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Bogart

El doctor jubilado Michael Bogart clava la mirada en la ventana, a través de la cual se distingue una buena porción de la valla amarilla que rodea su propiedad en North Huntingdon, Pensilvania.

—¿Papá? —dice Andy.

—¿Hm?

—Te he preguntado qué te parece mi proyecto.

—Oh, tu proyecto, Andy…

En la mesa, gestos preocupados de la familia: ¿estará papá chocheando ya?

A todas estas, qué descortesía, el doctor Bogart no les ha presentado a su familia. Bogart imagina una cena en una comedia de televisión americana: mantel de hilo color crema, explosión de flores rojas de centro, salón luminoso, ventanas que permiten otear el jardín perfecto, vestidos que encajan en el conjunto como Laurel con Hardy y protagonistas que, al hablar, parecen necesitados de risas de audiencia detrás. Una idea aceptable de la escena, según el doctor. A partir de Bogart, que preside la mesa, en sentido contrario a las agujas del reloj: esa mujer que estira el cuello y sonríe de oreja a oreja como una muñeca de tómbola es Nancy Bogart, su querida esposa; el joven de melena y perilla que se inclina junto a ella alzando la ceja hacia papá, perfectamente envuelto en camisa a cuadros y jeans (su imagen proclama «soy un chico sano, me encantan la vida al aire libre y los cereales»), es el hijo del matrimonio, Andrew Bogart; la muchacha situada enfrente, a la izquierda del doctor, solitaria y marginada en su propio lado vacío de la mesa, es Maggie Bogart, su nuera. Dos criadas negras de uniforme (Hazel y Dolly las llamaremos) llevan y traen platos. Es jueves aún en Pensilvania, 6:35 de la tarde.

Y el doctor, de níveo cabello, cuyos ojos azules miran por encima de las gafas.

—Tu proyecto, hijo… es… condenadamente bueno.

Alivio generalizado. El pater familias aún no está poseído por el alzhéimer de verdad, ese temido error de guión que destrozaría cualquier comedia salvo Los Simpson.

—¿En serio? —dice Andy, animado.

—Por supuesto, hijo. La distribución de medicamentos por Internet ya estaba de moda antes de que apareciese ÓRGANO, pero ahora, con la crisis del sector farmacéutico en real, la distribución en virtual reporta… —el doctor se remueve, incómodo. Tiene una silla de enea bajo su culo desnudo, y su incomodidad es compren… ¡No, espera, no la tiene! ¡Se confunde! Una mancha de rubor súbita ensangra sus mejillas. ¿Por qué se equivoca tanto últimamente?—… reporta los mejores… beneficios.

—Tu padre sabe de estas cosas, Andy. —Nancy menea sus cabellos rubios perfectamente podados por los jardineros lujosos a los que suele acudir en North Huntingdon.

—A Mag y a mí nos consta, mamá. Por eso queríamos venir a veros. Bueno, venir a veros en real, quiero decir. —Todos ríen. Aunque la risita del doctor es más una hipótesis en un rostro sonriente—. Este paso es importante. El almacén que estoy montando en Los Ángeles virtual será una gran inversión…

—Habéis hecho muy bien en venir, Andy. —Nancy busca confirmación en su esposo, que asiente—. Hoy nadie viaja en real, no sé por qué. Y se está extendiendo la costumbre a días como Acción de Gracias o Navidad. Me parece terrible. ¿No crees que es terrible, Mike, cariñín? Por mucho que digan, no es lo mismo ÓRGANO que la vida…

—Desde luego que no, cariñín —conviene Bogart.

—Así que, ¿me animas a saltar sin red, papá? —insiste Andy.

—Tienes mi bendición, hijo.

—¿Cree que el negocio posee futuro realmente, señor Bogart? —pregunta Maggie—. Yo quiero apoyar a Andy, pero es tanto dinero…

—No os preocupéis por el dinero. —Bogart da un sorbo a su café mordiendo gustosamente el anzuelo que su querida nuera le arroja. A fin de cuentas, a ello han venido, ¿no? Hasta Nancy comprende que desplazarse en real (y desde la costa Oeste, Dios mío) para ver a un par de vejestorios en su paraíso silvano de Pensilvania es completamente estúpido, además de incorrecto, además de molesto para el doctor, envuelto esos días en una serie de problemillas tácticos que debe atender.

Y justamente ahora es cuando el cabronazo de su hijo ha venido con su cabronaza mujer para, básicamente, pedirle pasta. El público del episodio se mondaría. Jajajajá.

