Ray y Phil
Ray intenta calmar a Phil, pero comprende que tiene razón al enfadarse así.
Phil está muerto, eso incomoda a cualquiera.
—¡Esa puta nipona…! ¡Esa asquerosa puta me… ha matado!
—Tienes veinte personajes más, Phil, y puedes resucitar este —dice Ray.
—¿Y? —brama Phil mirando a Ray—. ¡Claro que puedo resucitar este! ¡Pero me ha matado! ¡Me ha reventado! ¡Joder, la asquerosa puta me ha reventado!
Ray piensa que lo único que ha herido Misaki en real es el ego de su amigo: la muerte en virtual es jodida (no puede usar el personaje ahora), pero Phil apenas ha sentido otra cosa que un susto, porque Phil no es reavir y las armas virtuales casi nunca matan en real a un jugador no reavir. Las reales sí, y en ese momento las revisan (dos Glocks) y se quitan las diademas, pero siguen en el coche. Se toman su tiempo mientras Ray calma a Phil. La señorita Grost les ha dicho que la casa ya está asegurada y el personaje del chico ha sido copiado. Por lo visto hay que llevarse también una copia del personaje de la niña, y de eso se encarga Grost ahora contoneándose frente a la fachada virtual como un cisne anoréxico en top blanco, vaqueros, tacones altos y un cigarrillo entre los labios mientras a su alrededor suenan las cadenciosas, dulces notas del (Ray se inclina para leer la viñeta) adagio de la Sonata para viola y clave en Sol mayor BWV 1027.
Por lo visto hasta el cigarrillo es necesario en la apertura de la música.
Sea como fuere, la japonesa está ya fuera de juego (nunca mejor dicho), y el único que se oculta como un ratón es el profesor de universidad. Flint será peligroso en virtual, pero sin diadema es como una abuelita en silla de ruedas. O al menos eso cree Ray. Quién demonios entiende lo que sucede hoy día.
En sus buenos tiempos, Ray era frío. Se tomaba el trabajo con calma y controlaba la situación. Ciertamente, era otra clase de mundo. Si querías ver a alguien, tenías que ir a su casa; si querías matarlo, tenías al menos que salir de la tuya. Las emociones podían fingirse, pero afloraban a los ojos. Existían hombres y mujeres, aunque no se supiera bien qué era quién por dentro. Y los armarios habían sido hechos para salir de ellos con honestidad. Ahora todo el mundo vive en el armario, opina Ray: allí se come, se duerme, se caga y se folla. Y cuando deseas salir de él, enciendes una pantalla.
—Phil, la japonesa está esperándote en el piso de arriba. La Niñita jugará con ella y luego nos la cederá. Va a ser divertido. Solo pido que te calmes.
Phil, poco acostumbrado a morir, respira hondo. Mirando ese panorama —ellos dos allí sentados, uno consolando al otro por la muerte de un muñeco irreal, esperando a que una niña que no es una niña acabe de bailar eróticamente al ritmo de una viola barroca—, Ray se siente irremediablemente viejo. La suya fue otra época, con otras costumbres, antes de que ÓRGANO llegara. Su padre solía decir: «Cuando piensas en otras épocas es que ya no perteneces a esta». No era mala frase. Pero su padre, modesto empleado ferroviario de pueblo pequeño, tan rígido de bigote como de convicciones, predicó con el ejemplo. Al enterarse de las tendencias de Ray había dicho: «En mi época, un hombre no era un maricón». Y en la época en que su padre le dijo eso, Ray no tenía tanta tripa ni se había quedado calvo. Había padres que no entendían ciertas cosas pero te lo decían a la cara, y había hijos como él que podían optar por marcharse de casa. Ray se pregunta, ahora mismo, qué opinaría su padre si se enterase, desde la tumba, que su hijo se dedica a matar por dinero, y que para ello necesita obedecer a una niña sádica que sin duda no es una niña —y que hasta puede ser un hombre— que ahora mismo se baja los vaqueros a las rodillas, no para excitar a nadie sino para abrir otro Teclado y tocar música de Bach. Qué significa ser «hombre» o «maricón», «irse de casa» o «matar», papá, qué significa consolar a un amigo por su propia muerte, en estos días.
