1:20 h

María

La oriental aparcó en una vía de servicio de la M-40, apagó el motor y se quitó la cazadora de cuero. Bajo ella solo llevaba una camiseta de tirantes. Los músculos delineaban sus hombros. Sentada en el asiento trasero junto con su hija dormida María miró por la ventanilla. Farolas y luces lejanas, nada más. La noche era sacudida, a ratos, por el paso ocasional de algún camión del esforzado grupo de Transporte.

—¿Por… Por qué hemos parado? —preguntó María, asustada.

—Borrar huellas. Por Grost.

María no la entendió. La voz era casi un gruñido. Iba acorde con una mujer tan seca, de complexión como tallada en piedra y rasgos inmutables enmarcados en un pelo lacio, negro y corto de flequillo recto. En su mano derecha enguantada brillaba la pulsera del corazón de metal. María la vio usar esa mano para abrir una gran pantalla de consola negra que sobresalía del salpicadero. Cuando la pantalla se iluminó, la oriental respiró hondo varias veces, como preparándose para algún tipo de ejercicio. De inmediato apareció la imagen de un coche oscuro en la consola. La portezuela del mismo se abrió y salió una muchacha joven vestida con un simple body castaño muy realista.

No era la oriental, aunque se le parecía en la estructura compacta de su cuerpo y en el pelo estilo choza, pero sus rasgos eran caucásicos. Se plantó junto al capó e inició una mímica especial de la que brotó una música de órgano solemne a veces, otras danzarina, siempre con un bello aire grave. Intensamente religioso y carnal a un tiempo.

María no podía dejar de mirar.

Asombrada. Boquiabierta.

Hasta entonces sus experiencias musimas se habían limitado a cosas que le ocurrían a ella. Lo de cambiar de piel había sido raro, por no mencionar las sensaciones junto al falso Finkus. Pero ahora veía una labor musimática profesional. Como un hilo desde el vientre del arácnido: lento, sinuoso, florido fluir del órgano manando de cada gesto, cada expresión, en un ritmo que tenía algo de mundo que se construye a sí mismo, dotado de leyes propias, donde la inteligencia no parecía importar tanto como la intuición, la belleza, el arte.

Porque eso era la oriental, y María lo supo enseguida.

Belleza. Arte.

Lo más sorprendente era que María no veía ninguna diadema en la frente de la chica real. Esta solo cerraba los ojos, jadeaba, gruñía, en una réplica extraña de la coreografía cada vez más salvaje de la bailarina del body.

Partita coral para órgano «Oh Dios, Dios justo» BWV 767, leyó María en la viñeta de la pantalla. El coche virtual se cubrió de repente de un rocío de dígitos brillantes que eran como la polvareda de música levantada por los pies del personaje. De pronto todo finalizó. La oriental dejó allí a la chica, jadeante, apagó la consola y se puso la cazadora. En su muñeca derecha, entre el guante y la manga, la pulsera hacía tintinear el corazoncito metálico. El coche arrancó y zigzagueó hasta la salida.

—¿Vamos con señor Flint? —dijo María hacia la chica, imitando su castellano.

La oriental asintió suavemente.

—¿Y… con el señor Finkus…?

—Sí.

María la creyó sin ninguna duda. Pensó que si alguien podía, en verdad, llevarla con Finkus era aquella mujer. Se recostó en el asiento. Iba a ver a Finkus. Se hallaba en las manos correctas, Dios, Dios justo, no creo en Ti, pero gracias de todas formas. Las habían salvado, a ella y a Belén. Vería a Finkus. Fue como si pasara página en esa novela de terror de su memoria reciente. Solo entonces se dio cuenta de lo agotada que estaba. Cerró los ojos. Una imagen flotaba en sus párpados: la ménade virtual bailando frenética y creando el tañido del órgano con su cuerpo.

Cuando abrió los ojos de nuevo sintió que el coche se había parado otra vez.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó.

