Jaime
—Hola —dijo la mujer.
Jaime apartó la vista, sin saber qué añadir.
—Bueno, ya se conocen —murmuró complacido el señor Flint.
Sí, ya se conocían. Por supuesto, ella era más o menos lo que Jaime esperaba: una señora mayor, algo gordita, de rostro ancho, pelo atado en cola corta, más enana de lo que pensaba. Anodina. A años luz de distancia de mujeres como su propia madre o Susana. El hecho de haberla visto al fin en real no tenía importancia. En cambio, sí la tenía la expresión de decepción que ella había mostrado al verle. Se sonrojaba al recordarlo, y a la vez se sentía herido, como si el rubor se hubiese convertido en fuego.
El viejo apagó su diadema y ellos lo imitaron. Si Flint percibía el silencio y la tensión inaugurados, obraba como si no le importara. Un tema secundario en la gran sinfonía de sus intereses.
—Tendrán muchas preguntas que hacer. Sugiero que comencemos ya, porque aún nos queda tarea por el camino… ¡Oh, la señorita se ha despertado…!
La callada aparición en la escalera hizo que todos se levantaran.
Hasta ese momento Jaime no había visto a la niña. Pese al cansancio que marcaba sus rasgos le pareció muy guapa. Tenía cosas que no provenían de la madre, como el óvalo del rostro en vez de la cara redondita, y los labios pronunciados y casi sensuales, no la fina línea rosada de los maternos.
—Yo soy el señor Flint —decía el viejo como si estuviese interpretando algún papel de mago en una obra infantil—. A la señorita Misaki ya la conoces. Y él es Jaime.
Se sintió más relajado con ella que con María. Le ofreció la mano y golpeó suavemente la de la niña, palma contra palma, como «colegas». Ella parecía asustada y se ocultaba bajo los brazos de la mujer, pero Jaime captó una fuerza oculta. Y eso, quizá, sí provenía de la línea materna. Ambas eran supervivientes. Como él.
—¿Estás bien, cielo? —preguntó María.
—Tengo hambre —dijo Belén, aún suspicaz con los extraños.
—Ah, ¿sí? —El viejo hacía denodados esfuerzos por agradarla—. Pues yo también. Vamos a ver si comemos un poco. «Almuerzo», lo llaman en España, ¿no?
—Desayuno —corrigió Belén, y el viejo rió.
—Cocinaré yo esta vez, para todos —se ofreció la mujer.
—No es preciso, Misaki puede…
—Acabo de comer. Me siento bien. Belén me ayudará.
Jaime intuyó que solo pretendía quitarse de en medio, respirar oxígeno fuera de aquel ambiente opresivo. La vio darles la espalda, inclinarse sobre la encimera, coger sartenes, abrir la pequeña y ruidosa nevera con fuerza casi exagerada, encender los hornillos. La niña la ayudaba entre susurros, formando ambas un mundo autónomo de mujeres acostumbradas al ritual doméstico. Por su parte, Flint y la oriental se aislaron en otra clase de hermético saber, entre susurros ingleses. Solo Jaime quedó desparejado. A ratos se acercaba a la mujer. No hacía nada, no se ofrecía a ayudar. En una ocasión esperó a que sus miradas se cruzasen y lanzó un «hola» vacío e ingrávido como un globo de helio que un niño perdiera.
—Hola —replicó la mujer y continuó absorta en su tarea.
Un saludo franco, cortés, indiferente.
Al fin Jaime optó por retirarse. Sus palabras en la boca eran un caramelo de tachuelas. Deseaba decirlas antes de que le hicieran más daño. No te esperabas a un bizco de dieciséis años, ¿eh? Qué bien. ¿Y ahora? ¿Tengo que pedirte perdón por eso?
Comieron en un ambiente que hubiese podido ser de funeral, salvo que casi todos los funerales a los que Jaime había asistido habían sido mucho más alegres. El viejo estuvo insoportablemente correcto en su papel caballeroso, y llegó a alabar la grotesca comida de huevos revueltos y embutidos con un «Está todo muy bueno, María» que hizo que ella lo mirase con cierta furia. En cambio, la niña pareció conjurar los nubarrones con su primer tazón de leche con cereales («no olvidamos comprar cereales antes de venir», dijo el viejo, satisfecho), e incluso repitió animada, con esa cualidad tan infantil de oposición al ambiente general («si estáis callados, hablaré; si me preguntáis, me callo; si os reís, me quedo seria»). Solo al acabar, cuando la mujer le insinuó que los dejara solos de nuevo y subiera al cuarto, Belén frunció el ceño. Tan pequeñita, tan mínima, se limpió pulcramente con la servilleta y los escudriñó a todos, uno a uno. A Jaime le gustó la sonrisita cómplice que le dirigió. Tú me comprendes, al menos, parecía decirle.
