21:45 h

Belén

Papá venía.

Oía sus pesados zapatos creando ecos en el pasillo. Papá caminaba hacia su cuarto sin apresurarse, con la absoluta convicción de que ella estaría allí, en la cama.

Y más le valía no fingir que dormía, porque eso no era una escapatoria. Por mucho que cerrase los ojos, él no se dejaría engañar. Ven, vamos a dar un paseo, Belén.

Ella no tendría más remedio que mirarlo a la cara y soportar esa visión. Su cara, que era una mezcla de muchas, como cosas que alguien hubiese tachado hasta hacerlas irreconocibles, su barba multicolor…

—Belén. ¿Me oyes? Belén… —Se incorporó bruscamente—. Oh, lo siento —dijo el señor Flint—. Parece que soñabas algo malo.

Se quedó sentada en la cama arrebujada en el edredón, en aquella habitación desconocida. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí? Poco a poco se fue calmando. Había tenido una de sus típicas pesadillas, de esa clase que el doctor Mecenas escuchaba con gusto para luego restarle importancia. Como si el doctor Mecenas fuese una especie de bolsa donde ella podía arrojar sus peores cosas y perderlas de vista para siempre. Pero ahora el doctor no estaba, ni mamá, ni aun Misaki. Solo el señor Flint.

Se encontraba en un lugar bien lejos de todo. Aunque no sabía exactamente dónde, había oído varias veces el nombre de «Los Ángeles», que le sonaba a remotas películas y también al cielo. Y en verdad su habitación parecía propia de un ángel. Nada de objetos dispersos comprados aquí y allá y llenos de calidez, como el añorado cuartito de su casa con sus peluches de camaleón, sino geometrías lineales, pantallas y ventanas poliédricas donde solo veía cielo, como si flotara. Una habitación que, por sí misma, constituía un misterio, como el resto del edificio. Una casa de muñecas en la Luna.

El señor Flint, en traje negro clásico, de pie ante ella, le sonreía afable. Sostenía una especie de cornamenta de vaca, pero ella ya sabía lo que era: una consola portátil con cinturón para ajustarla al cuerpo. Él mismo llevaba otra similar ya ceñida a su vientre, de pantalla abierta, y una diadema apagada en la frente.

—No me mires así —se quejó en broma el señor Flint—. No soy un monstruo. Anda, ¿por qué no te conectas y vemos qué hace tu personaje?

—Lo dejé en la cama —dijo Belén.

—Ya lo sé. Tengo algo para darle. Toma, conéctate.

Apartó el edredón sintiendo escalofríos. La temperatura era la justa, pero el recuerdo de la pesadilla la estremecía. ¿Qué hora sería? ¿Por qué había dormido tanto? En la claraboya, abierta a un lado de la pared, parecía alzarse una noche indecisa. Había otra cama junto a la suya, pero estaba tersa, como sin estrenar. En ella había dormido Misaki la noche anterior para hacerle compañía. ¿Dónde estaría ahora?

Fuese de noche o no, lo cierto era que ya no tenía ningún sueño. Le habían dicho que eso se relacionaba con el prolongado viaje en avión. Dormía cuando no tenía que hacerlo y se despertaba cuando todos descansaban. Aquella alteración extraña ya le había sucedido la noche de su llegada, pero Misaki había estado allí para explicárselo. Misaki parecía no necesitar dormir nunca. Se acostaba, pero mantenía los ojos abiertos como pequeñas ranuras. Como si fuese una máquina de luz parpadeante, lista para ser usada. Siempre alerta, serena. Le resultaba curioso el miedo que le había inspirado en la casa de campo, junto a mamá, y lo bien que ahora le caía. Por desgracia, Misaki no estaba, ni su madre tampoco. Se hallaba con el viejo, que le tendía la consola.

