El señor Flint
Retrepado en el confortable asiento del avión privado Gulfstream, el señor Flint rememora el viaje desde Londres en aquel mismo aparato hace tan solo dos días.
Sus pasos en ese corto intervalo le han llevado más cerca de la meta que nunca.
Un camino tan tortuoso, iniciado hace tanto tiempo, a punto de finalizar. Pero mirémosle: firme, confiado, con el blanco ceño fruncido. Si tuviéramos a Morgan Flint sentado en el banquillo de la Historia, ¿qué nos diría? Observemos cómo nos mira, con qué calma, no muy diferente de la expresión de su personaje virtual en los templos de Instrumentos en los que él ha sido sumo sacerdote. Y si le cediéramos la palabra, ¿qué nos contaría? Algo parecido a: «Piensen, por favor, que esto es lo más importante de todo. Estos, los Días Más Importantes. ¿Qué no sacrificarían ustedes?».
La absoluta confianza en sí mismo de Morgan Flint parece apoyada por las circunstancias. Todo confluye aquí, piensa. ¡Qué orgulloso se sentiría su padre! El Concierto final, papá. El decisivo. Cómo disfrutarías de verlo en primera fila.
También su colega, Jeff Daniels. Indudablemente lo hubieses disfrutado, Jeff. Por desgracia, el destino lo había incluido entre las víctimas. Pero hiciste que tomara conciencia de mi misión.
Y Julia, el extraordinario Instrumento creado por Ryan Palmer, otro de sus amigos y colegas, tocando en la cual Daniels y él había podido indagar en la vida de Bach a través del Área Sebastian… Por supuesto que Ryan se habría alegrado de todo aquello, pero lamentablemente es imposible ser tan buen Instrumento sin perjudicar tu realidad… y Ryan Palmer, ahora, balbuceaba locuras en un sótano reavir del Clan del Este.
Todos ellos peldaños para ascender hacia la cima.
Pero aún son necesarios muchos giros de batuta antes del compás final.
El señor Flint mira a su alrededor. En la cabina del Gulfstream, además de la niña y él, se encuentra Misaki, al otro lado del pasillo, con las piernas rectas y apoyadas en el asiento delantero. No duerme, Flint nunca la ha visto dormir. Misaki mira al techo con ojos gatunos, las pequeñas manos entrelazadas sobre su vientre.
La tripulación de cabina, consistente en dos azafatas, se sume en las tinieblas. El avión huye de la noche en dirección a California, pero la noche está ganando la carrera. Con sus largas, oscuras piernas, la noche parece querer rebasarlos, pero su intento será breve. Inverso. Pronto atardecerá. Y volverá a anochecer.
—Me aburro —dice la niña.
Le habla al personaje virtual de Flint, que está en «Pausa». Se recuesta en el asiento contiguo, como hundida en su respaldo y conectada a la fina consola TravelKey que emerge de la mesa como un tablero de juegos. El señor Flint no desea que la niña se aburra, y quita la «Pausa». Aparece en su confortable piso de Londres virtual, donde mantiene a la niña encerrada. El personaje de la niña ha rastreado en su armario hasta encontrar una de sus camisas: parece una muñeca lánguida con esa Brook Brothers que le queda larga, sentada en una silla de la cocina.
—¿Has terminado de ver mi casa, Belén? —le dice.
—Sí, no —responde ella, voluble—. Pero me aburro. Quiero vestirme con algo y quiero ver a mamá. —Se lleva a la boca una cereza virtual rojísima que estalla en silencio. Flint observa que ha hecho un estropicio con la fuente de cerezas. Luego se levanta, oscilante, y va hacia el frigorífico a registrar. Es un personaje flexible, mayor que Belén real, unos trece o catorce años, calcula Flint, idéntica al BOT de «la niña en el altar». Una manga de camisa sin mano abre la puerta de la nevera.
—¿Quieres tocar el piano? —la invita él—. Tengo un gato que sabe tocar.
—No. Quiero a mamá. —Ella cierra con fuerza el frigorífico y desanda el camino.
—Te he dicho que eso es imposible. —El señor Flint no ha tenido hijos en ninguna vida, así que ignora que «imposible» es la última palabra que puede decírsele a una niña.
—¿Por?
—La verás cuando lleguemos, te lo prometo. Ahora, mejor, quítate esa camisa, te pondré algo más bonito.
—Solo tienes ropa feísima. —Ella, desafiante, planta la punta de un pie en la silla.
—Tengo lo que quieras.
