María
1
Al principio el sueño son retazos inconexos: una playa, ella caminando con el agua por el tobillo, Rafa Helguera a contraluz siempre como si el sol fuese un foco apuntado a su espalda, los pechos de Maria B perlados de gotas saladas como frutas al alcance de la mano de él. El señor Flint. Una toalla en la arena. Una cacería, ella la presa. Un bosque, ella vestida de novia recorriendo la seda blanca con sus dedos.
Todo al ritmo de una música tan alegre y luminosa como el día.
Concierto de Brandenburgo en Fa mayor BWV 1046.
Despierta.
Quiere abrir los ojos. Pero es delicioso dejarse mecer por ese compás incansable. Violines, cuernos. Tocando, llamando, cada centímetro de su cuerpo gozando de la brisa, acostada al aire libre, bajo el ajedrez de sol y hojas.
Despierta, Mari.
La llamada interrumpiendo el juego.
No quiere abandonar ese mundo en el que orbitan imágenes de Rafa, de la rusa Polka, de ella. No es un gran mundo, ni siquiera es confortable, pero es el suyo. Su destino es seguir en él para siempre. Sin embargo, la voz que la llama ¡es tan apremiante!
—¿Cómo estás? —preguntó Finkus.
—¿Llevas mucho tiempo despierto? —dijo ella a su vez, mirándolo.
—Ni siquiera sé si sigo dormido.
—Estás despierto, y en pelotas.
—Tú también —dijo él.
—Quizá estamos muertos y esto es el cielo.
Pero tenía que ser el bosque virtual al que Flint los había llevado, ella boca arriba sobre un área cuadrada y blanca como un papel de partitura en el que su cuerpo fuese una nota. Finkus sentado sobre algo similar, también desnudo, frotándose los ojos. Más allá, el mundo erizado e implacable de plantas, falsos senderos, maleza, donde cada objeto era un ser vivo egoísta que pretendía sobrevivir a costa de los demás. Desde luego, nada mejor que seguir allí tendida. Voluptuosa, soñando. La piel de Maria B expuesta al sol. Un brillo de metal de trompeta rodeándola (pero ella no hacía caso). Se dio la vuelta y cerró los ojos para sumirse en el dulce balanceo del concierto.
Entonces él volvió a hablar.
—Flint, nos hizo comer algo, ¿recuerdas? Una manzana.
—Oh sí. —Ella se sentó cruzando las piernas, estiró los brazos—. Fue agradable.
—¿Agradable?
—Sí, la sensación de… sueño. Y ahora esta música. Oye. Todo el bosque suena a ella. Violines en ese árbol, esa nube. Y palabras. Bran… Branden… ¿Adónde vas?
—Hay que salir de aquí, Mari. —De pie, el pesado cuerpo de Finkus le tapaba el sol. ¿Por qué abandonaba la seguridad de aquel espacio de sábanas?
—Salir —repitió.
Ignorándolo, ladeó la cabeza y cerró los ojos. Sentía frío (aunque mucho menos del que en teoría debía sentir, careciendo de algo con que cubrirse), pero el pequeño cuadrado, la casilla, resultaba cálida en comparación con el bosque que la rodeaba.
La manaza de él se cerró sobre su antebrazo. Ella la apartó.
—Mari: tenemos que irnos.
—No. Estoy mejor aquí.
—Nunca se está mejor encerrada.
Ella lo miró.
—¿Encerrada?
—Sí.
—¿En dónde?
—En el sitio donde Flint nos dejó. Sin objetos, sin ropa, sin nada a nuestro alcance. No sé lo que nos pasa, pero estamos conectados y no podemos quitarnos las diademas. Tenemos que salir a la realidad.
«La realidad». Agua helada sobre ella. Eso no contenía violines. Pese a todo, se arrodilló y escudriñó el bosque.
—Pero ¿por dónde vamos a salir?
—Si no buscamos una salida nunca lo sabremos.
—¿Sabes por qué hablas así? —dijo ella volviendo a sentarse y abrazándose a sí misma—. Porque tienes dieciséis años.
—¿Y tú sabes por qué no quieres despertar? —repuso él—. Porque tienes treinta y cinco.
—Estoy bien aquí.
—¿En lo virtual?
—¿Ahora lo virtual es un problema? —dijo ella juguetona desde su postura.
Él no respondió. Dio media vuelta y se alejó despacio, un pesado mono velludo de ancho tórax y culo temblón. Ella lo contempló un rato más recostada de lado.
