Un año antes

Jeff Daniels

El profesor Jeff Daniels mantiene una charla cortés con su jefe Oliver Dupree.

—Eres un hijo de puta, Oliver.

—Repite eso y te haré pedazos, Jeff.

—Quiero comerme tu hígado.

—Estás avisado.

—¿Cómo te atreves a hacerme esto?

—No soy yo quien lo hace.

—Es cierto, lo olvidaba. Eres tú y el resto de charlatanes de esa comisión.

—¿Un café? —Dupree alza la taza cogiéndola con dos dedos, el meñique recto.

—No, gracias.

—No hay de qué.

Este último intercambio es un automatismo que Dupree activa cuando desea hacer una pausa en una discusión. Los personajes en su despacho se ven obligados a decir «no, gracias», no importa lo que piensen sobre el café. El despacho es un cubo minimalista de paredes castañas, sin decoración, con un par de sillones de enea y un escritorio con una sola gaveta. Todo el que entra en él cae bajo la influencia de la «barrera emocional» que Dupree ha hecho instalar con las Suites inglesas (por supuesto contratando Intérprete e Instrumento: Dupree no sabe musimática ni quiere saber). La barrera impide que gritos, carcajadas estentóreas, ataques físicos o gestos obscenos puedan expresarse a través de personajes. De manera que estos, sentados en los sillones de enea, parecen más unos ingleses flemáticos que unos tejanos desinhibidos.

Oliver Dupree odia el descontrol. Sin embargo, aunque la Escuela Virtual de Música Neumeister de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Texas en Austin virtual esté en zona censurada, los insultos sí se permiten (lo contrario sería un atentado contra la libertad de expresión). Y a Daniels le es suficiente con alzar la voz en real desde su casa de Eastwood ante su consola Silbermann. Sabe que Dupree hace otro tanto en su hogar, salvo que esté de viaje, quizá en la cabina de un avión. Sería gracioso.

—Me jodes la vida, Oliver.

—No sigas por ahí, Jeff.

—Así que se amplía mi departamento pero se me recorta memoria. Me reiría si no me lo impidiese tu barrera emocional.

—Estiramos las mangas acortando los faldones. La tela que hay es la que había.

—Sin memoria no podré realizar mi trabajo, Oliven —Jeff, ¿por qué tengo la sensación de que crees que el mundo gira alrededor de tu ombligo? Eres uno de los afectados, no el único.

—No me cabe duda. Como tampoco dudo de que tú no lo eres.

El personaje de Oliver Dupree, cuyas alargadas facciones hacen pensar a Daniels que sería reclutado por los hermanos Coen si alguna vez estos realizaban una película sobre un elfo criminal y drogadicto de la Tierra Media, ignora la insinuación y renderiza en el aire unas gráficas.

—Mira las estadísticas de alumnos matriculados, Jeff. La afluencia a tus cursos es… Bueno, digamos que la simbología musical barroca no parece ser decisiva entre…

—De modo que ahora solo se estudia lo «decisivo».

—La universidad virtual no es la real. No se trata de dinero sino de memoria. La memoria adjudicada a cada centro es más valiosa que el oro, y debe distribuirse como cualquier otro recurso…

Jeff Daniels siente calor en real. Raro, porque el día en Austin no es caluroso y él viste solo un batín de seda sentado ante su consola. Se pasa la mano por las mejillas y las nota rojas y palpitantes. Sin embargo, no suda. Se pregunta si tendrá fiebre. No le sorprendería: discutir con Dupree es como contraer un virus.

—Nuestra universidad —sigue Dupree— se encuentra entre las veinte primeras de la lista de virtuales puras en Estados Unidos, según el College Rankings del año pasado. No está mal. Pero, por desgracia, estamos entre las cinco primeras en uso de memoria. Eso enlentece a todo el land de Texas, Jeff. Los usuarios protestan, y con razón…

Mientras oye a Dupree, Daniels aprovecha para echar un vistazo al reloj de la pantalla. Pasan de las once menos cuarto. Menos de tres cuartos de hora para el suceso que esperan, si no se han equivocado Morgan y él. En teoría, tendría que estar pendiente, pero a Oliver Dupree se le ha ocurrido llamarlo a capítulo precisamente hoy. No ha podido elegir peor ocasión, el bastardo, piensa.

