Jaime
La tarde fue frenética. Salieron de la casa rural, que se encontraba a treinta minutos en coche de Madrid, cerca de Fuente el Saz. Abandonaron el Audi en Barajas y alquilaron un monovolumen Toyota gris. Compraron ropa y complementos en las tiendas del aeropuerto, que eran de las pocas que seguían abiertas en real: ella otro chándal (plateado) y zapatillas Nike, él una camiseta El Señor de los Anillos ÓRGANO y bermudas caqui. También mudas, útiles de baño, dos bolsas deportivas donde guardaron sus apestosas ropas (y ella la cazadora de su hija) y dos consolas portátiles Walcha con correas para la cintura, que Jaime prefería a las pesadas consolas de acero del viejo. Se lavaron y cambiaron en los aseos del aeropuerto y almorzaron en un bufé libre, él una hamburguesa con queso y mucha cebolla y ella un collage de alimentos sanos.
Lo que Jaime no pudo lograr, ni con sus ahorros de Finkus, fueron plazas libres en ningún vuelo a California, pero eso ya se lo esperaba. Los afortunados campistas que sí las habían conseguido atestaban Barajas preparados para pasar la noche en el desierto del Mojave. Eran grupos de jóvenes que vociferaban consignas, cargaban con mochilas y pancartas en defensa de la libertad en ÓRGANO y se mostraban torpes e inseguros con los objetos, como si estuvieran más acostumbrados a moverse en virtual. Observándolos desde la cafetería, Jaime juzgaba que la mayor parte del equipo que llevaban les resultaba a ellos innecesario. El plan, para ellos, no era participar de la gran fiesta de la humanidad junto al SuperSQUID sino encontrar a Belén y rescatarla.
Admitía que no era un plan muy detallado, pero no tenían otro.
Ella le hizo entonces la pregunta que habría obtenido cómodamente el primer puesto en la clasificación de Preguntas Más Frecuentes de María aquel viernes.
—¿Qué vamos a hacer?
—Bueno, por la vía oficial nada. Pero tengo alguien a quien recurrir, ya te dije. Luego lo visitaremos. Hemos quedado a las siete y cuarto.
—¿Vive en Madrid?
—No. —Jaime sonrió—. Por aquí cerca. En Singapur.
—En Singapur.
—Virtual.
—Ah.
Jaime notaba con agrado que la mujer parecía algo más relajada que cuando salieron de la casa de Fuente el Saz. Lo consideraba un triunfo personal.
Regresaron al confortable interior del monovolumen aparcado en el aeropuerto para esperar la llegada del Sistema de Transporte que su amigo enviaría a Finkus. Entretanto encendieron las Walcha y vieron las noticias sin conectarse. Solo las luces de las pantallas pintando sus rostros en la oscuridad, como una pareja que hubiese decidido buscar un sitio tranquilo para magrearse. Jaime se preguntaba si la policía habría hallado los cadáveres de la casa rural, pero si era así no se mencionaba. Hablaban del mundo. La violencia cedía, pero aún persistían hormigueros de frenesí. Quemaban contenedores, destrozaban escaparates, desafiaban a las hormigas soldado. La lista parecía una chuleta de un examen de geografía: Quebec, Buenos Aires, Oslo, Johannesburgo… En virtual las cosas eran más divertidas: BOT de la reina de Inglaterra avanzando procaces con pancartas por Londres; el Vaticano convertido en una jungla jurásica plagada de tiranosaurios pontifex con la cara del Papa; la Antártida desplazando masas acorazadas de hielo y agua como un portaaviones, icebergs y Titanics fundidos en uno solo. Fugaces monstruos musimáticos de hackers al ritmo de Bach que hacían que los lands se cerraran agotados de memoria, y eso inflamaba más las protestas en real.
A ratos conectaban en directo con la zona del SuperSQUID. El «Kraken», como llamaban al gran magnetómetro, seguía recibiendo un goteo de manifestantes en real, que ocupaban el perímetro permitido por la policía, pero hasta ahora no se habían registrado incidentes. El ojo rapaz de la cámara, sin duda desde un helicóptero, mostraba una tapicería de parches en torno a una nave alienígena en forma de tubos. «La gente es educada, cortés, vienen, instalan sus tiendas, se preparan para la acampada del sábado, ¿eh, Jane?». «Sí, Joe, sin problemas». «Así es, Jane, sin problemas». Salvo el secuestro de una niña de once años, Joe. Sin problemas.