Ha comenzado una nueva escena de lo que Bogart denomina «El Juego Familiar del NO». Protagonistas, en orden de aparición:

—No, no, no, doctor Bogart, no lo aceptaremos, ¿eh, Andy? —La nuera.

—No, no, papá, no hemos venido para que nos ayudes económicamente. —El hijo.

—No, no, Andy, papá no quiere ofenderos con eso. —La esposa.

—No se hable más —dicta el doctor dando por concluida la ronda—. Será mi…

Su muslo derecho zumba. El doctor se excusa, se levanta, saca del batín la tableta Portable que usa tecnología Apple para enviar y recibir mensajes desde diversas cuentas privadas de ÓRGANO, y que no ha parado de sonar en toda la maldita tarde.

—Papá está muy ocupado en estos días, Andy —dice Nancy, portavoz del matrimonio, viéndolo alejarse con la Portable—. Aunque no le gusta que se lo diga, se está convirtiendo en un pez gordo de Wall Street…

—Me consta que papá es millonario desde que dejó de trabajar. —Andy celebra el clásico Chiste Bogart con unas carcajadas.

—Por eso nada nos cuesta echaros una mano…

—No, no, señora Bogart, insistimos… —dice Maggie.

—Mamá, repito: no hemos venido a eso… Además, nos vamos ya.

—¡Pero si habéis llegado hace unas horas! Tenéis que quedaros al menos hoy…

—No podemos. El sábado tengo una reunión en el Comcast de Filadelfia en real…

—Pero hoy es jueves.

—… y queremos regresar cuanto antes a Los Ángeles, o mucho me temo que nos veremos alquilando un coche para cruzar el país. —Mira a Maggie buscando su asentimiento—. Supongo que habéis visto las noticias. Primero, las manifestaciones, y luego esa acampada en el SuperSQUID del sábado…

—Se habla de que cerrarán los aeropuertos de la costa Oeste el fin de semana si la avalancha sigue a este ritmo —añade Maggie.

—¿Avalancha? —pregunta Nancy como si su daughter-in-law hubiese dicho algo sucio en la mesa.

—Por la acampada —aclara Andy—. Está acudiendo gente de todo el mundo.

Nancy Bogart va a decir algo (no sabe qué, algo para evitar ese odioso silencio de siempre cuando el doctor está ausente), pero la aparición de una criada la salva.

—Oh. Hazel… Ah, eres tú, Dolly… ¿Está preparado el café en el saloncito? ¿Pasamos allí mientras esperamos a papá?

Bogart regresa en ese momento con una expresión anticipada de disculpas.

—Luego os veo, debo conectarme. Tengo que ver a un agente de Bolsa.

—¿Te esperamos, cariñín? —pregunta Nancy.

—No, gracias, cariñín. Empezad. Me uniré luego. —Se pierde por el pasillo.

La excusa es válida. Empresarios, corredores de Bolsa virtuales, muñequitos de todas las especies de Wall Street-ÓRGANO asedian como prostitutas callejeras al doctor. De esta forma Bogan explica la hazaña que le ha llevado, en cuestión de pocos años, de médico internista retirado a multimillonario en activo. Podría, de hecho, adquirir algo más lujoso que esa casa en North Huntingdon de apenas un millón de dólares forrada de madera de cerezo, con escalinatas y columnas blancas, una de esas chozas con historia donde Lincoln se detuvo a desayunar cuando viajaba a Illinois. Pero el dinero solo le importa en la medida en que le otorga tranquilidad, y las casas solo le importan en la medida en que le otorgan poder blanquear parte del dinero que gana. En el despacho del doctor no hay casi nada. Las pequeñas cosas de la vida, que diría Groucho: una pequeña alfombra, una pequeña cama, un pequeño retrete, una pequeña cómoda con pequeñas fotos familiares enmarcadas. Como única excepción, la consola fija Thomaskirche en blanco y plata de ley de sesenta mil dólares, hecha a mano, que cualquiera confundiría con un órgano de tubos salvo por la intrigante pantalla central que se abre como un secreter. Y su sillón anatómico Performance incorporado. Al verlo, no juzgamos exagerada la broma de Nancy sobre «el cosmonauta ante el panel de mandos de su nave». Bogart cierra la puerta con el doble pestillo de seguridad y toma posesión de su juguete. Se cala una diadema Serene chapada en oro, el Rolex de las diademas, que reconoce a su amo de inmediato. Solo tiene que hacer un gesto para que la pantalla se ilumine. Solo otro para sentir que está desnuda y es pequeñita, y se halla sentada en la silla de enea.

