en que los McKeans los abandonaron:
—Eh, oye. Tranquilo. Tú no eres esa.
—Ya lo sé —replicó Jaime con la desagradable voz sexy que emergía como un saxofón de aquella garganta de cuello esbelto.
—Ni yo esta —agregó ella, enigmática—. Nosotros somos otros. Y estamos juntos.
—Yo no diría tanto.
No parecían juntos, desde luego. Los separaba la infinitamente impenetrable pared del cubículo, hecha de recia música coral, y aunque su personaje podía moverse con libertad dentro de su encierro, el de la mujer no. Estaba sentada en un taburete con respaldo de piel y patas metálicas, como una silla de montar. No podía despegar el trasero del asiento, aunque sí mover el resto del cuerpo. Lo mismo ocurría con Rizos Platino en el cubículo del otro lado del suyo, adherida a un asiento púrpura. McKean las cambiaba de postura como si fuesen muñecas.
—Y tú eres quien me gusta —recalcó ella—. Seas Finkus o no.
—Yo no soy Finkus —dijo él entonces, dándole la espalda.
—He dicho «seas o no».
—Pero te gusta más él.
—Te olvidas de que ahora eres una chica negra, flaca y en pelotas, y también me gustas. ¿Conclusión? No es Finkus quien me gusta, no es la chiquilla de ahora, ni siquiera el joven en real… Todos sois atractivos a vuestro modo, pero… Lo que quiero decir es que el que hace que me atraigan, quien de verdad me gusta, eres tú. —Lo miró con inmensa seriedad—. Quién o qué eres tú no lo sé, pero seas quien seas, es a ti a quien amo. Quizá nos pasa a todos lo mismo cuando amamos. Tal vez no nos damos cuenta, porque en la vida real el aspecto cambia lentamente. Pero en ÓRGANO somos muchas cosas distintas de golpe, y… Bueno, aquí es más fácil ver lo que queda, ¿no?
«Lo que queda», para Jaime, era simplemente él. Y él —filosofías aparte— era un chico de dieciséis años, atemorizado y confuso. Variaciones sobre un mismo tema.
—No lo sé —dijo.
—Lo que quiero decir es que no necesito que seas Finkus ni Jaime. Solo tú.
—¿Necesitar? ¿Para qué lo necesitas?
—Porque eres tú a quien he estado buscando toda mi vida. ¿Suena muy idiota?
—No. —En realidad no sabía cómo sonaba. Ni siquiera estaba seguro de que fuese ella quien hablase.
—Te amo. Y no voy a dejar de amarte. Lo sé. Pase lo que pase.
Aquella simple, remota y a la vez cercana declaración, le dejó sin palabras. Pero sonaba tan ilógica en aquella situación…, tan ridícula… Era casi como disfrazarse de criaturas de películas infantiles para poder hablar como adultos. Los gestos y bailes que McKean les obligaba a hacer no eran infantiles para nada, y sus apariencias tampoco, pero había, a su modo de ver, un punto de «casa de muñecas» en aquello que resultaba irritante. Acto seguido se irritó. ¿Ella le decía eso para compensar? ¿En plan compasivo, para que el chico bizco y abnegado que había decidido acompañarla a rescatar a su hija se sintiera mejor cuando McKean le obligase a pasar las manos por sus falsos senos?
O quizá algo ayudaba a que ella se expresase así, con paradójica libertad, justo cuando más prisioneros se encontraban, ella en su silla, él en aquel cuerpo ajeno.
—¿Sabes una cosa? —Insistió ella girando hacia él y colocando los pies en el asiento—. Me he pasado media vida odiando ÓRGANO por Rafa… Y estos últimos cuatro días odiándolo más por todo lo ocurrido. Pero hay algo en todo esto que me parece importante. ÓRGANO me permitió encontrarte, pero tú no eres ÓRGANO. —Retornó a la seriedad—. Esa persona que eres tú, la persona a la que amo, no desaparece aunque desconectes. Esa persona está siempre ahí. Cuando desconectamos seguimos juntos. —Él la miró a través de sus ojos negros como desde el fondo de un corredor. Como si esperase vencer una escasa distancia para llegar a ella—. Aunque sea verdad que hoy todos desconectemos para siempre, tú y yo estaremos juntos. Nadie nos va a separar. Nunca.
