Dos semanas antes

Sonda Voyager I

La época en que se desarrolla esta historia era una época inocente. Aún creíamos que la música de Bach era solo música. Pensábamos que los mundos virtuales eran juegos. Sensaciones, más o menos placenteras. Interacción social y sonrisas.

Todo eso ha cambiado desde que comprendemos mejor ÓRGANO.

Y desde el Tubo.

Pero en los días de mi narración estábamos ciegos y lo ignorábamos. Muchos no sabíamos, por ejemplo, que la música de Bach se movía a casi veinte kilómetros por segundo fuera del Sistema Solar, revestida de silencio en una negrura remota.

Kirsten Ledrup tomó en brazos a su bebé y le olió el pañal.

—Te has hecho caquita, malo, malo, malo. Mamá te cambiará.

El bebé no paraba de llorar. Kirsten lo puso sobre la tabla de su bañerita, instalada en el salón de su piso virtual de París, y le abrió el pijama con movimientos diestros mientras, entusiasmada, frotaba su nariz contra la del bebé para calmarlo. La caquita, hecha a la perfección como todo el bebé, olía a demonios. A Kirsten la deleitaba.

—Malo, malo, cómo puedes ser un niñito tan malo. —Lo lavó con toallitas húmedas, se inclinó y cubrió de besos su cabeza y su cara. El bebé emitió unos gorjeos y sonrió encantadoramente—. Qué dirá papá cuando venga. Qué dirá.

Pero papá no iba a decir nada, porque no existía. Kirsten ni siquiera había pensado en adquirir un BOT de padre, como el bebé. Kirsten era separada en virtual desde hacía menos de un año, y el jugador con quien había vivido (que Kirsten empezaba a sospechar que era mujer en real) había desconectado un día y no había vuelto a aparecer. Fue un duro golpe para Kirsten, pero luego pensó que era mejor así. De ese modo podía disfrutar a solas del bebé BOT que habían comprado por dos mil dólares en una tienda musima. El bebé no crecía, por supuesto, pero a ella le encantaba cuidarlo en tiempo real cuando podía. Lo había programado para que la despertase con llanto en noches aleatorias. Caca y pis surgían sin previo aviso. Todas aquellas pequeñas molestias tan realistas la fascinaban. Lo tenía desde hacía meses y aún la hacía feliz.

Su televisor, tan irreal como el bebé, emitió un silbido de cafetera. Con la criatura en brazos, Kirsten virtual se acercó al aparato. Su personaje era una chica alta y rubia de treinta y pocos, aspecto escandinavo, atractiva, vestida de negro.

Observó atentamente los números en la pantalla. Aparecían alrededor de la torre Eiffel, que flotaba de costado en el centro de la imagen, con la punta hacia la izquierda.

No era nada. Tan solo uno de esos cambios de velocidad de la sonda que nadie se explicaba bien. En su departamento se pensaba que podían deberse a rayos cósmicos.

El bebé eructó en el hombro de Kirsten.

—Uy, qué malo.

Pero se echó a reír. Una risa bonita y calculada. Se levantó, volvió a ponerle el pijama y lo acostó en la cuna mostrándole el cerdito rosado, que era su peluche favorito.

—Mira, mira el cerdito, oink, oink, duerme, duerme, oink, oink…

Otro silbido del televisor le hizo soltar el cerdito, que rebotó en el bebé BOT.

Dejó a Kirsten inmóvil con el juego en «Pausa», apartó la vista de su Walcha portátil y la fijó en el ordenador de su despacho en la estación del Laboratorio de Propulsión a Chorro de La Cañada, California.

En real Kirsten Ledrup era una mujer de cincuenta y muchos, rostro caballuno y gafas metálicas. Llevaba soltera y solitaria mucho más tiempo que su joven personaje virtual y no tenía ningún bebé. Hija de padres daneses, doctora en astrofísica por Berkeley, daba clases en esa universidad y hacía turnos en las estaciones de radio de la NASA. Desde hacía dos meses se ocupaba de la recepción de señales de la sonda Voyager I. Un trabajo enormemente aburrido, pero lo compensaba viviendo en París virtual.

Tecleó rápidamente en el ordenador y revisó los parámetros. Parecían estar en orden. Las señales de radio se ajustaban a lo previsto. Era cierto que existían aquellos «frenazos» en su velocidad que nadie se explicaba, pero entraban dentro de lo normal.

En la pantalla la sonda Voyager I no tenía la forma de una torre Eiffel, como ella le había adjudicado por capricho en su receptor de ÓRGANO (le encantaba París, aunque solo había podido visitarlo en real un par de veces, pero en virtual había cumplido su sueño de vivir allí), sino la verdadera, aunque no menos bella para Kirsten: setecientos veinte kilogramos de peso repartidos entre antenas, cámaras, varillas y generador de radioisótopos. Una especie de mosquito intergaláctico. Había sido lanzada en 1977, y llevaba más de treinta años de viaje a una velocidad mayor que ningún otro objeto hecho por el hombre, diecisiete kilómetros por segundo.

En absoluta soledad.

