13:20 h

Morpurgo

Sin estridencias, con absoluta delicadeza, los ojos cerrados, vestido solo con un batín de seda negra, Oswald Morpurgo se sienta ante su consola.

Su despacho privado real en Mount Valley se encuentra en la última planta de la sede de Mount Valley Technologies, condado de Inyo, California. El sol arranca destellos precisos de la cúpula, un buckminsterfullereno de cristal de veinte hexágonos y una docena de pentágonos, un grano extraterrestre en un culo de matojos y carreteras. El interior minimalista contiene un simple mobiliario de diseño blanco y una consola Neo-Schnitger X-9000 aún no comercializada, con pantalla cinematográfica.

El heredero del imperio Morpurgo, en real, es un albino sin un solo vello en todo el cuerpo —cejas y pestañas incluidas—, de piel tersa, casi blanda, como la de un feto en el útero o una pelotita de goma. La consola Neo-Schnitger capta sus ondas cerebrales de manera ultrarrápida, sin necesidad de diadema. Nada más sentarse ante ella, su personaje virtual, OM, aparece en su sillón de la zona protegida de la rosada Placenta.

El señor Flint virtual ya se encuentra allí, sentado frente a él.

—Hola, Oswald. Gracias por acceder a esto.

Morpurgo teclea algo con sus manos virtuales y el texto se transforma en voz.

—Acabemos cuanto antes, Morgan —dice OM.

Oswald Morpurgo fue generado por la fecundación de un óvulo anónimo con espermatozoides de su padre treinta años antes. Nathan quería, en lo posible, elegir las características genéticas de su hijo sin otra influencia que la suya. En parte lo logró: Oswald era un genio del cálculo y la intuición. De niño su único juego fueron las consolas —en ÓRGANO se hizo imbatible— y su único mentor su padre. Nathan creía en el destino circular. Le habló de Samsara, la Rueda de la Vida hinduista, y el Eterno retorno nietzscheano. Todo era para volver a ser. De alguna forma también Oswald era un círculo: una tersura onanista. Todo regresaba a él. Solo hablaba a través de una pantalla. Su mente, en cierto modo, semejaba otra pantalla en la que una idea básica destellaba cada vez y luego se ramificaba en un circuito arborescente de enorme complejidad. Cuando ya resultaba imposible seguir, la pantalla lo borraba todo y se preparaba para desarrollar otra idea. Alan Neumeister, el matemático diseñador de ÓRGANO, la gran amistad de Oswald en su infancia y juventud, comparaba la mente del pequeño Morpurgo con el Juego de la Vida de John Horton Conway (al que el propio Neumeister era muy aficionado): cuadrados blancos y negros que, a partir de un puñado de reglas básicas, forman figuras dotadas de movimiento capaces incluso de «disparar».

—En el fondo, ÓRGANO es como el Juego de la Vida, o como tu mente, Oswald —le decía—. Parte de un esquema básico y se complica cada vez más. Muchas obras de Bach son así. Las fugas para teclado, las Variaciones Goldberg… Hasta el Universo mismo: hubo un tiempo en que era una cabeza, de alfiler, un punto. Luego, el Big Bang. A partir de ahí nació todo. —¿Y a partir del todo vendrá la Nada?, se preguntaba él—. No te sientas mal por tener un cerebro así. Eres un símbolo de las cosas que importan.

Importante o no, Oswald fue desautorizado por el consejo de administración como presidente de Varanasi Industries, el gran imperio de su padre, cuando este falleció. Lo cual constituyó una de las mejores noticias de su vida. Dotado de tiempo y poder, vivía rodeado de consolas, dedicado a gozar y a explorar. Construyó el espacio de la Placenta, puso en la puerta el cartel de «No Molestar» e invitó a los mejores Instrumentos del mundo: Beatrice Reece, First Voice, Helen Hancock, Whimsical Chrome, Jill Cliffords, Chang Wu Sei, Pat Cavendish o Julia Palmer. Persiguió el placer y la felicidad como quien resuelve una ecuación. Halló formas de seguir escalando los peldaños hacia el Nirvana. Y, como el intento frustrado de la ola contra la roca, descubrió, invariablemente, que, incluso en ÓRGANO, con Bach y el mejor Instrumento exponiendo sus Teclados, existía un límite, un hartazgo, una sensación de saciedad infranqueable.

Cualquier otro habría interrumpido allí su peregrinaje. No así Oswald.