Jaime contemplaba ceñudo aquel Becerro de Acero de la tecnología adorado por medusas de poliéster y nylon. Ante tal visión era fácil pensar que todo el universo era ÓRGANO. Pero sabía que había muchísima gente que carecía de consolas, y gente (aunque menos) a quienes no les importaba no tenerlas o no las conocían y eran más o menos felices, aunque casi todas ellas morirían pronto de hambre o enfermedades en el Tercer Mundo. El resto se limitaba a esperar acontecimientos, y por tanto caían directamente en el punto ciego del interés mediático.
De repente se volvió hacia ella, que lo miraba desde el asiento contiguo.
Se hallaban bastante próximos, aunque quizá no tanto —juzgó Jaime— como cuando Finkus y Maria B se morrearon desnudos en la laguna con los ojos abiertos y ella le dijo «te amo». Pero allí estaba, su rostro simpático, triste, de mujer madura aplastando una mejilla y mirándolo. Él la observaba ladeado con sus ojos indecisos.
—Eres buen chico —susurró ella.
Le dolieron ambos términos. No se sentía bueno. No se sentía chico. Pero aquello era la realidad, Jaime lo sabía, el mundo donde las cosas duelen. El mundo en crisis que se derrumbaba a cada palabra, a cada mirada. Nadie podía enmendarlo: solo Finkus y Maria B lograban ese milagro.
—O tal vez sí —añadió ella de repente.
—¿Qué?
—A lo mejor sí eres Finkus.
—¿Por qué dices eso?
—Porque… Bueno, tú le das vida, ¿no? Voz. Ideas. Finkus eres tú.
—Yo… y el sistema —advirtió Jaime.
—¿Quieres decir que lo que me gusta de Finkus es… un… software…?
Buena pregunta. El Transporte llegó justo a tiempo de ahorrarle una réplica.
Tenía la forma de un alto taburete blanco y era más refinado que el del pobre Preste, aunque María echó de menos las rosas. Se conectaron con las diademas y pasaron de la relativa frialdad de un automóvil en plena noche madrileña al relativo calor y la humedad de un salón noble en medio de una melodía como una neblina, el Siciliano del Concierto para clave en mi mayor BWV 1053. Una música como trazar dibujos invisibles con el dedo o la punta del pie. Había sofás, cuadros clásicos, lámparas de envergadura, alfombras, un salón de madera de cerezo, vacío. Un ventanal mostraba el remoto perfil nocturno de Singapur bajo la cortina plateada de un monzón.
—¿Quién es tu amigo? —susurró Maria B—. ¿Bill Gates?
—En ÓRGANO todo es más barato —puntualizó Finkus con desdén—. Pero, sí, es rico. Se llama Bud Day, y colaboró durante años con Scotland Yard virtual persiguiendo musimas delincuentes de gran poder. Se hizo famoso en el mundillo. Lo nombraron inspector, aunque en real no pertenece a la policía… Yo le ayudé en algunos casos de pirateo de coches y sabores en Madrid.
—Pirateo de coches y sabores —repitió ella dando vueltas por el enorme salón.
—Es frecuente. —Finkus curvó el bigote en una sonrisa—. ¿Recuerdas los viejos tiempos en que solo se pirateaban pelis y libros?
—Nadie los añora hoy —dijo otra voz en el salón. Un hombre mayor, canoso, de oronda barriga. Vestía una camisa blanca con el cuello desabrochado, pantalones negros y tirantes. Como si acabara de llegar de alguna fiesta y se hubiese puesto cómodo. Se acercó jovialmente tendiendo las gruesas manos. Tiene cara de inspector de verdad, pensó Jaime—. Adam Finkus, el Hallador Hallado. Ven que te abrace. Estás igual que siempre, tío. Hoy se lleva engordar al personaje, Adam, ¿lo sabías? Es la última moda: cebarlo hasta tener esto. —Se palpó la barriga. Luego sus ojillos azules, divertidos, miraron a Maria B—. Y tú debes de ser su ayudante. Espero que te pague bien. Es rico.