Sin embargo, ya ni la bellísima melodía que llenaba sus oídos y su cuerpo como brotando de la tierra lograba calmarla. La ausencia de él se le hacía insoportable.
Se levantó, abandonó con esfuerzo el cuadrado y caminó sobre la hojarasca, que punzaba las plantas de sus pies. Lo alcanzó poco después, única figura animal y blanca en medio de los árboles. Estuvieron un rato vagando sin rumbo. El camino parecía espesarse, y cuando escogían una dirección, rocas o densos zarzales les hacían detenerse y dar media vuelta. Ella se obligaba a continuar sin decir nada, pensando en lo absurdo de abandonar aquel refugio para buscar el fin de un laberinto en lugar de disfrutar del goce del pequeño cuadrado blanco, donde al menos hubiesen podido yacer en armonía.
Entonces se hallaron frente a un brillo verde.
No tendría mucho tamaño: quizá seis o siete metros de diámetro. Un cristal como la esperanza, refulgente, rodeado de hierba y árboles cuyas ramas, muy crecidas, se inclinaban sobre él. Era, ciertamente, hermoso, una esmeralda plana que reflejaba a la perfección la imagen invertida de los troncos que la rodeaban. Pero ella percibió algo más. La deslumbrante belleza impedía conocer con exactitud su profundidad. Debido a aquella cualidad de espejo, se tornaba opaco en la parte central. En la orilla se advertía el légamo del fondo, pero unos pasos más allá la duda sobre su verdadera hondura, una interrogación curva como un anzuelo, podía descender metros o kilómetros en vertical.
El estanque era un enigma en sí mismo, tan atractivo como amenazador. Una especie de amenaza oculta a modo de trampa para incautos.
Y ni siquiera sonaba a música.
—¿Qué sientes? —le preguntó Finkus.
—Miedo.
—¿Mucho?
—Sí.
—Entonces esta debe de ser la salida —concluyó él.
—¿Por qué?
—Porque en el cuadrado blanco estabas a gusto. Y esa era justamente la cárcel. Así que la salida debe de ser el lugar donde menos a gusto te sientas.
Lo vio dar saltos introduciéndose en el agua y dispersar espuma, como un bañista madrugador que intentara quitarse el frío del primer chapuzón. Luego se echó a nadar con abrumador realismo, los brazos como palas. Ella lo observó adentrarse en las ondulaciones. Entonces ella misma anduvo varios pasos. Se sujetó el largo pelo en un moño.
El primer contacto había sido dulce: la sensación de tibieza y densidad justas, como envuelta en jarabe. Pero conforme se internaba en dirección a Finkus, aquella cualidad protectora se trocó en algo distinto.
Cancún.
Imágenes de una playa, palmeras, Rafa y Polka. Las burlas. El mes de pesadilla.
—Es aquí —dijo Finkus, alzándose de repente, gran foca de vello negro que se retorcía en su pecho como un jeroglífico—. Estoy seguro. Ven. Aquí das pie. Vamos, no tengas miedo…
Ella titubeaba. Se aferró a unas ramas. Pero al fin aceptó su llamada y se dejó caer despacio. La esmeralda la rodeó con círculos concéntricos, como delimitándola, engastándola en su mundo enjoyado. Movió los brazos pesados como plomos, pensando en lo de «No tengas miedo». ¿Cómo era posible no tener algo que ya tenía? ¿Sería sensato decir: «No tengas hambre»? Era el típico engaño de gente a quienes les resultaba más fácil hablar que dejar de tener miedo ellos mismos. Sin embargo, la rabia ante ese subterfugio le dio fuerzas para llegar hasta él. Al ponerse en pie comprobó que, en efecto, el agua le alcanzaba por el vientre. A unos metros estaba la orilla, con árboles cuyas largas ramas parecían querer enjaular la laguna y formaban un techo como de cabaña sobre sus cabezas.
—¿A ti también te decían eso de «no tengas miedo»? —le espetó, chorreando.
—Sí, y me cabreaba tanto que dejaba de tenerlo. Esta es la salida. Mira.
Señalaba unos pasos frente a él. María miró, pero solo vio agua verde estancada y el reflejo de dos ramas que se entrecruzaban formando una equis.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque tengo miedo.
—Es agua, como la otra.
—No. Acércate.
