Jaime
Jaime sabía que tenía que pensar en lo ocurrido. En aquel tipo, Clint McKean, surgido de la nada, y en lo que les había proporcionado. En lo que encontrarían al llegar a California, lo que les aguardaba al final de la pesadilla… si vivían para saberlo.
Pero solo lograba deshojar la margarita.
Me quiere a mí. No, a Finkus. Pero ha dicho que yo soy él. O que puedo serlo.
Eran —o así lo creía su mente matemática— pensamientos absurdos. Pero hasta la mente más soleada tiene sus noches de farándula y agobios. Y Jaime se sumía en la noche de su razón, mirando de hito en hito a la mujer gordezuela de chándal plateado que recostaba su cabeza contra la ventanilla.
Yo soy también Finkus. Claro, igual que soy Max, o PollyAnn.
Ahora recordaba a su muñeca de pelo platino, cara asustada y vestiditos cortos de colores perfumados. El rubor le calentó las mejillas. ¿Qué opinaría ella si viese a PollyAnn? ¿Si lo viese a él de PollyAnn? ¿A quién «amaba» ella? ¿Y él? ¿Por qué había aceptado acompañarla en aquel viaje espantoso?
Ocupaban la segunda fila de la derecha del Boeing de la línea aérea china «Chunga», como la llamaban jocosamente las decenas de grupos hispanos que abarrotaban la cabina del morro a la cola, aunque el nombre real sonaba más bien como «Chungit». Por suerte, bendito fuese ÓRGANO, desde que habían despegado con el consabido retraso aquellos fervientes expedicionarios se habían entregado a oleadas de cuchicheos ante sus consolas, ambiente que solo interrumpían con gritos y canciones en real cuando desconectaban. La atmósfera, en este último caso, recordaba a Jaime la de un autocar lleno de hinchas dirigiéndose a una final de su equipo. Casi todos iban alegres, borrachos o ambas cosas. Una sola azafata china, con cara de desear estar en casi cualquier sitio salvo allí, repartía comida envuelta en celofán como si lanzara pedradas, de un extremo a otro del avión.
El viejo hippie, fuera quien fuese en real, les había conseguido aquellas plazas por un precio ridículo y con abrumadora facilidad. Solo una llamada a la compañía y el traspaso de una reserva a sus nombres. Incluso había agilizado los trámites de la impresión de sendos permisos de entrada en los Estados Unidos desde las consolas fijas de Barajas, después de que ambos consiguieran pasaportes en la policía virtual del aeropuerto. Sin problemas. Sus nombres no estaban en ninguna lista negra. No les buscaban (aún) por ningún crimen. Nadie había denunciado sus secuestros. De repente estaban allí, en aquel avión chino de última hora, gracias a los hábiles manejos de un alucinado y alucinante McKean. Pero ¿por qué? ¿Podían fiarse de aquel tipo extraño de quien nada sabían en real? Soy vuestro destino. ¿Qué destino era ese? Y sin embargo…
No le había dicho nada a la mujer desde luego, pero la forma en que aquel viejo los había mirado recordaba a Jaime algo: la mirada del viejo médico que lo atendió en el hospital de Oviedo al que lo trasladaron, cuando se asomó a sus ojos de niño de cinco años (él llorando, sin ganas de colaborar) y le dijo: «Venga, no llores… No serás una niñita». Era una frase impropia, pero quizá adecuada para la edad de aquella momia con bata blanca. «No serás una niñita, ¿eh?»
Jamás le diré que también soy PollyAnn.
¿No serás…? Oía la risa de su amigo Manolo Campillo, uno de cuyos personajes había tenido sexo con Polly en ocasiones. Pareces casahuevos, Jaimito.
Clint McKean. Tenía que pensar en él, y en si su amabilidad era una trampa.
Les había dicho que los aguardaría en la terminal de Los Ángeles. Ponía mucho empeño en que no se despistaran. «Allí estaré, con un cartel con mi nombre». ¿Por qué aquel repentino deseo por ayudarles? La respuesta vagaba dentro de su mente como un loco por los pasillos de un manicomio. Porque os recuerda. Como tú a él.