Flint alza las manos y se produce pura magia
paredes rosa, vestido azul, palacio de muñecas
y la preciosa ouverture de la suite para orquesta en Do mayor BWV 1066 convirtiéndolo todo en un sueño de princesa. Se derrama otro peinado, de ricitos brillantes, y un largo vestido de tul. Ella ahueca con sus rodillas un colchón turquesa.
—¿Te gusta? —pregunta Flint.
—No. —Se quita el vestido y se aparta el pelo con una mano alzando el codo hasta un ángulo de esos que a Flint dejarían fracturado si lo intentara en real.
—¿Sabes que es una Courante? Una danza francesa. —Flint gesticula y un muñeco con aspecto de títere se anima y hace origami con sus articulaciones—. ¿Esto te gusta?
—No —vuelve a negar ella.
—Mejor. Porque a mí tampoco.
Flint virtual se sacude las manos y el muñeco desaparece en silencio.
—¿Por qué no puedo ver a mamá?
—Porque ahora mismo no puedes. Estamos viajando.
—¿Adónde? —Ella se inclina hacia él. Los ojos de su personaje son del mismo color turquesa que la cama. En ellos, dos Flints aparecen engastados como camafeos.
—A Los Ángeles. Donde hay ángeles tan bellos como tú.
—Eso es una tontería… ¡Ah! —Lanza un gritito de sorpresa cuando se descubre a sí misma en un hermoso parque invernal. Su gorro de lana, cazadora y pantalones de piel relucen bajo el aire gris. Belén se inclina, hunde las manos en la hojarasca otoñal y coge un polígono de color bronce, mustio, en forma de hoja—. ¿Eres un mago?
—Si hundes mucho las manos en las hojas podrás hasta bucear.
—Eso es otra tontería.
—Quizá. Oh. —Un aviso parpadea visible solo para Flint—. Me temo que debo dejarte, tengo una entrevista. Puedes pasear por aquí cuanto quieras. Es casi infinito.
—¡No te vayas! —clama la niña incorporándose—. ¡Quiero a Misaki!
—Ahora está descansando. Pronto os encontraréis. Ciao, bella.
El señor Flint sale a real y se asegura de que el parque de música elaborado con las Suites entretiene a Belén, que ladea la cabeza con la diadema parpadeando en su frente. Luego transporta a su propio personaje a la Placenta.
Se trata de una zona del land de la empresa Varanasi en la que pocos entran. Está fuera de todo espacio y tiempo. De hecho, «entrar» no es la expresión correcta que describe el modo en que el señor Flint penetra. En ella se está o no se está, definitiva, irrevocablemente. Protegida de todo, sin contacto con nada. Redonda, su techo es una pequeña bóveda de color rosa que semeja latir suavemente. El color es irregular y se derrama por las paredes como si estas consistieran de dos hojas de cristal entre las cuales fluyera un líquido teñido. Pero son arborizaciones matemáticas producto de cálculos recursivos. El suelo es negro y muy terso como la piel de un gato vivo. Un suelo casi emocional, que agradece ser pisado y hasta lo disfruta. No hay mobiliario salvo un sofá y una pequeña butaca enfrentados.
Flint no podría mencionar a todos los grandes Instrumentos e Intérpretes que han colaborado en crear ese espacio. Por su mente pasan nombres —Chris, Beatrice, Cynthia400, ShaneShine, Pat— y figuras. En algunas ha tenido la suerte de tocar él mismo. Todas han aportado su arte para el placer de un solo jugador.
Ahora el personaje de ese jugador se halla en el sofá.
Es una criatura de aspecto frágil. La cabeza y las manos, que son las partes visibles, carecen de pelo. No hay cejas ni pestañas. Los dedos no tienen uñas. La piel es de color blanco y posee brillo de humedad, como recién lavada. Los ojos, verdes con toques dorados, creados con la paciencia del joyero que corta un diamante. Viste completamente de negro, traje y zapatos casi sublimados, anecdóticos. Al hundirse en el sofá da la impresión de una marioneta. No produce miedo ni desazón contemplarlo, pero tampoco felicidad. Al señor Flint le parece que el tiempo pasado con él es como mirar un cielo sin nubes: profundo, intemporal, aburrido, zen.
—Oswald —saluda.
—Morgan.
—En mi pantalla son las 23:48, Oswald. Estamos llegando.
—Yo estoy en camino. Nos veremos en Mount Valley en unas tres horas, si es que el caos de los aeropuertos lo permite. Siéntate, por favor.
