Ray y Phil
—Déjala que se vaya —dice el hombre delgado.
—Se ha hecho indetectable —dice el corpulento.
—Ya nos dijo la Niñita que pasaría eso.
Los dos hombres ven cómo el Ford Focus plateado recorre la plaza haciendo chirriar los frenos y acelera por una de las calles perdiéndose en la madrugada.
Regresan al Audi y cierran las portezuelas.
—Has visto quién la ayudaba, ¿no? —dice el delgado.
—La Japonesa Increíble. ¿Crees que le gustará al jefe?
—No, no le va a gustar.
—No, ya lo creo que no.
Podríamos llamarlos Tom y Jerry, A y B, Uno y Dos. Pero los llamaremos Phil y Ray, sus nombres reales. Ray es el robusto. Se está quedando calvo y lo compensa acumulando pelo (muy rizado) en la nuca. Viste camisa a cuadros rojos de estilo leñador y vaqueros. Phil es el enjuto. Su ondulado cabello castaño está recogido en una coleta, pero suelto caería sobre sus hombros. Una barbita elegante le siembra mentón y pómulos. Siempre viste ropa cara, ahora jersey de punto negro, camisa blanca y cazadora de cuero. Posee cierto aire a Peter O'Toole. Él es el musima, y además conduce mejor que Ray. Eso le ha hecho ser el jefe del dúo. Ray, en cambio, no hace tantas cosas bien. En virtual no se maneja tan cojonudamente como Phil, aunque en real mata mucho mejor.
Están cansados. Se pusieron en marcha la madrugada del día anterior, porque eran el equipo más cercano al lugar donde viven los jugadores reales implicados. Han pasado todo el día trabajando, sin pegar ojo. Les pagan muy bien, pero quien los contrata no suele aceptar fallos. Y han fallado con uno. Con dos, si contamos a la mujer.
—Tenemos que decírselo a la Niñita —advierte Phil.
—Claro. Tú hablas.
Ray manipula la pantalla táctil de la consola del Audi. Es una Alain francesa, portátil en color negro y bellas líneas ovaladas apoyada en el salpicadero mediante dos ventosas. Muestra un diagrama. Hasta hace un momento un punto verde brillaba en su interior. Hay una pausa mientras una viñeta advierte que la llamada está en espera.
Varios transeúntes cruzan la plaza o salen del organcafé, pero nadie mira hacia el Audi oscuro y sus dos ocupantes. Ray sabe que ya nadie mira con los ojos. Décadas de cámaras, células fotoeléctricas y diademas han logrado que no nos apercibamos ya de la vida real. De hecho, ni siquiera Ray y Phil se miran entre sí mientras aguardan.
No quieren demostrarlo, pero la Niñita les pone nerviosos.
Ray revisa las pistolas, Phil las diademas. Phil le entrega una a Ray, que a su vez le pasa una pistola a Phil. Luego Ray se pone su diadema y coge la cajetilla de tabaco Marlboro y cerillas del asiento trasero, donde se hallan las gorras de policía y los chalecos fosforescentes. Enciende un cigarrillo. Phil lo mira y hace una mueca.
—¿Eres consciente de ser el último mamífero sobre la Tierra que fuma en real?
—Perfectamente consciente. Y lo lamento, pero no puedo dejarlo. No me coloco con Bach, como tú, no soy musima. Soy prehistórico y carente de sensibilidad, necesito cigarrillos y alcohol para relajarme, lo sabes, como en los viejos tiempos.
—Tú y tus cigarrillos de los huevos.
—Tú y tu Bach de los huevos.
Por un instante Ray sigue fumando y medita en lo que Phil le ha dicho. Desde luego, él no es «el único» que fuma en real. Eso es una exageración. La madrugada anterior, sin ir más lejos, Ray descubrió que el marido de Patricia Trébedes también fumaba. El hombre era paralítico de las piernas y tenía en la mesilla de noche una cajetilla de Camel y un cenicero lleno. Mientras ataban y amordazaban al matrimonio Phil había insinuado venenosamente que la parálisis del tipo podía provenir del tabaco, pero Ray interrogó al hombre y aclaró que había sido un accidente laboral. Cristo sea loado. Y mira por dónde, al menos esa vez el tabaco había servido para improvisar lo del incendio.
La llamada sigue en espera. No les sorprende: la Niñita suele demorarse. Ray manipula de nuevo la pantalla táctil mientras fuma.
—Estás enfadado —le dice a su compañero.
—No es mi mejor día —admite Phil—. La hemos perdido también a ella.