Todo era raro. El mundo se había vuelto raro desde la última vez que había salido a la realidad. «Paranormal», como diría su madre. A quien por cierto también echaba de menos. Pero tenía la (rara) sensación de que su vida giraba en torno a María y, ahora, aquel hippie. Él, en el centro de una rara trinidad. Extrañas sensaciones lo visitaban como soplos de brisa una casa deshabitada. Escalofríos locales.
Miró a la mujer. Tenía una mano apoyada en el reposabrazos, la otra oculta bajo el cuerpo que recostaba contra la ventanilla. La mano que Jaime veía era bonita, delicada casi. Sin anillos. Pero estuvo casada. O no. Parecía dormitar pero a ratos pestañeaba.
Cruzaron una mirada y compartieron sonrisas.
—¿Cómo vas? —dijo él.
—Con sueño, pero no logro pegar ojo. ¿Y tú?
—Pensando.
—En qué.
—En todo —mintió—. En ese McKean. En la secta esa de Bach. En por qué esa comisión secreta le pidió a Neumeister que creara el Canon. En… todo.
En nosotros, querría haber dicho. En ti y en mí. Ellos eran un buen resumen de «todo». Pero guardó silencio. La mujer bostezó sin ganas.
—Yo he dejado de pensar hace tiempo. Pero no me fío de ese McKean.
—Yo tampoco —convino Jaime.
—¿Por qué nos ayuda? Quizá sea el mismo Flint con otro personaje…
Jaime no le concedió mucho crédito a tal posibilidad.
—¿Por qué iba a dejarnos atrás para luego llevarnos? No, creo que McKean es Mckean, sea quien sea, y creo que importamos algo… en su vida… —Se rascó la desordenada colección de pelos que podían pasar por bigote y una barba de acné. Enrojeció al sentir la mirada de la mujer—. Vas a creer que estoy pirado —dijo.
—He cambiado mucho últimamente. Arriésgate.
—Pues… que quizá tiene razón. Por raro que suene, ¿y si es cierto que hemos vivido lo mismo muchas veces y existen personas que lo recuerdan? —Fue casi como sentir algo en su propio cuerpo. Un pellizco. Un golpe. Sus palabras parecieron clavarse en algún centro sensible de sí mismo. No serás una niñita—. No digo que lo crea. Tan solo digo que, si fuese así, todo encajaría. Tendría un sentido…
—¿Qué tendría un sentido? —Ella parecía pensar en otra cosa. Su voz había cambiado. Jaime la miró. Lo que estoy haciendo tendría sentido, pensó. Tú y yo. Finkus y tú.
—Esa secta, o lo que sea —dijo—. Habían anticipado el nacimiento de Bach y sus músicas, ¿no? Al parecer, también la escena del altar de Preste. Bud Day nos dijo que creían que recordaban lo ya sucedido. No es que yo lo crea, pero… Es como esa discusión eterna entre determinismo y libre albedrío. ¿No te has preguntado nunca si hacemos lo que está escrito o somos libres para decidir?
Ella abrió la boca. Pero no dijo nada.
Jaime notó que también la había rozado a ella como a una piel expuesta y herida.
—Yo creo que de ciertas cosas no podemos escapar —insistió.
—Ya. —Y, como perdida en otro mundo, ella parpadeó y lo miró—. Pero tú eres muy joven. ¿De qué cosas no puedes escapar?
«Tú eres muy joven». Casi lo decía con desprecio, advirtió. Veía la mueca en sus labios. Las arrugas de las caras mayores, como alfabetos de experiencia. Se sintió mal. Pero extinguió su malestar como quien apaga las últimas brasas de una hoguera: con pisotones secos, sordos, obstinados. Luego respondió.
—Del accidente, por ejemplo. Ese que te conté, en el que murieron mi padre y mi hermana… Hice un BOT de mi hermana en un Memorial. Y cada vez que lo veo pienso… Me da la impresión de que es algo que tenía que pasarme. Estaba destinado a eso.
—Ya. —Tras una incómoda pausa volvió a oír la voz de ella—. Lo siento mucho, Jaime. Siento que te ocurriera algo así. Tuvo que ser terrible.