Ella movió sus pies sobre el terciopelo arenoso del fondo. En cuanto cambió de posición y miró hacia abajo vio el agujero. Se abría circular, y su absoluta negrura se filtraba por entre el líquido levemente opaco como la piel de un cadáver carbonizado a través de un velo de seda. Tenía el tamaño holgado de un cuerpo humano grande, y parecía hambriento, como la boca de algún animal mimetizado con la tierra.
Por encima de eso, debido al cambio de perspectiva al inclinar la cabeza, las aspas de la aparente equis de las ramas se transformaban en una cruz. Era una imagen curiosa, porque en la confluencia de ambos brazos se hallaba, exacto, oscuro, el agujero.
Finkus y ella se miraron.
—¿Crees que entrando ahí desconectaremos? —preguntó ella.
—No lo sé. Pero yo voy primero, Mari. Luego imítame. Por favor, hazlo. Si salgo no podré ayudarte ya. Aunque apagaría tu diadema, desde luego.
—Vale.
Él asintió y dio un paso, pero se volvió hacia ella de nuevo.
—A la mierda —dijo—. No voy a dejarte. Lo hacemos juntos.
—Puedo hacerlo sola, de veras.
—Seguro que sí. Sé que lo harías. Pero no voy a dejarte —recalcó.
Tendió una mano grande, de la que caían gotas, y ella le ofreció la suya. María sabía que se equivocaba, que sus «ellos» reales se encontraban en otro lugar gesticulando ante máquinas y no en aquella laguna verde, pero en ese momento sintió que hallaba como una respuesta en ese apretón, como decir: «Has vivido treinta y cinco años para llegar hasta aquí».
«A este punto. A ser ayudada por esta mano firme. Para siempre».
—Estás temblando —dijo Finkus.
—Tengo miedo. Lo cual, según tú, es bueno. Así que, por favor, no me digas «no tengas miedo». —Recordó que a veces el miedo (a Rafa) le hacía sentir rabia.
—No te lo diré. Es nuestro miedo. La ventaja es que lo compartimos.
—Desde luego —admitió ella—. Es lo mejor cuando se tiene mucho de algo: compartirlo.
—Ir juntos, como en la barrera entre zona censurada y libre, ¿recuerdas?
—Aquello también estaba muy oscuro —dijo ella haciendo castañetear sus dientes.
—Y ninguno de nosotros sospechaba lo oscuro que iba a ponerse luego, ¿eh?
—Y que lo digas.
—Pero la cruzaste, y hemos llegado hasta aquí. Y ahora pasaremos esta, Mari. Porque estamos juntos.
Juntos, pensaba ella. ¿Juntos, quiénes? Él en real era casi un niño. ¿Por qué hablaba así en esa otra vida, tan sabio? ¿Y por qué sentía ella que él era el hombre que había buscado toda la vida? ¿Por qué tenía que ser él tan ideal siendo tan falso? Y sin embargo, estaban juntos. En algún lugar, el que fuese, en algún sitio, real o virtual, en la mente o el sueño. Era cierto, y así lo creyó: estaban juntos.
—Bésame —le dijo.
Necesitaba de su beso como de un ritual sagrado. Un gesto solemne que simbolizara algo. Él inclinó la cabeza.
Con Rafa siempre cerraba los ojos, como si quisiera concentrarse en las sensaciones. Pero decidió mantenerlos abiertos con Finkus y advirtió que él tampoco cerraba los suyos. Y le pareció como si, a través de las pupilas de ambos, tan próximas como ventanas de vecinos, dos seres asomados a los cristales desearan tender sus manos para llegar al otro. En comparación con aquel contacto de los ojos, el de sus bocas se le antojó mucho menor.
Aunque no malo del todo.
—Te amo —le dijo, sin saber qué significado tenía eso allí—. Es raro, ¿no crees?
Él, sonriente, sin contestar ni soltar su mano, se arrojó al pozo.
Se hundió como tragado para siempre por aquella tachadura en el centro de la cruz. Pero el tirón la hizo caer a ella detrás. María gritó. La superficie redonda y oscura le mostró el reflejo de Maria B acercándose. Yendo hacia ella misma, su rostro, sus ojos abiertos, como preparándose para otro beso final.
Un golpe súbito de frío y tinieblas.
Pero no había frío, la cegaba una luz radiante. Vio una cruz.
Notaba la cazadora de cuero, la camiseta, los pantalones y las botas. El resplandor, casi celestial, se derramaba desde candelabros que eran como pinceladas de oro.