—Pero ya la hemos copiado.
—Sí, y había que eliminarla para que nadie más la copiara, ¿recuerdas?
—¿Tienes miedo de la Niñita?
—¿Tú no?
—Puedes echarme la culpa a mí —propone Ray—. Soy el más gafe de los dos. Murphy se basó en mi vida para inventar su ley. Tengo tanta mala suerte, tanta, que si me siento en un pajar me clavo la aguja.
—Ese ha sido horrible —dice Phil.
—Hieres mi sensibilidad al criticar mis chistes, ¿lo sabías?
Mientras habla, Ray localiza en la pantalla las imágenes de la calle Mijas real tomadas por satélite. Las amplía. Media hora después de la explosión que ha sacudido la antes pacífica calle del distrito Puerto Edén de Madrid, el fuego sigue sin ser controlado. La fachada del edificio permanece en pie, pero está en llamas. Por fortuna, varios vecinos de los pisos tercero y cuarto han podido escapar gracias a los dispositivos montados por los bomberos, que junto a policías, periodistas y agentes de protección civil forman un corro nervioso alrededor de la catástrofe. Vecinos evacuados de edificios colindantes llevan en brazos niños o consolas, para, al menos, rescatar parte de las vidas que dejan atrás. A vista de pájaro a Ray le parece contemplar un hormiguero en el que alguien ha introducido un palito. El sitio virtual sigue accesible, pero las autoridades han colgado la noticia en la réplica del edificio siniestrado.
—Esos chicos góticos nos vieron —dice Ray—. Y pueden haber sobrevivido.
—Uh, no voy a dormir pensando en eso —dice Phil.
Ray comprende que Phil tiene razón: para cuando la policía española ate cabos sobre lo sucedido, ya será demasiado tarde. Según Ray, Phil siempre tiene razón. Son muy amigos, suelen trabajar juntos. En virtual se han acostado un par de veces. Phil es hetero, pero lo ha hecho para complacer a Ray.
—Hay un partido en el Maradona Stadium virtual al que me gustaría ir —dice Ray revisando los eventos de ÓRGANO—. Paulo Coelho presenta su nuevo libro en Río de Janeiro virtual y dice que regalará cien mil ejemplares en cajitas a los primeros cien mil personajes que se transporten al anfiteatro. Lady Gaga en concierto reavir desde el auditorio Pacific Hall. Cierre de lands en varias ciudades europeas por la manifes… —Phil va a decir algo al respecto cuando una viñeta verde anuncia «Llamada respondida». De inmediato ambos hombres encienden sus diademas.
El personaje de Phil es parecido a él: larga melena rubia, atractivo, elegante. El de Ray, de facciones achinadas, bigotito y traje que le queda pequeño, recuerda al antiguo actor cómico Cantinflas. Ambos renderizan en una habitación de paredes negras, sin ventanas. La Niñita está frente a ellos. Ray anima a hablar a Phil.
—Hola, señorita Grost.
La figura les da la espalda. En ese momento se vuelve.
Parece una niña. Por supuesto, no lo es. Y, por supuesto, nadie cree que lo sea. Lleva un abrigo de pieles que le queda enorme, con un cinturón flojo. En una mujer adulta la prenda llegaría por las rodillas, pero en la señorita Grost cubre sus tobillos, bajo los cuales asoman piececitos descalzos como patas de ave. Las manos desaparecen en las mangas, el cabello se enmaraña a los lados del rostro. Como si acabara de ducharse y se hubiera envuelto en la ropa más lujosa de mamá.
Se llama Hyp Grost. Ellos la llaman la Niñita.
Lo que ocurre es que es hermosísima, Ray debe admitirlo. El rostro le ha salido al jugador de puta madre. Un Boticcelli con ojeras y mirada lasciva.
Pero nada de eso importaría si no fuese, además, una Gran Virtuosa. Lo cual, en la jerga musimática que Ray entiende, se traduce como: una musima de la hostia.
—¿Y? —pregunta la señorita Grost. Su voz es un susurro de noctámbula.
Phil se demora en contestar.
—Se ha hecho indetectable, como usted suponía, y ha escapado. Ford Focus plateado, matrícula… Y adivine quién lo conduce.
Tras un silencio en el que la Niñita muestra su poco interés en adivinar, Phil añade el nombre, titubeando.
—¿Estáis seguros de que era ella?
—Sí, señorita.
—Comprendo. —Un lado del abrigo cae revelando el nácar de un pequeño hombro desnudo—. Eso no va a ser una noticia agradable para el jefe.