Él quedó estremecido con aquel tono de dolor. La miró. Ella entornaba los ojos, como si atisbara en él una lejana estrella. Algo que, aun real, quedaba muy lejos de su vida y sus esperanzas. Como si lo viera a través de uno de esos cristales que separan al preso de la visita familiar. Siente compasión, eso es todo. Pero había algo más. Allí, al fondo. Y supo que ya lo había visto al besar a Maria B a través de Finkus.
Y hablando de Finkus…
—¿Sabes una cosa? —le confesó—. Un ATS del hospital de Oviedo al que me llevaron se hizo muy amigo mío. Fue él quien primero me habló de ÓRGANO. Le iban los videojuegos. Era un señor mayor y creo que le di pena… Porque mi madre estaba en Madrid, aún no había venido, y yo allí, con mi padre y mi hermana muertos… Él me acompañó todo el rato. Tenía un gran bigote, y mofletes. Se parecía a Finkus.
Ese recuerdo la hizo sonreír.
—Así que creaste a Finkus con la cara de ese hombre —dijo ella—. El ATS que te hizo compañía después del accidente…
—Ya ves.
—Todos tenemos accidentes. —Ella aún sonreía—. El mío se llamó Rafa Helguera.
Se lo contó con mucha rapidez, entre relampagueantes escenas como las luces de flash con que él la fotografiaba. A las claras percibía Jaime que ella nunca contaba aquello. Que lo estaba iniciando a él en los ritos que nadie había contemplado.
—Trabajaba como fotógrafo y fue preseleccionado para el proyecto Mirror Body. Soñaba con trabajar para eso… A mí, luego, empezó a darme asco hasta el puto nombre de ÓRGANO. No quise crear un personaje debido a él…
Le habló de cómo la trataba. De que la llamaba «Culona». De lo afortunada —qué asco— que se sentía de que alguien tan guapo se hubiese fijado en ella. De la rusa de dieciocho añitos que conoció cuando se hartó de ella, una modelo llamada Saskia pero a la que llamaban «Polka»…
—Llevaban un mes en Cancún, juntos, Polka y él, puliéndose hasta el último céntimo que él había ganado con sus fotos, cuando me hice una prueba y supe que estaba embarazada. Y volví a engañarme. Creí que con eso lo recuperaría. Lo llamé. Pareció alegrarse, me dijo que me reuniera con él. Nunca debí aceptar. Pero lo hice. Por aquella época había conseguido trabajo de secretaria y había ahorrado. Me pagué el billete. Deseaba tanto verle… Pensé que nuestro hijo podía unirnos de nuevo… Nada más llegar a Cancún me presentó a la rusa. Era casi una niña: rubia, ojos azules. Al verla pensabas en una muñeca. Pero enseguida comprendí que la muñeca era yo. Y desde el primer día quedó claro que Rafa me había hecho ir para que ella jugara. —Hizo una pausa—. La cosa es que funcionó. Al menos durante un par de semanas acepté hacer lo que querían. Sesiones de fotos con la rusa o sola, y luego… todo lo que se les ocurría. Ella era peor que él, con diferencia. Y a él le ponía eso. Que Polka me pegara, que me tratara como a una mierda… Y mira que lo que más asco me da ahora, al recordarla, era su forma de hablar. Hablaba poco castellano y pronunciaba las eses como si escupiera: «A qué essshperassh». —Se quitó una lágrima—. No voy a mentirte: nunca me pusieron una pistola en el pecho. Podía irme si quería. Pero no me iba. Y él decía: «¿Ves, Culona? Te gusta». Pero no me gustaba. Lo que me gustaba era él. Yo lo hacía por él. Y a cambio, la nueva zanahoria para la burra era que, cuando todo terminara y él fuera elegido para Mirror, le diría adiós a Polka y sería el mejor padre del mundo para nuestro futuro hijo, blablablá… Esa es la excusa que he querido creer durante todo este tiempo… Ahora sé que es falsa. Rafa tenía razón, me gustaba. No que ella me pegara ni me hiciera putadas sino sufrir todo eso por él. Ojo: no le quito una pizca de culpa. Era cuestión de grados. A mí me gustaba hasta cinco y él me obligaba a diez, ¿comprendes?