—Somos la Escuela Neumeister, puntera en lo que a centros de enseñanza virtual se refiere —está diciendo Dupree—. Tenemos que dar ejemplo de…

—Oliver —corta Daniels—, estoy realizando descubrimientos decisivos.

El elfo vulcaniano de Dupree respira hondo.

—No voy a meterme en tus investigaciones, no es la política del departamento.

—Ya veo que la política del departamento es impedir que use a musimas.

—La musimática son hackers, tengámoslo claro. Todos la utilizamos, sí, y los que no somos musimas como tú pagamos por ella, Jeff, pero son hackers puros y duros…

—Eso que dices es…

—¿Un café? —lo corta Dupree. Y fluyen automáticamente el «No, gracias», «No hay de qué» que le permiten la tregua precisa para que organice sus ideas—. Tus trabajos con musimas los haces en casa, y perfecto. No con nuestra memoria.

Jeff Daniels inspira hondo. Quizá sea el calor que siente o la discusión castrada de emociones a que lo somete Dupree, lo cierto es que necesita hablar.

—Estoy realizando una investigación histórica con Morgan Flint y Ryan Palmer sobre esa secta de Bach.

—Oh Jeff, por favor… —Dupree menea la cabeza de su personaje—. Los especialistas se parten el culo de risa cuando alguien habla de esa leyenda.

—No es una leyenda —replica Daniels incómodo—. Existieron, Oliver.

—¿Puedo preguntar en qué te basas? ¿Por qué un grupo de aristócratas iba a proteger así a un compositor, y sobre todo a uno como Bach? Todavía Mozart y su maldita masonería me encajan más. O Haendel, y los círculos que frecuentó en Londres. Pero ¿Bach? Fue un genio de la música, sí, pero eso se supo luego. En vida fue un luterano con cierta fama y un profesor mal pagado que trabajaba a destajo haciendo todo lo que le encomendaban… Cosa de la que otros deberían aprender, por cierto.

—Oliver, nuestras investigaciones demuestran…

Dupree se rebulle en su asiento.

—¿Investigaciones? Morgan Flint es un tarado estrafalario y Ryan Palmer es solo un tarado que enloqueció y dejó la enseñanza, Jeff. Y a Flint nadie le hace caso.

—Eso no hace que nuestros trabajos sean menos serios, Oliver.

¿Cómo decirle que él ha tocado en Julia, el delicioso Instrumento de Palmer, la causa de que este pasara de ser un profesor de musicología respetado en todo el mundo a convertirse en un asiduo de los manicomios y, al fin, desapareciera del mapa? ¿Cómo contarle que, gracias a esas Interpretaciones y a sus estudios con Flint, lo sabe todo, o casi todo, incluyendo la existencia de las Cuatro Señales, cuya primera muestra ocurrirá, si no se engañan, esa misma mañana dentro de media hora en algún lugar del maldito mundo mientras él pierde el tiempo discutiendo sin emocionarse con el reprimido Oliver Dupree, jefe del departamento de Historia de la Música de la Escuela Virtual Neumeister, una de las veinte mejores putas escuelas según el puto College Rankings?

El «profeta» que «arderá» será ese mismo día. La destrucción de «la Casa Celeste» y de los «animales y hombres» un año después, con una semana de intervalo entre cada uno. Por fin, el suceso de «la niña del altar» acontecerá otra semana más tarde. Tienen las fechas y las horas, no los lugares. Él mismo las ha comprobado extrayendo escenas de la secta en Weimar tocando en Julia el Concierto para dos claves BWV 1060. ¡Menos de media hora para que la primera se produzca!