—Belén… —insistió su madre.
—Quiero quedarme, mamá —dijo la niña.
—Esto es una reunión de adultos, Belén.
Belén miró a Jaime como diciendo: «¿De qué adultos hablas exactamente?».
El viejo sonrió con humor.
—Belén. —En su boca y con su acento sonaba como «bala»—. ¿Te gusta Avatar?
—Es una de sus películas preferidas —admitió María.
—Oh. —Flint cerró un ojo, en cómica expresión de astucia—. Pero seguro que no la has visto en 3D…
—Sí, muchas veces —dijo Belén.
—Vaya… Pero seguro que no la has visto con opción ÓRGANO. Mucho más real.
—No puedo jugar a eso. No es para niños.
—No estoy diciendo que lo hagas con diadema, sino que la veas a través del visor de películas de ÓRGANO de mi portátil… Toda una diferencia.
—Yo juego a World of Warcraft sin conectarme —apuntó Jaime hacia la niña.
La rápida mirada que le dedicó María lo sumió de nuevo en el silencio.
—Ven —dijo Flint—, vamos a probar en mi portátil.
Por alguna razón subieron todos, como si la comodidad de la niña fuese el único eslabón que los unía. Dejaron a Belén en la cama con el ordenador portátil del viejo sobre las piernas, viendo Avatar mediante la conexión a ÓRGANO. Luego bajaron y recogieron la mesa en silencio. El viejo abrió y revisó la conexión de las tres consolas de acero. Eran las cinco de la tarde en las pantallas. A Jaime le habían quitado el móvil y no usaba reloj, de modo que tenía que fiarse de aquella hora. El sol otoñal penetraba, declinante, por las ventanas. Aquello tenía que ser una casa de campo ruinosa, alquilada para la ocasión, suponía Jaime. Por las ventanas solo veía árboles y el Ford Focus de Misaki aparcado en un lateral, entre cardos borriqueros. Había calculado, por la hora a la que llevaron a María de madrugada (haciendo ruidos que él oyó desde el sótano), que debían de estar cerca de Madrid, quizá en la misma provincia.
María y él volvieron a sentarse frente a frente, el viejo ocupó la butaca del medio y Misaki permaneció de pie. Ya les había explicado Flint que la silenciosa oriental era reavir y no necesitaba usar diadema para conectar. Aparecieron en el bosque creado por ambos musimas. Por mucho que Jaime estuviese acostumbrado a ÓRGANO le fascinaba sentir de golpe el cambio de temperatura, el olor a hierba, el vaho del aliento, la luz indecisa que se filtraba por entre los árboles. Maria B, a su lado, evitaba mirarle.
—Aquí no nos molestarán —dijo Flint—. Bien, creo que les debo una explicación.
Y lo decía en tono festivo, como si aquello siguiera siendo un gran juego. Edna, el personaje de Misaki, en top verde y shorts rojos, descalza, cruzaba los brazos tras él.
—¿Saben lo que es el core de ÓRGANO? —preguntó Flint de súbito.
—El núcleo del sistema de juego —dijo Jaime-El-Empollón a través de Finkus.
—Así es. Es el centro neurálgico del sistema. Físicamente está localizado dentro del SuperSQUID, el magnetómetro que controla las ondas cerebrales de todos los jugadores conectados. —Flint giró y renderizó una imagen tridimensional que parecía colgada de un árbol: el enorme complejo del SuperSQUID, que algunos conocían como el «Kraken»—. En teoría, dentro del core está todo: la historia, la ciencia, las religiones. Nuestro pasado. Nuestra vida. Los proyectos Mirror World y Mirror Body han descargado en él durante años trillones de datos sobre la realidad. El core contiene toda la obra de Bach que define el mundo de ÓRGANO, además. Eso equivale a decir que lo contiene todo. Virtualmente, es una zona inaccesible y autónoma. El sistema la administra sin ayuda humana. Neumeister lo programó así. Los dígitos de su clave de acceso son miles de millones. Los más potentes ordenadores trabajando juntos tardarían muchos años en dar con el número exacto, y el sistema lo cambia aleatoriamente cada hora. Es imposible hackearlo. Pero todo tiene una excepción, y el sistema ha cometido un, digamos, desliz. Uno que puede producirse una vez en la historia del Universo, pero se ha producido ahora. Dicho en pocas palabras: pasado mañana, sábado, a las once horas de la noche de California, la clave del core será idéntica al código de un personaje concreto. Y no cualquiera: uno de los tres que estaban en la iglesia de Preste la otra noche, cuando apareció el BOT de la niña en el altar: Preste… Finkus… o Maria B.
