19:05 h

María

La autovía I-5 de California, acorazada de vehículos, se desplegaba hasta el horizonte como una criatura de escamas de acero. McKean no apartaba la vista de ella, sus fibrosos brazos, donde tatuajes y lunares formaban como palabras y signos de puntuación, tendidos sobre el volante. Como si, más que recorrerla, quisiera acuchillarla.

Si antes María había visto el caos del apocalipsis en ÓRGANO, ahora lo contemplaba en el mundo real desde su privilegiado sitial en las alturas de la autocaravana. Coches, camionetas, motos, mastodontes oxidados y pintarrajeados. Viajeros en los techos, en los remolques, pancartas con gritos mudos o caricaturas (Bach en algunas, su peluca de plato de canelloni y su mirada de infinita tristeza), altavoces estrepitosos con corales barrocas o Eminem. Ceñudo, McKean se inclinaba como desafiando aquel mundo. A ratos asentía con la cabeza. Un muñequito pegado al salpicadero frente a María, con la cara y el torso del antiguo presidente Nixon y las piernas con medias y portaligas, movía la cabeza de forma muy similar con los vaivenes. El chico le tradujo la leyenda en la base: «ESTE SÍ QUE ENGAÑABA». María miraba alternativamente al muñeco y al viejo, asintiendo al mismo ritmo. «ESTE SÍ QUE ENGAÑABA».

Al menos ya habían dejado atrás la ciudad de Los Ángeles y su inmensa periferia. Pero aún les quedaba camino. En teoría, hasta el Kraken, menos de dos horas, aunque era imposible predecirlo, había advertido McKean. Luego se sumió en un silencio terco. María lo había sometido a un insistente interrogatorio en su anfractuoso inglés. Con más años y menos optimismo que Jaime, desconfiaba de aquel rostro enfermizo que parecía ir a desmoronarse en terrones de polvo del Mojave bajo su pañuelo indio. McKean la despedía con un «Not now», y ni siquiera respondía a las insinuaciones sobre la posible implicación del presidente de Estados Unidos (en el secuestro de mi hija, por Dios). «Hablaremos después», era todo lo que había conseguido de él.

Eso y la carretera.

Pasaban de las siete, hora de la costa Oeste, cuando encontraron el primer Gran Embotellamiento, un suelo de espejeantes carrocerías reflejando la luz inmisericorde del sol. Los viajeros salían de los coches, desplegaban mesas y comida, bailaban o caminaban como zombis con las diademas conectadas. McKean apagó el motor.

—Quiere que conectemos —ofreció Jaime su versión del gruñido.

—Haremos lo que quiera —dijo María (luego tendría tiempo de arrepentirse de aquella frase). Notaba las axilas bajo el chándal nuevo cercadas de sudor.

Se desabrocharon los cinturones y pasaron al interior del vehículo. María ya había echado un vistazo. La autocaravana de McKean era una lata grande y cochambrosa. Cierto que se trataba de una cochambre ordenada donde cada suciedad ocupaba una jerarquía, y no revelaba pereza ni despiste. Era más bien como si a McKean no le importase comer en un plato con huellas de uso, debido, quizá, a que veía un plato interior, ideal y pulquérrimo. Se sentaron a la mesa plegable y McKean sacó una Kraft de color oscuro metalizado, de las primeras portátiles del mercado, con una diadema incorporada que mostraba el acolchado interior desprendido a trozos. Ellos sacaron sus relucientes Walchas. La tapa de la Kraft sonó a puerta de casa de fantasmas al ser abierta, y el viejo Make-Love-Not-War se la ajustó en la frente, bajo el pañuelo. Finkus y Maria B aparecieron en la misma callejuela donde habían conocido a McKean. Un Sistema de Transporte flotó ante ellos. Cuando parpadearon, allí estaba McKean en un salón enorme.

—Bienvenidos a mi land —dijo (benditos traductores) en un perfecto castellano.

No había nada que ver ni que valorar. Era una vasta zona blanca, nieve tridimensional, sin límites precisos. Al fondo (en un fondo que los ojos tardaban en definir) se alzaba una cruz lisa y voluminosa en relieve de un tamaño colosal. María notó que Finkus se miraba sus propios zapatos, levantando la punta del suelo.