Estaban, de nuevo, en la iglesia de Preste. Finkus con su traje y gabardina gastada, ella con su ropa de siempre. Y junto al altar, una figura en traje oscuro, como Preste.
Solo que no era Preste.
—Bienvenidos, María, Jaime —dijo el señor Flint.
2
—Esto es un BOT grabado —dijo Flint—. Si me estáis viendo, ello significa que habéis logrado salir del estado inconsciente y podéis desconectar. Pero no quería que regresarais a la realidad sin una… sin una explicación sobre lo que hemos hecho.
Lo que hemos hecho era como un sabor amargo en la boca de María. Incluso a través del BOT lograba percibir la tensión del viejo. Lo recordó vagamente inclinado sobre ella, tocando aquella música de caza. Deseaba desconectar, pero aguardó.
—María, Jaime: os conté la verdad, pero no toda. Es cierto que queremos proteger al jugador cuyo personaje contiene la clave del core, pero no queremos matar al personaje. Al menos, no todavía. El objeto musima que probasteis os dejó inconscientes con el fin de poder estudiaros. Existen métodos para descartar al personaje que no puede ser la clave, pero para ello se necesita tiempo y que el jugador esté conectado. Eso era lo que pretendíamos hacer con vosotros cuando… sucedió lo imprevisto. —Hizo una pausa. Su expresión era cansina. A pesar de ser una grabación, parecía estar mirando ahora a Maria B, y de ella, a los ojos de María—. Belén se conectó por casualidad, en el dormitorio —prosiguió—. Quizá solo quería probar. Pero el sistema la reconoció de inmediato y le adjudicó un personaje automáticamente. Sin duda tomó sus fantasías y sueños para crearlo y lo hizo aparecer en el bosque que Misaki y yo habíamos fabricado para vosotros. Cuando nos percatamos de esa intrusión, me trasladé a verla. Su personaje es idéntico al BOT de la niña en el altar. Se asustó un poco, pero no le hice nada. Solo realicé en ella la prueba que pensaba hacer con vosotros. Y el resultado es inequívoco: ella es la clave de acceso. El sistema la anticipó en ese BOT. Por eso estaba vacía: era como un disfraz esperando al jugador correcto… Lo malo es que no pudimos copiarla, así que…
—No… —gimió María. Se sentía indefensa. Impotente. Antes te usé a ti. Ahora le toca a tu hija… Y no puedes protestar. No puedes hacer nada.
—… esto que voy a decir va a ser fuerte para usted, María, lo sé, pero…
—¡No! ¡No…! —María hizo que Maria B se abalanzase sobre el viejo. La grabación siguió hablando, inexpresiva, mientras las manos de ella se hundían en las solapas de una chaqueta que era como luz de colores. Debajo, música, violines y un clavicordio frenético haciendo vibrar la imagen de Flint. La grabación proseguía, intacta.
—No la dañaremos… Ella la esperará, feliz y sonriente, este domingo. —Otro golpe al aire—. Cuando todo pase. Queremos protegerla de Yahura. —Un golpe—. También estudiarla. —Gritos—. Investigar la causa de la aparición de esa clave, que…
La mirada de la chica del altar, los ojos que se abrieron hacia ella… El rostro que le recordaba a Belén… Todo se revelaba ahora como una horrible premonición. Su hija y ella, destinadas a aquella ordalía. De algún modo, por algún capricho sádico.
Al tiempo que ella gritaba, las palabras del viejo se deslizaban en chocante contrapunto en medio del silencio aturdido de Finkus.
—Ignoro cuándo despertarán de ese desmayo inducido, María, Jaime. Hice lo que pude para que durase: cargamos todo el bosque con los Conciertos de Brandenburgo. Son algunas de las músicas más hermosas que el ser humano ha compuesto jamás. En el juego inducen sentimientos de éxtasis. Acentúan el placer y la felicidad. Yo les recomiendo que gocen dentro de ellos. Porque el despertar no será amable.
Hablaba como un viejo libidinoso. Su tono grave era como el de un borracho que trata de mantenerse sobrio. En sus antiguas pupilas grises María creía ver imágenes reflejadas de su hija, allí tendida, recostada en esa lubricidad de violines y teclas.