Jaime hizo que Finkus se pasara una mano por su mostacho.
—¿Cómo sabían todo eso? —preguntó—. ¿Lo anticiparon?
—No olvidemos que ÓRGANO es un sistema matemático, no la realidad —observó el viejo—: las «profecías» en él son resultados de ecuaciones complejas. Si os digo que un musima chino llamado Hong Wu desarrolló un I Ching virtual para anticipar acontecimientos en forma de flores, y una de sus «rosas» contenía la escena de la niña en el altar, incluyendo la posibilidad de acceder al core con uno de los personajes participantes, quizá no me creeríais. Pero fue así como nuestros enemigos lo anticiparon.
—Un momento. Si ya conocían la escena, ¿por qué no copiarnos antes?
—Buena pregunta, señor Finkus. —Flint sonrió—. La Rosa de Hong Wu contenía varios datos, incluyendo el día y la hora exactos en que se produciría ese «error», pero no el lugar ni los personajes involucrados. Esperaron a que se produjese para actuar.
—¿Y la niña? —indagó Maria B.
—La figura de la niña era un BOT de la escena, tan solo.
—Pero… ¿por qué ese BOT precisamente, recostado en el altar bajo una lluvia de rosas? —insistió Jaime a través de Finkus—. ¿Qué sentido tiene?
—Elige un número del uno al mil, Jaime. ¿Tiene más sentido que elijas el dos que, pongamos, el quinientos doce? Son sucesos aleatorios. Lo que importa es que uno de los personajes junto a ella es la clave de acceso el sábado. Uno de ustedes tres.
—Preste está muerto —objetó Maria B.
—La jugadora de Preste fue asesinada, sí, pero después de que la obligaran a conectarse para copiar el personaje completo. Es imposible copiar del todo a un personaje si su jugador no está conectado.
—Y si solo necesitan el personaje, ¿por qué… matarnos… luego?
—Porque no pueden arriesgarse a que conecte antes de esa fecha, María. Si lo hiciera, no habría modo alguno de impedir que el juego la reconociera. Y no puede haber dos personajes con claves idénticas.
—Así que no podrían utilizar la copia —comprendió Jaime.
—Exacto. Por eso eliminan al jugador cuando está copiado. Hasta ahora, han copiado a Preste y a Maria B. Nosotros impedimos que la asesinaran, pero usted ya no les sirve, María: la copiaron con el vestido del falso Finkus, por eso volaron su casa. Nuestra baza sigue siendo el señor Finkus. A él no pudieron copiarlo. Jaime fue muy hábil y usó un truco para escapar.
Jaime se sonrojó en real, detrás del semblante indiferente de Finkus.
—Pero… ¿por qué entrar en ese core? —preguntó María—. ¿Y quiénes son?
—¿Por qué? Puede imaginar lo que quiera: datos de cuentas bancadas, empresas, directivos, personajes de políticos, claves de acceso a zonas gubernamentales… Quien entre en el core con el programa adecuado puede convertirse en el amo del mundo. —Y Flint hizo un gesto como abarcando el bosque entero—. «Amo del mundo» no solo virtual: del mundo real. Y puedo asegurarles que existe el programa adecuado.
—¿A qué se refiere? —preguntó Jaime.
—Las filtraciones de WikiLeaks que han provocado toda esta movida de las protestas mundiales… Resulta que son ciertas. El gobierno de Estados Unidos desarrolló un programa hace años para controlar ÓRGANO. Lo llamaron Canon. Luego desecharon el plan precisamente porque no podían acceder al core, pero el Canon siguió ahí. Y hay pruebas de que, hace unos meses, un grupo lo ha copiado. Con el Canon y la clave de acceso, el control de ÓRGANO está asegurado.