La aceptó y la abrió, ajustando las correas alrededor de la barriga, sobre el pijama. El señor Flint y ella encendieron las diademas simultáneamente. De inmediato sintió que ocupaba el cuerpo de su personaje. Vaya realismo. Se hallaba en otra cama, sentada como ella, los bucles rubios desordenados. El señor Flint virtual la miraba de pie.

—Estás preciosa —la alabó—. Mira. —Algo apareció a los pies de su personaje. Belén le hizo flexionar las piernas dando un respingo, como si hubiese un bicho—. Eh, tranquila. Son solo caramelos. Prueba uno.

La chica se inclinó apartándose el largo pelo para examinar el objeto: una cajita de cartón en forma de cucurucho, llena de lacitos y arabescos rojos. Miró a Flint.

—¿De qué son? —dijo Belén con aquella voz de muchacha mayor.

—Sobre todo de chocolate. Pero en virtual tienen algo más. Aquello que siempre has deseado probar en un chocolate real y nunca has podido. Toma uno y ya verás.

Se inclinó y pescó un brillante envoltorio rojo. Descubrió que podía hacer un movimiento preciso de la cabeza de manera que el cabello azotara el aire produciendo destellos de oro. Pero tuvo que repetirlo, porque la primera vez le cubrió la cara, y en una segunda intentona hebras doradas colgaron de su nariz. Se echó a reír. Más aún cuando Flint desenvolvió otro dulce, se lo llevó a la boca y habló mientras masticaba.

—Aho' 'e gu'aría e e is'iera…

—¿Qué? ¡No te entiendo nada!

—Ehh… me gustaría… te vistieras.

—No te entiendo —repitió ella. No era cierto, pero se sentía con ganas de fastidiar. En cuclillas, distribuyó los caramelos por el suelo y eligió los más bonitos.

—Que quisiera que te vistieras, por favor.

—¿Real o virtual?

—Ambas.

—¿Adónde vamos?

—Ya verás.

Belén luchaba con el manejo fino de los dedos de su personaje. Al fin logró quitar el envoltorio del caramelo. Tenía forma de bolita de chocolate. Lo probó, y el sabor más perfecto de todos los chocolates posibles llenó su boca.

—Vaya cara que pones, si te vieras… —dijo Flint sonriendo—. Parece que te gustan.

—Sí, mucho. ¿Dónde está Misaki?

—Vamos a reunirnos con ella.

—¿Qué ropa me pongo aquí? Digo en virtual. —Tomó otro caramelo.

El señor Flint extendió una mano. Belén sintió algo, como un tirón en su cuerpo.

—No te preocupes por eso —dijo Flint. Y sonó música en ella.

Habían sido muchas emociones en solo dos días. Como una especie de río torrencial en el que todo intento de ir a contracorriente fuese inútil. No lo había «pasado bien», pero se había «distraído», que era distinto. Y ahora esta música tan hermosa que ella misma tocaba era el broche de oro. El recuerdo de mamá, el deseo de verla y abrazarla, seguían allí, inalterables. Pero flotando en su propia balsa, abandonada al cauce de aquel río embravecido, no había podido siquiera sentarse a echarla de menos. Bueno, era un decir. Sentarse en sitios diferentes había constituido su ocupación fundamental, desde el horroroso viaje en el avión sin pasajeros en compañía del viejo y Misaki hasta el monstruo de metal que la había llevado desde el aeropuerto girando sus aspas y que, en teoría, era un «helicóptero», aunque ella jamás había visto uno que tuviese una mullida alfombra en la cabina. Vale, cualquiera diría que la decoración del avión en que había viajado desde España era mil veces más impresionante, pero se trataba de un avión, y cuando estabas a gran altura y no abrías las ventanillas ni siquiera sabías que volabas. Además, había estado conectada la mayor parte del tiempo. Sin embargo, la cabina del helicóptero era acristalada, y la sensación de flotar en la alfombra se hacía muy intensa. El viejo, que había estado intentando divertirla (en vano) durante el viaje y la miraba con cierto cariño fantasioso, como podría ella mirar sus peluches de camaleón, había comentado: «Esto es una verdadera alfombra voladora». Eso la hizo sonreír (admitámoslo, por mal que le cayera el señor Flint). Ahora también sonríe, extasiada: el sonido de violín de sus manos, el aire perfumado con voz de tenor; y ella, oh, con esos encajes