—Genial —se burló él, aunque sentía un nudo en la garganta (seguro que lo sentía).
Quedaron mirándose. Él dentro de la chica negra de pie tras la barrera, ella dentro de la chica blanca sentada en aquel sillín estúpido. Falsas ambas. Verdaderas ambas.
—He sido sincera —dijo ella.
—Me gustaría que tu sinceridad nos ayudase a salir de aquí.
—Eso es más fácil que ser sincera. —Y Maria B se levantó de la silla.
Al verla salir del cubículo como de una tumba, en medio de una dulcísima música de piano, Jaime creyó que soñaba.
En ese instante llegó McKean.
Variaciones sobre un mismo tema.
El tema era ella, siempre allí, en su cabeza, como dotada de un propósito, un sentido último. Ella, segundos antes pegada a la silla, ahora erguida y caminando; encerrada, ahora libre. Como las Variaciones Goldberg BWV 988 que en aquel momento hacían vibrar el aire. Una sola aria, un solo tema, múltiples reflejos en espejos curvos.
Viéndola alejarse Jaime se contempló los brazos. No eran delgados, brillantes y de piel café sino las robustas mangas de gabardina de Finkus. Él también, pero otro. Y a juzgar por lo que oía, sus compañeros de celda habían retornado igualmente a sus figuras originales. Una estampida de cuerpos masculinos que huían. Únicos y múltiples.
Variaciones sobre un mismo tema.
Cuando vio a McKean Presidente alzar sus manos hacia Maria B, Jaime no se lo pensó más y volvió a alzar las suyas. La música de clavecín, breve y violenta como un repentino ventarrón, engulló a McKean tras un fogonazo. Por un instante Maria B quedó cubierta de pequeños, lúbricos bits de vejestorio presidencial, como caspa volcada sobre su espalda y cabello. Los trochos se esfumaron enseguida. Lo último que vio fue la sonrisa como cosida a la mueca del Presidente. Luego todo se dispersó en el aire.
Detrás estaba Finkus esgrimiendo la Ratzeburg humeante de música.
—Gracias —dijeron a la vez Maria B y McKean Súbdito, el de siempre, el hippie de pelo blanco que surgió como de las cenizas del Presidente.
La escena tuvo para Jaime cierta semejanza con el instante en que conoció a McKean, también con la Ratzeburg alzada y Maria B desnuda. Variaciones.
—Era lo que teníais que hacer —sollozaba McKean mirando a uno y a otro alternativamente, alternando también su humor, entre triste y exultante—. ¡Era parte de vuestro destino! ¡De tu destino! —Señalaba a Maria B—. ¡Sabía que tenía que ser un personaje femenino en una determinada posición quien escapase! ¡Teníais que ser vosotros! ¡Lo recordaba! —A su espalda renderizó una pared roja y un largo diván de color amarillo canario donde McKean se repantigó, feliz y fatigado—. Estuvo toda mi vida aquí, conmigo. Me hacía gozar y sufrir… Empezó dándome placer, pero fui perdiendo el control. Le odiaba, aunque sabía que no podría desobedecerle. Él tenía su modo de gobernar y yo debía buscar ciudadanos… Y ahora… Ahora, por fin… todo ha acabado.
Oyéndolo, Jaime podía muy bien pensar que hablaba de dos personas diferentes. Y quizá así era: diferentes e idénticas como la chica negra y él mismo.
—¿Cómo pudiste levantarte y salir del cubículo? —preguntó hacia Maria B.
—No me creerías —dijo ella.
—Extrajo las Variaciones Goldberg del Teclado del asiento. —McKean estaba fascinado—. ¡Debes de ser musima, María!
Ella negó con la cabeza.
—No, fue uno de mis presentimientos. Muy extraño, pero supe que era real. Mi padre está enfermo en una residencia. Cuando lo visito, me siento junto a su cama en un taburete muy parecido. Tiene flecos, y paso el tiempo jugando con ellos y arrancándolos, porque mi padre no me habla. Suena absurdo, pero… En el cubículo llevé una mano al asiento y encontré los mismos flecos. Sin darme cuenta de lo que hacía, tiré de ellos… Como si estuviera ante él…
Aquí como allí, pensó Jaime. Real y virtual: variaciones sobre un mismo tema.
