Febrero de 1716

Sebastian

—Mi música es perversa —dice Sebastian.

Su esposa Maria Barbara lo mira a los ojos, incrédula.

—Pero ¿qué dices? ¿Perversa?

—Provoca cosas terribles. Está en el origen del mal y el bien. Es vicio y virtud.

—Tu música es lo más hermoso que he escuchado jamás —murmura ella.

—Un fuego puede ser hermoso. Pero eso no le impide quemar.

—Johann…

Ella se pregunta si estará enfermo. Podría estarlo. La palidez de Sebastian es intensa bajo la luz de las velas del modesto dormitorio. La casa de Weimar se halla sumida en un concierto de ronquidos. Duermen en ella ocho personas, entre adultos y niños. Sebastian ha llegado muy tarde, como siempre, jadeante, sucio y confuso. Pero esa noche ella lo aguardaba en el dormitorio. María Barbara, envuelta en un largo chal, alzaba justiciera su sombra robusta de cabello enmarañado en la pared. Su cara blanca, con la huella del sufrimiento y los sucesivos embarazos, mostraba una expresión huraña. Él había quedado inmóvil, como un ladrón atrapado.

—¿Dónde has estado? —le había espetado ella.

Al principio se había refugiado en la excusa («Di un paseo, no podía dormir»), pero en la mirada implacable de su mujer había un punto de no retorno.

—Curioso insomnio, que se repite cada cuatro días. He estado despierta otras noches, Johann, pero fingía dormir. Hoy ya no he podido fingir más. Vienes empapado, pero la noche no es tan húmeda. Las botas sucias de barro. ¿Dónde te encuentras con ella? ¿En las colinas de Ettersberg? Mírame. —Dócil y asustado, él había obedecido—. Solo quiero saber su nombre. Quién es. El tiempo ha pasado por mí, y lo sé. Pero tengo derecho, al menos, a saber a quién prefieres.

El silencio se había prolongado. Desde algún lugar ladró un perro. Desde otro, gimió un niño: quizá Johann Gottfried, el menor de los cuatro vástagos vivos.

Ella había implorado, amenazado (con dormir en la habitación de su hermana Friedelena, que vivía con ellos desde que estaban en Weimar), arrodillada y alzando ante él su rostro como lino blanco.

—¡Solo te pido que seas sincero, Johann Sebastian! ¡Creo que me debes al menos eso, después de haberte dado seis hijos! ¡Para mí, esto también es muy difícil! —Toda su ira dilapidada en la última frase, de nuevo entregada al llanto—. Soy tu esposa, la mujer con quien decidiste unirte… He vivido una pesadilla durante las últimas semanas, acostada en la oscuridad, esperándote. Antes no eras así, desde la boda del duque Ernst has cambiado… ¿A quién has conocido? ¿Quién te ha hecho olvidarte de mí?

—Cierra la puerta —había pedido él.

Y todo se transformó. Ninguno de los dos buscaba prolongar la discusión. Son una familia turingia de principios del dieciocho, se hallan más que acostumbrados al drama. Y sobre todo, ella es honesta y sencilla como los olores del puchero, las noches en calma o la primera nieve del invierno. No se merece más engaño. Dios mío, acudo a Ti, no me abandones, había rogado Sebastian.

—No me veo con ninguna mujer, Maria. Sirvo al duque Ernst August.

Una llama de alegría prendió en las pupilas de ella… para apagarse al instante.

—Sirves a los duques desde que vivimos en Weimar. ¿Qué quieres decir?

—Desde que soy maestro de conciertos, asisto a… fiestas de Su Gracia…

Al pronto desconcertada, María Barbara había vuelto al enojo y los celos.

—Las fiestas en el Palacio Rojo del duque Ernst August… Pero… ¿Qué clase de cosas haces en ellas? —Imágenes turbias, máscaras, habitaciones sin ventanas, doncellas que bailan entre resplandores de sudor—. ¿Por qué te mezclas en esas… orgías?

—No me mezclo con nada. Esas fiestas, y los encuentros en la colina de Ettersberg, son… en honor de mi música.

Los ojos de ella se abren, rastrean en su rostro minuciosos como luces.

—Oh, Johann, ¿por qué te burlas de mí? Las historias sobre las fiestas del duque vienen desde mucho antes de que llegáramos a Weimar…

—Maria: mi música era honrada antes de que yo naciera.