Mientras el doctor Bogart hace todo esto, echamos un vistazo a un retrato familiar de la cómoda, enmarcado con más riqueza que los demás. En orden de mayor a menor estatura: el padre (reconocemos al espigado doctor, casi veinte años atrás), la madre (pelo más largo, pero es Nancy), un gordito Andrew (Andy) de diecisiete años y una niña de doce, fotografiada pocos meses antes de morir, a quien (reprimimos un escalofrío) creemos conocer con otro nombre.

—Señorita Grost, perdone que la molestemos.

—No te preocupes, Phil. Tuve que ausentarme un tiempo.

—Hemos llegado al sitio que nos indicó. Vemos una vereda pero no la casa. La ocultarán los árboles. ¿Entramos?

—¿Qué hora tenéis allí, Phil?

—Pasan de las doce y media de la noche, señorita. Hemos venido lo antes posible. Por suerte, los cortes de carreteras por la manifestación en Madrid ya han acabado.

Hyp Grost entorna los ojos mientras medita.

—Esperad un poco. Miraré yo primero. Intentaré entrar en virtual.

La señorita Grost se halla en una zona inaccesible de su propia casa virtual donde puede tocar sin ser molestada. Está desnuda e inmóvil sobre una alta silla de enea, como una especie de maniquí en el escaparate de una tienda de ropa infantil. Su largo pelo forma bucles a ambos lados de un rostro tan bello como una Idea platónica.

Pero de repente cambia: de un salto se agazapa sobre la silla. Una gata. Una bruja. El cabello le oculta un rostro ahora terrible, de ojos de luna bellos y fríos como una bailarina muerta. Un violín corta el aire con su filo plateado. La Fuga de la Sonata en sol menor para violín BWV 1001, sobre el Teclado del paisaje. Su melodía hace que la señorita Grost pueda penetrar en la reproducción de la casa en virtual. Cada cosa del mundo real está replicada en virtual por el proyecto Mirror World. Y la anónima casa de Fuente el Saz, a cuarenta kilómetros de Madrid, donde Flint se ha ocultado, no es una excepción. Los dedos reales del dueño de Grost se agitan mientras, en virtual, las teclas del paisaje son pulsadas con el registro «Violín solo» en el orden correcto de la Fuga.

Con un gesto, la pantalla por la que habla con Phil desaparece para volver a aparecer a espaldas de Grost y permitir así que la vista de Grost —una lechuza que suena a violín mientras aletea— recorra como un escáner rapidísimo toda la maqueta.

Allí están. El brillo de los personajes de la mujer y el chico sentados a una mesa. Flint ha tocado algo en ellos y están inconscientes. Pero no es eso lo que a la señorita Grost le importa. Detecta al personaje de Misaki en la planta baja. Sus Teclados, hum.

Tuerce el cuello para mirar a Phil.

—Flint ha rodeado la casa de barreras, pero podré entrar. Están dentro, todos. Me intriga. Voy a abriros una puerta. Quiero que Ray o tú miréis primero en virtual. Flint los ha dejado inconscientes, pero está haciendo algo más, no sé qué es, y quiero saberlo. —Da la espalda a Phil para volver a mirar hacia la casa—. Entrad. Os abriré.

—¿Y qué… qué hay de Misaki? —pregunta Phil, carraspeando—. Ya sabe que es muy peligrosa en ambos mundos, señorita.

En efecto, muy peligrosa. Pero no para la señorita Grost. Ya ha recibido instrucciones al respecto. Su honorable padre está honorablemente muy enfadado.

—Yo me encargo de la japonesa, Phil. Es un Instrumento reavir, y tengo luz verde para tocar en ella todo lo que quiera. No os dará problemas en real. —Grost borra a Phil de la pantalla mientras este sonríe, borra la casa virtual y, aún en cuclillas sobre el asiento, se concentra en lo que tocará a continuación. Su bello rostro adopta entonces esa expresión cejijunta algo infantil que tanto se parece a la de…