—Es un buen jefe —dijo ella—. Encantada.
—Bienvenidos los dos. Perdonad la demora, pero acabo de llegar de una fiesta en Hong Kong. Aquí en Singapur son más de las dos de la madrugada.
—No te quitaremos mucho tiempo, Bud —dijo Finkus.
—Bah, me sobra tiempo virtual. Sentaos, por favor. Oí que te sorprendía lo del pirateo de coches y sabores, María. Solo una casahuevos se asombraría de eso.
—Soy casahuevos. —María hizo que Maria B ocupara un amplio sofá.
—Pues bienvenida a la locura, querida. Me hacen gracia aquellos tiempos de copias ilegales de pelis y libros. Todo el mundo tan feliz apropiándose de lo único que creíamos que podía copiarse y pensando que un coche, un vestido, un edificio, una comida o una persona estaban a salvo. ÓRGANO ha acabado con eso. Hoy puedes tener un Mercedes virtual o cenar en la copia pirata de, qué digo, un restaurante de tres estrellas Michelin sin pagar un centavo, e incluso copiar a alguien y quitarle el puesto de trabajo. Ya el pirateo no parece tan divertido. Tiempos de justicia distributiva, los llaman. A tu jefe Finkus y a mí nos encargaron un trabajo de detección de copias en Madrid.
—Así nos conocimos —recordó Finkus quitándose la gabardina.
—Nos contrató una empresa privada —asintió Bud Day—. Eran los mejores clientes. Esta choza de Marina South que veis la compré con los encargos que recibía de ellos para bloquear copias ilegales de todo lo que puedas imaginarte, desde botellas de vino hasta maridos ricos. Y hablando de botellas de vino, para mí es muy tarde, pero no renunciaría a un Petrus virtual del 82 que me regalaron hace poco, y que por cierto creo que es una copia ilegal. —Todos rieron. A María le caía bien la locuacidad del hombre—. Pero me dispongo a probarlo para delatar a los culpables ante Burdeos. Hoy día las catas se han convertido en ruedas de sospechosos. Ya sabéis lo de: conoce a tu enemigo.
—Hemos venido un poco a eso, Bud —dijo Finkus.
—¿A beber vino? —preguntó el barrigudo ex inspector cómicamente sorprendido.
—A conocer al enemigo. Y a mí dame Coca-Cola.
El ex inspector Bud Day era un tipo directo, práctico, tan obvio y posado en tierra como su propia densa fisonomía, y eso a Jaime le gustaba. Prefería su tajante honestidad incluso aunque, como parecía ser el caso, no pudiera ayudarlos. Las peticiones que Jaime le dirigió a través de Finkus fueron recibidas con muecas de escepticismo.
—Plazas en un avión real de última hora para ir a California… Hum, quizá puedas conseguirlas en el mercado negro —dijo Bud Day tras paladear el vino—. Han habilitado un land nuevo solo dedicado a la compraventa de plazas reales y virtuales. Puedo daros direcciones pero es un sitio peligroso. —Miró intencionadamente a Maria B.
—En cualquier caso, te agradeceremos esas direcciones. —El perfecto sabor burbujeante de la Coca-Cola virtual entonaba a Jaime.
—Claro, las prepararé mientras hablamos. ¿Qué más queréis saber?
Jaime hizo que su detective se inclinara y juntara las yemas de sus dedos. No quería contar nada, y eligió sus palabras con cuidado.
—¿Te suena el nombre de Morgan Flint en el mundo musima, Bud? —Y lo escribió en una viñeta que flotó sobre la alfombra persa al tiempo que lo pronunciaba.
—Flint… Morgan Flint —leía pensativo el hombre.
—Tú has conocido un montón de gente. Y ella tiene muchos archivos dentro, ¿no? —Finkus ignoró las miradas interrogativas de Maria B—. Quizá tenga algo sobre él.
—Morgan Flint… —repitió Day—. ¿Profesor Morgan Flint? —Gesticuló abriendo archivos—. Sí, un gran musima. Considerado uno de los Grandes Virtuosos europeos. En real fue profesor de simbología musical barroca en el Magdalen College de Oxford… Veo que te sorprende.
—Me esperaba más bien a un gángster —declaró Finkus.