—Este lugar está cargado de música —cuchicheó él—. De gran música.

—¿Conocéis la historia de Jesucristo? —preguntó McKean bruscamente.

—Todo el mundo la conoce —dijo Finkus.

—El Hijo de Dios vino a entregarse por nosotros. Era un hombre con un destino, a eso se reduce todo. Un cuerpo que por dentro era otro. Y no es que él lo eligiera. Rezó para eludir ese destino. —Mientras hablaba, McKean se alejaba hacia la cruz reduciendo su tamaño por efecto óptico debido a la inmensidad del espacio: el pulgar de Maria B habría podido ocultarlo del todo—. Vaya si rezó… Pero no podía eludirlo… Estaba escrito. Vosotros sois mi destino y yo el vuestro. Y tampoco podemos eludirlo.

—¿Cómo sabe que somos su destino? —indagó Finkus.

—Os recuerdo.

El detective y Maria B intercambiaron una mirada.

—¿Nos ha visto antes? —dijo Finkus.

—En sueños, sí. Tú —señaló a Maria B— seguías a un perro. Eso fue lo que dijiste.

Ella asintió. María había estado siguiendo a Perrito Bueno por aquellas callejuelas hasta encontrar a McKean. Se estremeció.

—¿Me… me reconoció?

—Solo cuando lo dijiste. «Vine siguiendo a un perro», eso dijiste o algo parecido. Entonces supe quiénes erais. En verdad, os esperaba. Toda mi vida, desde niño. Por eso conseguí una entrada real y virtual al SuperSQUID. No fue tan difícil: este land está cargado con las Pasiones, las obras que Bach compuso sobre la Pasión de Jesucristo. En ÓRGANO son un poderoso software de almacenaje. Me gano la vida en real transportando cosas en virtual. No cualquier cosa. Ciudades enteras de un lugar a otro de Estados Unidos virtual. Cientos de miles de BOT de animales. Escenarios complejos. Y personajes, claro. Muchos personajes. Mientras los transporto puedo copiarlos, y usarlos como quiera. Pero, en general, se los entrego al presidente para que se divierta.

—¿Al… presidente? —Finkus ladeó la cabeza—. Pero…

McKean alzaba un dedo que no llegó a ponerse en los labios, aunque parecía igualmente pedir silencio.

—Espera… A vosotros la que os importa es la niña, ¿verdad?

—¿Conoce… Conoce a mi hija…? —preguntó María, sobresaltada.

—¿Es tu hija? —dijo McKean sin énfasis—. Lo siento. La he visto: llevará gorro blanco y blusa marinera. Ella es el Cordero inocente sacrificado en el Gólgota.

—¿Qué…?

—Las Señales han sucedido —decía McKean plantado ante ellos, abierto de piernas, los pulgares en el cinto—: la sonda Voyager, ese zoológico de París… Estaba escrito. Hoy vamos a morir. Todos. Será mejor que lo asumáis. Pero antes lo mataremos a él.

—No… No… —María hacía manotear a su personaje. Quería desconectar pero no hallaba la opción. El fuerte golpe contra el aire que recibió Maria B apenas le provocó más dolor que las palabras de McKean. La barrera era sólida. Enseguida se materializaron otras tres paredes y el techo acotándola en un cubículo de cristal.

La colosal, recia melodía, avanzando como si toda la orquesta se arrastrara con un dolor infinito hizo brotar los demás cubículos. En otro de ellos quedó encerrado Finkus. Surgían del suelo blanco, aquí y allá. María no sabía cuántos podía haber: ¿veinte?, ¿doscientos?, ¿dos mil? El coro parecía provenir de la textura de las paredes y cantaba algo cuya traducción serpenteaba a los pies de Maria B: «¡Venid, hijas, ayudadme en mi dolor! ¡Mirad! ¿Quién? ¡El esposo! ¡Miradle! ¿Cómo? Como a un Cordero…».

—¡McKean…! —gritaba Finkus desde su jaula—. ¡Déjenos salir!