—¿Qué grupo?
El viejo virtual miró a Finkus antes de responder.
—Supongo que han oído hablar de Yahura Corporation…
—Los copropietarios de ÓRGANO, con Varanasi —dijo Finkus.
—Así es. Kenzo Yahura es un hombre muy ambicioso. Y no está solo: colabora con un Clan de grandes empresas llamado Clan del Este.
—Los he oído mencionar. Controlan el sexo virtual en Asia. Una leyenda.
—Son muy reales, Jaime. Y estaban esperando la señal de la niña en el altar. Cuando la captaron, localizaron de inmediato a la jugadora propietaria del personaje de Preste y enviaron un equipo de agentes en ambos mundos. Mataron a Patricia tras copiar a su personaje y, a través de ella, quisieron tender una trampa a Finkus y matar a María. Cuentan con la ayuda de una mercenaria. La llaman «señorita Grost», Hyp Grost. Nadie conoce su identidad real, pero es una de las mejores y más peligrosas musimas del mundo. Fue ella quien fabricó el vestido de María. Por eso debemos ser precavidos.
—¿Y ustedes qué papel juegan en esto? —dijo Jaime—. ¿Son los buenos?
—Digamos… la competencia. —Flint sonrió—. Y sencillamente, no queremos que ÓRGANO sea controlado. Por eso les estamos ayudando.
—¿La competencia? ¿Varanasi, la empresa de Oswald Morpurgo?
Flint enarcó una ceja blanca y perfecta.
—Alguien que no desea que el juego caiga en manos de unas cuantas personas.
—Pero ¿por qué no vamos a la policía? —preguntó Maria B—. ¿Por qué…?
—María, todo esto supera las posibilidades de cualquier policía del mundo. —El viejo meneaba la cabeza—. No sabe… No tiene idea del dinero y el poder que se mueven aquí. Esto no es el atraco a un banco, ni un grupo de radicales intentando secuestrarla. La gente que les persigue son los mismos a los que usted vota en las elecciones, los que le venden los productos básicos, los que la juzgan en un tribunal. Esto es el poder con mayúsculas. Ellos saben, y nosotros sabemos, que solo hay una oportunidad, una sola: este sábado a las once de noche hora de la costa Oeste. Le pregunto: ¿qué haría usted si supiera que a esa hora y ese día puede usted acabar con, digamos, el hambre en el mundo? Es solo un ejemplo. Quien controle ÓRGANO puede hacer, literalmente, cualquier cosa. No se van a detener ante policías ni ejércitos. Ni ante las vidas de dos seres humanos. De modo que mi consejo es que confíen en nosotros.
En el silencio que siguió, apenas distraído por pájaros lejanos en medio del bosque del atardecer, Finkus y Maria B compartieron una mirada fugaz.
—Estamos confiando ya —dijo ella.
El viejo asintió.
—Muy bien. —Los miró sonriendo—. Entonces ya podemos matarlos.
El viejo y su ayudante oriental se habían encerrado en un cubículo de paredes grises recién renderizado en medio del bosque. Una de las paredes era transparente y a través de ella Jaime podía ver a Flint tocando en la figura flexible de Edna. Si aguzaba el oído escuchaba sus extrañas conversaciones musimáticas vertidas por el traductor: «No, Misaki, tenemos que conseguir una apertura completa… Es un requisito». Y oía, aún más remotos, los gemidos y esfuerzos de la jugadora real. El proceso era, como el viejo había augurado, bastante complejo.
Sin nada que hacer salvo esperar, Maria B y Finkus vagabundeaban por el bosque. Al fin él se acercó a ella.
—La verdad, no me importará perder a Finkus.
—Pues anda que a mí a esta… —María hizo que Maria B se encogiera de hombros.
—Fue bonito mientras duró, como se suele decir.
—Así es —suspiró ella. Un cono de vaho brotó con el suspiro. Maria B se frotó los brazos y su chupa de cuero crujió.
«¡Perfecto, vamos allá…!», oyeron, y una remota música de órgano seguida, casi segundos después, por una interrupción brusca. «No, no… Debes lograr que…».
—Ya nos dijo que no sería fácil —observó ella.
