15:05 h

Bogart

Nueve de la mañana en Pensilvania, Nancy aún duerme plácidamente con su antifaz. Andy y Maggie roncan en el dormitorio de invitados. Pero Bogart, ojeroso, entre bostezos —ha sido una noche movidita—, se encierra en el despacho ante su Thomaskirche y se conecta, trasladándose a su land de París, donde son las tres de la tarde.

Sus invitados llegan en dos coches negros Chevrolet años cincuenta y aparcan a la entrada de su lujosa mansión parisina. Por supuesto, hubiesen podido transportarse, pero a Kenzo Yahura le gustan las cosas a la manera clásica.

Del primer coche, que conduce una sensual rubia, se bajan dos hombres. Uno es Huizicha Tahiro. Del otro salen otros dos. A Bogart no le sorprende no ver a Yahura.

Un sol deslumbrante y armonioso luce espléndido en el cielo. La señorita Grost aguarda al pie de una escalinata de piedra vestida con una gran túnica de terciopelo negro y sandalias abiertas de tacón alto. Las manos en la espalda y el cabello pulcramente peinado. Huizicha Tahiro lleva su mejor personaje: alto, de traje gris acero a juego con su pelo pincho grisáceo. Cortan su rostro unas finas gafas negras de diseño. El otro hombre es un retaco en traje de luto. Ese no es preocupante, ni los que aguardan de pie tras ellos, la señorita Grost lo deduce pronto.

La peligrosa es la rubia, claro. Ha abierto la portezuela pero permanece sentada, un pie apoyado en el salpicadero, mostrando los muslos y cruzando una fría mirada con Grost. ¿Mujer, hombre en real? Quién sabe y qué importa. Lo que importa es que es musima. El doctor Bogart la ha visto cuando Yahura le contrató y al discutir el plan en Tokio virtual. Dos ocasiones, con esta tres, y en todas ha percibido que es buena.

Tahiro y su gorila se detienen a unos metros de la Niñita. Una fresca brisa porta olores de jazmín y manzana. Todo es bello alrededor de la fachada de piedra de la casa, pero nadie parece especialmente feliz.

—Lo siento, señorita Grost —dice Tahiro tras las reverencias de rigor—. Estamos en su land, con sus barreras, sus reglas. Nos gustaría inspeccionarla…

La señorita Grost hace la mímica —innecesaria— de llevarse las manos al broche de la túnica. En verdad la prenda desaparece. El doctor Bogart toma aire y se relaja mientras Tahiro abre los Teclados de su personaje. El Concierto para violín en la menor es un golpe de viento. Notas picudas de solista empujan a la niña hacia atrás. Sus pies retroceden, los tacones suben un par de peldaños, la señorita Grost, acometida por los excesos del rastreo, se aferra a la baranda, se aparta el pelo, gime.

Tahiro es un Gran Virtuoso. Acaba en menos de un minuto.

—Como Instrumento sería usted magnífica, señorita Grost —alaba sin sonreír.

Tras el cacheo ritual Bogart necesita unos segundos para hablar. Deja a su muñeca en la escalera sin vestirla. Le interesa sobre todo observar a la rubia en el coche.

—Gracias, señor Tahiro. Y ahora que saben que no oculto músicas peligrosas ni objetos musima en mi humilde persona, ¿no quieren pasar? ¿Un té, cortesía de la casa?

—Hablaremos aquí, si no le importa. Las malas noticias no necesitan preámbulos.

—Han escapado. Lo siento. Flint, Misaki y la niña.

Tahiro no deja de sonreír. Su personaje tiene una sonrisa bonita.

—¿Copió a la niña, señorita Grost?

—No tuve tiempo. Todo fue muy rápido. Misaki hizo algo muy astuto. Disparó a su propio personaje y se suicidó en virtual. No lo esperaba. Por lo general los reavir quedan inconscientes si eso sucede, como mínimo. Pero Flint la había protegido.

—De modo que ahora Morgan Flint solo tiene que resucitarla.

—Supongo. —La señorita Grost cruza los flacos bracitos—. Por cierto, creo que no se puede hacer lo mismo con Ray y Phil, ¿no?

—Están muertos en real —dice Huizicha Tahiro con la misma sonrisa con que hubiese podido decir: «Me gusta el color de su pelo».

—Eso imaginé.