—No, no lo será —admite Phil, y Ray lo apoya.
—Si Misaki colabora con Morgan Flint —dice la señorita Grost—, podemos olvidarnos de rastrear el coche. Lo borrará todo a su paso.
—Pero esa japonesa es… un Instrumento reavir, ¿no? —apunta Ray con las manos de su humorístico personaje en los bolsillos de los pantalones—. Vamos, según creo. Y los Instrumentos como ella dejan un… un rastro a su paso… ¿no?
Ha ido perdiendo gas conforme ve la mirada de la Niñita. En real recibe un codazo de Phil. Se calla.
—Gracias por la información, Ray —dice la Niñita.
Ray se estremece. Sabe que la Niñita puede freírle el cerebro real en su preciosa sartén de Bach y comérselo como los riñones que a él le gusta desayunar diariamente.
—Flint es un Gran Virtuoso —explica Phil—. Habrá tocado algo en Misaki, Ray.
—Ah, ya lo capto. Perdón. —Cantinflas sonríe—. No estoy puesto en musimática.
—Ahora ya sabemos que fue Misaki quien se llevó al chico en real de su casa antes de que llegarais —dice la señorita Grost.
—Así es. —Phil suspira tristemente.
—Bien, eso significa que Flint tiene a Finkus y nosotros a Preste. El personaje de la mujer lo hemos copiado los dos. Así que debemos conseguir también a Finkus.
¿Por qué demonios son tan importantes esos tres personajes en concreto? Ray no lo sabe, solo sabe que tienen que copiarlos y matar a los jugadores. Tampoco sabe quién es el tal Flint, de quien todos hablan. Un profesor de universidad, al parecer. En otras épocas era el matón de tu barrio quien podía partirte el alma, pero en estos tiempos extraños los profesores de universidad y las niñitas con abrigos de visón son los enemigos más temibles. Claro que no es difícil para Ray apreciar, por entre las solapas del abrigo y mientras la Niñita habla, la convexidad de unos pechos. No son de niña ni de lejos. En realidad, Ray sabe que la Niñita es, más bien, una especie de mujer de tamaño reducido. Por qué ha querido crearla así su anónimo jugador, lo ignora, y prefiere no saberlo. Y lo más raro es que el personaje tiene algo casi animal que le estimula. Y eso que Ray nunca lo haría con una mujer, niña o adulta, real o virtual. Pero hay algo en la señorita Grost que no es propio de mujeres ni de hombres. Una cualidad que en la vida real probablemente no existe, que solo es posible allí, en ese mundo hecho de música.
Culpa de Bach o no, a Ray la Niñita le pone. Y eso le da yuyu.
—¿Qué haremos ahora, señorita? —pregunta Phil.
—Rastrear a la mujer, Phil.
—Pero Flint la ha hecho indetectable.
—Flint ha renovado su piel con un coral del Librito. El vestido que le diste a ella no solo llevaba esa pieza de rastreo. Estaba cargado con otras cosas.
—¿Puedo preguntar qué? —indaga Phil, melómano.
—Trio sonata para órgano en do menor BWV 526.
—Oh, bellísima, y muy difícil de tocar, señorita —aprecia Phil.
—Yo la he tocado.
—Sí, señorita Grost.
—Me vincula directamente al personaje de ella, y al del chico a través de ella, en un trío perfecto. Flint no se irá de Madrid de inmediato: hará algo, tocará en ellos, intentará conseguir a Preste. Y cuando lo haga, cuando les toque, daré con su paradero en real. Entonces intervendréis vosotros.
—Sí, señorita. —Ray se percata de que Phil está admirado, sublimado, como si no contemplara una muchachita sino una obra de arte musical prodigiosa.
—Alojaos en un motel de Madrid esta noche, estaréis cansados. Que no sea muy lejos de ese lugar real. Cuando os llame, tendréis que salir enseguida. Yo debo decirle al gran jefe quién trabaja para Flint. —La señorita Grost se detiene un instante—. No habrá errores esta vez, ¿verdad?
Pero no se queda a oír la respuesta. Se quita el abrigo y lo deja caer. No hay erotismo en su gesto, solo una especie de desintegración. Un final de concierto, todo su cuerpo, junto al abrigo, reducido a puntitos de oscuridad que se funden con las paredes.
—Es bellísima —declara Phil cuando apagan las diademas, y suelta un suspiro.
—Está pirada —rezonga Ray—. Sea quien sea su dueño, está pirada en ambas vidas.
—Eso lo dices porque no te gusta Bach.
—Ni las mujeres —añade Phil.