El viejo les había explicado lo que pensaban hacer a grandes rasgos. El personaje de Finkus podía ser destruido sin más (o, al menos, podían arriesgarse a ello), pero el de Maria B estaba copiado, y necesitaban algo más complejo para impedir que su copia fuese usada después de que destruyesen el original. Era algo relacionado con la Misa alemana para órgano que ahora escuchaban, interrumpida a ratos por los tecnicismos de Flint y los jadeos y gemidos de la oriental.
—Ella parece una musima extraordinaria —comentó Jaime—. Algo lograrán.
Maria B sonrió.
—Musima o no, cualquiera diría que están haciendo otra cosa que tocar a Bach. A juzgar por lo que se oye —añadió. Se refería a los crecientes gemidos de la mujer.
—Por lo que se oye y lo que se ve —puntualizó Jaime. En el cubículo, el personaje de la oriental se había quitado la ropa mientras danzaba. «No», decía Flint a ratos, como un árbitro en un partido de tenis. «Otra vez».
—Creo que me alegrará perder de vista esta locura —dijo ella.
Quedaron un rato en silencio. Maria B se agachó y examinó unas flores.
—Supongo que tendría que pedirte perdón —dijo Jaime entonces. Le alegró que la máscara de Finkus ocultara su bochorno.
—¿Por?
—Por mentirte. Sobre lo que yo era en real.
Ella se levantó y lo miró.
—Hombre, ya que lo mencionas… Hay algo que me parece alucinante, Javier…
—Jaime.
—Jaime, eso. Mentir en la edad, en lo de ser separado… Vale, todo eso puedo comprenderlo. Pero ¿por qué lo de Nueva York? ¿Por qué decirme eso?
—Porque funciona de puta madre entre los clientes. Te respetan más, te ven más importante. Y yo quería ganar pasta.
—Pero, para eso, ¿por qué no marine en Afganistán? ¿O torero cordobés?
—Es un juego, tía. —Jaime encogió de hombros a Finkus, molesto—. Un juego. ¿Qué importa qué seamos en real?
—Me importaba a mí —dijo ella en tono intrascendente.
—¿A ti? —Jaime frunció el ceño.
—Sí, a mí. Yo fui sincera contigo. Te dije la verdad. Esperaba lo mismo de ti.
Él hizo aquel gesto (chasquear la lengua y alzar las cejas), pero no supo que a ella le gustaba.
—En estos juegos la gente miente sobre sus datos reales. Decir la verdad es de casahuevos. De novatos, vamos…
—Así que ser sinceros es de novatos —dijo ella.
Jaime no supo qué responder. Finkus quedó en silencio. En el cubículo, el personaje desnudo de la oriental se retorcía en el suelo mientras un torbellino de música de órgano manaba de su cuerpo como extraído por los dedos de titiritero de Flint.
—Casi, Misaki —la animaba el viejo—. Casi lo tenemos.
Hicieron una pausa y salieron todos a real. Flint adujo que Misaki necesitaba cierto descanso. Aunque siempre impasible, Jaime observó que el rostro de la oriental estaba cubierto de gotas de sudor. María aprovechó para ir a ver a su hija al dormitorio. Mientras Flint y Misaki conversaban en inglés, Jaime conversaba consigo mismo, asomado a la ventana, en la que ya anochecía. Estaba en un aprieto, y gordo. Podían matarle. Quedaban dos días de plazo durante los cuales el peligro subsistiría. Y sin embargo, todo lo que le importaba era la mentira a la mujer. Se preguntaba si debía sentirse culpable. Una y otra vez alimentaba el insaciable apetito del dios de su lógica con aquella pregunta. Y una y otra vez su dios respondía, como un oráculo: «No eres culpable de nada». Finkus había conocido a muchas chicas (cuyos jugadores podían ser o no ser chicas, y también mentían) y les había contado a todas la misma historia. ¿Por qué Maria B tenía que ser especial? Sin embargo, cuando ella bajó, él decidió acercarse.
—¿Cómo está tu hija?
—Está viendo la película otra vez. Le ha encantado. A este paso creo que va a dormirse enseguida…
—Me alegro. Oye… —Jaime sintió la mirada de ella fija en su rostro. Sus dispares ojos parecían buscar sitios opuestos en los que refugiarse—. Quería… Quería decirte que siento haberte mentido. Fue una estupidez.
