Belén
Abrió los ojos. Estaba a oscuras.
No se asustó mucho, sin embargo, porque la oscuridad era preferible a la pesadilla que acababa de tener. Además, solo tuvo que mover una mano para que la pantalla del portátil que se escoraba sobre sus piernas cobrara vida. La película Avatar había finalizado por segunda vez y el aparato mostraba un fondo neutro con varios iconos. Ella se encontraba tendida en la gran cama de somier crujiente de la casa del viejo.
El ordenador del viejo era pequeño y manejable. Apenas pesaba, y ella se había dormido sin que le molestara sostenerlo. Aun así, el recuerdo de la extraordinaria nitidez y relieve de las imágenes de la película a través del visor de ÓRGANO era más real que las tinieblas que la rodeaban.
Apartó a un lado el portátil para sentarse en la cama, pero lo dejó abierto, mostrando la pantalla encendida y un pequeño teclado con una diadema empotrada. Aguzó el oído. Captó una conversación. Reconoció la voz del viejo, y a ratos otra, concisa, grave, que tenía que ser la de la mujer china. Palabras en inglés. No oyó a mamá ni al chico de los ojos raros. ¿Debería bajar? Esperó. Quizá mamá se enfadara si bajaba.
Recordaba bien la pesadilla. Sus imágenes recorrían los pasillos de su memoria como monstruos desencadenados, vívidas como la propia película.
El doctor Mecenas, el psicólogo al que mamá la llevaba y que había intentado ayudarla, no era capaz de comprenderlo. Le hablaba de cosas pasadas, de un padre que vivió con mamá y que era un mal hombre, pero que ya había muerto. Sin embargo, sus pesadillas no pertenecían al pasado. Por el contrario: se referían al presente, a su vida actual. Eran cosas que sucedían o estaban a punto de suceder.
En la que acababa de tener, Papá era una sombra que entraba en su habitación, donde ella estaba durmiendo. Belén lo veía avanzar hacia ella misma, y pugnaba por despertarse, al menos por avisar a su otro yo de su presencia. Está ahí, está ahí. ¡Despierta, corre, por favor! Pero no lo hacía, y la sombra era quien la despertaba.
Papá era una tiniebla alta a la que Belén se esforzaba en vano en poner rostro. Le veía la barba, pero esta cambiaba como si estuviese viva. «Ven, vamos a dar un paseo, Belén», le susurraba. Y ella sabía con certeza que, si lo acompañaba, no iba a regresar jamás. Tenía que huir, pero ¿adónde?
Acostada en aquella cama grande y ajena temblaba tanto que sus dientes chocaban entre sí. Papá era un conglomerado de seres que pretendían pasar desapercibidos bajo una sola, ruinosa barba. ¿Paseamos, Belén? Vamos a pasear.
En su pesadilla se había levantado, incapaz de negarse, y había dejado que aquella cosa la llevara de la mano por un largo túnel entre luces parpadeantes y extrañas músicas. «Tu madre va a morir por tu culpa, Belén», le decía Papá. «Tu madre, y el chico de los ojos raros». Ella, angustiada, llorando, le preguntaba por qué. «Porque no quieres entrar ahí. Porque no has entrado ahí», respondía Papá y señalaba una puerta en arco, al fondo, de bordes luminosos. Recordaba aquella silueta como grabada a fuego en la oscuridad, una herradura al rojo vivo. Hubiese podido hasta dibujarla.
«Tienes que entrar, Belén», insistía Papá. Y ella miraba aquel arco y comprendía que no tenía otro remedio que obedecer y cruzar el pórtico mágico. Había sido elegida. Era su destino. Pero al dar los primeros pasos hacia aquello había despertado. Por suerte, ya que sabía que, si atravesaba ese límite final, no podría regresar jamás.
Una pesadilla horrible, pero solo eso, al fin y al cabo. Como decía mamá, no era «real». Cerró los ojos en la oscuridad para calmarse, y cuando los abrió, allí estaba.
La entrada.
En esta ocasión no soñaba. Se hallaba flotando ante ella, brillante. Aunque no era ninguna entrada sino uno de los iconos de la pantalla del ordenador. Debajo, el logo de ÓRGANO. La hora de la pantalla registraba: 23:50. Belén llevó el dedo índice hacia el icono y lo pulsó. La diadema encajada en el teclado comenzó a parpadear.
Ahora lo comprendía: se trataba del dibujo de una diadema. Era el programa que el viejo tenía en el ordenador para la conexión con diadema al mundo de ÓRGANO.
Pero mamá no me deja hacer eso.
Tienes que entrar.
¡Su sueño no podía ser casualidad! ¡No podía serlo!
Belén miraba fijamente aquel símbolo.
Tu madre va a morir por tu culpa. Tu madre y el chico.