Jaime asintió.
—Sí —dijo.
—No voy a culparla a ella. Era una chiquilla.
—Era una estúpida —puntualizó Jaime—. Hay chiquillas inteligentes.
—Puede ser. Pero aun así tampoco tendría la culpa. Yo era quien la tenía. Lo… soportaba todo para no perderlo. —Casi le dio un acceso de risa entonces. En concordancia, el avión se estremeció un poco—. Pero a las dos semanas le dije que no podía más. Que incluso temía por el bienestar del bebé. Le supliqué que regresáramos los dos. Al principio me dio un azucarillo: Polka no volvería a tocarme, se acabaron los juegos, me dijo. Pero luego bebían, se drogaban, y vuelta a empezar. Y por fin me dejó irme. O sea, me echó. «Vale, vete», dijo. No olvidaré eso. Cinco años de mi puta vida liquidados con dos palabras. «Vale, vete». Tuve a Belén en España, en un hospital, a solas. No se lo dije a Rafa, ni a mis padres. Mamá seguía creyendo que yo estaba viviendo una luna de miel con él en México, y mi padre… Bueno, con mi padre había dejado de hablarme. En parte, él había sido otro Rafa. La única diferencia era que él tenía que beber para ser Rafa, y Rafa era Rafa incluso sobrio. A los seis meses supe, por un amigo común, que había muerto tras hincarse lo que debió de ser el Chute de su Vida. La rusa lo había dejado, el mundo lo había dejado, sus sueños de ser fotógrafo de Mirror lo habían dejado. Nunca conoció a Belén, aunque Belén tiene pesadillas con él… Y ¿sabes? —Dirigió hacia él sus ojos enrojecidos, rabiosos—. Ahora mismo, lo que más me duele, es pensar que yo también lo había dejado… ¿Puedes creerlo…? ¿Puedes… Puedes creer…?
Jaime la dejó llorar un rato. El llanto la afeaba, como a casi todo el mundo, pero a la vez la dotaba de una extraña hermosura sobreimpuesta. Como un rostro muy bello fingiendo fealdad.
Entonces la abrazó, trémulo, y sintió que el abrazo le era devuelto con fuerza inusitada. Por un instante un Jaime Rodríguez censor lo miró, preguntándose qué iban a pensar los otros pasajeros. El drama de la mamá y el hijo. Pero entonces el Jaime de andar por casa tomó el relevo de forma natural: pensando en ella, no en los demás.
—Vamos a encontrar a tu hija —le dijo—. Vamos a traerla a casa sana y salva.
Y ella le besó.
Le besó.
Le besó.
—Soy un desastre con las chicas —le confesó él cuando la tarde de aquel día interminable retrocedía a catorce mil metros de altura, tras el almuerzo en el avión.
—No me lo creo. ¿Te gusta alguna?
—Sí, una. —Puso cara de asumir que también había llegado para él la hora de las confesiones—. Se llama Susana, es de mi clase y está… está buenísima. Y justo antes de que me enterase de que media humanidad quería matarme, mira qué cosas, me propuso quedar en real… Y le dije que no. Supongo que pensó que soy un acomplejado.
—¿Y no eres un acomplejado?
Él la miró con intriga.
—Sí, soy un acomplejado.
—Entonces lo que hiciste fue ser sincero contigo mismo. Si hubieras quedado con ella, lo habrías pasado mal. Cuando eres mayor comprendes que no siempre hay que hacer lo que se espera que hagamos.
—Puede ser. Y tú también, por cierto.
—¿Yo también soy una acomplejada?
—Tú también estás buenísima —dijo él—. Y eres una acomplejada, claro.
Rieron. Luego se miraron con inmensa seriedad.