Ya está. Ya lo había soltado. Se dio la vuelta pero la voz de ella lo retuvo.
—Anda ya. No te preocupes, tú tenías razón. Yo era una casahuevos. Dejemos el tema. Por cierto, no te he preguntado, pero… Imagino que tus padres tienen que estar muy preocupados. Por tu ausencia, digo…
—Mi padre murió en un accidente de coche cuando yo tenía cinco años. También mi hermana. —María había empezado a decir las típicas cortesías cuando él la interrumpió con dureza—. No pasa nada: yo sobreviví. Y mi madre es cirujana y está en Alaska, de congreso. No se enterará de nada hasta el domingo. Por cierto: tengo dieciséis años.
Lo había añadido casi como una penitencia, con cierto esfuerzo. Ella asintió varias veces, como si estuviera asimilando aquella información.
—Caramba, pues… enhorabuena por tu personaje. Es muy… muy carismático.
—Gracias —dijo Jaime, pero en realidad pensaba que Adam Finkus podía muy bien irse a la mierda. Había empezado a odiarlo. De todas formas, está a punto de morir. Vio que los labios de ella temblaban y procuró ser amable—. Todo saldrá bien, María. Te lo aseguro…
Ella lo miró como sorprendida de que él pudiera confortarla.
Eran casi las once de la noche y la pequeña casa estaba envuelta en oscuridad, salvo la lámpara del techo y el brillo de las pantallas, cuando Flint les pidió que volvieran a conectarse. Aparecieron en el bosque, bajo el eterno sol declinante y paralizado.
—Están a punto de acabar esta pesadilla —les anunció el señor Flint. Entre sus manos sostenía un objeto: Jaime vio que era una manzana colorada. La oriental, junto a Flint, volvía a estar vestida—. Solo les queda un paso: probar un mordisco de esto. Es un objeto musima que hemos fabricado Misaki y yo. Contiene el coral «Jesús, nuestro Salvador, nos libró de la ira de Dios»
—BWV 688, un coral de Comunión de la Misa alemana. Sería tan complicado explicarles qué produce como tocarlo en ustedes, así que hemos creado esto para que actúe en sus personajes sin necesidad de que lo interpretemos. Por favor, quítenle toda la ropa a Finkus y a Maria B y sitúense delante de esa pantalla. —Señalaba el cuadrado blanco que le había servido de pizarra 3D para la explicación.
—¿Qué sentiremos? —preguntó María.
—Oh, ustedes nada en real. Tan solo que el personaje se… se irá disolviendo. Nadie podrá volver a usarlo, ni siquiera con una copia.
—¿Y luego?
—Luego nos iremos todos a otro refugio y esperaremos a que pase el sábado.
A Jaime le sonaba aceptable. O quizá era que no disponía de más ayuda.
—No nos ha dicho aún qué ocurrirá si la clave es Preste —dijo mientras la ropa de Finkus desaparecía con rapidez revelando una figura corpulenta y velluda debajo. Maria B ya estaba desnuda, su cabello largo y oscuro cayendo a ambos lados del rostro. De alguna manera él procuró no mirarla. Ella tampoco lo miraba a él.
—Supongo que cabe en lo posible —dijo el viejo—, pero de eso ya nos encargamos nosotros. ¿Quién quiere ir primero?
—Yo —dijo María sin dudarlo, adelantándose a Jaime y tomando la manzana.
Entonces dirigió los ojos a Finkus.
Como Adán y Eva, pensó él en la obvia comparación, viéndola sostener el fruto envenenado y elevarlo sobre sus pechos, como una ofrenda. Tras la máscara de Finkus, Jaime se ruborizó. La vio abrir la boca mientras lo miraba, y se preguntó qué había en aquella mirada sombría. Dedujo que, en parte, era el deseo de acabar. De poner fin al juego junto a él. Se sintió arrastrado hacia ese deseo cómplice mientras aceptaba el objeto con la muesca de los dientes de ella. Al rozar sus dedos notó que Maria B temblaba. Sin dejar de mirarla, acercó la manzana a sus labios. Una extraña armonía, turbia y fresca como el sabor de la propia fruta, lo estremeció al morder.
Supo que algo iba muy mal aun antes de sentir que un vórtice negro, una
oscuridad de inconsciencia lo atrapa
Lo último que oyó fue la voz del personaje de Misaki, con un dejo de alarma:
—Les está afectando en real.