Yahura
El último piso del rascacielos de Yahura Corporation en Tokio real y virtual, un edificio que se afila como una aguja hacia el cielo como si pretendiera punzar alguna parte sensible de Dios, es un único salón. Redondo, insonorizado, forrado de cristal, podría ser uno de esos bonitos restaurantes de penthouse desde los que se domina el paisaje. Es importante tener los despachos en las alturas. Por muy poderoso que uno sea, la posibilidad de abarcar de un vistazo lo que parece ser todo el planeta mientras nos decimos: «Esto va a ser mío», no debe echarse en saco roto. Es como el aire libre para quien gusta de vivir en plena naturaleza. Sin embargo, debemos indicar que este salón ha quedado obsoleto para las necesidades psicológicas de su dueño.
Kenzo Yahura ya no precisa contemplar muchas cosas en real, porque ha comprendido, con la intuición de que hace gala y que le ha llevado, de hecho, a alcanzar la cima desde la fabricación de máquinas de pachinko y juegos de arcade al mercado de los videojuegos, que el verdadero control no se ejerce en la realidad. César, Napoleón y Hitler se equivocaron intentando arribar al poder por la fuerza o el miedo. El único poder posible, el verdadero, es la fantasía.
No importa lo que haces: solo importa lo que deseas hacer.
Controlando el ocio, controlas al pueblo.
Y, para ello, nada mejor que invadir la mente. He ahí el verdadero desembarco, la verdadera política expansionista del siglo XXI. Es por esto que el honorable señor Yahura no necesitaría ya asomarse a las ventanas de su ático en el rascacielos para sentir que el poder fluye de sus manos. Podría estar en un sótano, como los muchos sujetos reavir, voluntarios o no, que se entrenan y viven en el subsuelo de algunos centros que pertenecen remotamente a la corporación. La realidad externa nunca importó. El país a conquistar, el único que merece la pena, comienza al cerrar los ojos. Sus fronteras son las del sueño. Disney hizo más por extender la ideología americana que cualquier guerra manipulada por los inquilinos de la Casa Blanca.
No obstante, viéndolo ahora sentado en completa soledad y presidiendo la enorme mesa reavir, nos parece que Kenzo Yahura lo ha perdido todo.
Lleva el escaso pelo aún oscuro hacia atrás, la tez muy pálida. Viste un kimono negro que acentúa lo mortecino de su piel. Allí, solitario en el salón, no parece pensar nada ni desear nada. Sin embargo, se halla rodeado de gente. Las lentillas reavir de sus córneas (una innovación Yahura que permite prescindir de la diadema) le muestran una sala a rebosar, como en las ruedas de prensa de jefes de Estado: son los miembros del consejo del Clan del Este, reunidos en virtual. La mesa, también redonda en la réplica virtual, es mucho mayor, como un ruedo terso y elevado, y a su alrededor vemos numerosas cabezas. En esa otra vida Yahura también viste de negro, pero un elegante traje a medida cerrado en el cuello. Hay oscuridad, sobre la cual una luz pesarosa se derrama en el amplio espacio como aceite en una sartén. Huizicha Tahiro, el experto en musimática de Yahura, se encuentra en el asiento de la izquierda del financiero con su personaje de pelo color acero y gafas negras.
—El señor Kenzo Yahura tiene la palabra —dice Tahiro tras un silencio.
La figura de Yahura apenas mueve los labios, pero su voz resuena en toda la sala con claridad de trompeta.
—Damas y caballeros, seré breve porque deseo que el Examen de Conciencia hable por mí. Solo quiero decir, antes de que el Concierto comience, que mi tristeza y dolor son inmensos. Al fracaso de la operación de la Señal se ha unido la inesperada traición de mi hija… Corrijo: de quien fue mi hija hasta hace dos días. La reavir Misaki, formada como Instrumento desde los doce años de edad por el honorable Huizicha Tahiro, convertida en reavir multisensorial a los quince, entrenada por los mejores Afinadores, a quien dediqué gran parte de mi tiempo y recursos pensando, en mi ceguera, que daría lo mejor de sí misma al mundo y a nuestra ilustre agrupación… —Aquí Kenzo Yahura hace una pausa—. Carne de mi carne, educada en los más altos y nobles principios para convertirse en pura belleza y valor, ha resultado ser un cáncer en mi propia sangre. Incurable, envenena cada una de mis acciones y palabras, y hasta mi misma presencia en este cónclave. Añadiré que, pese a que siempre la consideré psíquicamente desequilibrada (muchos grandes Instrumentos lo son), me sirvió con destreza y devoción a lo largo de veinte años, así que soy el primero en asombrarme de su deslealtad. ¿Cómo ha podido ser? Toda especulación es solo una forma torpe de intentar explicar retroactivamente lo que, en principio, nunca debió ocurrir. La envié para captar al profesor Morgan Flint cuando supimos que él conocía más que nosotros acerca de la Señal que esperábamos… El resultado no ha podido ser peor: no es que Misaki fuese convencida por Flint, es que con Flint halló la excusa perfecta para traicionarme. El tesoro que creí poseer nunca existió. El cofre donde la guardaba siempre estuvo vacío. Ello no me absuelve, lo sé, pero creo que explica parte de la catástrofe. Trabajando en secreto con el mismo individuo a quien yo le había ordenado espiar, la innoble Misaki ha conseguido arrebatarme, arrebatarnos, la oportunidad, la gloria, el control… El azar se ha confabulado con sus manejos y los de Oswald Morpurgo, y ahora la ficha clave está en el tablero de Occidente. —El honorable Yahura carraspea—. Abro mi casa al Clan y a su dictamen.