—Aquí hay un dato curioso… Era amigo y colaborador del profesor Jeff Daniels, de la universidad de Austin en Texas. ¿Os suena ese nombre? —Maria B y Finkus negaron—. ¿No recordáis al tipo que el año pasado se quemó a lo bonzo en su casa, en ambas vidas? —Jaime sí lo recordaba: había sido noticia en todas partes y el suicidio no estaba claro. Según su madre (que, pese a su punto de vista de cirujana era dada a devaneos esotéricos), se trataba de un caso de «combustión espontánea»—. Pues eran muy amigos, Flint y él… Pero guardo esa noticia por otra cosa. Algo que tiene relación con… ella.
—Sí, con Jill —dijo Finkus.
—¿Con quién, perdón? —preguntó Maria B.
—Mejor, te la presento —dijo Bud Day.
Jaime casi pudo notar la alegría del veterano ex inspector ante la posibilidad de tener que explicar quién era Jill a alguien que no la conocía.
Una música —el Larghetto del Concierto para clave en La mayor BWV 1055— convocó un fuego de colores. El fuego se hizo ropa. Bajo la ropa, una mujer de espaldas y de pie en el centro del salón. Bajita, sensual, vestida con una especie de torera arco iris. Maria B dio un respingo. La figura giró la cabeza y los miró: bajo el cabello oscuro corto y liso sus facciones tenían algo remotamente cruel y serpentino.
—Jill Cliffords, sí. —Bud Day sonrió satisfecho, como si mostrara un raro ejemplar de mariposa de coleccionista—. Una de las Intérpretes e Instrumentos mercenarios de la década. Hoy suenan más Beatrice Reece o Hyp Grost, pero Jill no era mala hace años. Tocaba Bach para el placer, como tantos otros. Supongo que sabéis que, tocadas de cierta forma, muchas músicas de Bach producen en los jugadores un placer que ninguna sustancia o actividad conocida llega a producir. Y por si fuera poco, es posible controlarlo para no crear adicción. Así que huelga decir que es uno de los bienes más caros de este mundo, porque eso sí que no se puede copiar. Jill era grande. Se especializaba en preludios y fugas para órgano, aunque tocaba obra orquestal también. Quizá en estas imágenes no lo notéis, pero tan solo ver a Jill moverse en un Concierto era creer que el mundo tenía un sentido. Que la existencia humana es algo más que humana. Aunque, en cierto modo, también era desagradable, porque no se puede producir ese placer sin pagar un precio, no, al menos, desde que el primer matrimonio de la historia fue desahuciado del edificio Paraíso. —Sonrió al ver que Maria B se impresionaba—. No te asustes, María, no está aquí. Lo que ves son solo archivos que guardé de ella cuando la detuve.
—¿La detuvo?
Jaime sonrió para sus adentros: era la historia preferida de Bud Day.
—Sí. Adam sabe que fue mi caso más difícil —dijo Bud Day—. Jill era terrible. Inventaba nuevas y complejas formas de tocar las mismas piezas, y si necesitaba extraerlas de un personaje cualquiera, lo hacía. No importaba si, durante el proceso, destrozaba al personaje en cuestión o dañaba al jugador real. Scotland Yard virtual me pidió ayuda cuando ya no pudieron resolverlo ellos. Y yo jugué al gato y al ratón con ella hasta cazarla. Era una mujer hindú en real, pero vivía en Londres. Se quitó las dos vidas cuando la desenmascaré. —Hizo una pausa—. Pero antes me contó cosas. —Con un vaivén el veterano inspector hizo que Jill girara hacia ellos en molinillo. Jaime apreció sus complicados tatuajes de dragones. De su menudo y pálido cuerpo emergían viñetas de datos. Sus ojos tenían cierta cualidad de vacío, como el cielo de invierno—. Una de las que me contó se relacionaba con Flint y Daniels. El primero la contrató para tocar en ella y extraer archivos ocultos en el Área Sebastian, el land que cuenta la vida de Bach.
—¿Hay archivos ocultos allí? —preguntó Finkus.