—Una última advertencia: nada de policía. Sois libres. Los hombres de Yahura, que vinieron a mataros, ya no os molestarán. Para vosotros, la pesadilla ha concluido, y cuando pase la medianoche de mañana sábado también concluirá para Belén. Pero guardamos pruebas, no olvidéis. A la policía le interesará mucho lo ocurrido en esa casa…
—Hijo de puta… Hijo de… —La visión estaba torcida, los ángulos no eran los correctos. La chica del altar la miraba con ojos luminosos desde un cuerpo maduro, curvilíneo. Distinto al de su hija y, a la vez, anticipatorio.
Sintió una caricia en su hombro trémulo: Finkus. Albergándola, protegiéndola.
—Lo lamento —decía el viejo—. No podíamos hacer otra cosa. Y no contéis con que este BOT sea visto de nuevo por nadie… Lo lamento. —Rafa Helguera también lo decía cuando traspasaba el límite. Lo lamento. Frase del top ten del señor Helguera, solo superada por «Lo estás deseando». Lo lamento, Culona, pero estabas deseándolo.
La silueta del viejo se disolvía como aquellos recuerdos.
Buscó enloquecida la opción de «Desconectar».
Belén.
La han…
Y cayó, enredada en unas piernas que no le obedecían, con una bola amarga de saliva derramándose de su boca, desde la silla hasta el suelo.
Manoteó para ponerse en pie, azotada por hormigueos y calambres.
Belén…
No, no podía pensar. Tenía que hacer. Como si viajara en el interior de un bólido oscuro y veloz, sin tiempo para los recuerdos.
Agarrándose a la mesa, se impulsó hacia arriba. Lo primero: lanzarse hacia el grifo de la cocina y beber. Como un animal hociqueando. Estaba desmayada de sed.
Era ya más de mediodía. Dos menos diez de la tarde, lo había visto en la consola. El sol lucía en la ventana del saloncito. Doce horas conectada, quizá. Cuando calmó la sed buscó rastros: sangre en las baldosas de rombos. El trayecto se perdía al comienzo de la escalera del sótano. Se tambaleó hacia allí seguida de una silueta que vagamente reconoció como el chico. Abajo encendió la luz. El espectáculo era de los que ponen los pelos de punta, pero al menos no había, gracias, gracias, gracias, no había otros cuerpos que los de dos hombres. Era obvio quién había ganado la brutal pelea.
Le resultaban ligeramente familiares. El más cercano a la escalera, con un agujero de bala en la frente como un gran punto final o una nota de música, era el falso policía que había puesto la bomba en su edificio tras matar al pobre Ahmed. Hijo de Puta Number One. Vete al infierno. El otro era el alto y delgado que había salido del coche diciendo «Senyora». Tenía la ropa como si algún bromista le hubiese puesto petardos en los bolsillos, bocabajo en un lago de petróleo cobrizo. Todo olía a sangre y sudor. Los habían arrastrado a ambos hasta allí: había sangre en los peldaños.
¿Quién sería? La japonesa. Tuvo que ser ella.
Moverte en la cinta sin fin de la Furia-Rabia-Dolor tiene sus ventajas: por ejemplo, sudas y el corazón te bombea a más de cien, pero no vomitas. En cambio, el chaval no contaba con esa excusa y se dobló allí mismo, explotando en arcadas secas.
—Hostia —gemía—. Hostia…
Saludos, ex policía de Nueva York, pensó, entre burlona y cruel.
Lo dejó aún revolviendo como un mendigo en el basurero de su estómago, y subió a la última planta sin saber bien qué iba a encontrar pero con la certeza de que tenía que enfrentarse a eso, fuera lo que fuese.
Se lo habían llevado todo. Habían limpiado ambos dormitorios. O casi.
Aunque no esperaba hallar a Belén (no pienses en ella), lo hizo de forma simbólica, convertida en un objeto azul con el bordado de un camaleón rosa sobre una silla. Aún con su olor, y algunos cabellos. La cama, aún con su forma.
Se han dejado su cazadora. Va a pasar frío.
Y como si aquel hallazgo fuese una señal de stop, el bólido en el que iba frenó bruscamente y se sentó en la cama a llorar. Miraba la cazadora en la silla y lloraba.
—¡Nooo…! ¡Coño, ella noooo! ¡Mi HIJAAA! ¡Ella NOO!
Se la habían llevado.
Gracias a Dios no estaba entre los cadáveres.
Gracias al Diablo no estaba en ninguna otra parte. Mi niña, mi niña.