Es el punto, la encrucijada. Y lo sabe. Lo que nunca ha contado a nadie, lo que otros le han contado a él el Secreto. María Barbara lo escucha sentada en la cama, su rostro exangüe con una expresión de arrobo similar a la que adopta cuando él toca el clavecín. Pero ahora las frases no hilvanan melodías sino una historia oculta demasiado tiempo bajo silencios encadenados. Las palabras se empujan unas a otras en una confesión que, por el simple hecho de hacerla ante ella, le proporciona a él rubor y calidez, como si compartieran la misma hoguera. En un momento dado suena el canto de un gallo y piensa: El que oyó Pedro al negar a Nuestro Señor. ¿A quién estoy traicionando yo?

—Sé que te parecerá una locura. Yo también pensé que lo era cuando Primo Christoph me lo contó tras la muerte de Padre. Es lo que llaman «el Secreto». Mi abuelo, Padre y él lo sabían. Llevo toda mi vida pensando que el Secreto es… una especie de sueño que me rodea… Pero es cierto y están ahí: un grupo de personas aguardaban mi nacimiento desde tiempo inmemorial. Afirman poder ver el futuro con tanta claridad como yo te estoy viendo ahora, saben cosas de mi vida, incluso… anticipan algunas de las músicas que compondré. No estoy borracho, no me huelas el aliento. Su Gracia el duque Ernst August pertenece a ellos, y su esposa, la duquesa Wilhelmina. El duque Wilhelm no, y ya sabes que sus desavenencias con su sobrino son cada vez mayores… Ese grupo cree que mi música es… vital. No solo eso: lo es todo. —Entonces fue cuando la definió como «perversa». Agregó—: Mi música es lo bueno, lo malo, la naturaleza, el arte, el placer, el dolor. Mi música suena en los sótanos del Palacio, y Su Gracia y los invitados selectos se entregan a ella como… como a un ritual profano…

—Un ritual del demonio —replica María Barbara puritanamente ceñuda.

—Y de Dios.

Dos regentes gobiernan la ciudad ducal a la que los Bach se trasladaron ocho años atrás: el mayor, Wilhelm Ernst, austero, religioso, ha empleado al músico como organista y maestro de conciertos. Su sobrino, Ernst August, de veintiocho años, lleva en su rostro maquillado los restos de una juventud de insomnios. Desprecia el puritanismo de su tío y ha proseguido la labor de su padre con fiestas en su residencia del Palacio Rojo, donde se toca la obra de su maestro de conciertos, e incluso música aún no compuesta, bailada ritualmente por jovencitas que imitan con sus figuras y ropajes, o la ausencia total de estos, los cuadros mitológicos que adornan los salones privados. Los tradicionales solsticios y equinoccios y ciertas festividades naturales son celebradas en las cercanas colinas de Ettersberg, donde más de un centenar de nobles turingios se reúnen alrededor de fogatas y se tañe el oboe en conciertos arreglados por Sebastian y procedentes de su propia inspiración o de otros creadores como Vivaldi. La música elegida sirve de ritmo a la bailarina de turno —para la cual el frío intenso de los páramos yermos de Ettersberg no parece existir—, que hace girar su cuerpo frágil sobre las picudas piedras. O a orillas del río Ilm, entre velos perfumados, mientras los vientos con olor a barro arrastran los faldones de las levitas y los bordados de las máscaras de los espectadores, y eriza cada punto de la piel de la dama que se contorsiona vestida solo con la arena. Sebastian, espectador asombrado, se ha mantenido siempre al margen, cruzando a ratos miradas de extrañeza con los participantes.

Aunque odia esas reuniones, el duque Wilhelm no puede hacer nada para suprimirlas. El grupo al que su sobrino pertenece tiene influencia. No son papistas, no se oponen directamente a la religión oficial. Son «una nueva forma de gozar del arte», explica Ernst. Entre este y el duque Wilhelm se reparten a Sebastian como dos leones los despojos, y el artista se siente atraído, bien por la celeste bóveda donde toca el órgano para Wilhelm, bien por los infernales salones subterráneos del Palacio Rojo donde ha visto a damas, recatadas en la superficie, bailar en la profundidad como animales salvajes, bajo antorchas, entregadas a su música.