María podía verle a través de las paredes de su propia pecera. Más allá, otros personajes, todos masculinos. Golpeaban las paredes. Gritaban en medio del ensordecedor coro como voces de réprobos en el infierno.

—Voy a comer —dijo McKean y hubo silencio—. Luego vendrá el presidente.

Y desapareció.

Había un barbudo robusto que era de Canadá en real. Otro llamado Jimmy Sandhurst, que se hartaba de decir «soy de Ohio, veintidós años» y, oh sí, necesitaba «urgentemente» desconectar e ir al aseo. «¡Ayuda, por favor!». Esos eran los que estaban más cerca y a quienes María y Jaime pudieron interrogar. Todos llevaban como mínimo dos o tres horas allí, sin salir a real. Los únicos que habían logrado «escapar» eran, al parecer, aquellos cuyas diademas habían sido apagadas por terceros. Pero los que tenían la mala suerte de estar solos en sus casas ante sus consolas se sentían perdidos y atemorizados. Habían topado con McKean buscando plazas en ambas vidas, como ellos, y habían acabado en aquella prisión. Nadie era musima, o al menos nadie era lo bastante buen musima para crear una salida y escapar.

McKean regresó media hora después. Renderizó una gran alfombra roja abultada como un paquete y empezó a pasear de un cubículo a otro mientras hablaba.

—No soy norteamericano de origen. Nací en un país del Este que no os importa y no me llamo McKean. —Graznó una risita—. Lo de Clint fue en honor del gran Clinton, que Dios proteja, que me concedió la ciudadanía. Esto es un gran país.

Compré este land para ganarme la vida. Fue un buen negocio, es un objeto musima muy caro pero le he sacado partido. Además, las Pasiones me hacen aceptar mi destino. Hoy es el fin. He hablado de esto con tantos, y nadie me creía… Nadie.

Estaban en manos de un loco. Eso le quedó claro a María, y, para cuando lo supo, ya no le importó demasiado por qué los mantenía allí. Sentía calambres remotos, deseos de orinar y beber que eran como pesadillas. Sospechaba que, en real, McKean no los había movido de sus asientos en la mesa de la autocaravana, pero allí solo existían aquellas paredes de cristal a través de las cuales ella veía a Finkus y al resto de prisioneros. En un momento dado McKean abrió la alfombra roja. Estaba llena de cadáveres.

O no. Eran solo cuerpos. Muchachas esparcidas. Cáscaras de chicas. Las botas de McKean iban entre ellas, apartándolas con un ruido gomoso, como un mendigo por entre un alucinante cementerio de automóviles. Llevo muchos personajes, los copio, los uso. Blancas, negras, orientales. Ordenó cuatro en fila, eligió a una de pelo azabache, la incorporó dejándola inmóvil, se volvió hacia un cubículo, que albergaba a uno de los hombres, apuntó con un nudoso dedo índice y el tipo retrocedió aterrado, haciendo aspavientos, gritando. El grito pasó a tener otro timbre, más agudo, y en lugar del personaje masculino apareció la chica de pelo azabache. McKean hippie se transformó también en otro. Era como una versión corregida, al menos, en la elegancia: su mismo rostro real y gafas, pero impecable traje azul oscuro, camisa blanca y corbata roja. El cabello, níveo, corto y bien peinado. Su sonrisa le distribuía las arrugas.

—Es vuestro destino —dijo en tono seco frente al cubículo de la «chica»—. Unas veces se gana, otras se pierde.

Focos invisibles iluminaron el rojo escenario estrellando contra él la sombra de la muchacha. El brazo en manga de chaqueta de McKean Presidente se movió.

El espectáculo pudo durar horas enteras para una asqueada y atemorizada María. Algo (algún tipo de estímulo o calambre) en el cubículo hacía contonearse, sonreír, gemir, mostrarse, enmudecer o adoptar otra voz a la figura del interior, murmurar cosas al Presidente o chillar ante golpes invisibles. Una diversión inane, pero sin duda agobiante para el jugador encerrado. Al fin, como si las cuerdas que la mantenían en vilo y la obligaban a la procacidad hubiesen sido cortadas, coros y arias cesaron y la figura cayó al suelo, exánime. El cubículo se oscureció.