No era que Jaime esperase encontrar en real a un «vigilante de la playa» con brazos de jamón cocido y dos metros de altura, pero lo que se les ofreció a la vista a la salida de la Terminal Internacional Tom Bradley de Los Ángeles bajo una pancarta con «Clint McKean» en rotulador negro, era como si alguien vistiera una momia de motero. Se lo imaginó exhibido en un Museo de Historia de California con un cartel: «Homo Hippie: único ejemplar conservado en alcohol, años sesenta del siglo veinte». Luego vendría la letra pequeña, donde se explicaría a los niños del futuro lo que significaba el Make love, not war, y las canciones de Bob Dylan. El pelo largo blanco entreverado de amarillo orín, la aspereza de las mejillas sin afeitar, el pañuelo indio en la frente, los collares y pulseras y chaleco cuajado de pins (Jaime suponía que sería literalmente despedazado si pasara cerca de un electroimán) o los tejanos fondones encajaban en el tópico. En parte, esa imagen tranquilizó a Jaime. Solo en la mirada azul vidriosa tras las gafas cuadradas de montura metálica se removía algo inquietante. En esos ojos quedaban restos del McKean virtual que tanto había impresionado a Jaime.
—Oh, you're here! Ohhh! Here! —Hizo una pregunta repentina. Jaime entendía más inglés que María y tradujo, algo enojado.
—Quiere saber si somos madre e hijo.
—Dile que sí para que se calle —murmuró ella.
—Ni de coña diré eso —repuso Jaime—. We are friends —añadió.
McKean se puso en marcha haciendo resonar su quincallería. El ambiente era tumultuoso pero no caótico. Jaime observó que se habían instalado carteles con la obsesión americana de no dejar detalle sin regular: «Grupo de acampada mundial this way», «Pasajeros hacia la ciudad de Los Ángeles this way», «Grupos de acampada para autocares», «Pasajeros de acampada en automóviles alquilados», «Pasajeros de acampada sin vehículos reservados en grupos de más de diez personas», «Prohibido el paso. Zona restringida», «No cruzar esta puerta», «Prohibido el uso de diademas neurales en este pasillo». La lucha de siempre entre el orden riguroso y la salvaje violencia. Hacía una tarde magnífica, con pocas nubes en un cielo de sol declinante, pero, para Jaime y María, mareados por el prolongado viaje y el cambio horario y viviendo en lo que eran las tres de la madrugada, aquel resplandor veraniego resultaba onírico.
La cabina de la autocaravana hacia la que McKean los condujo contaba con tres asientos. El de en medio tenía el respaldo vencido hacia atrás pero, ¡oh, hábil self-made man!, McKean le propinó unos cuantos puñetazos y logró enderezarlo. Tras esto, sacudió el polvo y apuntó a María señalando aquel asiento.
—Ma'am —dijo.
—Protegida por mis dos hombres —se burló ella, y subió al estribo.
Cuando todos estuvieron acomodados, McKean maniobró y el monstruo se desplazó hacia la salida bramando. Allí aguardó turno en la autovía World Way como un Boeing el permiso para despegar. Inmensos policías acorazados agitaban los brazos estableciendo el orden de paso. McKean jugueteó con los botones del salpicadero y un poderoso coro de severas líneas estremeció el ambiente.
—Cantata de Trinidad Porfiado y temeroso es el corazón humano BWV 176 —dijo. El título brillaba en la pantalla digital del reproductor y Jaime lo tradujo. McKean añadió algo aún más esotérico—: Tres. Padre, hijo, espíritu. El gran Bach lo cantó.
Jaime se fijó en que la mayoría de vehículos —camiones o autocaravanas como la de McKean— se adornaban con vistosas pancartas o dibujos y desde algunos también surgían sonidos barrocos. En uno un feísimo Tío Sam-Bach con peluca y chistera apuntaba el índice hacia el espectador: «TE QUIERO A TI PARA NUESTRO MUNDO».
—Tenemos que estar antes de las once en el SuperSQUID —dijo Jaime en inglés hacia McKean alzando la voz sobre el coro. McKean asintió y repuso algo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó María.
—Dice que nuestro destino es estar allí, y que nos facilitará la entrada en ambos mundos. Pero ha dicho algo al final sobre el presidente que no entendí…
—Sí —dijo McKean cuando Jaime le preguntó—. El presidente.
—¿El presidente de Estados Unidos está involucrado en esto?
—El presidente —repitió McKean—. El peor enemigo, chico. —Y volvió hacia él sus ojos azules y legañosos—. Pero hoy lo mataremos.