Hay un silencio, aunque no piadoso. Todos asumen la pena de la hija traidora pero todos están enojados. Una de las personas sentadas a la mesa alza la mano.
—Lady Kant II pide la palabra —dice Tahiro.
En el aspecto de mujer de mediana edad con cabello de peluquería y traje de ejecutiva, nada llama especialmente la atención. Pero Lady Kant no es mujer ni hombre sino un panal de empresas cuyas opiniones han de ser promediadas. La versión II ahorra memoria y es más rápida que la I. Pese a todo, sus pausas son agobiantes para quien la escucha, incluso teniendo en cuenta la inmensa velocidad de ÓRGANO.
—Tiempo de mea culpa… —Su tono sintético, zumbón, rechina en los oídos—. Está bien… Pero… urge saber si Elemento Clave de acceso al core es la niña.
—No nos cabe duda alguna —dice Tahiro—. Hemos realizado un estudio a partir de la información que recibimos. Se conectó por azar, y el sistema la reconoció nada más entrar, ni siquiera tuvo que crear un personaje: le adjudicó el BOT de la niña del altar.
—¿Sabemos qué hará Morgan Flint con ella? —inquiere otra voz.
—Por lo pronto la ha llevado con Morpurgo —dice Tahiro—. Allí faltan tres horas para las once de la noche. Pero no creemos que Morpurgo la use para acceder al core. Siempre ha tenido la intención de estudiar el código, nada más.
—Es decir, que sigue viva, y puede ser copiada —dice Lady Kant cuyos componentes, algunos de ellos muy pequeños (presidentes de países diminutos, dictadorzuelos que nunca pasarán a la historia), tienen mucho que perder si el fracaso cuaja—. Es ahora o nunca. Sí. Eso. El Examen de Conciencia no puede retrasar esta acción…
—Discúlpenme todos ustedes, Lady Kant —interviene el barrigudo Chandrark, de la sección de Surasia, situado muy cerca de Yahura—. Al menos nosotros estamos especialmente interesados en saber si ha habido algo más que torpeza en el fracaso. —Su personaje desliza los negros ojos barriendo con la mirada a los demás—. Nuestro propósito era capturar a dos mujeres y un chico en real y copiar sus personajes para usarlos en el acceso al core, tal como reveló la profecía de la Rosa de Hong Wu. Incluso admitiendo que somos mucho más torpes en la realidad que en este bendito mundo, me cuesta creer que los miembros del equipo que enviamos para cumplir este aparentemente sencillo encargo hayan resultado ser francamente inútiles, como la señorita Grost, no importa que esta haya sido eliminada como represalia. —Deteniendo la mirada en Yahura—. Creemos que la explicación de nuestro fallo viene de arriba. Alguien de nuestro entorno nos ha traicionado… —Sonríe ante el malestar casi audible que provocan sus palabras—. Y si bien es cierto que el honorable Yahura ha perdido a su hija, no lo es menos que se trata de su hija, su Instrumento, y por tanto susceptible de influencias. Voto por comenzar el Examen del honorable Yahura cuanto antes.
—Estamos preparados, si nadie tiene nada que añadir. —Tahiro, al recibir la conformidad del resto, hace una señal.
El Instrumento que aguarda sobre la mesa es, ciertamente, una piece d'art. Lleva el cabello recogido en una cola y su cuerpo es firme y muscular, y a la vez dúctil y delicado. Rostro y alabeo de pechos hacen pensar en una mujer, pero en la entrepierna es liso como una muñeca. Permanece doblado hacia delante con las extremidades rectas, palmas de las manos y plantas de los pies en el mueble, el trasero empinado mirando hacia Yahura. Huizicha Tahiro —Toscanini de ojos rasgados— superpone a su figura la plantilla de la enorme y compleja Misa en si menor BWV 232, un mural de profunda religiosidad, un mundo en sí mismo. Lo vemos tomar aliento y elevar el puño derecho como si pretendiera derribar de un gancho a un enemigo invisible. En respuesta, el Instrumento alza ambas piernas en un movimiento fulgurante que arranca reflejos a su piel y se coloca cabeza abajo, recto, pies en alto, vinculando así sus Teclados armoniosamente con los de la mesa.