Con dedos temblorosos, pulsó el icono. Un mensaje apareció en pantalla: «NO SE DETECTA TU DIADEMA NEURAL». La diadema empotrada en el teclado parpadeó. Belén la extrajo de su soporte y la examinó. Con esta herradura podrás montar un caballo alado. O mejor: Salvar a mamá, como Jake salva a los na'vi en Avatar.
La diadema era muy ancha. Al ponérsela en la frente se le cayó al cuello. Descubrió que los extremos eran regulables. Los ajustó a sus sienes.
No sucedió nada.
Tienes que encenderla, tonta.
Nadia, su compañera de clase que siempre presumía de ser más lista que ella, se habría reído de su torpeza. Palpó a ciegas con el índice el bultito central. Debajo había algo que parecía un botón. De repente titubeó.
No lo hagas. Hazlo. No lo hagas. Hazlo.
Lo apre…
Vivía en un gran árbol en medio del bosque. Sin duda era el Árbol Madre sagrado de la raza de los na'vi. O eso dedujo poco después de que el vértigo se apoderase de ella, porque se hallaba colgando de manos y pies de una escalerilla de cuerda atada a una de las ramas. Y aquello sí que no era un sueño. El cáñamo áspero raspaba sus dedos, las traviesas de madera arqueaban sus pies descalzos. No estaba en una cama en medio de la oscuridad sino en un bosque al atardecer, aferrada a la escalera de cuerda. ¡Y a gran altura! Lanzó un grito y resbaló.
Manoteó, frenética, y por un instante pensó que se mataría, pero al fin se agarró como un mono a la oscilante escalerilla, las piernas abiertas atrapando la cuerda entre ellas. ¿Dónde se encontraba? ¿Qué era aquello? Llamó a su madre varias veces. Respondieron murmullos de aves.
Aunque estaba aterrada, logró coordinar sus movimientos y descender peldaño a peldaño, cuidadosamente. Mientras lo hacía se miró las manos, y luego hacia abajo, hacia sus piernas y pechos, y comprendió que no era ella.
Se hallaba en otro cuerpo.
Pero postergó ese nuevo y horrible descubrimiento hasta lograr pisar con el pie izquierdo en la hierba. La sentía, húmeda y picuda, en su planta. ¡Todo era real! Ya en tierra se revisó. Carecía de espejos donde verse, pero a juzgar por las partes que sí veía o tocaba, ella era una muchacha mayor, de pelo rubio trenzado en dos coletas, cubierta solo con una piel alrededor de la cintura. Una especie de mujer guerrera de los bosques. Aquel árbol, sin duda, era su hogar. En el extremo superior de la escalerilla veía como un nido grande hecho con ramitas y sábanas. Allí vivía. Estaba sola en medio de la selva, y aunque casi no llevaba ropa tenía calor.
No le agradaba estar tan desvestida, y nada más pensarlo sintió un cosquilleo de sedas. Un velo largo y suave descendía de su cuello a los pies, atado por un cinto de cuero. ¿Cómo había podido vestirse, así tan rápido? Qué lástima que no pudiera ver…
—Oh, Dios mío, mira eso —dijo una voz.
Dio un respingo y retrocedió hasta notar que su espalda presionaba la corteza del árbol. Frente a ella había aparecido un viejo.
Es decir, el viejo.
Era él, estaba segura. De la misma forma que lo estaba de que ella era, ahora, aquel cuerpo espigado y maduro. Un traje distinto, un rostro algo diferente, pero él.
—¿Cómo has llegado hasta aquí, Belén? —preguntó el viejo en un perfecto castellano, frunciendo el ceño—. ¿Qué es lo que has hecho…?
—No sé —contestó ella, trémula.
Con otra voz.
El impacto de aquella garganta nueva, de muchacha mayor, retumbando en sus oídos fue suficiente para hacerla temblar y llorar. Intentó correr y esconderse, pero apenas podía mover bien aquella anatomía, tan alta.
El viejo la apuntó con un dedo.
—Calma, no voy a hacerte daño. Te pusiste la diadema, ¿verdad? —Y luego, como dirigiéndose a otra persona, invisible—. ¡Estábamos equivocados desde el principio, Misaki, es increíble…! —Y una tonada alegre, luminosa como el sol en el bosque, reverberó en las piernas de Belén. El velo cayó a sus pies y sus brazos y piernas se separaron—. No te asustes, Belén. Es un coral «Schübler». Solo pretendo inmovilizarte.
«¿Vienes ya, Jesús, del Cielo a la Tierra?», preguntaba un rectángulo aparecido en la zona inferior de su visión. No sabía si era o no Jesús lo que venía, pero ella misma no podía moverse: brazos y piernas extendidos, de espaldas al viejo
como una mariposa clavada por la música
—Equivocados, Misaki —repetía el viejo—. Por completo… En el reloj de su pantalla: 0:00.