—Bueno, no ha sido un final muy agradable para el señor Yahura. —Tahiro inhala profundamente—. A la traición de quien era su hija amada, entrenada por y para él, se une la humillación de fracasar ante… un profesor universitario jubilado obsesionado con una secta dedicada a Bach, y ante Oswald Morpurgo, un autista de las pantallas.

—Ambos muy poderosos en el mundo virtual —dice Grost—. Ya sabe.

—Usted también lo es. Y este fracaso ha venido en un momento delicado para el señor Yahura, en el que su imagen ante el Clan se halla en entredicho. Quizá deba pasar por un Examen de Conciencia…

—La señorita Grost le desea suerte al honorable señor Yahura con el Examen.

¿Se había movido la rubia desde su asiento? Bogart enfoca la cámara en ella. Voluptuosa, tentadora Lauren Bacall sentada al volante. Inofensiva, en apariencia. Pero el doctor cree escuchar una remota sacudida de violines. Sabe que un Gran Virtuoso puede estar tocando algo sin que su personaje lo aparente. Quizá otro Concierto.

—Gracias —dice Tahiro—. El señor Yahura desea lo mismo a usted. —Irguiéndose, enfático—: Sin embargo, como es natural, todo contrato entre usted y el señor Yahura queda disuelto desde ahora. Que pase un buen día, señorita Grost.

—Solo exigiré la parte acordada —lo detiene Grost—. Sin bonificaciones.

—El señor Yahura no le debe nada. —La voz de Tahiro es gélida, como si hubiese sido depositada en la misma cubitera que el silencio.

—Vaya. Me olvidé de leer la letra pequeña, parece. Creí que el pago era por aceptar y las bonificaciones por tener éxito…

—Las circunstancias han cambiado. No hay código. Ni siquiera lo compartimos con los adversarios: usted no lo ha obtenido. Y por tanto, no hay recompensa.

—Eso es jugar sucio. He invertido dinero en esto. He dirigido un equipo para copiar tres personajes, y lo hice. Nadie me dijo nada sobre un cuarto avatar… —«Siltry» o «Sultry», cree Bogart recordar que es el nombre de esa criatura virtual del Chevy. Según Tahiro, era capaz «de dar más placer del que nadie pueda imaginar», pero al mismo tiempo era letal como una mamba—. Dígale al señor Yahura que quiero lo acordado.

—¿O si no?

Los preciosos labios expulsan palabras con su suave aliento.

—O si no, quizá tenga que contar al Clan las cosas que sé sobre él.

—¿Qué cosas pueden ser esas? —La pregunta de Tahiro parece solo curiosa.

Pero la señorita Grost está preparada para las preguntas curiosas.

—Por ejemplo, que Yahura pensaba apoderarse él solo de la clave —dice y se estira con los brazos en alto, menuda y procaz, frente a los gángsters virtuales—. Tengo formas de saber las intenciones de quienes me contratan… Una especie de seguro de vida.

—Comprendo. Así lo transmitiré, señorita Grost.

Los hombres se alejan. Los Cadillacs desaparecen. La señorita Grost, solitaria, en cuclillas, coloca las manos en los muslos. En el aire los pájaros trinan en tono menor.

—Claro que pagarás, cerdo —dice Bogart por la garganta de su chica.

No despierta gritando.

Lo hace con un gemido, leve, casi cortés. El despertar entre alaridos y chorros de sudor solo sucede en las películas. En la vida real raras veces se producen tales aspavientos al salir de una pesadilla, sabe el doctor.

Hablando de vida real, ¿dónde se encuentra? Basta un giro de la cabeza para cerciorarse. Ese bulto de un blanco grisáceo no muy diferente de la almohada son los cabellos de Nancy. Ese sonido dulce es la respiración de Nancy. Esos números sangrantes flotando en la oscuridad son los del despertador digital de Nancy: «4:44» (por cierto que tal procesión de cuatros lo sume en una extraña angustia, sin saber por qué). Está en su casa, claro. Y ya no puede dormir más.

Se levanta sin rozar a Nancy, que reposa con exactitud, como un ordenador en hibernación, y se pone su batín de seda mientras rememora fragmentos del sueño.

Nada extraño, que conste. El doctor se apercibe de que su subconsciente es un haragán: lo único raro de su pesadilla es no haberla tenido antes. Cuando su hija Ellie murió asfixiada con un trozo de ragú también pasó meses enteros viendo su cara mientras dormía. No hay que dar mucha importancia a los sueños.