Era noche cerrada, estaban en medio del campo y un cañón la apuntaba desde el asiento delantero.

—Tú sí —dijo la oriental.

María despertó pasado el mediodía, entre remotos cantos de pájaros. La cabeza se le hacía añicos con la luz que entraba por un ventanuco sucio frente a ella. A un lado de la cama de matrimonio abullonada y crujiente se hallaba Belén dormida, con su camiseta de Los Dobbies, sus vaqueros y sus calcetines arco iris. El auricular del iPod serpenteaba blanco e inútil sobre ella. Al otro lado, de pie, estaba la oriental. Esta vez no sostenía ninguna pistola, y ningún pequeño dardo se clavó en la garganta de María. Más bien la ayudó a sostenerse hasta un pasillo de baldosas irregulares y, de allí, a un baño de espejo partido y bañera con telarañas. María se refrescó lo que pudo en el lavabo, en presencia de la chica. No le importó: se estaba acostumbrando a su pétreo silencio.

El museo de muebles viejos, o simplemente malos, continuaba en la planta baja, con el comedor-cocina (baldosas de rombos), la mesa de formica con tres consolas rectangulares de brillo cromado, butacas de hule y enea y una mecedora. Era, evidentemente, una especie de casita rural. Junto a la ventana una baranda señalaba el inicio de una escalera que descendía. No tenía ninguna prisa María por saber qué había debajo.

En la mecedora estaba el viejo. Por un instante su imagen junto a la ventana fue la del ancianito de pantuflas y mente desmigada, pero al advertir la presencia de ella se levantó de inmediato. Vestía traje oscuro, algo casposo. Su cortesía casi la desagradó.

—Buenos días, ¿ha dormido usted bien? ¿Cómo está su hija?

—¿Qué me… han inyectado? —preguntó María aceptando ocupar uno de los sillones de hule frente a una consola.

—Es un sedante inofensivo. Se usa para dormir al ganado.

—Oh, gracias, qué honrada me siento.

El viejo se rascó la barba canosa e hizo un gesto de «qué remedio».

—Hacemos esto para ayudar a usted y su hija. Soy Morgan Flint. Ella es Misaki.

—Encantada —dijo María masajeándose el cuello. La oriental asintió. Un temor encrespaba a María—. No habrán inyectado nada a mi hija, ¿verdad?

—No, ella solo cansada. Sigue durmiendo, pobrecita. Pero era más prudente que usted viniese desmayada. Aún no sabemos qué han filtrado en su personaje con ese vestido, y no quiero que transmita información inconsciente cuando conecte.

Información inconsciente, pensó María. Pero pensar agravaba su jaqueca.

De una de las consolas llegaba una musiquilla y el runruneo de un locutor. María torció el cuello para mirarla. La pantalla mostraba a una muchedumbre marchando con pancartas por alguna avenida. Alharacas, antidisturbios. El viejo movió las manos sobre el teclado y la apagó. Fue fugaz, pero a ella le pareció que, ante la consola, el viejo se convertía en otro individuo mucho más enérgico y juvenil. Le quedó claro que Flint dedicaba tiempo a aquel aparatito.

—Manifestación, Madrid —dijo el viejo—. En todas las capitales importantes. Supongo que sabe que era hoy, jueves.

—Pero era al mediodía.

—Son más de la una del mediodía.

He dormido doce horas, pensó aturdida mientras el viejo seguía hablando.

—Está todo que arde. La gente está reaccionando con mucha violencia… Se lo toman como si ÓRGANO ya estuviese controlado. No solo eso: se ha extendido el rumor de que las autoridades piensan cerrar lands y se perderán millones de puestos de trabajo. También se habla del fin del mundo, pero no se especifica cuál. —Flint soltó una risita—. Habrá una acampada de protesta el sábado, en California, junto al SuperSQUID. —Se detuvo y la miró con simpatía—. Bueno, al fin nos conocemos en real. ¿Tiene hambre? ¿Desea comer algo? Debe de estar hambrienta. Misaki puede preparar algo.