—A mí me pone verla —bromea Ray hacia la pantalla—. Debe de ser un tío en real.
—Debe de serlo —rezonga Phil de mal humor (pero ya más calmado)—. Porque a mí no me pone: solo me asombra. Es… sagrada.
—No es muy sagrado lo que está haciendo ahora —objeta Ray.
—La musimática no es para ti, tío. Te supera.
El irónico desprecio de Phil no enfada a Ray. Phil es más refinado, qué duda cabe. Con su coletita, su perilla recortada, sus trajes caros, un verdadero sibarita. Ray tiene aspecto de leñador, no se cuida el físico ni la ropa. Siente que, al igual que Phil, él también ha «muerto» en virtual. Sus años han pasado. La nueva vida de belleza a distancia no es la suya, como en el caso de su padre no lo era aquella en la que reconocías abiertamente que te gustaba la gente de tu mismo sexo. Otros mundos, otros ritos.
Siente que todo ha acabado ya para él, también la música que ha tocado la Niñita mientras hacía striptease. Ahora la ven sentarse en el muro de la casa virtual como una adolescente tomando el sol (aunque es de noche). Al jadear, los realistas pechos desnudos parecen decir que sí en un vaivén de asentimiento simétrico.
—El copiado de la niña llevará tiempo —dice—. Entrad ya y limpiadlo todo.
—¿Y Misaki, señorita? —pregunta Phil por el micro.
—Su padre quiere que juegue con ella. Luego os la dejo.
—¿Qué hacemos con la niña? —inquiere Ray.
Al pronto la pregunta parece sorprender a Grost. Incluso al propio Phil, que lo mira cejijunto. Quizá porque ninguno de los dos comprende que Ray habla «en real».
—La niña será eliminada cuando la copie —dice al fin Grost despejándose la cara de pelo con un gesto—. Qué preguntas tienes, Ray.
—Qué preguntas tengo —dice Ray, tristemente.
—Desde luego —corrobora Phil, pero su obsesión principal no lo abandona—. Me voy a comer a esa japonesa motherfucker como a un puto sashimi, te lo juro…
Ray no cree que quede mucho del sashimi cuando Grost acabe con ella.
La noche es un punto menos fría que las intenciones de Phil, pero igual de oscura. Las dos sombras se acercan por la vereda con tranquilidad, proyectadas por los faros del Audi. Ya pueden ver la fachada amarillenta y los reflejos en el Ford aparcado en la entrada. Nada se oye, ¿qué tendría que oírse? El viejo profesor está en el sótano temblando (o quizá haya salido ya, no hay prisa por alcanzarle, renqueante como va) y el Peligro Amarillo ahora mismo debe de estar siendo obligada a abrirse de patas en real, arrancarse la ropa y esperar a que Phil llegue.
No es mal trabajo este, debe admitir Ray.
—Por cierto, tío, siento lo de Phil virtual —dice—, pero tiene algo bueno.
—Qué.
—Así no oye mis chistes. —Ray se asegura, asomado al cristal de la ventana, que el salón de la casa está despejado, y hace una seña a Phil.
—Tus chistes no son tan malos. —Phil revienta la cerradura de la puerta de un disparo que reverbera en la noche y pone nostálgico a Ray después de tanto Bach.
—¿No? Pues te cuento uno. Él le dice a ella: «¿Me juras que soy el hombre que más amas de todos?». «Sí», dice ella. «¡Qué harta estoy de decirles lo mismo a todos!».
—Hostia. —Phil ha entrado ya.
—Te lo advertí. —Ray, Glock en alto, entra un instante después, adoptando postura de disparo.