Con la visión astillada por las lágrimas, acarició la cazadora. Dentro de la prenda notó la presencia sólida del iPod. Voy a encontrarte. Lo juro. Y mataré a todo el que me lo impida. Quizá era un pensamiento idiota, pero era el único que se le ocurría.
Cazadora del Camaleón, ayúdame.
La sombra del chaval sobre ella. Apartó la cazadora, como si fuera a robársela.
—¿Llevas móvil? —le preguntó entre gimoteos. La mandíbula le dolía solo de moverla. Él negó y dijo algo que ella no oyó—. Llamaremos a través de ÓRGANO…
—¡María, no!
—¡Suéltame! —Él soltó su manga. Está tan asustado o más que yo.
—¡La policía no! ¡Calma…! ¡No llames a nadie!
Se le enfrentó. Hubiese sido capaz de matarle. Se sentía distinta, protagonista de un mundo nuevo lleno de cadáveres y sangre, con la violencia impregnando cada palabra. En sus manos la cazadora de Belén como un guiñapo abandonado.
—Qué coño dices. —Así, recalcando cada palabra.
—Los… ¡Los tíos del sótano! —dijo el chico, también esforzándose en hablar—. ¡Los… hombres de Yahura, o quienes fuesen! ¡Los han matado ellos, pero hemos dejado huellas por todas partes! ¡Nuestras…! Recuerda lo que ha dicho Flint: guardan pruebas, se han asegurado bien de que ninguna autoridad nos ayude…
—Pero… ¡Tienen a mi hija! —chilló ella. Solo hubo ese chillido durante segundos.
—Y no podrás ayudarla si llamas a la policía —le dijo él, serio—. Mari, créeme.
Se le quedó mirando. Aquel rostro de ojos inconexos, todo colorado, a la distancia a la que había besado el rostro de Finkus. El beso. Sin embargo, que el chaval la llamara «Mari», aun en ese momento de locura, había sido como oír el eco de una voz amiga. Un Finkus asomó a sus rasgos, saludó y se fue. Una caricia íntima, profunda.
Tenía razón: la policía no iba a ayudarla. Nadie iba a ayudarla.
—Yo te ayudaré —dijo Jaime—. Creo que puedo hacer algo.
Ella puso cara de desprecio.
—Tu madre está en Alaska.
—No me refiero a mí en real. Me refiero a Finkus.
Creyó haber oído mal.
—Por favor, Jaime, basta de juegos.
—ÓRGANO no es un juego —replicó él—. Si a estas alturas no lo sabemos, es que somos gilipollas. ¡ÓRGANO es algo más! Los que querían matarnos, querían hacerlo por eso… Y los que se han llevado a Belén, se la han llevado en las dos vidas…
Casi se sintió insultada. Su hija. ¿Cómo se atrevía a mencionarla?
En las dos vidas. La veía: mirándola, la chica del altar. Su hija. O aún no. Ya sí.
La tenían. De las dos formas posibles: también en virtual, lo cual no era poco importante. ÓRGANO era otra realidad, no algo opuesto. El chico y ella habían estado doce horas sin comer ni beber, soñando en un bosque mágico. Solo de pensar en su hija, en su personaje, en las sensaciones muy reales que podía llegar a experimentar si alguien la tocaba en cualquier vida, le daban ganas de gritar. La tienen.
—Tengo que beber —dijo el muchacho—. Y comer. Y pensar. Vamos a calmarnos, a beber, a pensar, Mari.
Ella no quería. Pero su propio cuerpo lleno de telarañas opinaba otra cosa.
Saquearon la nevera. Quedaban provisiones. Sándwiches. Cuatro latas de cerveza. Gracias, señor Flint, se ha llevado a mi niña pero me ha dejado cervezas. Bebieron agua y cerveza. Volcándolas en la garganta como una medicina, derramando parte por el cuello. María tosió y le escocieron los ojos. El chándal se empapó, pero ya de antes olía a rayos fritos. Nunca había bebido una cerveza así. Luego arrojó el metal vacío al fregadero, cogió otra y se sentó en la única butaca que no tenía delante una consola. Se dedicó a beber y a mirar la nada, la cazadora en una mano, la lata en la otra. Absorta. Notaba la huella de la diadema en las sienes como una corona de espinas. Doce horas.
La noche y parte del día en un mundo falso, absurdo, oyendo música, mientras la gente responsable y real, la gente juiciosa, se dedicaba a secuestrar y a matar.