Entre sus extrañas experiencias musimáticas, había dado con una realmente poderosa: bien tocadas en un Instrumento fino, las piezas de Bach que contenían variaciones sobre un tema podían desdoblar a un jugador. Un Dorian Gray musical, un Jekyll y Hyde, donde una parte gozara los placeres y otra acarreara las consecuencias. Encontró un posible Instrumento —una divorciada cuarentona en real llamada Sarah que en virtual era Pat Cavendish, uno de las más sutiles y extraordinarias musimas del mundo—, eligió las Variaciones Canónicas BWV 769, se encerró en la Placenta y realizó una labor de virtuosismo como solo el hombre de Una Sola Idea es capaz de realizar.

—¿Seguro que quieres seguir? —decía Pat con su cuerpo manando las Variaciones.

Oswald asentía a través de OM.

Lo que sucedió fue debido, ante todo, a la forma de ser de Oswald. A su obstinación infinita, su casi inhumana curiosidad.

Ambos, Pat y él, la vieron a la vez, surgida de la nada. Allí estaba: Shenna. O así la bautizó él más tarde, porque nació sin nombre, básica, luego se hizo compleja.

Un símbolo de las cosas que importan.

—Hola, Shenna —dice Flint.

Sonriente, ella flexiona las rodillas y se sienta en el suelo de la Placenta.

—Hola, profesor Flint. —Y con otro cabeceo—. Hola, OM.

Parece una estudiante universitaria en una fiesta psicodélica. No tiene nada de particular, excepto que solo lleva medias rosadas hasta las rodillas y una muñequera a juego. Pero eso es vestuario aleatorio que el sistema le entrega automáticamente cuando renderiza. Su cabello lacio color madera, su rostro simpático y su cuerpo delgado emanan intemporalidad, como el rostro de Oswald. Los ojos, acaso, evocan turquesas.

OM no dice ni hace nada. Solo la mira.

—¿Sabes por qué quería verte, Shenna? —pregunta el señor Flint desde su sillón en tono doctoral.

—Supongo que está buscando algo. —Shenna se muerde el labio, burlona—. Si está usted cerca, profesor, es que busca algo.

—Busco sinceridad.

—Oh, perfecto. Yo soy toda la sinceridad que este pobre chico judío se permite.

—No es preciso ser tan cruda —reprocha Flint.

—La sinceridad siempre lo es, profesor.

Flint se levanta de su sillón y camina hacia ella, agazapada en el suelo.

—Pero Oswald ha accedido a invitarte. Eso muestra su coraje, su integridad…

—¿Qué quiere saber, profesor? —corta ella mirándose una pierna, distraída, como si el reproche no la alcanzara.

—Necesito saber si Oswald pretende hacerle daño a la niña.

—Cómo puede pensar eso…

—Responde.

Shenna sigue moviendo la cabeza y mira a OM, y, a través de él, a Oswald, y por un instante no hay pantallas que los separen. Son dos, son uno. Como Flint le explicaba al joven Morpurgo cierta vez, «uno da uno multiplicado o dividido por sí mismo».

—Cómo puede pensar eso, profesor —repite Shenna/Oswald.

¿Quién o qué era ella? Oswald creía tener una respuesta, pero el señor Flint le había dicho un año atrás que era falsa.

—No, no eres tú. Es algo que hay en ti, pero que está en otra zona de tu cerebro. Al desdoblarte durante ese Concierto con Pat lo encarnaste por error en una figura.

—Pero ¿por qué ella? —preguntaba un OM desesperado—. ¿Por qué ella?

—Quién sabe. —Flint se había frotado su perfecto pantalón oscuro mientras hablaba—. Es la otra cara de tu moneda. Allí donde tú te expresas a través de un teclado, ella te hace usar la voz. Donde tratas de ocultarte, ella te muestra. Cuanto más frío y parco emocionalmente eres, más abierta y emotiva es ella. Tú eres hombre, ella mujer.

—Mi doble.

—Otro yo —había resumido Flint—. «Otro», simplemente. Porque somos muchos.

OM había parpadeado. Traducido al laconismo de Oswald equivalía a dolor.

—Pero no puedo impedir que aparezca ni expulsarla, Morgan… Es horrible.

—Al contrario —lo animó Flint—, es una suerte. Casi todos precisamos enloquecer para vivir eso. Tú has tenido la especial fortuna de vivirlo estando cuerdo.

—¿Qué puedo hacer?