Pero necesitan más investigación. Más Intérpretes, ahora que el cerebro de Ryan ha entrado en ebullición y solo sirve para ser vendido a Yahura. Necesita toda la memoria disponible, y el torpe de Oliver intenta frenarlo precisamente ahora.

—No sé bien por qué lo ayudaron, Oliver —insiste—. Es lo que Flint y yo queremos descubrir. Pero lo hicieron. Influyeron en su hermano mayor para que marchase a Lüneburg. En Weimar se produjo el primer contacto. Hasta entonces se habían limitado a apuntalarle en la vida musical turingia, pero allí Bach conoció al duque Ernesto y…

—¿Hay pruebas, Jeff? Se conservan muchos textos. ¿Alguna prueba de eso?

—No, no de esa clase. Pero ello es debido a que eliminaron todos los rastros.

—Por Dios. Hablas como un paranoico. ¿En qué te basas entonces?

Llega el momento decisivo. Otro vistazo al reloj: 11:12.

Necesita concluir la estúpida entrevista, pero no puede evitar dar otro paso en las arenas movedizas.

—Hemos abierto archivos ocultos en el Área Sebastian de ÓRGANO.

—¿Que habéis qué…? —Dupree virtual ladea una de sus largas, élficas orejas.

—Archivos ocultos. Cuentan la vida de Bach de otra manera.

—¿Y quién los ha creado?

—Flint cree que nadie. Son probabilidades matemáticas que el juego mismo emite teniendo en cuenta los parámetros biográficos disponibles, pero…

—Probabilidades matemáticas.

—Sí, así es… Eso creemos.

Silencio de tumba. Ahora Daniels está sudando en real. Lleva en los ojos el fulgor del hombre cada vez más fanático. ¿Por qué le ha confesado todo eso a este cretino?

—Dios. —Incluso con la barrera emocional activada, Dupree tuerce el gesto—. Jeff, ¿estás usando la memoria del land de la Escuela de Música para rastrear probabilidades matemáticas en el Área Sebastian? Jeff, esa zona está creada para mostrar a la gente la vida de Bach, es casi para niños, algo así como una enciclopedia Encarta en 3D… —Hay una pausa, y Daniels sabe que todo ha acabado para él—. Hablaré con la comisión…

—No es preciso… Lo dejo, Oliver. Me largo. Presentaré mi dimisión.

—Espera un momento. No puedes hacer eso…

Dupree empieza a leerle la cartilla, pero Daniels decide no escuchar y Transporta a su personaje a casa. Está bañado en sudor. Siente un calor infernal, y también escalofríos. Mal día para tener fiebre. A sus cincuenta y cinco años, Jeff Daniels es soltero y vive dedicado a sus estudios e Interpretaciones. Con su cabello gris cortado a cepillo, ojos azules y sonrisa seductora podría permitirse mucha compañía en real, pero desde que sabe que es musima ya no necesita a nadie. Tampoco quiere vivir en un palacio, aunque le resultaría posible con lo que gana. Su apartamento real (y su réplica virtual) en la zona de Eastwood, Austin, es modesto. Cuadros a lo Warhol del rostro de Bach, enormes fotografías enmarcadas de Instrumentos ejecutando diversas obscenidades musicales captadas con el sistema Freeze de ÓRGANO, así como diplomas y pinturas de marinas llenan las paredes no ocupadas por libros o partituras. ÓRGANO le aturde, le encandila. ¿Cómo se llama esa perversión? ¿Virtualismo?

Dios, qué calor insoportable. Le dan ganas de volver a ducharse, pero antes se asegurará de no tener fiebre.

Sale a real y va hacia el dormitorio. Coge el termómetro del cajón de la mesilla de noche y regresa al comedor, se sienta frente a la consola, de la que últimamente le cuesta tanto separarse, y mientras encaja el aparato bajo la axila izquierda comprueba que Flint le ha enviado un mensaje desde Oxford: «He colocado mis detectores de noticias, Jeff. Crucemos los dedos».