Pero, bueno, al viejo no tuvo que soportarlo más: en el edificio donde aterrizaron, y que desde el aire parecía un diamante, Misaki y ella se habían separado de él e iniciado una especie de visita guiada en compañía de una mujer muy simpática que hablaba perfectamente el español, aunque con acento, llamada Helen. Las puertas se abrían y cerraban a su paso sin que tuvieran que hacer nada. Más y más salas con filas de consolas y gente trabajando. Hombres pecosos y pelirrojos, mujeres negras y blancas, orientales, hispanos. La saludaban en inglés o español y Helen la presentaba como «la invitada del señor Morpurgo». Belén nunca había conocido tanta gente tan distinta entre sí, y todos aparentemente contentísimos. Le mostraron las distintas secciones. El lugar donde se supervisaban los servidores de ÓRGANO. Mirror Body, donde se copiaba toda la vida sobre la Tierra («desde bacterias hasta ballenas», le había dicho un joven científico chino en un español esforzado). Los laboratorios donde trabajaron los grandes: Nicolai Bulkov, ex jefe de diseño de Mirror Body, Melany Neiss, la colaboradora directa de Alan Neumeister, ya retirada; el despacho de la actual jefa Maud Gallagher (que no estaba); la zona privada que había ocupado Alan Neumeister en sus tiempos, durante sus visitas al complejo. Mirror World, con aquel inmenso mapamundi interactivo donde contemplabas cada rincón del planeta en virtual, desde las profundidades del océano hasta la estepa siberiana. Aunque muchos sitios eran inaccesibles debido al cierre de los lands por las agresiones hackers y la escasez de memoria, todavía era posible visitar una increíble selección. Cada zona del mundo era replicada por jugadores designados. Millones de personas trabajaban en el proyecto, y en su homólogo de Body, y, a grandes rasgos, ya estaban casi completos.

Helen también le había mostrado otros planes en fase de producción: el tan esperado mundo infantil ÓRGANO; mundos virtuales para enfermos de alzhéimer (recordó a su abuelo) y discapacitados físicos… Uno de los que más le gustó se llamaba Third Mirror. Con él podías crear un personaje para vivir en las condiciones de extrema pobreza de tantos seres humanos del mundo real a cambio de contribuir con una suma de dinero a ayudar a dichas personas. «Ayuda jugando, juega ayudando» era el lema.

—Te sorprendería saber —le explicó Helen— cuántos se están apuntando para vivir durante unos días la vida de niños hambrientos, enfermos, mendigos, homeless… Y eso que Third Mirror está en fase de ensayo. Hacer pagar a los ricos por jugar a ser pobres es la mejor idea que hemos tenido jamás.

Belén había creído entenderla. Y de hecho había pensado, sin saber bien por qué, que le gustaría poder vivir un día al menos como una niña pobre. Sobre todo si otra niña real mejoraba gracias a eso. Una forma de intercambio que le recordaba lo que le explicaban en el colegio sobre la donación de sangre, ¡pero mucho más divertido!

Al final de la visita (aunque no había llegado ni mucho menos al «final-final») los ojos le daban vueltas como instalados en una noria. No había palabras para describir aquel nuevo mundo. Sin embargo, lo que más impresión le causó de todo no fue su recorrido por Mount Valley. Tampoco cuando (¡oh, Dios, qué momento!) llegaron unos señores por un lado y otros por otro, y ella captó la tensión del ambiente mientras el viejo se inclinaba para decirle, grandilocuente, que «este caballero» era Oswald Morpurgo, el jefe de todo aquello (bien era cierto que aquella especie de peluche humano de mirada entre blanca y rojiza, sin un solo pelo en la cabeza, le había parecido hasta simpático con su sonrisa de cristal y su gesto de acariciarle el cabello, como diciendo: «Soy raro, Belén, pero buen chico»). No: lo que más la impresionó fue la charla con Misaki.