La japonesa, que permanecía en silencio detrás de María, se deslizó hacia la pequeña cocina haciendo tanto ruido como un gato. María no tenía hambre. O sí la tenía, pero la albergaba dentro de otra María menos perentoria y asustada. Alzó la vista dañada por la cefalea y la luz hacia la figurita del viejo.

—Solo quiero saber qué pasa —dijo.

—Lo que pasa es muy importante —dijo Flint apoyando las pálidas manos en el respaldo de otro asiento. Sus manchas de vejez color café con leche le recordaron a ella las de su padre en la residencia geriátrica—. Lo explicaré todo enseguida. Pero el resumen es este: hay unos malos que quieren matarla. Nosotros queremos ayudarla, así que somos los buenos. Es todo lo que debe saber ahora.

—¿Huevos fritos o tortilla? —dijo la oriental, absurdamente. Fue oír «huevos fritos» y se le hizo la boca agua. Pero ella seguía interrogando al viejo con la mirada.

—Tengo otra duda —dijo.

—Sí, claro. Pregunte. —El viejo mostró las palmas de las manos—. Todo esto es raro, ¿eh? O lo parece. Pero no. No es tan raro. Adelante, pregunte lo que quiera, María.

—Es usted Finkus, ¿verdad? —Él la miró, casi sorprendido por primera vez—. El ex policía de Nueva York… Tiene… Tiene usted dos personajes.

El viejo parecía confuso.

—¿Cómo se le ha ocurrido eso?

—No sé. Esperaba encontrar aquí al jugador de Finkus. Pero no hay nadie más, así que debe de ser usted.

El viejo no apartaba los aguanosos ojos azules de ella. María aguardaba inerme, como una pequeña princesa a la que anuncian que por fin conocerá al hombre con quien su familia ha decidido que va a desposarse. Se preguntó si estaba dispuesta a admitirlo a él como Finkus, pero Flint, al final, sacudió la cabeza sonriendo.

—Parece muy segura —dijo.

—Últimamente todos los presentimientos que tengo aciertan.

—Este no. No soy Finkus. Pero él está aquí también, en efecto. Ahora descansa. Su noche no fue tan dura como la suya, pero igual de larga.

—¿Está… arriba? —Intentó no poner énfasis en la pregunta.

—No, downstairs. En el sótano. —Señaló la escalera—. ¿Son… son ustedes muy amigos en virtual? Creo que se conocieron el otro día.

—Nos conocimos hace poco, pero somos amigos.

Hubo como un punto y aparte en el silencio. El corazón de María se aceleraba mirando la baranda de la escalera que descendía. Está aquí.

—En todo caso, el jugador me pidió un favor —dijo el viejo—: que usted se conectara antes de que lo llamáramos.

—¿Qué?

—El señor Finkus quiere presentarse primero en virtual antes que en real.

María parpadeó. Toda aquella tensión la desconcertaba, al tiempo que la ponía aún más nerviosa. Miró las consolas, luego hacia el rostro de adobe pulido de la oriental, que la contemplaba con los brazos cruzados.

—Ahora sí creo que tomaré unos huevos fritos —dijo María.

En cuestión de minutos tuvo delante un plato donde la miraban dos humeantes ojos de pupilas color naranja, con cejas de rodajas de tomates muy rojos. Comió con apetito, mientras el viejo, solícito pero torpe, iba y venía de un lado a otro.

—¿Un poco de pan? A los españoles les gusta el pan, creo.

