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María

Estaban dentro del coche con las ventanillas cerradas y había silencio a su alrededor, pero se gritaban entre sí como sordos. ¡¿Me oyes?! ¡Sí! ¡Salgamos de aquí! ¡Vale! ¡Al siguiente! ¡¿Qué?! ¡Clica el siguiente! Los vínculos de Bud Day los conducían a sitios imposibles, a veces formados por un suelo sin paredes, atestados de gente que aullaba como brokers en plena caída de la Bolsa ofreciendo y pidiendo plazas virtuales o reales. En no pocas ocasiones el lugar estaba desierto. A ratos, tampoco había lugar, y Maria B y Finkus flotaban en la nada primordial hasta que Finkus abría otro vínculo.

Tras dos horas así salieron a la realidad sin desconectar. Lo intentaron de nuevo y descansaron. Cuando dieron las doce y se inauguró para ellos aquel sábado, de mutuo acuerdo volvieron a salir a real y esa vez apagaron las diademas.

María suspiró, fatigada.

—No lo lograremos nunca —murmuró.

—Claro que sí, no digas eso. Alguna plaza sobrará por algún lado.

—Quizá no la lleve al SuperSQUID.

—La llevará —sentenció el chico y bebió un trago de agua mineral.

—¿Por qué estás tan seguro?

Él se pensó la respuesta mientras desplegaba delicadamente el papel de plata en que habían envuelto un par de hamburguesas frías compradas aquella tarde.

—No lo sé, pero lo estoy. También lo estoy de que tengo hambre. ¿Quieres?

María declinó e inició la larga peregrinación al baño más próximo, en parte para desentumecerse. La ausencia no le sirvió para aclarar sus ideas. Se sentía confusa, mareada. Su cuerpo le pedía dormir y espabilarse a la vez. Su mente no quería pensar en lo único que podía pensar. No pienses en ella. Se miraba las ojeras en el espejo y se lo repetía a sí misma. No pienses en ella, solo encuéntrala. Tráela contigo.

¿Por qué estaba allí, ante aquel espejo, en el lavabo del aeropuerto? ¿Qué había pasado con su vida? ¿Tenía que llegar allí de alguna forma? ¿Tenía que ocurrir así?

—Me preguntaba si estas Señales se han cumplido —le dijo el chaval a su regreso.

María se inclinó hacia su pantalla, donde aparecía el texto que Finkus había extraído de los archivos de Bud Day sobre las «Cuatro Señales».

Un Profeta y la Casa Celeste arderán,

Animales y hombres en la Tierra morirán,

La joven virgen en el altar yacerá

Y tras Cuatro Días todo concluirá.

—Ni siquiera me suena a algo real —rezongó María—. Parece un acertijo de Indiana Jones. Lo que me da yuyu es «la virgen en el altar», pero… lo demás… ¿Es bíblico?

—No, no es bíblico. Solo lo parece. Lo he googleado.

—¿Qué piensas? ¿Que son sucesos reales o virtuales?

—O ambos. La «joven virgen» fue el BOT aquel. ¿Por qué no el resto?

—Que yo sepa, animales y hombres siguen vivos, reales o virtuales.

El fino dedo índice del chico, grasiento de hamburguesa, señaló la pantalla.

—Aquí no dice que sean «todos». Solo «animales y hombres». Y no debería ser algo muy antiguo, si es que se trata de la tercera Señal antes de la «joven virgen»…

Ella se quedó mirándole. Jaime asintió.

—Estás pensando lo mismo que yo —dijo él—. El zoológico Miroir. Una especie de explosión rara. La semana pasada.

—¿Y… lo demás? —preguntó María, interesada.

—Bueno, el primer verso parecen dos Señales juntas. «Un Profeta»… Lo de «arderá» me hace pensar en ese colega de Flint… Jeff no sé quién…

—El que se quemó a lo bonzo.

—Sí, pero no se supo qué le había ocurrido. Solo ardió él, no el sillón donde estaba. Mi madre decía que fue algo paranormal.