—No hay forma de extinguirla: estará siempre que tú estés, por definición. Pero hay una cantata que puede crear una barrera, un muro entre ella y tú.

Una sólida fortaleza es nuestro Dios, BWV 80. La he probado. Inútil.

—No si la tocamos en un Instrumento específico. ¿Recuerdas a Julia Palmer?

Morgan Flint y Oswald se habían conocido porque ambos habían tocado en Julia Palmer. Se comentaba que en real era un amigo de Flint. En cualquier caso, era propiedad de Flint, afinada a la perfección por su arte. Con ella, Jeff Daniels y Flint habían estudiado las Señales y la secta que las profetizaba. Luego, tras la extraña muerte de Daniels, Oswald mismo había empezado a interesarse en las Señales.

Flint había llevado al Instrumento a la Placenta. Los Teclados de Julia y los de OM fueron fusionados a través de piezas de vestuario que Julia portaba. Los excelsos acordes de Una sólida fortaleza, la bellísima cantata compuesta por Bach para el día de la Reforma, se alzaron en la bóveda de paredes rosadas. La Interpretación de Flint fue perfecta. Shenna apareció por última vez en un furioso flash, y luego fue sumida en el interior de Oswald y encerrada en su conciencia como el genio devuelto a la lámpara. Flint selló la entrada tocando una voz de la primera aria en el Teclado de su Instrumento y otra en el de OM. Fue como un lacre: los labios rojos de Shenna se cerraron. Con el dúo final todo quedó oculto.

Flint había acariciado la mejilla de su Instrumento jadeante al finalizar.

Una muralla inexpugnable protegía ahora a Oswald de la presencia aleatoria de Shenna cada vez que conectaba.

Justo la muralla que Flint y él habían abierto para dejarla salir.

—Por supuesto que no quiere dañar a la niña, profesor —dice Shenna—. Quiere explorarla, estudiar por qué es tan importante para ÓRGANO, por qué es la clave de su control… Le preocupa, incluso le asusta, lo que pueda pasar hoy, a las once de la noche. No tiene intención de hacerle ningún daño, todo lo contrario: quiere protegerla.

Oswald espera que Flint tenga ya suficiente con esa declaración de su otro yo. Porque lo cierto es que mantener afuera a Shenna le horroriza. Se siente como violado a la inversa: algo lo penetra desde su interior y brota obligándolo a hablar, a traducir en el micro sus propios pensamientos. Por muy oscuros que los guarde, Shenna los ilumina con su cuerpo níveo. Pero (lo piensa de nuevo mientras Flint sopesa esa información dando vueltas en torno a la figura quieta de ella como un militar pasando revista a un extraño soldado desnudo), ha tenido que complacer al viejo. No pudo negarle esto. Morgan Flint es el hombre a quien más respeta después de Neumeister.

Ese respeto se adivina en los ojos devotos de Shenna. En la forma en que mira al viejo por encima del blanco hombro mientras él se sitúa a su espalda, en su sonrisa.

—Oswald la conoció esta mañana, en real —dice Shenna.

—Lo sé. —Flint asiente. Aún a su espalda, observa a la vez a Shenna y a OM.

—Le ha caído muy bien la niña. Jamás dejaría que le hicieran daño.

Era cierto (naturalmente, si Shenna lo decía): tras un breve descanso después del viaje desde Nueva York, Oswald había pedido conocer a la niña. Belén ya había llegado a Mount Valley con Flint y Misaki, y también había descansado. Oswald se quedó mirando aquellos cabellos castaños, los ojos, el suave semblante, su figura bajo la camiseta y los vaqueros. Por supuesto, no le dijo nada, ni siquiera cuando ella le saludó con un tímido «Hola» después de que Flint dijera: «Te presento a Oswald Morpurgo, hijo del fundador de la empresa propietaria de ÓRGANO». Oswald se limitó a sonreírle. Una leve sonrisa. Jamás le hará daño, pero la necesita. La niña es el código, los números capaces de acceder al centro neurálgico del juego, ese centro que su amigo Neumeister había querido explorar. Es necesario protegerla, por mucho que el Clan haya fracasado y su cabeza visible, Kenzo Yahura, antiguo socio de su padre y hombre sin escrúpulos, haya quedado fuera de juego y expuesto a un Examen de Conciencia…

—Yo confío en Oswald —asevera Flint.