—Así lo creían ellos. Aseguraban que eran «residuos» del sistema creados por el propio sistema. Las técnicas para abrir esas supuestas escenas «secretas» de la vida de Bach eran muy complicadas. Ellos usaban a veces un Instrumento extraordinario creado por otro colega suyo, Ryan Palmer, llamada Julia. Pero esa vez contrataron a Jill también. Fue así como Jill se enteró de lo que buscaban: pruebas de la existencia de una secta cuyo propósito no era otro que proteger al músico Johann Sebastian Bach…
—¿Protegerlo de qué? —preguntó Finkus.
—Cuidarlo, más bien —corrigió el ex inspector—. Para que compusiera su música.
—¿Una secta virtual? —dijo Maria B.
Bud Day negó mientras bebía otro sorbo del estupendo vino.
—Muy real. Había existido, al parecer, desde tiempos remotos. Y cuando digo «remotos» quiero decir eso: egipcios, griegos, babilonios…
—Un momento. —Finkus alzó la mano—. Bach es del Barroco… ¿Cómo…?
—Ya sé que suena absurdo. Pero esa secta creía que la llegada de Bach al mundo había sido anticipada desde hacía siglos. Desde luego, Bach no encaja con esa imagen. Su biografía nos dice que fue un currante como tantos otros, huérfano de padre y madre a los diez años, viudo de su primera esposa, con un montón de nenes. No hay muchas leyendas «oscuras» a su alrededor, y si exceptuamos que un matemático llamado Alan Neumeister usó su música como soporte para el mundo virtual más realista de la historia, su genio parece similar al de otros grandes como Mozart o Beethoven. Pero los tipos de esa secta conocían el destino de Sebastian Bach y hasta anticipaban qué obras iba a componer. Lo adoraban como un dios, con rituales donde interpretaban su música. Decían que lo sabían todo porque ya lo habían vivido. Infinitas veces. Y lo recordaban. Anunciaban una especie de… fin del mundo. En eso no eran muy originales… Según ellos, habría unas señales y cuatro días después todo acabaría y empezaría de nuevo. Un ciclo sin fin. La música de Bach es la clave de ese ciclo. De la vida. Del universo.
En el silencio que siguió, telegrafiado por la lluvia, Finkus habló primero.
—Esas opiniones solo las he oído en relación con Alejandro Sanz.
—¡Hablo en serio! —protestó Bud Day—. Es lo que ellos creían.
—En todo caso, ¿qué ocurrió con Flint y Daniels? ¿Encontraron esos archivos?
—Supongo que sí. Jill no pudo ayudarles al final. Pero quizá sí los obtuvieron.
Jaime hizo que su detective asintiera, pero se quedó reflexionando.
¿Por qué tenía la sensación de que había un detalle que pasaba por alto? Piensa, Finkus. ¿No eres el Hallador? Pues halla.
Bud Day había caído en una ensoñación también. Puede que en real estuviera ausente, o se deleitara viendo a la figura puramente matemática de Jill Cliffords, aquella galaxia de archivos sin jugador, moverse como una muñequita de caja musical con el Concierto para clave 1057, donde las flautas sonaban con dulzura pastoril. A Jaime no se le ocurría nada más. Irritado, hizo que Finkus interrumpiera el espectáculo.
—Bud, una última cosa: ¿qué sabes del proyecto Canon? ¿Es real?
Bud Day paralizó a la muñeca, que cayó al suelo en un último giro. Luego el ex inspector se levantó y atravesó su imagen como si cruzase por la neblina de humo de un garito de apuestas ilegales en dirección a un carrito de bebidas.
—¿Otra Coca, campeón? ¿Algo de comer? —Tanto Finkus como Maria B declinaron. Bud Day probó un poco de queso mientras respondía—. Te diría que me haces unas preguntas tremendas, colega, y que espero que no estés metido en ningún lío gordo.
El más gordo de mi vida, pensó Jaime, pero hizo que Finkus negara.
—Claro que fue real el proyecto Canon —continuó Bud Day—. El gobierno de Estados Unidos se lo pidió en secreto a Alan Neumeister: un programa de software para entrar en el core de ÓRGANO. Neumeister lo concluyó un mes antes de suicidarse: lo llamó «Canon» porque está basado en los cánones de la Ofrenda Musical y El arte de la fuga, las dos obras teóricas finales de Bach. Naturalmente, fue un intento fallido. Para acceder al core se necesita realizar cálculos inmensos. —O tener la clave de acceso, pensó Jaime, comprendiendo que Bud ignoraba esa parte—. Es un rumor, pero yo lo creo.