En este se veía torturado a manos de Tahiro, el Gran Virtuoso que trabaja para Yahura. Pero no como señorita Grost sino como él mismo, Michael Bogart.

Son gente peligrosa. Qué suerte que ha tomado precauciones esa misma tarde.

Y fueron precauciones agradables de tomar. Ello hace sonreír a Bogart.

Provisto de batín e insomnio, asoma la cabeza por la puerta. La casa, sumida en una oscuridad de tumba. Dos habitaciones más allá duermen su hijo Andy y su nuera. Bogart recuerda que deben despertarse dentro de una hora para tomar un avión de regreso a Los Ángeles ese sábado. Andy ha cancelado su cita en el Comcast de Filadelfia ante el aluvión de noticias que pronostican el cierre de aeropuertos de la costa Oeste. Qué ganas de que Andy se marche. Dios. El hijo pródigo y su repulsiva mujer. Qué ganas de quedarse a solas con Nancy (que es como estar con él mismo) y seguir jugando con su Hyp Grost, esa serpiente sensual que muerde con música.

La cocina le saluda con un parpadeo de luz de morgue. El buen doctor se acerca a la cafetera con capacidad para cuatro tazas y la observa por si debe rellenarla, pero las criadas lo han hecho ya. La enciende y pone una taza.

Mientras espera, repasa mentalmente lo que hizo después de la cita con Tahiro.

Ninguna barrera es lo bastante buena para resistir el ataque de Tahiro, sobre todo si usa uno de sus finísimos Instrumentos (y esa rubia del Cadillac —¿Saltry? ¿Sultry?— lo es). Pero el doctor no se lo va a poner fácil. La señorita Grost tiene casas en Europa, América y Asia, todas listas para recibirla, con servidores contratados con sueldo real o bien obligados a trabajar con musimática. Escogió a una chica morena de su mansión en Polinesia. En real era un chaval japonés al que Grost mantenía con un buen salario. Eligió una hamaca en su playa privada y la señorita Grost se abalanzó sobre ella como un súcubo. Palpándola, libándola, tendiendo un puente de seudópodos mientras extraía el maravilloso Concierto para dos violines en re menor. Listones dorados de sol bajo el techo de chamizo, dos chicas. El Concierto confundiendo sus cuerpos.

Nada existía. Eran dos jugadores, uno prisionero musimáticamente del otro. Bogart trabajó como una alquimista febril durante horas, controlando cada tecla de su sirvienta, carne contra carne, cada giro dulce de las cuerdas. Luego un ruido había hecho que el personaje del japonés, aún echada sobre Grost —que la mantenía sujeta con las piernas—, mirara por encima del hombro: allí, de pie, otra Hyp Grost sonreía.

Sin permitirle moverse, aún apresándola por los riñones, Grost Primera puso las manos en la cabeza de la chica y la disolvió. El jugador, residente en Osaka y enganchado a los videojuegos (una redundancia en un japonés, opina Bogart), sería encontrado por sus padres en coma al día siguiente. El místico diálogo entre los dos violines, que a Bogart siempre enardecía cuando lo tocaba sobre alguien, finalizó. Se levantó de la hamaca y dejó que Grost Segunda se tendiera en ella y durmiera aguardando el momento de ser usada. Archivó los resultados y abandonó su mansión.

Un silbido. El café vierte su absoluta negrura sobre la taza. El olor exquisito devuelve el optimismo al doctor. Piensa que es muy probable que Yahura acceda a pagarle, al menos, la mitad de lo estipulado. Ello servirá de sobra para darle gas al negocio farmacéutico virtual de su hijo Andy, y aún le quedará una buena parte para construir una nueva casa de muñecas para su señorita.

Sin probar todavía un sorbo (está hirviendo) el doctor sale de la cocina con la taza en la mano y enfila el pasillo de su hogar de North Huntingdon. Desea encender el televisor para ver las noticias. Su hijo le ha comentado que algunos lands de California podrían cerrar debido a los disturbios, y precisamente ese mismo día la apretada agenda artística de la señorita Grost cuenta con un Concierto en una mansión californiana. Cien mil pavos por extraer una Suite de violoncelo procurando un placer a los invitados que meses enteros con putas de Las Vegas no lograrían igualar. Por supuesto, no lo cancelará por Yahura. De hecho, ya ni piensa en él. Llega al salón y enciende la luz.