Flint se acomoda en la butaca. Sabe que nada de lo que ha dicho Oswald Morpurgo hasta ahora le pertenece: son palabras prediseñadas pronunciadas con voz de tono y timbre muy dulces y elegidas con meros gestos de las manos.
Su tono es melancólico como ver llover mientras se llora.
Todo en la Placenta desprende cierta melancolía de monumento. Instrumentos como cariátides la han erigido con la Suite en si menor BWV 1067. Las suites de orquesta crean en ÓRGANO vastos espacios, portentosos. En real Morpurgo padece un tipo de autismo que le dificulta comunicarse, pero eso allí no importa. En la Placenta los ecos lo hacen por ti. La Placenta es el onanismo de Morpurgo. Y nunca tiene orgasmo.
—Nosotros estamos descansando —dice Flint y su personaje cruza las piernas.
—¿Cómo está la niña?
—Lo mejor posible.
—No toques en ella, Morgan. Es una menor.
—Es la clave —matiza Flint— y hay que cuidarla. Se ha hecho amiga de Misaki. Ha sido una sorpresa comprobar lo sensible y cariñosa que puede llegar a ser Misaki. Eso me recuerda que tengo que resucitar a Edna cuanto antes.
Morpurgo asiente. Su personaje se llama OM, lo cual es a la vez las siglas de su nombre real y la sílaba de la concentración del yogui.
A Oswald Morpurgo, como a su padre, le fascinan las religiones hindúes.
—Gran muchacha, Misaki —conviene Morpurgo—. ¿Y la madre de la niña?
—Tuvimos que dejarla atrás. —El señor Flint titubea—. Creo que ya te lo comenté.
—No me gusta, Morgan. No puedo quitarme de la cabeza la palabra «secuestro».
—Pero no lo es. Por encima de todo, Oswald, quiero devolver esa niña a su madre cuando pasen las horas cruciales. Repito: por encima de todo. Y es por eso que pedí hablar ahora contigo, antes de aterrizar.
—Yo también quiero devolverla a su madre.
—Estoy seguro de ello, Oswald.
Flint comprende lo que sucede. Oswald Morpurgo se ha criado sin madre. Su padre Nathan, el fundador del imperio, el hombre que tuvo la idea de patrocinar el descubrimiento de un par de físicos locos y las miles de ecuaciones de un matemático extravagante, y a quien solo le faltaría tener una estrella en el Paseo de la Fama de la Luna, si tal Paseo se construyera alguna vez, el hombre que revolucionó la tecnología, las comunicaciones y la propia vida humana, no deseaba ninguna madre para su futuro heredero. Oswald es el producto de un único óvulo anónimo fertilizado con el angelical ejército de espermatozoides de Nathan, que pudo elegir el sexo y las bondades de su hijo, aunque el autismo se coló por alguna clase de rendija. Con Nathan ya muerto e hibernado en el hielo de la Historia, el comité directivo de Varanasi dejó a Oswald al margen de las grandes decisiones, convirtiéndolo así en el ser más rico e inútil de la Tierra. El Niño Oswald lo puede todo y no puede nada. Vive de la belleza, del placer, de Bach y de sus profundos pensamientos filosóficos y místicos. Pero dentro de él late el anhelo de una madre, cree el señor Flint. Muy dentro.
—Grost ha muerto —dice Morpurgo.
—¿Qué?
—Hyp Grost.
Por un instante el señor Flint no puede hablar.
—Oh… No lo sabía. Eso es… la mejor de las noticias. ¿Cómo ha sido?
—Se ha filtrado que era un médico jubilado de Pensilvania en real.
—Oh, santo Dios.
—Su hijo encontró el cadáver ante la consola esta mañana. Un infarto.
—Venganza de Yahura —dice Flint.
—Sí. Está muy enfadado porque ahora van a por él. El Clan lo considera sospechoso de haber hecho fracasar adrede toda la misión.
—¿Pese a la traición de su propia hija?
—Esa es mi información. Someterán a Yahura a un Examen de Conciencia mañana. No importa cómo lo llamen, pretenden eliminarlo.
Flint asiente. Su sonrisa es rígida.
—Entonces hemos ganado, Oswald. Has ganado.
Oswald Morpurgo lo mira. No hay expresión en sus ojos: huecos contraídos ante la luz.
—De qué quieres hablarme —pregunta sin énfasis.