—No sé dónde estamos —dijo el chico sentándose frente a ella—, pero he mirado fuera y se han llevado el Ford.
—Genial. Nos iremos a pie.
—Espera. Los otros tienen que haber venido en su propio coche.
El Audi, pensó ella. Comprendió lo que el chaval quería decir. Sorbió por la nariz, estrujó la lata, la dejó en la encimera y habló como si lo hiciera de un negocio.
—Vale. Espérame aquí.
Jaime decía algo pero ella no le hizo caso. Sin abandonar su Cazadora de Camaleón, bajó la escalera como un rayo. Aventuras de María, la puta forense.
La emprendió primero con el barrigudo calvo. Registrar a un muerto no era tan terrible si necesitabas hacerlo y olvidabas que era un muerto. María cumplía ambos requisitos. No halló nada en los bolsillos, pero estaba segura de que era el buen samaritano que había matado a Ahmed. ¿Duele mucho la muerte, compañero? Se dirigió al otro. Pero con este, ni su reciente valor cervecero la libró de los escalofríos. Tenía esa atroz imagen que recordamos toda la vida cuando vemos un cadáver por primera vez, mezcla de postura, hinchazón y azar: el resultado de arrojar algo al suelo para que la gravedad dictamine. Al moverlo recordó el esfuerzo de mover el cuerpo de su padre demente, un proyecto de muerto, un embrión aún no nacido a la muerte total, cuando ella aún se ocupaba de él, antes de la residencia. En el pantalón, a la altura del pene, algo metálico.
—Pero adónde voy a ir —dijo cuando subió de nuevo, arrojando la llave del Audi a la mesa, como una apuesta final—. Ni siquiera sé adónde se la han llevado…
El sollozo retornó a sus ojos pero las calmadas palabras del chico la detuvieron.
—Yo creo que lo sé. Flint cometió un error. Dijo que necesitaban estudiarla «sobre el terreno». Y añadió algo: que mañana sábado «cuando pase la medianoche» todo habrá terminado. Pero se refería al horario de California. La clave del core será accesible a las once de la noche de California, ¿recuerdas? En California hay nueve horas de adelanto respecto del tiempo europeo. Creo que se la ha llevado a Mount Valley. Y creo que mañana Belén va a estar en el SuperSQUID.
—Dios mío… Quizá la policía de allí…
—A Flint lo ayuda alguien de mucha influencia. —Jaime negaba—. Puede que Oswald Morpurgo. Ni allí ni aquí vamos a conseguir nada de las autoridades…
María se quedó mirándolo.
—¿Entonces?
—Primero comer. Luego nos iremos. Nos llevaremos las consolas y el coche. Sacaré dinero. Tengo pasta en varias cuentas, la que gano con Finkus. Es bastante. Y buscaré a alguien. Finkus tiene amigos. Alguien podría conocer a Flint, y…
—Jaime. —Ella movía la boca y parpadeaba, incrédula—. Gracias pero… No debes complicarte más. Tienes que regresar con tu madre… ¡Esto ha terminado para ti!
Él la miró de lado, nervioso, casi enfadado por primera vez.
—Escucha, espero que te quede claro, porque no voy a repetirlo. Tengo dieciséis años, soy bizco, débil y me meo en los pantalones. Pero… hay algo que hago bien y tú lo necesitas. Toma. —Ella observaba incrédula la diadema en su mano—. Hazme caso.
Habían pasado doce horas fuera del mundo. Le daban arcadas de pensar en volver a ÓRGANO. Aun así, aceptó el objeto y lo llevó a su frente.
El chico tenía razón. En la iglesia de Preste retornó a la calma, a la confianza. Allí estaba Adam Finkus, El Hallador, sonriendo. Su gabardina crujió cuando la abrazó.
—Esto es lo que hago bien, Mari. Da la casualidad de que el chico de ahí fuera es el único que puede darte a mí. Y me necesitas. Y él a ti. Así que, o tomas el pack completo, incluyendo a Jaime Rodríguez, o lo dejas todo, incluyéndome a mí. Tú decides.
—Pero… esto… no es… —«No es real», quería decir, pero se detuvo.
—Este mundo es tan importante como el otro —afirmó Finkus, tajante—. Y en este mundo somos más fuertes, Mari. Tú y yo.
María respiró hondo. Descubrió que podía hacer acopio de aire en sus pulmones por primera vez desde que desconectara.
Más fuertes, sí. Él y yo. Juntos.