En la butaca donde suele sentarse está su hija Ellie, la cabeza echada hacia atrás y el cuello tan hinchado que casi iguala el diámetro de su rostro, como el de un sapo, sin duda debido al trozo de ragú que se la llevó al otro barrio. Un enoooorme trozo de ragú. Camiseta y pantalones llevan huellas de moho, vencida su fecha de caducidad como cadáver. Sin embargo, no está muerta, o no del todo: la nuez se le infla como un globo soplado por un enfermo pulmonar y sus ojos horrorizados miran a Bogart.

—¿Pa…? ¿Pa…? —gorgotea, incapaz de formar una palabra entera.

Oh, deberías haber probado este pedazo de VACA, papá. A mí me tocó morir con esto. ¿Y a ti, papá? ¿Qué te ha reservado la Providencia?

Tan atroz visión dura, misericordiosamente, un latido de ese corazón que tan preocupado tiene al buen doctor con sus dolorcillos, arritmias y desperfectos varios. Luego la butaca aparece vacía. Pero, ay, Bogart ya no es el mismo.

Lo peor de todo es que cree haber oído algo.

Su cabeza es un obsesivo deshojar de margaritas. Escuché. No. Sí. ¿Qué?

Violines.

Eso es lo que más le aterra.

Apuesta cualquier cosa a que en el instante en que vio a su hija sonaron maullidos de violín. Es necesario comprobarlo. Por Dios y por Jesucristo. Sostiene algo entre los dedos, ¿qué es? Ah sí, la taza de café caliente. Sin pensárselo dos veces, vuelca unas gotas en el dorso de su otra, indefensa, abnegada mano. Ve las estrellas, incluso identifica constelaciones. Por entre sus dientes apretados escapa un gruñido. Corre al baño y riega la piel dañada con un chorro de agua fría. Eso le alivia un poco. Luego la inspecciona: demasiado tarde, empieza a irritarse y a enrojecerse como un ejecutivo estresado ante un equipo de colaboradores inútiles. Le saldrán ampollas, seguro. Pero ha comprobado que está viviendo en la realidad. O casi.

El accidente lo nombra Niño Mimado Oficial durante el jovial desayuno madrugador de los Bogart. Nancy se ha puesto hasta un vestido de gala para despedir a su hijo, de esos que ahora Bogart le compra, bastante menos valiosos que la firma del diseñador, en un sedoso blanco y negro, y a cada rato vuelve el rostro preocupado hacia su marido para preguntarle «cómo va esa manita, cariñín». Andy y Maggie están de buen humor, pese a las citas canceladas, y por suerte el doctor puede ocultarse tras su quemadura para untar tostadas y cortar lonchas de bacon mientras habla lo menos posible. La mesa y Nancy, elegantes, limpias y, diríase, paralelamente alegres, ofrecen el mismo brillo prodigioso. Se materializan de la mano de Hazel (o Dolly), un nuevo plato de tostadas y una fuente de frutas con plátanos despuntando entre uvas y kiwis como bumeráns indígenas. Y Ellie Bogart, inflada como una anaconda tras engullir un conejo, está sentada en el lado opuesto de la mesa, las mejillas putrefactas, gusanitos aovillados en sus ojos.

Menudo trozo de VACA, papá. Como un enorme pene. Como si te la hubiese chupado y se me clavara en el gaznate, pa

No. No, no, no. El doctor sacude la cabeza y todos le miran.

Ha sido una fantasía. Una alucinación morbosa. No hay nadie sentado al otro lado de la mesa.

Cubierto de sudor frío, Bogart se pasa la mano sana por la cara. Nancy le dedica una mirada de preocupación y él esboza una sonrisa tranquilizadora.

Pero por dentro no está tranquilo.

Si esa rubia del Cadillac me ha hecho algo y estoy soñando, ¿por qué no se pone en marcha mi copia de seguridad?

—No es nada, cariñín —dice Bogart—. He dormido poco esta noche.

—Papá trabaja demasiado desde que se ha jubilado —dice Nancy. Clásico chiste Bogart (risotadas familiares).