El señor Flint está más o menos acostumbrado a estos saltos sin previo aviso. La mente de Morpurgo recorre su propio laberinto. La melodía principal de la conversación asoma a ratos, en una laguna de armonía. Como el Aria famosa de la Suite número 3: dulce estanque en el centro de una jungla. Cuando habla con él, Flint procura transitar por ese bosque ilógico dejando aquí y allá un rastro de palabras como migas de pan.
—Precisamente, de la niña. —Flint cambia de postura—. Te hubiese dicho lo mismo de haberse tratado de la mujer o el chico, pero siendo una niña las cosas son más serias. Nos conocemos desde hace un año, Oswald. Desde lo ocurrido con mi amigo Jeff Daniels, concretamente. Ha sido, creo, un tiempo productivo para ambos. Un simple profesor de universidad como yo nunca hubiese imaginado que dispondría de tantos recursos para desarrollar nuestro plan. Y ahora estamos aquí, la víspera del supuesto acontecimiento. Hemos conseguido el código de acceso, lo estudiaremos, pero, sobre todo, vamos a proteger el juego contra cualquier intento de intrusión. ÓRGANO no puede, no debe ser controlado por nadie. Y no hablo solo del Clan. Nadie —añade tajante.
En real Flint se estira el pantalón. Una azafata pasa junto a él. En virtual, en un recuadro sobre fondo morado, la azafata virtual le sonríe. Flint la minimiza.
—Me cuentas lo que ya sé —dice Oswald.
—El resumen es: esa niña ha de ser respetada.
Silencio.
—¿Adónde quieres ir a parar, Morgan?
—A que sigamos colaborando, siempre y cuando pueda fiarme de ti.
—¿Y de qué manera podrás fiarte de mí?
—Quiero ver a Shenna, Oswald.
Hay un cambio en OM. Extraño, perceptible. Una inversión de las cosas. Como si, al observar la Luna descubriéramos que se trata, horriblemente, de un gran ojo cuyo párpado blanco ha estado cerrado durante siglos y de improviso se abre y nos mira.
—Morgan —dice al fin—, os envié a Misaki y a ti para que protegierais al personaje clave. Mi interés en esto es muy distinto del interés del Clan, y lo sabes. Deseo proteger a esa niña, pero también conocer la verdad sobre el misterio de las Señales. No voy a hacerle daño, ni a ella ni a su personaje.
—Perfecto. Pero necesito una prueba, Oswald.
—Toca en mí.
—Oh no. Te sirven demasiados Instrumentos. Incluso ahora te rodean, echados a tus pies aunque invisibles. Tú mismo eres un gran Intérprete y posees una copia del Canon en tu personaje. Sé que no piensas usar a la niña como Yahura y los suyos, pero es lógico que quiera asegurarme de que está a salvo contigo. Sin trucos musimáticos.
Larga pausa. En la Placenta, OM, el Niño Divino y el Huevo Primordial, Omnipotente y Omnidébil, se tensa.
—Me ofendes, Morgan. Pensé que te bastaba nuestra amistad.
—Sin ÓRGANO me bastaría —afirma Flint—. Pero ÓRGANO ha demostrado que somos muchos otros en nuestro interior. Algunos con intenciones opuestas. Mira ese médico jubilado de Pensilvania… ¿Quién iba a imaginar que era uno de los Intérpretes e Instrumentos más perversos que jamás han existido? ÓRGANO nos ha probado que ignoramos quiénes somos, incluso cuántos. En la vida real nos consideran hombres, mujeres, ancianos y niños, pero liberados de la dictadura de las apariencias, investidos del poder de hacer lo que nos apetezca ante una pantalla, en el anonimato más absoluto, surgen otras cabezas en nuestra Hidra. Y en este caso particular, Oswald, jugamos un póquer delicado, con altísimas apuestas, y no quiero trampas.
—¿Y si me niego? —dice.
—Nos separamos. Te daré a la niña, desde luego, pero no tendrás mi ayuda. No importa lo que intentes contra mí, tu investigación seguirá a solas.
De improviso el color de las paredes se oscurece. De rosa pasa a rojo sangre.
Un bonito rostro llena la pantalla de Flint: uno de los Instrumentos de Morpurgo en primer plano. Apoya la cabeza en la mano, el codo en una rodilla.
—El señor Morpurgo le ruega que abandone la habitación, señor Flint —dice.
Flint se levanta y dirige una última mirada a OM, quieto vástago virtual.
—Por favor —dice—. Por favor, Oswald… Déjame ver a Shenna mañana…
La conexión se interrumpe.
En el reloj de su pantalla: 0:00.