Había ocurrido después del desayuno de aquel sábado, un magnífico bufé que habían tomado en silencio. Ese silencio de la japonesa, respetuoso y comprensivo, le gustaba a Belén. Aunque callada, Misaki la acompañaba a todas partes, estaba siempre donde la necesitaba y no olvidaba ningún detalle por tonto que fuese (en el avión le había gustado una pasta dentífrica de muchos colores, y Misaki le llevó dos cajas a su cuarto de baño cuando llegaron a Mount Valley), pero no participaba en aquella fiesta universal organizada para su diversión, lo cual, ah, Belén encontraba superbién. Misaki se ofrecía sin adornos, como diciendo: «Esta soy yo, me tomas o me dejas».

Por eso le agradó tanto que Helen se disculpara y las dejara solas durante el fastuoso desayuno, con la excusa de que Morpurgo había dado el día libre a casi todo el personal. Empezaba a sentirse tan a gusto con Misaki, sin tener que fingir, que, cuando Helen la «Chica-Perfecta» se marchó, ella apartó el último cuenco de cereales (de todas formas ya estaba llena, no fue un sacrificio) y se permitió el lujo de mostrarse triste.

—Echas de menos a tu madre —le dijo Misaki tras observarla.

Tan solo esas palabras pronunciadas con aquella honestidad, y toda la Disneylandia montada para ella se derrumbó sin ruido con sus lágrimas. Como en los cuentos, cuando el palacio se esfuma y la protagonista retorna a su vida gris tras el sueño dorado.

La japonesa no había hecho amago de consolarla con caricias o palabras idiotas. Se había quedado mirándola llorar sin intriga, casi sin interés, pero también con franqueza y sin obstáculos, como hubiese podido hacer, de tener ojos, una puerta abierta.

—La verás pronto —le dijo—. Aquí te protegemos. Luego irás con tu madre.

—No estoy segura… —Ella hablaba entre sollozos—. Creo que mamá no sabe que me he ido tan lejos…

—Es posible. Pero tu madre no podía cuidarte ahora. Nosotros sí. Y ella está feliz de que nadie te haga daño.

Belén había asentido, pero las lágrimas tenían su propia forma de cesar, y decidieron que no había llegado el momento. Lo que hizo Misaki fue dar un sorbo a su taza de té de color rojizo y ponerse a hablar.

—¿Sabes?, me entrenaron mucho y muy duro. Desde más joven que tú. Un día sufrí tanto que lloré. El entrenador me miró y dijo: «Está bien llorar. Muchos entrenadores dicen que no está bien, porque debes ser dura y aguantar, pero eres una persona, no un objeto, así que llora todo lo que quieras, Misaki. Llora hasta que te canses porque no voy a consolarte». Eso me sirvió. Lo recordé siempre. —Ya solo por el hecho de oírle decir tantas palabras en castellano Belén había olvidado su propio llanto. Y, como ella sabía, cuando te olvidas de las lágrimas, estas (así son de presuntuosas) dejan de fluir, como si necesitaran de tu esfuerzo para brotar—. Desde entonces pienso: «Qué buen entrenador era, pero qué cabrón». —Se quedó mirando a Belén con un brillo divertido en los ojos, y ella tuvo que sonreír. ¡Misaki había puesto tal acento al decir aquella palabrota! Engolando mucho la voz: «Caaabbbbróoon»—. ¿Sabes por qué? —añadió—. Porque llorar me ayudó, pero luego supe que también hay que consolar. Puede que eso no sea duro, pero es necesario también. Y yo quisiera consolarte ahora.