Cuando acabó, antes de aceptar la diadema, subió a ver a Belén un rato. La oriental tuvo el buen gusto de quedarse esperando en la puerta. Belén dormía profundamente en un lado de la cama. María la tapó con la cazadora del camaleón, le despejó el cabello de una zona de la sien y la besó (sin saliva, a ella no le gustaba). Luego observó un rato aquel cuerpecito encogido como un signo de interrogación. Pensó que había pasado once años sin saber qué significaba ser madre. Ni siquiera lo supo cuando su propia madre murió sonriéndole, tras un infarto cerebral. Pero ahora empezaba a saberlo. Como si todo lo que les estaba sucediendo obrase a modo de mirilla a través de la cual ella se viera a sí misma y a Belén distintas, renacidas de nuevo para enfrentar otro ciclo en la vida. Once años con ella sin sospechar que Belén era su razón de vivir.

Aunque no la única, sin embargo.

Había otra razón, mucho más extraña, descansando en el sótano. Y estaba a punto de conocerla.

Bajó la escalera decidida a hacer lo posible por preservar aquellas dos razones.

—Ah, María —dijo el viejo—. Por favor, siéntese y póngase la diadema.

La disposición de las consolas había cambiado. El viejo presidía la mesa con una, y en el lugar donde María había comido estaba ahora la japonesa con otra. Los musculares brazos de Misaki sobresalían de la camiseta de tirantes. Se había quitado las botas y sus pies pequeños pero recios emergían de los vaqueros ceñidos y se apoyaban en las puntas. No llevaba diadema, y parecía absorta realizando ejercicios de relajación, o de excitación, según se mirase: jadeaba, se contoneaba. Flint le decía algo en inglés.

Al conectarse, María comprobó que, en virtual, Misaki seguía llevando el body, ahora color morado. Su personaje pequeño, robusto, se hallaba sentado sobre un taburete en un lugar oscuro, sin paredes, entre el viejo y ella. El viejo hizo unas presentaciones, «Edna, Maria B», y ambas asintieron. María dijo «hola». Le pareció curioso que le presentaran a alguien a quien ya le habían presentado, pero enseguida lo pensó mejor: Edna era, en cierto modo, solo Edna. Misaki era Misaki.

—La conexión está bien —valoró el viejo en virtual con su castellano fluido—. María, vamos a crear un espacio para albergarla con seguridad, a usted y a Finkus. El personaje de Misaki es Instrumento. ¿Recuerda lo que le dije sobre los Instrumentos? Tiene una gran habilidad para hacer aparecer sus Teclados, está entrenada para eso.

—¿Por qué no usa diadema? —preguntó ella.

—Soy reavir multisén, es decir, multisensorial —explicó la chica con voz grave—. Tengo sensores en mi cuerpo real.

—Voy a tocar en ella una Partita coral para órgano —anunció Flint como si se dirigiese a un público en un auditorio—. Son variaciones compuestas sobre un mismo coral. En el juego crean espacios paralelos, dobles historias, variaciones de una misma cosa. En resumen, sitios inaccesibles, matemáticamente hablando. ¿Preparada, Edna?

Movió las manos y de aquel cuerpo sólido surgió como un manantial de extraño sonido. Ecuaciones hechas música. Alrededor de Maria B la cámara se llenó de líneas de luz que se extendieron hasta los confines de su mirada. Partita coral para órgano «Cristo, Tú que eres el día brillante» BWV 766, informó la viñeta. Al instante siguiente, y aun cuando la pieza seguía sonando con fuerza, María captó un gemido: comprendió que procedía del mundo real, en concreto de Misaki. Oyó que el viejo decía: «Mantengamos esto, Misaki» mientras gesticulaba como una especie de director de orquesta. Y de improviso las líneas en torno de los tres personajes adoptaron forma de árboles, hierba, rocas, cielo, nubes. Seguían siendo, sin embargo, dibujos de luz, como si un diseñador gráfico trazara un esbozo de bosque con algún software.

En el centro, Edna, como la aguja del compás del que partían los trazos.

La música se interrumpió en medio de aquel paisaje abstracto.

—¿Cómo estás? —preguntó el viejo en la pausa hacia el cuerpo caído.

—Bien. —El personaje de Misaki se puso en pie, jadeando, sudando profusamente.