¿Y qué clase de creencias son esas? El duque Ernst August se lo ha intentado explicar, Sebastian lo ha escuchado, ha percibido su vehemencia, pero ha terminado comprendiendo que él es solo un músico mal pagado que debe luchar contra la adversidad para mantener a una familia y crear su arte soli Deo gloria. Para el joven duque y sus acólitos, amoldados a una vida pudiente, es fácil creer en supercherías trufadas de delito carnal. Su Gracia le dijo que no había nada pecaminoso en ello. Al contrario: Dios hablaba a los hombres a través de su música. Hasta el gran Lutero había anticipado el nacimiento de Sebastian y por ello había concedido tanta importancia a la música en la religión, a diferencia de la religión romana.

—Todas las civilizaciones lo han hecho, de una forma u otra —le decía el duque—. Fiestas en honor de los dioses, bacanales, orgías… Pero la verdadera diosa a la que se rinde culto es la música. Tu música, Johann Sebastian. Ella es la que une a toda la Creación, anticipo del Día Final, de la Suprema Felicidad, que vendrá después de las Cuatro Señales y los Cuatro Días Más Importantes de Todos… —No entendía Sebastian qué podía ser eso, pero eran palabras como fruta ácida y refrescante en la boca de labios pintados del duque. Pronunciarlas era sonreír de éxtasis—. Ese día el Señor tocará en los hombres como en un gran Órgano, y la música de su Santa Palabra convertirá el mundo en un Todo. Lo de arriba será lo de abajo. El Omega será el Alfa. El Reino de los Cielos y el de la Tierra se atarán con una sola Cuerda. Habrá llegado el Fin, que no será otro que el Principio. Y nosotros celebramos ese Ciclo, y lo hacemos sabiendo que nada es malo ni bueno si procede de tu música, Sebastian. Estos disfraces, estos artistas tañendo oboes de conciertos que compondrás en el futuro, estas jóvenes núbiles que muestran sus cuerpos… Todos honran la voz de Dios. Aún tu propio apellido es un símbolo: Bach, Cuatro Letras, Cuatro Notas, Cuatro Señales, Cuatro Días. Tú, llevando la Palabra a los confines como un torrente, un…

—… un «arroyo», Maria. Un «Bach», porque eso significa mi apellido.

Hay una pausa. La mano de ella busca la suya, sus ojos lo miran reverenciales.

—Todo esto es… Todo lo que me cuentas es… ¡Dios mío, estaba tan equivocada! —Él se percata de que María Barbara vive el Secreto como un golpe de suerte en medio de una vida gris de lacayos. Eso le provoca escalofríos de compasión. ¿Quién podría entender lo que le sucede, de cualquier forma? Primo Christoph tampoco lo comprendía, y aunque su hermano Johann y él hablaron un día, cuando al primero lo visitaron ellos para «sugerirle» que debía permitir que Sebastian marchara a Lüneburg, está seguro de que nadie en su familia es capaz de vislumbrar el alcance real de todo. Duda incluso de que los selectos miembros del grupo de Weimar hayan descifrado la mayoría de las claves. «No debes comprender nada —le había dicho el duque—. Tu misión es componer, Sebastian. Tu vida ya está establecida. Compuesta, a su modo. Solo debes atenerte a la partitura. Debes vivir tu vida hasta el final y rematar ese final con la última obra de todas. Tu vida tiene ese destino. Es muy importante que llegues a ella y la corones. Porque, aunque el futuro está escrito y ya lo hemos vivido y lo conocemos porque lo recordamos, aún puede alterarse. Como el papel del pentagrama en el que ya se ha copiado la pieza, al cual una mancha de tinta o una llama pequeña pueden modificar».

Pero ¿qué significaba aquello? ¡Palabras misteriosas!

Ella lo abraza y besa su oreja, ese laberinto que alberga dulces sonidos como una caracola. Por un instante permanecen así: Sebastian, encorvado por el peso de una vida clandestina; María Barbara, entre susurros de esperanza.

—Sssh… Todo esto es para bien, es lo que mereces… —le dice ella—. Tu música es única, siempre lo he sabido, Johann… Debiste contármelo antes.

—Me hicieron jurar no decirlo a nadie.

—Entonces te agradezco que hayas roto el juramento conmigo.

Él no participa de su entusiasmo. Qué importancia tiene ya que lo sepa, piensa, amargo. El duque se lo ha revelado.

Sebastian sabe que a María Barbara solo le quedan cuatro años de vida.