A Kirsten le fascinaba contemplarla, aunque fuese en aquella interfaz gráfica de ordenador. Poliédrica labor de artesanía humana, la escultura cubista más remota jamás arrojada a los cielos. Actualmente se hallaba en la heliopausa, el límite de influencia del Sol, el burladero del ruedo dorado, a 17.700.590.000 kilómetros de la Tierra y a punto de internarse en lo inconmensurable.

Kirsten la observó un rato, abstraída, tratando de imaginarla en medio de la oscuridad, tan alejada de cualquier otra cosa, moviéndose en silencio. Un poco como ella misma yendo por la vida. Y pese a todo, sabía que Voyager I albergaba sonidos.

De hecho, una buena colección de ellos.

Se trataba de un disco gramófono llamado «Sonidos de la Tierra», una botella de náufrago de la humanidad con el propósito de que un hipotético ET la rescatara y escuchara nuestra existencia. En aquel disco, además de saludos en cincuenta y cinco idiomas y palabras del entonces presidente Jimmy Carter, se guardaba una selección de músicas representativas de varias culturas: melodías del Senegal, México, Georgia… Piezas de Beethoven, Chuck Berry, Mozart…

Aunque, sin duda, el compositor designado como máximo embajador terrícola era Johann Sebastian Bach. Nada menos que tres de sus obras, un concierto de Brandenburgo, una partita de violín y un preludio de El clave bien temperado en versión de Glenn Gould recorrían el espacio en el interior de aquel disco.

A Kirsten le gustaba Bach, aunque no era musima. Se maravillaba de que un mundo como ÓRGANO estuviese hecho de música de Bach, que su bebé hubiese sido creado con música de Bach, que la sonda Voyager I guardara a Bach en su relicario como regalo a las posibles razas alienígenas. ÓRGANO era, sin duda, lo más grande que el hombre había inventado en su tránsito por la eternidad. Después de Bach. Y de las naves espaciales. Al menos para Kirsten.

Tras asegurarse de que todo iba como la seda, regresó con su personaje a París. Su bebé despertó en ese instante y se puso a llorar, pero Kirsten abrió sus opciones pulsando en su pequeño vientre y lo silenció con «Sueño Profundo II». Quería descansar un ratito, y quizá charlar con alguno de sus colegas de guardia ese día, su amiga Manu en la estación de Robledo de Chavela, por ejemplo.

Cuando se volvió y miró hacia el televisor quedó paralizada.

—¿Qué diablos…?

Sobresaltada, ni siquiera puso la «Pausa». Salió a real y miró la pantalla del ordenador. Allí solo pudo ver un espacio negro.

—Dios mío.

La sonda.

La señal había desaparecido.

Sencillamente, no había nada. Varios mensajes destellaban, frenéticos, desde otros tantos puestos de observación, dentro o fuera de Estados Unidos: «¿Qué ha sido eso?», «No veo el pájaro», «¿Qué ha pasado, chicos…?».

Kirsten pensó un instante. Con un golpe de tecla entró en la réplica virtual de aquella área concreta de espacio, que le permitía observar un modelo de lo que sucedía en real. Se trataba de parte del magno proyecto Mirror Universe, en el que participaba la NASA, cuyo propósito consistía en representar virtualmente el Universo visible usando los datos de los radiotelescopios. Según Petersen, el jefe de Kirsten, no era tan imposible como parecía gracias a los rapidísimos cálculos de ÓRGANO: «Tomas un cubo de un metro cúbico, lo iteras, formas un gran cubo de mil de esos cubos de arista, lo iteras, formas un grandísimo cubo… Así, hasta que obtienes el Universo. En repetir está la clave, Kirsten: las mitologías lo dicen. Nannu iteró el espacio para formar el cielo. Yahvé iteró el tiempo en seis días. Visnú se iteró a sí mismo en tres dioses… Los temas de Bach también se iteran a ratos y se repiten, ¿no?».

¿Y ahora, profesor Petersen? ¿Qué se está iterando aquí?

Kirsten abrió la barra de secuencia temporal y la retrasó justo hasta un momento antes de que la señal de la sonda se perdiera. Casi quince horas de diferencia con el tiempo de la Tierra, debido a la distancia.

Allí estaba la reproducción virtual de nuevo. Sus antenas, varillas, sus formas enigmáticas perfectamente representadas con el coral de Leipzig para órgano «Ya viene el Salvador de los Gentiles» BWV 661 que crea réplicas de objetos complejos.

Kirsten esperó. De pronto, la sonda virtual se cubrió de puntos de luz. Confluían en el centro de la nave y la horadaban.

Todo terminaba muy pronto, en un estallido cegador. El espacio quedó a solas de nuevo, inmaculado.

¿Qué ha ocurrido con la sonda…?

Notando que apenas podía respirar, Kirsten regresó a virtual y se quedó mirando el televisor de su apartamento. La torre Eiffel había desaparecido.

La Voyager I se ha desintegrado. Pero ¿por qué…?

Ya viene el Salvador de los Gentiles.

Cuando parecía que no podía pasar nada peor, su bebé irreal volvió a llorar.