—Por Dios, Jaime, no me asustes más. ¿Y lo de la «Casa Celeste»?

—Ni idea. —Jaime se encogió de hombros—. Solo digo que Flint y su colega encontraron estas Señales cuando investigaban sobre esa secta y… Y quizá las Señales empezaron a cumplirse en ellos mismos… Eso explicaría por qué Flint está metido en esto.

María miró a su alrededor. Hacia la pared en sombras del aparcamiento, los coches, las pilastras. De repente el mundo real se estaba volviendo también muy extraño, simbólico, lleno de sucesos adventicios.

—¿Y qué es lo que «concluirá» mañana?

—Aquí ya es hoy —corrigió Jaime y señaló la pantalla, donde eran las doce y media—. Ya estamos a sábado. Y no sé lo que concluirá. Bud nos habló del fin del mundo…

—Creo que prefiero conectarme otra vez.

No pienses en nada, solo encuéntrala.

—Mientras haya vínculos hay esperanza —anunció el chico.

Los dos primeros intentos les hicieron topar con sendos espacios vacíos. Los vínculos de Bud Day desaparecían como mundos en miniatura en un acelerado apocalipsis. Los supuestos mercaderes y sus clientes se marchaban tras agotar la mercancía, y, vacíos de seres y sentido, aquellos universitos se disolvían consumidos por el sistema.

El tercero al que arribaron, al menos, adoptaba cierto decorado. Callejuelas mal iluminadas flanqueadas de edificios vetustos donde las ventanas no parecían abrirse tanto para que el interior obtuviese claridad como para sacar toda la oscuridad que albergaban, a modo de bombas extractoras de tinieblas.

Calles vacías daban paso de sopetón a otras abarrotadas. Finkus y Maria B, con las manos en los bolsillos, se dedicaron a recorrerlas. La gente a su alrededor era todo lo variado que puede ser un deseo. María se fijó en una chica rubia ataviada con una capa encarnada abierta y calzada con tacones negros estilo punk que cantaba con preciosa voz de soprano. ¿Quién era y qué hacía? Quien quiere y lo que quiere, comprendió. Se quedó un instante viendo la garganta blanca manar dulces sonidos, como una loba musical aullando a la luna, y supo algo.

Con abrumadora claridad.

El mundo de sus padres, tal como ella lo había conocido, se había ido para siempre. Esfumado como su infancia. A su alrededor parecía haber un clamor. Perded toda esperanza, exiliados de la televisión y el vídeo, decía la muchedumbre, parias de hogares con libros y porcelanas Lladró. Entrad en el nuevo nivel. Porque toda aquella locura no era debida a ÓRGANO sino a las personas. A primera vista podía parecer un manicomio, pero, observada con detenimiento, la mezcla de seres barrocos y tecnológicos, vulgares y bellos, no era solo un desayuno con el Sombrerero Loco. Era toda la gente haciendo, por fin, lo que el ser humano había venido a hacer a este mundo: ser cada cual uno mismo, fuera esto lo que fuese. Y para ello había sido preciso crear otro mundo, apropiado para tal deseo. Eso era ÓRGANO. El parecido con un manicomio se debía, tal vez, a que en la vida real solo los locos se permitían romper tanto las reglas.

—No te separes de mí —advirtió Finkus tomándola del brazo.

A ella le molestó aquella preocupación.

—Sé cuidarme sola.

—Ya lo sé, pero esto es tierra de nadie.

—Es tierra de todos —corrigió ella.

Hacía frío y empezaba a caer una llovizna débil pero que calaba. Como si, más que mojar sus ropas, se disolviera en ellas formando alguna clase de reacción química. Pegados a las paredes había carteles con o sin consignas combativas («EL GRAN HERMANO TE CONTROLA», «HOY COMIENZA EL FIN», «GRABAD ESTE DÍA EN METAL Y MÁRMOL», «EL GOBIERNO ENGAÑA: ES PELIGROSA LA MATERIA EXTRAÑA»). Finkus rechazaba a los vendedores que surgían de las esquinas como tahúres mostrando un mazo de cartas: o le daban «mal rollo» o no le garantizaban el traslado en real. Otros vendían cosas más personales, algunos hasta sus cuerpos.