—Y él en usted —dice Shenna—. Por eso organizó que Misaki y usted marcharan a Madrid a proteger a los jugadores implicados…

—Aun así, Oswald posee una copia del Canon…

—¿No recuerda? Es una herencia de Neumeister, su amigo. Antes de quitarse la vida le legó esa copia. Además, el Clan obtuvo otra. Oswald solo quiere protegerse, tal como usted y él planearon… Lo admira, profesor Flint. Lo ama. El pequeño Oswald lo ama. Nunca, nunca le traicionará.

Su declaración es como su piel: pura, lechosa, visible. Inalterable. Shenna es la Sinceridad. Quizá no muy hermosa, pero directa. Vieja y a la vez fresca.

Hay una pausa cuando Oswald deja de hablar como Shenna. Su voz hace que vibre como si él en real fuese su propio Instrumento. Si Shenna es su locura, entonces las alucinaciones tienen un mundo objetivo donde habitan, una realidad antiplatónica invocada por la música y las matemáticas que yacen tras ella.

¿De dónde puede haber salido, de qué antro de su fantasía, y por qué con tanta nitidez y realismo? Morgan Flint tenía una teoría curiosa al respecto. «Quién sabe si llevas dentro una memoria genética, Oswald. Shenna puede tener el rostro de la anónima propietaria del óvulo que te procreó. ÓRGANO es solo matemáticas y música, pero usa nuestro cerebro para funcionar. Y nuestro cerebro es la catedral de los enigmas».

Ahora la catedral de los enigmas muestra el espectro que la hechiza.

—Muy bien —dice al fin el viejo—. Te creo, Shenna.

Oswald respira aliviado. El interrogatorio ha concluido. Flint parece satisfecho. Solo es necesario tocar la cantata Una sólida fortaleza en el Teclado de Shenna para encerrar aquella Pandora en la Caja de sus pesadillas de nuevo, y para siempre.

Es lo que supone Oswald que Flint hará. Pero no es eso exactamente lo que hace.

Situado a espaldas de ella abre sus Teclados, pero también los de OM con suma rapidez. Antes de que Oswald reaccione, Flint comienza con el poderoso coro inicial, pero separa las voces como ya había hecho en su Instrumento para disolver a Shenna.

Ahora el efecto es el inverso.

En real, Oswald Morpurgo se tambalea ante la consola como si hubiese recibido un golpe. La sorpresa le impide pensar durante unos segundos, pero al fin comprende.

Es un ataque. Flint asalta el mismo centro del débil corazón que es Shenna.

Su corazón.

El viejo la está atacando. A ella. A él.

—¿Mor… Morgan…? —dice. No lo teclea: por primera vez lo dice.

El personaje del viejo, una sombra detrás de Shenna, sigue elevando las manos.

—Lo siento, Oswald.

La pieza es como una sierra que atravesara todos los centros del cuerpo de su doble femenino: hiende pies y piernas, converge en su pubis, separa en mitades simétricas sus nalgas, el tronco. Desde el espacio entre los dedos anular y corazón, abre grietas de carne. El círculo de las pupilas se corta por su diámetro exacto. Las líneas confluyen hacia las sortijas de su pelo, que se abren como estambres por el centro.

Todo el cuerpo, todos los cabellos. Salvo uno.

Al llegar al extremo de este, la bifurcación se interrumpe: falta el compás final.

Durante un segundo hay silencio. El viejo queda con las manos juntas en alto.

—Acabará pronto, Morgan —le dice—. Te lo aseguro.

Oswald Morpurgo se da cuenta de lo que va a suceder. Busca desesperadamente desconectar, pero la opción no está accesible. Contempla el rostro del hombre en quien más ha confiado en los últimos años.

—Morgan… —repite, horrorizado.

Las manos de Flint, entrelazadas, se separan.

El grito de OswaldShenna, espantoso, se hunde en el coro separado

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como la causa del efecto,

el ser de la identidad, hendidos por

la música

que divide, corta por el centro

exacto, y una parte, la que aún

piensa, añora tanto a la otra,

desea unirse tanto a ella y volver

a crearse, pero se fragmenta

Oswald cae hacia atrás sobre el respaldo del sillón, los ojos abiertos e inmóviles.

Por un instante todo es blancura en su piel tersa. Un segundo después dos líneas rojas descienden desde sus fosas nasales, doble vía paralela, erupciones de lava divisoria, exacta, derramándose sobre dos labios. Con absoluta delicadeza. Sin estridencias.