—Gracias —dijo.

Hubo otro silencio, pero ella no se sintió mal en él. Era un silencio de paz.

—Tienes pesadillas, ¿verdad? —comentó Misaki—. Anoche lo vi. Te movías y gemías.

—Sí —musitó ella estremecida—. Las tengo desde que era pequeña.

—¿Qué sueñas?

—Con Papá. —Belén intentó acentuar aquella palabra terrible—. Es un ser malo, muy malo… Viene y me invita a dar un paseo… Pero quiere hacerme daño. A mamá le hizo mucho daño, aunque yo nunca lo conocí. Pero no creo que lo entiendas.

—Sí, lo entiendo —repuso Misaki en otro tono, y Belén la miró con curiosidad—. Hay Papás que son malos. El mío también.

—¿Y tú le tienes miedo? —preguntó, casi esperanzada. Le pareció que la japonesa la comprendía como nadie había hecho jamás, ni el doctor Mecenas, ni su madre.

—Le tuve, mucho. —Misaki contemplaba abstraída el corazoncito de metal de su pulsera. Entonces había mirado a Belén de una forma extraña, como si le tendiera la mano a través de los ojos—. Pero ya no. Porque sé que todos los Papás malos del mundo terminan muriendo.

Todos los Papás malos terminan muriendo. No es que fuese la mejor frase de todas (ella no deseaba la muerte a nadie), pero era tranquilizadora. Quizá le sirviera a partir de entonces. Como ahora le sirve acompañar al señor Flint por esa vereda maravillosa llena de flores, con la melancólica melodía del violín brotando de ella al tiempo que la voz de un tenor flota en el aire cantando una canción en otro idioma cuya traducción ella puede leer

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No me olvides, no me olvides, Señor

el señor Flint le había explicado que era un lied, una canción de Bach, BWV 505, podía leerlo en la viñeta del suelo. Aunque ¿sabe?, al mismo tiempo, que no está caminando en real. Es decir, sí lo está. Pero no por una avenida de flores sino por un largo pasillo metálico; y tampoco está vestida con sedas barrocas, medias marfil y tacones, sino que va en camiseta y vaqueros. No obstante, ambos mundos se funden en ella como dos imágenes distintas con las que compone una sola. El señor Flint ha tomado su mano y Belén, obediente, lo sigue. Sería capaz de seguirlo hasta donde fuese necesario, con tal de oír esa dulce, triste armonía. De todas formas, nada de lo que vive es real.

Y los dos hombres que aparecen por el camino de flores tampoco.

Se detienen ante el viejo en la vereda. Ella no puede moverse pero no está asustada. Quizá algo avergonzada de su aspecto, aunque a nadie parece importarle.

—Hola, Morgan —dice uno de los hombres—. ¿Todo bien?

—Todo. ¿Qué tal tú?

—Según lo previsto. ¿Y Oswald?

—Eliminado.

—¿Misaki?

Hay una pausa. Quizá el señor Flint no sabe que ella está oyendo. O puede que no le importe. Lo cierto es que a Belén los hombres que hablan con Flint no le gustan.

—También —dice el señor Flint.

—Perfecto. Queda aproximadamente una hora.

—Estamos yendo hacia el túnel. En real.

—Entonces es mejor no entretenerte —afirma el hombre—. Avísanos cuando hayas llegado al final del túnel. Será entonces cuando te entregaremos el Canon.

El señor Flint asiente, gira hacia ella, le pone una mano en el hombro y…

… Belén, paralizada de terror, solo puede mirar hacia arriba, hacia el jersey y la chaqueta oscuros del señor Flint, hacia su barba canosa (multicolor a la luz cambiante del pasillo) y su rostro (como una tachadura en sombras) mientras Flint dice aquello.

—Ven, vamos a dar un paseo, Belén.