—Hay que cambiar de táctica —dijo María—. Así no conseguiremos nada.

—¿Se te ocurre algo? —Él parecía, por lo menos, tan enojado como ella.

—Separarnos, jefe.

—¿Qué? ¡Eh! ¿Adónde vas? —llamó Finkus.

—A separarme. —Apretó el paso de Maria B—. En real estamos sentados juntos en un coche. Si grito, me oirás.

—¡María!

—¡Aquí siempre me llamas Mari! —dijo ella y torció en una esquina.

No debí ser tan brusca, pensó de inmediato. Pero al volverse ya no pudo verlo.

En fin, ¿qué podía pasarle? Sacudió el largo pelo de Maria B, la hizo sacar las manos de la chupa y las introdujo en los bolsillos traseros del pantalón, donde, debido a la rotundidad de las nalgas, solo cabían los dedos. Entonces la movió por las calles. Oía sus pisadas y su corazón retumbando dentro del cuerpo virtual, como si, a su modo, aquella víscera también poseyera zapatos y hubiese emprendido su propia caminata.

En un callejón tan oscuro como si un volquete lleno de tinta hubiese descargado su contenido se fijó en el perro.

Era pequeño y se desplazaba solitario en perpendicular a ella.

Perrito Bueno.

No tenía duda de que se trataba del mismo BOT, u otro similar al que había hallado aquella primera noche cerca de su casa. El primer ser «vivo» que había tocado en aquel universo paralelo. ¿Tendría eso algún sentido? ¿Era simple coincidencia? Pero el cuadro de los luchadores griegos y el número «30-A» habían aparecido ya en otro lugar, otro laberinto que también le había urgido resolver.

Lo siguió.

Era fácil, ya que el perro se movía, como su doble de Sangüesa, con morosidad, entre breves paradas ante basureros que parecían colocados para que él los olisqueara. Maria B se mantuvo a prudente distancia.

Esquivó grupos de locos, de payasos, de criaturas alienígenas. Mucho más que en el Madrid virtual, aquellos parterres de seres le mostraban el caos inclasificable. Supuso que el Fin del Mundo, si era cierto que venía, tendría que ser doble y arrasar también esa placenta a la que todos (¡todos!) se unían al Vientre de Madre Bit. Cada generación asistía a su propio apocalipsis, y aquel era el de la suya. Sin lugar a dudas. Bienvenidos al Apocalipsis irreal del siglo veintiuno. El perro la condujo por una calle desolada con floración de grafitis a ambos lados bajo arcos de farolas. La Virgen, San José y el Niño en naïf precedían a Snoopy y Charlie Brown y a otro menos inocente dibujo en azul de una mujer tatuada y atada a una barra con complicados nudos. Allí, tres hombres en traje y corbata charlaban divertidos como ejecutivos en el brunch, pero al ver a Maria B se le plantaron delante.

—Hola. —Maria B sonrió y sacó las manos de los bolsillos.

—Hola —dijo uno de los hombres sonriendo.

—¿Puedo pasar?

—Claro.

María quiso hacer una finta y lo que logró fue caer en los brazos del más próximo. La aferraron de los codos y del pelo y la arrastraron hacia la pared de grafitis, arrojándola contra Snoopy como un fardo. Maria B rebotó en el ladrillo. En real María dio un leve respingo. Si Jaime a su lado notó algo, ella no lo supo.

El trío formaba un semicírculo ante ella. Sus alientos despedían vaho.

—Estábamos decidiendo qué hacer y de repente has llegado tú —dijo el hombre.

—Mira qué bien. —Ella sonrió.