—Es preciso que nos concentremos ahora —advirtió el viejo.

Fue un proceso largo y conmovedor para María. Los enigmáticos compases fluyendo entre gemidos (como si la música dañase a Misaki arrancándole algo, u otorgándoselo), mientras el dibujo de bosque cobraba volumen y matices. El color se hizo gris, luego castaño. Ramas desnudas, cielo plomizo. Nació el frío, flotó el olor a musgo. Era lo más hermoso que María había contemplado jamás.

Un bosque real, allí, rodeándola, Maria B asistiendo a su génesis, el parto de un bosque entero a través de los acordes

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profundo, inmenso, tejido de ramas

y ella pisaba la tierra con sus botas.

—Bueno, lo hemos conseguido —dijo el viejo en el silencio que siguió, aunque no parecía entusiasmado.

—¿Y Misaki? —preguntó Maria B, buscando en vano al personaje.

—Misaki es esto. —Flint señaló el bosque. El vaho flotaba con sus palabras—. Parte de Edna se ha convertido en este lugar.

—Ha sido… tan raro. —Ella notaba las mejillas de Maria B arreboladas.

—En este lugar estarán seguros por el momento. Ahora es tiempo de que invitemos al señor Finkus. Ya viene.

—¿Aquí? —Maria B lo miraba nerviosa—. ¿Aquí, en real?

—Ajá. Está frente a usted, oyéndonos. Enseguida aparecerá en este bosque.

Sintió el impulso de alzar la vista de la pantalla. Frente a usted, oyéndonos. Pero se contuvo.

—¿Dónde? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Dónde está?

—Aquí, Mari.

Eso no lo ha dicho el viejo. Es otra garganta, profunda, densa, inconfundible. Lo ve, al fin, a unos metros, entre los árboles. La vieja gabardina, la corbatita, el mostacho. Lo primero que piensa: No ha cambiado. Y eso le hace gracia. ¿Es posible cambiar en unas horas? ¿Y en virtual? Porque aquello no es otra cosa que un personaje, aunque —si hay que creer a Flint— él ahora se halle allí, en real, frente a ella.

Ay madre mía.

—Hola, Adam —dice—. ¿Estás ahí? O sea, ¿aquí?

Finkus no ríe. Se acerca unos pasos fijando en ella unos ojos grandes y amables.

—Estás bellísima —dice por toda respuesta.

—Gracias. —Ella tiembla. Restos de música como brisa agitan su pelo. Se siente respirar bajo la camiseta y la cazadora de Maria B—. Pero yo no soy así.

—Ni yo así —dice él.

Es como un duelo del Oeste, ambos frente a frente, esperando a ver quién desenfunda primero. Al final es él quien se atreve.

—Estoy frente a ti, en la mesa. Mira si quieres.

Ya está. Las palabras mágicas. Ella nota la boca seca. Él no parece nada feliz, pero ella quiere decirle: No te preocupes de nada.

Sin embargo, la asalta una especie de timidez.

—No. —Sonríe, nerviosa—. No quiero mirar.

La respuesta deja un silencio detrás. Finkus es el único que asiente.

—Vale —dice. Y sus miradas virtuales se prolongan.

—Perdón, pero algo tendrán que hacer. —El viejo carraspea, situado en medio de ambos como un educado alcahuete—. Están sentados frente a frente en real. Deben intentar conocerse al menos, ¿no?

Un pájaro ha remontado vuelo en el bosque. María alza la vista un poco, por encima de la cabeza de Finkus, siguiendo la bella trayectoria del ave hacia el espacio gris. Un poco más. El borde de la pantalla de la consola. Todavía más, y atrás quedan árboles, pájaro, cielo, melodías de Bach; nacen el comedor, el silencio rústico, el olor a huevos fritos, las dos personas sentadas.

El rostro que la mira.

—Hola —dice el chaval estrábico, todo colorado.