—Lo que hiciste fue abrir un Teclado inconsciente y tocar en él —dijo Finkus.
—Fue muy raro —admitió ella—. Como cuando seguí al perro.
—Es vuestro destino —concluyó el viejo hippie—. Esto ya lo habíamos vivido todos.
—En cualquier caso ya podemos desconectar. —Jaime lo comprobó gesticulando—. ¿Qué ocurre con la entrada al Kraken, McKean?
—Sí, debemos darnos prisa… ¡Son casi las once y…!
En medio de aquellas palabras McKean se disolvió.
Finkus miró a Maria B, que se derrumbó en el sofá, abandonada. Desconectaron a la vez. Sensación de calor, camiseta húmeda, luces tenues de interior, no la deslumbrante blancura de los cubículos. McKean había caído hacia atrás en el asiento, la boca abierta y la cabeza como descolgada de una percha. La mujer, sentada frente a Jaime, pegó la oreja al pecho del viejo.
—No late… ¡Su corazón! ¡Está… muerto!
—Mi Ratzeburg no mata a nadie en real —afirmó Jaime, trémulo.
—No creo que haya sido eso… Quizá un infarto… ¡Pero ahora, no, Dios mío, ahora no! —Jaime vio levantarse partículas de polvo cuando la mujer sacudió el pecho de McKean, como si este fuese una antigua ropa de invierno olvidada en algún rincón. La cabeza del viejo se bamboleaba con las sacudidas y su boca abierta parecía sonreír—. ¡No ahora…! ¡No podemos perderlo…!
Una algarabía hizo saber a Jaime que no quedaba tiempo para lamentarlo.
—Esto se pone en marcha otra vez. ¿Sabrás conducir…?
Regresaron a la cabina y María, aún llorando, se situó tras el volante. Jaime ocupó el asiento en el que ella había estado. Los vehículos iban alejándose mientras un coro de bocinas semejaba darles empujones sonoros. Había conductores que golpeaban las portezuelas de la autocaravana, irritados, para hacerles avanzar. María movió la palanca, arrancó el motor. El vehículo se desplazó titubeante. Estaban ya muy cerca. Jaime podía ver los inmensos tubos del SuperSQUID incendiados de luz, como un verdadero, colosal órgano preparado para ofrecer a la humanidad el Concierto definitivo. Pero sabía que nunca llegarían antes de las once: solo había que observar la alfombra de automóviles que avanzaba con ellos como espíritus elegidos para la gloria, los parachoques como empujones amistosos. «VENGA, VAMOS AL KRAKEN», parecían cantar como escolares. ¿Y qué harían luego? El perímetro del SuperSQUID estaría rodeado de medio kilómetro de tiendas de campaña y cosas con ruedas, por no mencionar a la policía. Sin ayuda de McKean, ¿cómo iban a encontrar una entrada? Todo estaba perdido.
Pero no quiso cebar la angustia de ella con la suya propia.
—¿Qué… qué vamos a hacer…? —sollozaba María pasándose la mano por el rostro rojizo e hinchado de cansancio y llanto.
—Volvamos a Maria B y a Finkus —dijo—. Necesitamos otra corazonada.
Cuando el río de vehículos volvió a estancarse regresaron a la zona posterior. Allí estaba McKean, el cuello torcido, la boca abierta, como pasando una borrachera. Las luces indecisas que entraban por los ventanucos lo perfilaban dotándolo de más realidad. Jaime comprendió de repente que había muerto porque había llegado a su propio destino. Ha logrado lo que deseaba. Pero sin el Presidente, el Súbdito no podía vivir.
Cogieron las Walchas y se sentaron ante el volante. No podían hacer nada con McKean, les parecía que no había tiempo que perder. Ciñeron sus diademas. Finkus tomó aire en el aséptico interior del land. Maria B jadeó mirando a su alrededor. Solo estaban los cubículos vacíos, la pared roja y el diván amarillo. Jimmy Sandhurst y «los demás» (si es que habían existido en real y no eran otras personalidades de aquel McKean múltiple, variaciones sobre un mismo tema) hacía tiempo que habían desconectado. Eso les permitía cierta comodidad para moverse.
Pero no parecía que Maria B deseara ir a ningún sitio.