Huele a comida y madera vieja engalanada de termitas. Lo que Ray ve es lo que esperaba. He aquí a la Familia Feliz moderna, piensa. El chico y la mujer, sentados a la mesa, las pantallas encendidas pero en blanco, sus rostros inexpresivos. Ray tiene un déjà vu de su propia casa en Manchester, cuando las cenas con sus padres y hermana se convertían en un tormento de secretos que ocultar (su creciente, aguda homosexualidad) y tonterías inconexas que decir. Mira a Phil, cuyo rostro, al resplandor de nieve de las pantallas, parece frustrado por no toparse con la japonesa como comité de recepción, indefensa y ofrecida sobre la mesa, anhelante de su hombría. Pero, claro, Grost les dijo que estaba inmóvil en el piso de arriba.
—¡Ya vamos, Misaki, no sufras! —exclama Phil, burlón.
En parte —aunque Ray se dejaría cortar la lengua antes de decirlo— a Ray le incomoda que Misaki sea tan «fácil». Saben de quién es hija, han oído cosas sobre su durísimo entrenamiento en las manos de Tahiro, el Virtuoso que trabaja para Yahura, leyendas sobre su agilidad, su fuerza y, a la vez, su dulce indefensión en manos del flautista que sepa presionar sus llaves virtuales y posar sus labios y aliento en la embocadura de su ser. Incluso Ray admite que, en estos tiempos, la japonesa es una obra de arte. Le hubiese gustado más derrotarla de igual a igual. Pero el honor del combate es, ahora, una simple melodía para un Virtuoso. A gente como Ray solo les queda aplaudir.
—Tú al viejo, yo a mi amiga —distribuye Phil—. Pero primero, un poco de plomo a la vieja usanza. —Señala a la mujer y al chico.
—Eh, Phil.
—Dime.
—No lo hemos hablado, pero… la niña… Bueno, no es mi estilo, ya sabes.
—Tranquilo, compañero. Lo haré yo. A cambio de que dejes de fumar.
—Solo por hoy.
—Tú ganas.
Sonríen. Phil apoya el cañón en la sien del chaval. Tendrá apenas quince años, pero al menos no es un niño. De todos modos a Ray le parece mejor que también lo mate Phil. Él mismo alza la Glock hacia la mujer. Matar es lo único que ÓRGANO no ha logrado superar de la realidad. El sexo real no tiene mucho que hacer ante las sensaciones virtuales, pero, qué caramba, eliminar gente sigue siendo más conmovedor en la vida normal. Ríete de músicas Bach y misteriosos decorados hechos de teclas: una buena bala. Te oigo decir, Phil: «Qué poético estás, capu…».
El culo de Phil vibra. Su Portable. Por lo general eso ocurre cuando la Niñita los llama con urgencia. Postergan el disparo, Phil saca la Portable del pantalón y nada más pulsar la opción de «Contestar» la voz de Grost —raro en ella— habla atropelladamente.
—¡Phil: Misaki ha matado a Edna!
—¿Qué?
—¡Misaki ha disparado en su personaje y lo ha matado! —repite Grost.
—¿Cómo ha…? ¡Estaba controlada por usted! —Phil deforma el semblante.
—Tenía el cañón de Edna en la boca y el dedo en el gatillo… ¡Logró disparar mientras yo intentaba copiar a la maldita niña! —La voz de Grost es chillona.
—Eso en una reavir puede ser mortal… —apunta Phil.
—¡Sí, quizá haya muerto también en real, pero yo no me fiaría! ¡La he perdido! ¡Sin Edna no sé dónde está ella! ¡No puedo rastrearla!
—Estará muerta… —dice Phil y comienza a subir la escalera. Ray piensa algo. No. No lo está. Phil, cuida…
Entonces, del recodo de la escalera, surge el brazo.