No saben qué clase de «profeta» arderá. Ni siquiera si lo hará realmente (¿un atentado?, ¿una explosión accidental?) o solo de forma metafórica. Pero saben que será un acontecimiento en todo el mundo. Una «Señal». De modo que esperan detectarlo.

«OK, amigo», teclea Daniels. «Estamos en contacto».

Notando el termómetro en la axila mira la hora. Once y veintiocho. A las once y treinta y cinco, hora de Texas, seis y treinta y cinco de la tarde, hora europea, sucederá. ¿Dónde? ¿América, Europa, Asia? Será noticia en varios medios, pero Flint no utilizará la prensa para enterarse sino sus propias artes. Será la primera Señal de las cuatro. Ellos le han puesto nombre: «Hombre Carbonizado», la llaman. Si se produjera, significará que las extrañas conclusiones que han extraído de sus estudios son ciertas.

Lo cual implicaría muchas cosas.

Se pone a pensar en las consecuencias de su atrevimiento con Dupree. Pero no le importa haberse despedido del trabajo. Puede permitírselo, y si esa primera señal es real, su vida va a cambiar drásticamente para mejor, sin lugar a dudas.

Se quita el termómetro y lo mira. Marca… Nada.

Ni siquiera cero. La pantalla digital, gris y vacía como un cielo de invierno.

Mierda con el maldito aparato. ¿Por qué han sustituido a los clásicos de mercurio? ¿O quizá no lo ha encendido? Aprieta el pequeño botón dos veces, y, como si de un resorte se tratase, las letras «ERR» saltan a sus ojos parpadeando igual que ellos.

¿Error? ¿Qué clase de error puede ofrecer una temperatura corporal?

Lo primero que nota es que su personaje está vibrando en la pantalla: extremidades y tronco se hacen borrosos, zumba como un abejorro. Se dispone a desconectar y a reiniciar el juego cuando sucede algo más.

La mano con que coge el termómetro empieza a echar humo. En real.

Por un instante Daniels se queda mirando ese vapor absurdo como señales indias procedentes de sus dedos. Entonces el termómetro le estalla en la cara. Por fortuna, las gafas lo protegen de los filosos pedacitos.

Pero ahí acaba toda su fortuna.

Durante el par de segundos en que todavía puede ver, asiste al espectáculo en que las uñas se le doblan como hojas de papel y se despegan sin ruido de unos dedos que se tornan negros como carbones de barbacoa. Luego sus globos oculares hierven en las órbitas y los humores atrapados en la olla de hueso en ebullición comienzan a freír las retinas dentro del cráneo. Su boca se abre para gritar, pero a esas alturas las cuerdas vocales están achicharradas y solo logra una queja de ventrílocuo mientras una lengua bulbosa como una salchicha bratwurst asoma por los dientes bañada en salsa rosa de encías derretidas y un cocinero invisible la trincha en cuatro lugares. Un ruido nos hace creer que en su cabeza se churruscan sus pensamientos como una cebolla en la sartén. Pero no nos engañemos: no son sus pensamientos sino las gafas de pasta retorciéndose como patas de araña sobre el rostro, los cristales pulverizados.

En cuestión de segundos, todo lo que Daniels lleva encima se abre como bocas de soplete. Por fin, con un sobrecogedor ¡FLAM!, su figura se reboza en un brillo cegador. Aún vivo, a juzgar por los cabeceos como de incredulidad que animan su calavera.

Pero el fuego no es lo importante.

Lo que domina la escena es la luz.

Una luz como un vendaval, un huracán a domicilio, aterrador, todopoderoso, que gira a velocidad de vértigo sobre el asiento. En su interior, el cuerpo de Daniels es como una vela en el cono de un tornado que se resistiera a ser apagada. Así, hasta que sus últimos músculos estallan y sus últimos nervios se funden como queso de pizza.

Y lo más extraño: a Daniels virtual le ocurre lo mismo en la pantalla.

La hora: 11:35.

Quizá el pensamiento final de Jeff Daniels es feliz: porque la tan esperada primera Señal, «Hombre Carbonizado», resulta ser cierta.

Solo que el Hombre es él.