Cuando María apartó los ojos al fin del muñeco inerte, McKean era de nuevo el hippie, enjuto, encorvado, hablando como sumido en la desdicha.

—Lo siento… De veras, lo siento tanto… Siento que él os obligue a esto. Pero nuestro consuelo es que hoy… lo mataremos…

Hasta que llegó el turno de María los espectáculos fueron muy similares. Jimmy Sandhurst, de Ohio, pasó su propia ordalía como rubia de flequillo recto a quien una música de soprano y picudas flautas enervaba entre encajes negros. Una muñequita de rizos platino y labios gruesos fue destinada al canadiense barbudo. Mientras danzaban, McKean Presidente ponía los brazos en cruz y gritaba, como recibiendo en pleno éxtasis las oleadas de sensaciones del interior del cubículo.

—¡¡Así!! ¡¡Hazlo otra vez…!! ¡¡Eso es lo que debes hacer, muchacho!! ¡¡Unas veces se gana, otras se PIERDEEE!! María, aturdida al fondo del todo de sí misma (no sabía cuánto tiempo llevaba conectada), sintió una especie de pinchazo de aguijón eléctrico cuando el dedo de McKean en su versión de hippie la señaló. El viejo le dejó puestos solo los pantis de rejilla y pasó casi diez minutos colocando a Maria B en distintas posiciones sobre una base blanca que brotó del suelo de su jaula. Luego le soltó el pelo y fue borrando sus medias. Como si buscara algo: una postura, una apariencia. María pensó que quizá era eso lo que hacía con todos. No buscaba tanto su placer, o el del «Presidente», como la apariencia precisa y la posición correcta… ¿correcta para qué?

Mientras McKean la manejaba sintió algo en real.

«Drink»: eso oía desde algún lejano lugar de su audición. Sus labios formaron una O sobre la pajita, un líquido fresco que sorbió con avidez.

—McKean, usted no quiere esto —dijo cuando pudo hablar. McKean seguía derritiendo la última prenda de Maria B como una película antigua que se quemara en la proyección—. ¿Por qué lo hace?

—Es necesario…

—¿Para qué?

—Hallar al elegido. Ha de tener un personaje femenino.

—¿El… elegido…? —María se mordía el labio ante cada nueva posición, delante o detrás del pilar blanco, acompañada siempre del estímulo eléctrico.

Pero el McKean que estaba frente a ella ya no era el Súbdito sino el Presidente.

—Basta de cháchara. Espero que sepas obedecer.

Gruñidos sofocados y todo comenzó para ella. Era desagradable. Tenía que adivinar cada paso, cada gesto, mientras recibía aquellos calambres. Mover al personaje sin cesar, recibir el «estímulo» cuando enlentecía el ritmo, o simplemente por capricho del viejo. Pero al cabo del rato lo hacía automáticamente, se dejaba llevar sin pensar, como si le cediera el control a McKean. Y de pronto el cubículo se oscureció.

Cerró los ojos de Maria B y María los abrió a la noche. Tenía que ser de noche. Seguían en el interior de la autocaravana, recostados contra el respaldo de los asientos. Por el rectángulo de las ventanillas penetraba apenas un color índigo profundo. El chico y ella, sudorosos, María con el cuerpo frío pero las mejillas hirviendo, el chándal plateado pegado a la piel. Mover las piernas le arrancó un gemido. McKean, que los había desconectado, regresó en ese momento con un termo de té fuerte. Ofreció su enjuto y tatuado bíceps a María, pero ella lo rechazó con desprecio y se apoyó en la mesa para desplazarse al retrete químico.

Belén. En peligro. Vais a morir. Todos.

Regresó tambaleante a la parte delantera del vehículo sorteando una colcha caída en el suelo (donde quizá él se ha hecho una paja viéndonos) y se acomodó en su asiento entre McKean y Jaime. Contempló absorta el espectáculo. Todo era oscuro y lunar, salvo un reguero de diamantes en línea recta, como la pista de migas de pan que llevara hacia un tesoro oculto. Otra línea de luz igual de rabiosa la atravesaba en perpendicular exacta. Una cruz tendida en el suelo. McKean lo señaló.