Estalla el coro
¡Señor, ten piedad!
flautas, oboes, violines, violas, bajo continuo y cantantes: más de una docena de voces diferentes. Solo gestos virtuales rápidos como la taquigrafía de las palabras logran pulsar las Teclas correctas en los instantes precisos, pero la técnica necesaria supera la habilidad de un Intérprete corriente.
No en vano Huizicha Tahiro es el Gran Virtuoso de Yahura.
Tras un paréntesis orquestal el Instrumento apoya un pie, gira sobre sí mismo y alza el otro, recto, permitiendo la apertura de nuevos Teclados. Crecen líneas, paredes, contrafuertes, arquitrabes, nave, bóvedas oscuras, vidrieras, gárgolas. Cuando nos percatamos ya estamos dentro de esa catedral con la forma curvilínea del cuerpo del Instrumento. Allí subimos la escalera de caracol de la cintura, nos asomamos al balcón de los pechos, nos ensordecemos dentro de su boca con el coro de su respiración, oteamos por las troneras zafiro de los ojos abiertos.
La última planta, al fin, no es la mente del Instrumento: es la de Yahura.
El vasto mundo de la Misa en si menor puede ser usado como polígrafo. Es lo que el Clan denomina «Examen de Conciencia». Su primera parte, Señor, ten piedad, transforma las ondas cerebrales de Yahura en una interfaz gráfica. Dentro de ella es posible moverse y descubrir mentiras o secretos ocultos. Los miembros del Clan son invitados por Tahiro a introducirse en ella: es un largo pasillo gris piedra con varios recodos. El Instrumento, llevando ahora una especie de corsé rosado y largas botas, el pelo suelto, abre camino taconeando por el corredor y creando ecos. Los ángulos de las paredes son cortantes como cuchillos. La conciencia del empresario más poderoso de Oriente está vacía. Sus mentiras, si las hay, se hallan detrás de gruesos muros. Los invitados siguen al Instrumento por ese laberinto, absortos en la helada majestuosidad.
Chandrark se detiene, su barriga abultando la camisa, y se lleva la mano a la perilla, que parece gotear pelos de su mentón.
—Perdón, ¿sería posible derribar esto? —Señala uno de los muros.
—Naturalmente. —Tahiro gira hacia el Instrumento—. Ábrelo.
De los dedos del Instrumento surge una luz que abre un teclado. El dúo para sopranos Cristo, ten piedad, moldeado por Tahiro, abre la pared. Hay más pared debajo: ningún dato escondido. El Instrumento se aparta para que Chandrark explore, como la obediente ayudante escénica de un mago de gran categoría.
El Examen no se detiene. Una traición puede albergarse en cualquier sitio. ¿Qué ama Kenzo Yahura, por ejemplo? ¿Cuáles son sus afectos? Tahiro apunta a su delineada orquesta de carne y un bellísimo y largo vestido rojo sangre cuya cola debe recogerse para no arrastrar renderiza sobre el cuerpo. En los nuevos Teclados que el vestido expone Tahiro toca el brillante comienzo del Gloria. Ligero gemido del Instrumento cuando comienza la pirotecnia de trompas y timbales. La interfaz escanea al presidente de las empresas Yahura en busca de aquello que estimule sus emociones. Archivos en rojo flotan desde trozos del vestido: la familia Yahura al completo, incluyendo progenitores, abuelos, antepasados samurai. Kenzo los ama y respeta. El hijo varón de Yahura, Satoru, se fragmenta en posibles nietos herederos a quienes Yahura dedica un amor futuro. Misaki es un archivo que se inclina con el peso de su traición. La esposa de Yahura ocupa lugar primordial en la pirámide de sus afectos. Todo correcto, aunque…
—¿No hay nada que odie? —interrumpe alguien. Es Chandrark.
Hay murmullos y remotas risas. Tahiro detiene la música y el Instrumento, con la falda rojo sangre medio arrancada, queda jadeante y pendiente de su Intérprete.
—¿Perdón, señor Chandrark?
—Estamos viendo sus afectos, ¿no? El honorable señor Yahura es un prodigio amoroso, pero ¿y los odios?
—Los encontraremos en etapas posteriores del Examen —aduce Tahiro—. El Gloria es demasiado cálido para los odios.