—Así que las filtraciones de WikiLeaks…
—Son ciertas en parte. No querían controlar ÓRGANO sino estudiarlo.
—¿Estudiarlo? —Finkus alzó las cejas—. ¿Por qué?
Bud Day se encogió de hombros.
—Ni idea. Quien me habló en Londres acerca del Canon tampoco lo sabía. Hay muchas cosas sobre este mundo que ignoramos. Me refiero a ÓRGANO, aunque también el otro es enigmático. —Sonrió de su propia broma y alzó a Jill con un gesto de la mano con que sostenía la copa, como si brindara.
Jaime echó un vistazo a la hora: pasaban de las ocho y media. Necesitaban moverse rápido si pretendían encontrar plazas en algún avión para el día siguiente.
—Gracias, Bud, ahora tenemos que irnos. ¿Te importaría pasarme copias de todas esas informaciones, y de tus contactos para los billetes de avión? Gracias por todo.
—Gracias a ti por la visita —dijo Bud Day. La imagen de Jill Cliffords se derritió en el suelo como cera de vela. Regresaron a la iglesia de Preste y Jaime revisó el mapa.
—Las protestas de los hackers en Madrid virtual han cerrado parte de la ciudad, así que me he quedado sin despacho —dijo Finkus—. Usaremos la iglesia mientras tanto.
—No es mal sitio —dijo ella—. Oye, ese hombre, tu amigo… Es simpático… Y se nota que no puede olvidar a esa tal Jill… ¿Qué pasa? —Jaime hizo que Finkus la mirase de una forma que ella ya sabía que era «especial». Decidió contárselo.
—Esto es confidencial —advirtió Finkus—. Bud Day fue Jill Cliffords, Mari. Me lo confesó una vez que me invitó a beber algo mucho peor que ese vino. En real es una mujer de unos sesenta, nacida en la India. Que yo sepa, sigue viviendo en Londres y se llama Jhaina Batt. No mató a nadie ni tuvo líos con la policía, pero sí que trabajó como Intérprete e Instrumento y causó daño a muchos jugadores. Un día cambió. Se arrepintió de todo, «suicidó» a Jill, creó a Bud Day a partir de los rasgos de su padre y trabajó para Scotland Yard virtual. Dice que «capturó a Jill Cliffords», y, ya ves, es cierto.
Maria B movió la cabeza, asombrada.
—Extraño mundo este —dijo.
—Citando a Bud, no más extraño que el otro —repuso Finkus renderizando las cajas con los archivos que su amigo le había copiado—. Bueno… ¿Qué tenemos hasta ahora? Por un lado, Yahura y el Clan intentando conseguir el código del core para apoderarse de ÓRGANO… Por el otro… Morgan Flint. ¿Qué hace metido en esto?
—Trabaja para alguien.
—Aun así, no me cuela que un profesor de música antigua se pringue en esta lucha de poder. —Jaime prefirió no decir «secuestrando niñas pequeñas». De repente se detuvo. Finkus enfocaba una de las cajas: la que hablaba de la secta. Uno de los archivos se titulaba «Las Cuatro Señales y los Cuatro Días». Cuatro días, pensó. Cayó en la cuenta—. Espera. Acabo de recordar algo… Flint nos dijo que el core sería accesible mañana sábado, cuatro días después de la escena de la niña del altar…
—Que, según las creencias de esa secta, hay cuatro días tras la última Señal antes de que suceda ese fin. Bud nos lo dijo pero no lo capté hasta ahora…
—¿Y las Señales…?
—Pueden estar relacionadas con esto. Es lo que voy a comprobar. —Hizo que Finkus renderizara ante ellos el archivo. Era una especie de poema. El traductor instantáneo de ÓRGANO les ofreció una versión.
Un Profeta y la Casa Celeste arderán,
Animales y hombres en la Tierra morirán,
La joven virgen en el altar yacerá
Y tras Cuatro Días, todo concluirá.
Salieron a real y se quedaron mirándose un instante en la penumbra del coche.
—Joder, esto es más que el control de ÓRGANO —dijo Jaime—. Mucho más.