—Kraken —dijo—. Allá.

En el punto donde se entreveraban ambas líneas de coches la luz era potente como un incendio. Las pupilas de McKean reflejaban la cruz dentro de ardientes círculos.

—¿Hemos… llegado? —dijo María, temblorosa, en su inglés de colegio.

—En media hora —repuso McKean—. Tres cuartos, con mala suerte.

Ella consultó el reloj del salpicadero. Llegarían para las once de la noche. Pero ¿serviría de algo? Moriremos. Todos. Aprovechó para poner una mano sobre la mano de Jaime, que se hallaba como abstraído, y que al notar su contacto la retiró. María lo interrogó con la mirada.

En ese instante McKean dejó el volante y se levantó, sobresaltándolos.

No hubo conexión esa vez: regresó con una bolsa de hamburguesas McDonald's posiblemente congeladas y recalentadas. Ella estaba hambrienta y comió la mitad de la suya y bebió del termo. McKean devoró su hamburguesa con la misma ansia con que lo hacía todo. Jaime apenas tocó nada.

—¿Qué te pasa? —le preguntó ella. Pensó que McKean se quejaría de aquella charla en su idioma, pero no les prestaba atención.

La voz quebrada (y, a un tiempo, tristemente desafiante) del chico la preocupó.

—Dentro de poco será mi turno.

—Se trata de un puto juego —dijo ella—. Te hace bailar, te incordia. No hay más.

—Uf, menos mal —repuso Jaime—. Pensé que además te compraba un piso.

—Solo intento que lo aceptes. Es su maldita diversión.

—No voy a aceptarlo. No.

—¿No has tenido nunca personajes femeninos?

—Claro que sí…, pero… es distinto.

—Dímelo a mí. ¿O crees que debería gustarme más por ser mujer?

—No he dicho eso. No voy a aceptar. Punto.

—Bueno, también podríamos matarlo —dijo ella con calma—. Hay un rifle colgado en la pared ahí atrás. Total, esto es Estados Unidos, lo mismo lo ven natural. Pero antes tendremos que obligarle a que nos diga cómo entrar al Kraken, ¿no? —Lo vio titubear y su rabia subió un grado—. Salvo que pienses que ya no merece la pena entrar.

—No estoy bromeando —advirtió Jaime.

Yo tampoco, iba a responder ella cuando se lo pensó mejor.

De repente creía entenderle, incluso se reprochó no haberlo hecho antes.

Para los demás puede que se trate solo de un juego de mierda, pero para él debe de ser diferente. María no creía que existiera ningún chaval que estuviese vacunado de la humillación. Y sobre todo delante de la chica que le gusta. Al pensar eso su enojo se disipó. Se quedó mirando su rostro flaco de pelos recién nacidos y recordó los besos que le había dado en el avión, breves pero con significado, como mensajes de náufrago.

—¿Te hizo daño? —preguntó Jaime.

—No. Me molestó, sí, pero no era realmente dolor.

—Está loco —dijo él con furia mientras McKean se pulía su hamburguesa y movía el volante con la otra mano—. Puede que diga la verdad, puede que sea cierto que nos recuerda y recuerda las Señales… La «Casa Celeste» debe de ser la sonda Voyager… Pero recordar todo eso le ha vuelto loco de remate…

Ella asintió, imaginándolo. Vio a un McKean transhumante, sacando dinero de llevar pasajeros en virtual y real, manteniendo su Cuarto de Barbazul en secreto, solitario como una de las plantas que se erguían en aquel desierto. Lo vio con la figura del Presidente, que acaparaba sus vicios. Así, hasta el día decisivo en que lo que había soñado toda su vida, la visión que lo había obsesionado, se había hecho realidad. Tener la certeza de que tu locura es cierta, ¿no bastaba para liberar a ese Presidente oculto?

—Nueva parada —dijo McKean apagando el motor en aquel río helado de bocinas.

¿Cómo iban a escapar de allí y entrar en el Kraken? Todos vamos a morir.

Belén. Si al menos ella estuviera bien