La música, de clavecín y languidez melancólica, parecía surgir de un CD defectuoso: se interrumpía y desafinaba. Procedía de la mano del hombre que le hablaba. María sintió una fría vibración. Necesitó que Maria B se palpara los pechos para comprender que toda su ropa se había esfumado. Cazadora, camiseta, pantalones, botas. Miró hacia abajo y solo vio sus pies descalzos en la acera y la viñeta como una última ascua. El nombre de la pieza —Suite no sé qué— no lo leyó. Hubo carcajadas ante su sorpresa.

—¿Te repetimos la pregunta, Maria B? —dijo el que la señalaba.

—No he oído ninguna pregunta —repuso ella sin asustarse—. Y devolvedme la ropa.

Los comentarios pasaron de uno a otro.

—No ha oído ninguna pregunta.

—Y «devolverle» la ropa.

—Tienes que estar más atenta.

—Te damos otra oportunidad, casahuevos.

Por la calle por la que el perro se había ido se acercaba una figura encorvada y harapienta, como de vagabundo. Pero María no tuvo tiempo de echarle un segundo vistazo. Los brazos de Maria B se alzaron en vertical, las muñecas entrelazadas, y sus tobillos dieron una vuelta de ciento ochenta grados. El golpe contra el ladrillo la hizo gemir otra vez. Se encontró de cara a la pintura de Snoopy. Lograba torcer la cabeza y mover las caderas, nada más. ¿Cómo lo hacían? Con la música, sin duda.

—Por favor, dejadme en paz —murmuró. El tipo que parecía el musima del grupo apareció junto a ella, la cara apoyada en los ladrillos.

—¿Dejadme en paz? ¿Qué clase de respuesta es esa?

—Repetimos: ¿por delante o por detrás? —dijo otro—. Decide.

—No me estáis asustando, ¿sabes? Esto es un juego virtual. Puedo desconectar.

—Es posible. Prueba.

—Quizá no puedas —la tentó el tipo a su derecha.

—¿Quieres probar? —preguntó el tercero tras ella.

No, no quería. Y tampoco quería avisar al chaval, sentado a su lado en el coche pero sin duda perdido en el dédalo de calles igual que ella. Sospechaba que aquellos «hombres» eran simples jovenzuelos no mayores que el propio Jaime. Sentía aprensión pero no verdadero miedo. No todavía. Han matado a personas frente a mí, han puesto una bomba en mi casa y secuestrado a mi hija. Mi único amigo es un chaval de dieciséis años. Vosotros, niñatos de mierda virtual, no vais a empeorar las cosas.

Varias manos se cerraron en su culo. María notaba los alientos a su espalda como fantasmas de gatos frotándola.

—¿Has oído bien ahora, idiota? —preguntó el primer hombre en su oreja.

—Claro —dijo ella soportando el magreo—. Ahora óyeme tú. Quiero ir a la acampada… y… tengo pasta… ¿Vendéis plazas? ¿Negociamos y luego me folláis?

Aquello los dejó pensativos. Uno de ellos incluso puso «Pausa».

—Vamos a tirárnosla —decidió al fin el de en medio—. Y luego negociamos.

Sintió que las piernas de Maria B se separaban sin que pudiese evitarlo. Entonces fue como si su terror soltara al fin bozal y cadena. Manoteó y gritó sin saber si lo hacía en real o virtual o ambos, hasta que de súbito su grito se unió al de otros. Pero esos no gritaban: cantaban. Un coro como de monasterio con monjes de capucha oscura. Una melodía sinuosa como brisa desde una tumba. Solo eso. Sin gritos, sin luces ni escenas raras. De improviso pudo moverse, darse la vuelta. Los tres hombres ya no estaban. Fue como si un viento frío acabara de dispersar el coro como hojas por la calle.

Su salvador sostenía ante ella la pistola más grande que había visto en su vida.

Era el mendigo. Un tipo bajito y esquelético de largo pelo blanco lacio rodeado por una cinta de indio en la frente, vaqueros y chaleco cuajado de pins. Como un anciano disfrazado de hippie en algún tipo de fiesta de Navidad de su residencia.

—Gracias —dijo ella.