—¡Son casi las once! —Miró a Finkus, perdida ahora la seguridad con la que le había hablado antes—. ¿Qué podemos hacer?
—Primero, no desesperarnos. —Tomó su cara entre las grandes manos de Finkus y la miró a los ojos—. ¿Era verdad todo lo que me dijiste antes, en los cubículos?
—Sabes que sí. —Los parpadeos, en ella, parecían crear nuevas luces.
—Entonces estamos juntos en todas las vidas. Y juntos las cosas saldrán bien.
Bonitas palabras para un casahuevos, diría Manolo Campillo. Pero ¿y ahora? Miró la blancura que los rodeaba. A su modo, también otro desierto. Pero no vacío: repleto de música que vibraba bajo sus pies. Blancura de teclas marfil, ellos dos las teclas negras. Solo había que dar con la melodía apropiada.
—Haré lo que digas —murmuró ella.
—Tus corazonadas… ¿Recuerdas lo que hablamos en el avión sobre haber vivido todo esto? Quizá sean recuerdos, como decía McKean. Quizá todo el mundo recuerda un poco de la vida ya pasada, y a esos recuerdos los llamamos «corazonadas»…
—No sé si te entiendo.
—Supongamos que lo de los recuerdos es cierto, y que esa secta que protegía a Bach está formada por gente que recuerda otras vidas. ¿Por qué van a ser una excepción? Quizá todo el mundo conserve recuerdos, aunque mínimos… No es que tiraras de los flecos del asiento del cubículo porque lo hacías en el de tu padre, sino al revés: tirabas de los flecos en el asiento frente a tu padre porque recordabas que haber hecho eso en una vida anterior te salvó de McKean. Causa y efecto se invierten. —Movió dos dedos con un gesto de trilero—. ¿No podría eso explicar las «corazonadas»?
—Quizá, pero…
—Tiene que haber algo aquí que se relacione con nuestras vidas. —Finkus señaló el espacio solitario, como el escenario sin decorar de una obra futura.
—Eres el Hallador. Me fío de ti.
—Y tú mi mejor ayudante.
Se separaron sin alejarse mucho, recorriendo los recintos. Lo mejor que tenía la zona era su claridad. Si había algo, Jaime pensaba que tenía que estar a la vista. Pero sabía que no se trataba de razonar. Las cosas debían establecer relaciones por sí mismas. El juego tiene que ver con mi vida y con la de ella. Las pisadas de Maria B con sus pies descalzos, las de Finkus resonando con suavidad. En un momento dado él habló.
—¿Algo?
—Nada. —Desandaron el camino hasta reunirse en el punto de partida. Maria B se dejó caer en el diván, exánime—. Paredes blancas, suelo…
—¿Qué? —Finkus vio cómo se tensaba mirando el diván.
—Cuando decidí entrar en ÓRGANO… hace cuatro días… lo hice porque me convenció un señor llamado Rocassari… En su despacho real había un sofá largo de color amarillo como este… Le pedí ayuda… Supe que me iba a ayudar. Es esto. —Ella hizo el gesto de pulsar algo en el asiento—. ¡Aquí está! ¿Lo ves?
—No. Descríbemelo.
—Un texto enorme lleno de… símbolos.
—Debe de ser un código del propio McKean.
—Círculos, cuadrados, aspas… —El tono de ella era de desesperación.
De repente Jaime quedó pensativo.
—¿Hay alguna cruz? Como en la iglesia de Preste, ¿recuerdas? La cruz que me atraía a mí…
—¡La hay! —Ella lo miró—. La he pulsado. Es un mapa en forma de enorme cruz.
—Es el túnel, seguro. La línea larga debe de ser un diagrama del túnel que construyeron desde Mount Valley hasta el área del desierto de Mojave donde está el Kraken, que es la línea horizontal… Decidieron trabajar bajo tierra por motivos de seguridad… ¿Ves algo que te llame la atención?
—¡Todo me llama la atención! ¡Muevo la mano y se ilumina por trozos…!
—Son los vínculos accesibles… Pero seguro que solo funciona uno, Mari…
—Es imposible saber… Están numerados… Debe de haber miles, yo… —Se quedó quieta un instante—. Dios mío… Ya sé dónde está mi hija…