—Quisiera ver en qué cree el honorable señor —pide Chandrark, pensativo.
El recio Credo viste al Instrumento de negro. No por mucho tiempo: el vestuario se resuelve en las prioridades de la fe de Yahura. Nada hay realmente religioso, apreciamos, pero el archivo del Honor (mayúsculas) destella intensamente iluminado por el implacable foco de la confesión. El tridente símbolo de la empresa Yahura no sorprende a nadie. ¿En qué otra cosa iba a creer Kenzo si no en sus negocios? Varios invitados piden abrir la viñeta de las Señales y la Rosa de Hong Wu. Pero quedan decepcionados: los datos concuerdan con lo que ya sabían. Kenzo Yahura había conocido por primera vez las famosas Señales hacía cuatro años. Habían sido anticipadas por el musima chino Hong Wu, que había inventado una especie de I Ching virtual con forma de jardín. Una Rosa había crecido en él conteniendo las Señales, «en particular la última, una niña tendida en el altar de una iglesia cristiana», le había contado Hong Wu, «uno de cuyos participantes es la clave de acceso al core del sistema ÓRGANO cuatro días después». Las escenas profetizadas incluían datos sobre el día y la hora en que se producirían. Hong Wu se la había vendido al mejor postor, Yahura, y eso había sido el origen del plan.
Nada nuevo bajo ese sol.
—Nos acercamos a la zona final —advirtió Tahiro concentrándose.
En botines rosados, el pelo recogido ahora en una cola de oro, el Instrumento produce luz cuando el Santo, Santo, Santo anega la escena. Toda pared desaparece. Miradas como la de Chandrark las atraviesan como relámpagos. Las intenciones recónditas se vuelven cuarzos rosados translúcidos; las últimas telarañas, barridas; los ángulos, pulidos; los recodos, enderezados; la visión, ensanchada en un horizonte. Kenzo Yahura es, por obra y gracia del Instrumento que danza, un espacio libre, esplendoroso. Llenos están el cielo y la tierra.
El Honor, la Rosa, la niña en el altar, el Poder, Satoru, Misaki, su honorable esposa, el placer, los sótanos de Instrumentos ilegales… La visión avanza como en un túnel rapidísimo, sin escalas, un láser que se abriera paso hasta la intimidad final.
En real las cosas no son tan espectaculares, y desde luego mucho menos hermosas. Yahura, en batín, sentado en el ático del rascacielos, tiembla como poseído de una crisis epiléptica. Huizicha Tahiro, se concentra moviendo las manos desde una gran piscina interior en su casa de Tokio. El Instrumento es un ex padre de familia australiano que agoniza en los sótanos de Yahura y soporta la ordalía del Concierto mantenido con drogas. Como el toro de bronce de la antigua leyenda en cuyo interior se asaban víctimas, su tormento produce música y placer en los últimos compases de la pieza. Tras el Hosanna Tahiro queda con las manos en alto.
—¿Alguna pregunta, honorables señores? ¿Dudas? ¿Sugerencias?
—Veamos el Agnus —reclama Chandrark—. Si es culpable de algo, estará ahí.
Instrumento y decorado cambian por última vez. Los violines del comienzo del Cordero de Dios alzan un muro final. El Instrumento se apoya en él y…
—¿Qué es eso? —pregunta Chandrark de repente.
—¿Qué sucede? —se oye otra voz.
Un eco poderoso. Un temblor de tierra. La música cesa. La vibración se extiende por paredes y bóveda como el grito de un espectador en un cuarteto de cuerdas. El decorado se desgarra. El gris enrojece como los chorros de lava de un volcán y el suelo se alza como un poderoso tsunami y, al romperse, estalla en fragmentos. El Instrumento grita y Tahiro lo desconecta para que no resulte dañado.
El estruendo es tan ensordecedor que se precisa cierto tiempo para comprender que no ha sido una cacofonía de ruidos encadenados sino un solo, enorme, tan violento como un chorro de petróleo surgiendo de un pozo de prospección. Por fortuna todo es virtual y los invitados aparecen sanos y salvos alrededor de la mesa.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡El señor Yahura!
La impávida figura de Kenzo Yahura se desvanece de la mesa como un espectro. Un angustiado Tahiro toma la palabra.
—Señoras y señores… El honorable señor Yahura… acaba de… dejarnos…
A un gesto suyo aparece una imagen del interior del salón en el ático del rascacielos real. Yahura, aún sentado ante la mesa, abre la boca en una especie de asombro infinito. Por encima de los ojos vacíos el cráneo es como una caja de caudales que un ladrón torpe hubiese intentado abrir con explosivos. Hay sangre en la pared tras él.
En la mano derecha, la pistola humeante.