Sosteniendo a Phil de la garganta Misaki lo usa de escudo para los disparos de Ray. Phil baila como un chico drogado en un carnaval y sus labios explotan de sangre con los impactos. Coordinadamente, la pistola de Phil responde a Ray. Las balas dan en los azulejos de la cocina, pero lo obligan a saltar como una liebre apartándose de la línea de fuego hacia la seguridad de alguna barrera.
Todo perfecto, coreográfico. La japonesa como insecto ágil, trepador.
Ray se aposta a un lado de la escalera. Pero Misaki no baja ni hace nada.
No eres tan tonta, claro.
Sudando, Ray atisba el hueco de la escalera que baja hasta el sótano. Allí se mete. El aire huele a humo. ¿Y si intentase capturar al viejo y usarlo de rehén? No, no puede arriesgarse a perder de vista a Misaki. Se limita a asomar la Glock por la baranda y apuntar hacia la escalera superior, aguardando. ¿Qué hace ella? No oye nada (solo crujidos). Nada ve (solo las figuras de la mujer y el chico). Dios, he matado a Phil, piensa, pero borra apresurado ese recuerdo de su pizarra mental. Tiene que concentrarse. ¿No deseaba luchar de igual a igual? Aquí tienes lo que querías, Ray, diría su padre, so gilipollas, sin Bach, sin flautas de por medio, la jap y tú, dos cuerpos, dos muertes.
Un ruido grande pisotea la escalera hacia la que Ray apunta. Va a disparar cuando advierte la bola en sombras del cuerpo de Phil cayendo desmadejado, los faldones de su elegante chaqueta ondulando. Luego nada. Puta, me hiciste matarlo. Intuye lo que hará Misaki una vez abandonado el escudo del cadáver: disparar una ráfaga desde su propio refugio. La muñeca de porcelana sin emociones intentará barrer la habitación con varios disparos desde la escalera. Ray aguarda negándose incluso a tragar saliva.
Los segundos se deslizan como el sudor.
Su corazón es un metrónomo acelerado.
Nada más sucede.
Ray decide sorprenderla. Sale de su refugio en silencio, pisando cuidadosamente, con el objetivo de acercarse a la escalera y disparar a ciegas desde la esquina. Solo entonces, cuando el cadáver de Phil se levanta como un rayo, comprende la trampa. Un ruido ensordecedor, una quemadura en su brazo derecho. Ray cae con un gruñido.
Una bala de Glock en el brazo no suele matar, y Ray no muere. Tampoco mata perder la pistola por el impacto, ni caer al suelo.
Pero, una vez en el suelo y desarmado, Ray ve a Misaki quitarse la chaqueta de Phil, de espaldas a él, darse la vuelta y acercarse.
Y sabe que ella sí mata.
—¡Adelante! ¡Vamos, puta…! —la anima. Misaki enciende la luz de la lámpara del comedor sin prisas. Luego se vuelve a Ray sosteniendo la Glock de Phil y la suya, y se agacha frente a él. Su rostro es un nácar con dos círculos de tinta—. ¿Te cuento un chiste realmente malo? —dice Ray—. Mi vida. Ya está. Ríete. —Se sujeta el brazo mientras desafía el paréntesis negro en que lo encierran los ojos de ella—. ¡Vamos, reviéntame los sesos! ¿A qué esperas, cerda? ¿A que papá te lo ordene? ¿A qué esperas, eh?
—Al corazón —dice ella.
Es entonces cuando Ray se percata de que Misaki no lo está mirando a él.
La japonesa mira el pequeño corazón de metal que cuelga de una pulsera de su muñeca derecha, la muñeca de la mano con que sostiene la Glock apuntando a la frente de Ray. Ray también se pone a mirarlo con hipnótico detenimiento. Cree ver en él su rostro reflejado. El corazón se agita un poco con el pulso de Misaki. Cada vez menos.
Estáis locos, todos, piensa Ray. Bach, y todo el jodido mundo, todos locos.
Por fin, el pequeño adorno queda inmóvil.
Y en esa diminuta réplica del rostro de Ray surge un punto de sangre.