El viejo no contestó. Se midieron a prudente distancia. Si aquello fuese la vida real, sospechó María, a él le gustaría lo que estaba viendo: una muchacha desnuda abrazada a sí misma para quitarse el frío. Pero en ÓRGANO probablemente estaba harto de pavas así y mejores. Lo primero que él le dijo se lo confirmó.

—¿Qué haces sola por aquí? —Aún apuntándola.

Antes de que ella pudiera contestar la robusta figura de su detective favorito se perfiló bajo la llovizna y el halógeno. Iba muy dispuesto, también pistola en ristre.

—¡Dios, Mari! ¡Al fin te hallé en el mapa! ¡Te oí gritar y…! ¿Y tu ropa…?

Se quedó mirando al viejo.

—Tuve un problemilla con unos tíos —le explicó ella—. Este señor me salvó.

Ambos hombres se observaron. Finkus bajó su arma y cabeceó hacia la del otro.

—Oí un coro. ¿Salía de eso?

Debemos alabar a Cristo, BWV 121. —El viejo contempló su pistola con grave deleite—. Coro inicial. Una cantata navideña. —Era muy bajito. Tenía que alzar la cabeza para conocer los ojos de Finkus—. Una vieja Rilling. Tuneada.

—Disparar una cantata es fuerte —admitió Finkus—. ¿Qué efectos provoca?

—Introduce a las víctimas en una subhistoria. Los personajes se pierden como si los mataras pero antes lo pasan muy mal.

—¿Qué es una subhistoria? —preguntaron a la vez Finkus y ella.

—Tu Ratze tampoco está mal —comentó el viejo a modo de respuesta, y sonrió hacia Finkus como si el tema de las armas los hubiese hecho de repente colegas.

María emitió un carraspeo de «estoy aquí».

—¿Te encuentras bien? —preguntó Finkus.

—Bueno, más o menos, si tenemos en cuenta que me iban a violar… Y tengo un poco de frío, por si nadie lo sabe. No veo mi ropa por ninguna parte.

—La desintegraron —dijo el hippie—. Uno de ellos era musima. Malo, pero musima. —Finkus ya se quitaba la gabardina pero el viejo le lanzó una cajita—. Ponte esto.

María la abrió. Contenía un vestido negro de tirantes y unos largos pantis de rejilla. Se lo puso todo y notó que el cabello se recogía automáticamente en un moño. Seguía descalza y el tacto de la ropa era áspero, pero sintió alivio al hallarse cubierta. Aun así, dejó que Finkus interpretase su papel de caballero andante y aceptó la gabardina también. Le remordía un poco haberlo abandonado.

—Perdona por irme antes —dijo—. Estaba siguiendo a un perro.

—¿Un perro?

—Uno de mis estúpidos presentimientos —aclaró. Que al final solo me ha traído problemas, pensaba.

—Bueno… Supongo que tenemos que seguir buscando. —Finkus la tomó del brazo pero el viejo les detuvo.

—¿Qué es lo que buscáis?

—Dos plazas para ir de acampada al SuperSQUID en ambas vidas —dijo Finkus—. Saldríamos desde Madrid. ¿Tiene algo?

El hombre los miraba con fijeza. Era una mirada casi enloquecida. Pero María advirtió algo en ella: el ímpetu por conocer la verdad sin atreverse a indagar.

—No tenéis pinta de querer ir de acampada —dijo al fin. Finkus iba a argumentarle pero María intervino antes.

—No vamos a la acampada. Queremos entrar en el SuperSQUID, en ambas vidas. Antes de las once de la noche hora de California.

Vio que Finkus la miraba confuso. Sin embargo el viejo hippie movió imperceptiblemente la cabeza, como si la sinceridad directa de ella fuese la llave adecuada.

—Quizá pueda ayudaros —dijo, roncamente.

—¿Quién es usted? —preguntó Finkus. El hombre los miró, primero a ella, luego a Finkus. Como evaluándolos.

—Vuestro destino —repuso.