Alto ahí: el doctor Bogart odia que le digan (nadie se lo ha dicho aún, claro, porque nadie lo sabe) que la señorita Grost se parece de algún modo a su hija Elle, fallecida a los doce años. Elle Bogart murió atragantada con un trozo de ragú demasiado grande en una comida escolar durante una excursión a un pueblecito del estado de Washington llamado Alps. Diez años después de esa tragedia, un Bogart más aturdido y hastiado que el usual conoció ÓRGANO a través de un colega internista del hospital de Seattle donde trabajaba. Era genial: un buen número de revisiones de rutina se zanjaban desde casita, con una webcam y la diadema (por entonces el sistema reavir aún no estaba tan desarrollado) y había ya consolas donde podías depositar unas gotas de tu preciosa sangre o esperma, o dar un lametón. Y a los pacientes les iba lo virtual. Solo había que acostumbrarse y aquello se convertía en el paraíso de la Moderna Hipocondría. Antes de que acabara el año Michael Bogart MD se hizo de un Bogart virtual, se apuntó al programa «Diga Treinta y tres», y en cuestión de pocas semanas estaba ganando mucho más que antes y trabajaba bastante menos, y solo desde casa.

Entusiasmado, había decidido crear otro personaje para su ocio. Un impulso le hizo visitar la sección femenina infantil de la Casa de los Huevos y escoger a Hyp Grost. ¿Por qué no? Había colegas que habían resucitado a su madre muerta en forma de BOT en un Memorial. Bogart tan solo pretendía tener un personaje en honor de Elle. Fue entonces cuando descubrió su asombroso talento para tocar músicas, incluyendo grandes obras orquestales y corales de Bach.

Musimática. Menuda palabreja. ¿Qué era realmente? El ser humano no ha inventado aún una definición apropiada, según Bogart. Se situaría, en su opinión, algo a la izquierda de «belleza», un poco a la derecha de «arte», entre «azar» y «perversión», encima de «bestialismo», debajo de «mística». Sea como sea, él es más que bueno en eso. Si ello se relaciona o no con su legendaria habilidad para predecir sucesos banales con las cartas del Tarot (pasatiempo extracientífico heredado de su madre) o con su ojo clínico, que le hacía diagnosticar a algunos de sus pacientes incluso antes de revisar resultados de exámenes, quién podía saberlo.

Solo sabía dos cosas: que ganaba mucho más dando placer o matando a otros en real (podía dañar al jugador real a través del cerebro, como cualquier gran musima, y resultaba muy difícil probar tales «asesinatos»), y que él mismo sentía muchísimo más placer haciendo eso que curando.

De modo que colgó la bata y se estableció como Gran Virtuoso mercenario con el nombre de Hyp Grost.

Grost lo ha paseado por cumbres y cavernas, lo ha hecho levantarse y retorcerse en ese sillón Performance, reírse a solas y aullar como en una consulta de dentista sádico, indeciso sobre si él es Boggie en el cuerpo de Hypi o Hypi con la mente de Boggie.

Tiene a tantos ricos en lista de espera para que su muñeca les deleite o asesine para ellos que no dará abasto de aquí a que se muera.

Y aún se pregunta si Hyp Grost seguirá viva después de eso.

Suaves golpecitos en la puerta. En real.

—¿Mike?

No hay intimidad más íntima que la de ÓRGANO, sabe el doctor. Cada «toc» es como un eructo del público en medio de una cadenza de solista, y el «Mike» final suena a petardo. Poseído de una furia desgarradora que años de real resignación han logrado convertir en perfume floral, Bogart deja a su personaje en «Pausa», un pie en el suelo, otro en el taburete, abandona su pechito sonrosado de mujer en maqueta y regresa a su cuerpo artrítico, tembloroso y empapado en sudor de jubilado sesentón.

—¿Sí, Nancy? —murmura, en tono de noche de bodas.

—Perdona, cariñín… —La titubeante voz de su esposa desde el otro lado de la puerta—. Sé que no te gusta que te molesten cuando estás… ahí. Solo quería… darte una gran noticia… He logrado convencer a Andy. ¡Se quedan esta noche en casa!

La visita de Andy. Andy y su estúpida mujer recién llegados de los estúpidos Los Ángeles, y precisamente el día de su gran trabajo para el Clan del Este y Yahura.

El doctor toma aire. Si alguna vez, en algún momento inefable, Nancy Forrestier Bogart, vieja díscola, con tu vulgar club de bridge virtual, intuyes, vislumbras, distingues, en el oscuro pozo abisal, el reptilesco desperezarse que representa, en este instante, el más inocente de los pensamientos agazapados en el nido de gusanos del cerebro de quien es tu marido, estallarías como un globo infantil con un solo grito horrorizado.

Así lo cree, y así lo suscribe, Michael Bogart MD.

Pero se ve obligado a responder:

—Qué buena noticia, cariñín.