Llega la hora del porche, los vaivenes de manos. Su nuera le estampa una ventosa en la cara y su hijo un abrazo de oso… ¿O es al revés? Adiós, chicos, llamadnos cuando lleguéis a L. A. Un coche se aleja. El doctor aún tiene que soportar que Nancy encoja sus flacuchos hombros sobre el suave vestido para suspirar un tópico: «Nos estamos haciendo viejos, papá». Estoy soñando. Lo que ocurre es que resulta difícil diferenciar eso cuando tu vida familiar real es tan jodidamente irreal. Porque no importa cuánto le duela la puta quemadura del café: todo es falso. Todo está fabricado por su mente bajo la influencia del concierto para violín que Tahiro tocó en él a través de la rubia del Cadillac. Pero si sueño dentro de una música, ¿por qué mi copia no…?

Se le ocurre de repente una respuesta. Quizá no haya pasado ni una décima de segundo. No es mal argumento: su cerebro ha desarrollado una compleja fantasía en un lapso tan breve que su copia no ha tenido tiempo de activarse. Necesito un choque más intenso para despertar.

Su esposa, o algo que se le parece mucho, posee esa clase de dentadura blanca de los anuncios de compañías de seguros: ahora la muestra mientras acaricia su mano.

—¿Qué te pasa, cariñín? Te noto preocupado… ¿Es tu mano? Yo la cuidaré. Esta manita que ha salvado vidas… Las manos del mejor doctor y hombre del mundo…

—Gracias, cariñín —contesta Bogart, afable, se inclina y clava los dientes en el cuello de su esposa buscando médicamente la yugular y tirando hacia atrás. La sensación es como arrancar la carne correosa de una pechuga de pavo sobrante del Día de Acción de Gracias. A su esposa le explota una burbuja de sangre entre los labios abiertos, una pompa de ese jabón que usaba la condesa Erszbeth Bathory para el cuidado de su piel, y tras ella, un vómito le pinta la barbilla como un maorí.

—¿Gggg… rrr… jjjjj? —pregunta, y cae sobre sus rótulas.

El doctor espera un tiempo prudencial mirando a su esposa desangrarse. Pero el remedio no funciona. No se despierta. Le asalta de repente una idea horrible. Imagina que no sea un sueño. Imagina que Yahura quiera que creas que lo es. Lo peor serían los titulares del día siguiente. «Doctor jubilado de North Huntingdon muerde el cuello de su esposa». «El Hannibal de Huntingdon», lo citaría Wikipedia. Bueno, a lo hecho, pecho. Eso decide Bogart mientras toma el afilado cuchillo de la mesa, allí puesto para mondar fruta, y en un curso acelerado de quince segundos de duración aprende toda la cirugía que su carrera de internista le condonó usando a su mujer como cobaya. Es un puñetero sueño. Tú, sigue provocando estropicios, ya despertarás.

Y mientras la destroza se nota liviano, delgado, húmedo, desnudo…

Desnuda.

En la hamaca, bajo el techo listado, sol, playa, aromas polinésicos. Dios sea loado. La copia. Por fin. La señorita Grost parpadea, se incorpora. Hyp, mi pequeña Hyp.

Se le humedecen los ojos. Es zorro viejo, el doctor: su truco de la copia ha dado resultado. Deja a su personaje al amor del viento tropical, abre la pestaña de desconexión y sale de ÓRGANO. Apaga la consola y ameniza el trayecto nocturno hacia el dormitorio con sonrisas. No te esperabas mi astucia, ¿eh, Yahura? En la habitación, el reloj digital de Nancy no marca «4:44», en funesta repetición del día de la Marmota de aquella película, sino «4:52». Buena señal. El cabrón de Yahura pagará por ese intento de eliminarlo. Bogart sabe cosas que lo pondrán en la cuerda floja ante el Clan.

No obstante… Una nueva duda. ¿Y si lo de creer que ha salido del sueño es otro sueño? ¿Un programa recursivo? Deshojar de margarita. Quizá. No. Es posible. No.

Se inclina hacia su esposa en un súbito ataque de angustia.

—¿Eres tú, Mike? —La voz soñolienta de ella.

—Sí, cariñín. Te quiero… —Bogart le baja un poco el embozo de la sábana.

Allí está Nancy, sonriente y descuartizada.

—¿Qué quiere de mí el hombre más bueno del mundo, cariñín?

El buen doctor se mea en los pantalones, aúlla, pide clemencia, quiere morir.

Pero los violines siguen sonando.